Una húmeda tarde de octubre es deprimente, pero en todo caso disimula con sus sombras los ásperos bordes ruinosos y deteriorados. No ocurre lo mismo con la luz matutina.
Incluso cuando desarrollaba particular actividad en la minería, Joshua siempre había dedicado parte del tiempo a varios campos, la casa estaba limpia y era acogedora, y se la veía bien amueblada y provista, si se tenían en cuenta las condiciones generales del distrito. Después de una recorrida que duró desde las ocho hasta las diez, Ross convocó a los Paynter fuera de la casa y permaneció de pie, las piernas separadas, mirándolos. Ellos movían inquietos los pies, y parecían intranquilos bajo la mirada de Ross.
Jud tenía unos diez centímetros menos que la mujer. Era un hombre al comienzo de la cincuentena, a quien las piernas arqueadas conferían un aire de caballista y una apariencia de robustez. Durante los últimos diez años la naturaleza humorista le había tonsurado la cabeza como a un fraile. Había vivido toda su vida en el distrito, primero como tributario de la mina Grambler, y después en Wheal Grace, donde Joshua lo había empleado a pesar de sus defectos.
Prudie y Jud se habían conocido en Bedruthan diez años atrás. Ni siquiera cuando estaba en copas Jud hablaba de las circunstancias en que la había conocido. Nunca se habían casado, pero ella había adoptado el apellido del hombre como algo sobrentendido. Ahora tenía cuarenta años, un metro ochenta de altura y cabellos largos y lacios incurablemente piojosos; tenía los hombros anchos, con un cuerpo vigoroso que mostraba prominencias en todos los lugares en los cuales podían parecer antiestéticos.
—Están fatigados después de trabajar toda la mañana —dijo Ross.
Jud lo miró inquieto bajo las cejas sin vello. Con Joshua siempre había tenido que cuidar sus pasos, pero jamás había temido a Ross.
Un jovencito atolondrado, siempre tenso, alto y desmañado… no había por qué temerle. Pero dos años en el ejército habían cambiado al muchacho.
—Está todo lo limpia que puede estar una casa recién fregada —dijo Jud en un gruñido—. Trabajamos dos buenas horas. El piso viejo me llenó la mano de astillas. Quizá se me envenene la sangre. A uno le sube de la mano, por el brazo. Se mete por las venas, y después… plaf… uno muere.
Ross volvió hacia Prudie los ojos somnolientos pero nerviosos.
—¿Su esposa no ha sufrido como consecuencia de la mojadura? Es buena para no olvidar la sensación y el sabor del agua. En la cárcel se usa muy poco.
Jud lo miró atentamente.
—¿Quién habla de cárcel? Prudie no irá a la cárcel ¿Qué hizo?
—No más que usted. Lástima que no puedan meterlos en la misma celda.
Prudie lloriqueó.
—Búrlese de nosotros.
—La burla —dijo Ross—, fue de ustedes anoche, y lo mismo las cincuenta noches anteriores.
—No pueden detenernos por beber un poco —dijo Jud—. No es legal. No es justo. No está bien. No tiene sentido. No es humano. Sin hablar de todo lo que hicimos por usted.
—Usted era el criado personal de mi padre. Cuando él murió usted quedó a cargo de todo. Bien, le daré una guinea por cada campo que no esté cubierto de malezas y barbecho, y lo mismo por cada galpón o establo que no esté derrumbándose por la falta de una reparación oportuna. Incluso las manzanas del huerto se enmohecen entre las hojas secas porque nadie las recoge…
—Fue un mal verano. Las manzanas estaban llenas de avispas. Tremendo. No se puede hacer nada con una manzana que tiene avispas. Salvo matar el bicho y comer la manzana, y lo que dos cuerpos pueden comer tiene un límite.
—Fue una suerte que no me tragase una de esas avispas —dijo Prudie—. Estaba masticando tranquilamente la manzana. Y justo cuando le daba un mordisco oí un buzz-buzz. ¡Dios mío, ahí estaba! No se veía la cabeza, pero la cola se movía como la de un ternero, y las patas también, rayadas como una bandera. Si no la veo a tiempo…
—Salen del agujero —dijo Jud con aire sombrío—. Sacan el aguijón y… puf… uno muere.
—Perezosos sin remedio —dijo Ross—, salvo para buscar excusas. Como dos cerdos viejos en su chiquero, e igual de lentos para apartarse de su rincón de roña.
Prudie levantó el extremo de su delantal y comenzó a frotarse la nariz.
Ross acentuó el ataque. Un verdadero maestro le había enseñado a insultar y durante los dos últimos años había enriquecido su repertorio. Además conocía a sus oyentes.
—Supongo que debe ser fácil convertir animales de buena calidad en gin barato —concluyó—. Por menos de eso algunos terminaron en la horca.
—Pensamos… se rumoreaba. —Jud se chupó las encías, vacilante—. La gente decía…
—¿Que yo había muerto? ¿Quién decía eso?
—Era la idea general —dijo Prudie con expresión sombría.
—Sin embargo, oigo decirlo únicamente en mi propia casa. ¿Ustedes echaron a correr el rumor?
—No, no; no es cierto. Nada de eso. A nosotros debe agradecernos que hayamos desmentido esa historia. Estoy seguro, lo dije siempre. Completamente seguro, eso les dije. Les expliqué que tenía la fe más cabal; y Prudie no me dejará mentir. Dime una cosa, Prudie, ¿creímos tan perversa mentira?
—¡Por Dios, no! —dijo Prudie.
—Mi tío siempre pensó que ustedes eran vagabundos y parásitos. Supongo que lograré que él los juzgue.
Permanecieron de pie, moviéndose inquietos, medio resentidos y medio alarmados. Ross no comprendía sus dificultades, y ellos no encontraban palabras para explicarlas. La culpa que podían haber sentido se había disipado hacía mucho, rechazada por esas explicaciones que no lograban formular. Ahora se sentían agraviados ante un ataque tan duro. Todo se había hecho o dejado sin hacer por muy buenas razones.
—No tenemos más que cuatro pares de manos —dijo Jud.
El sentido del humor de Ross estaba amortiguado, porque de lo contrario se hubiese regocijado ante esta observación.
—Este año hay mucha peste en las cárceles —dijo—. La falta de gin barato no será el único padecimiento.
Se volvió, y los dejó sumidos en el temor.
II
En la media luz de los establos del León Rojo había creído que la yegua alquilada tenía una cerneja dañada, pero la luz del día mostró que la cojera no era más que el resultado de una herradura muy inapropiada. La yegua tenía un pie chato y abierto, y la herradura era muy corta y estaba muy cerrada.
Al día siguiente fue a Truro en Ramoth, que estaba casi ciego, para ver si podía cerrar trato con el dueño del «León Rojo».
El dueño de la posada dudaba un poco de que hubiese transcurrido tiempo suficiente para que él tuviese derecho de disponer de su garantía; pero la legalidad nunca había sido el punto fuerte de Ross, y en definitiva se salió con la suya.
Mientras estaba en la localidad, emitió una letra contra el banco de Pascoe y gastó parte de su magro capital en dos jóvenes novillos y arregló que fueran entregados a Jud. Si quería trabajar los campos necesitaba gastar en animales de trabajo.
Con algunos objetos más pequeños atravesados sobre la montura volvió poco después de la una, y halló a Verity esperándolo. Durante un fugaz instante de emoción había creído que era Elizabeth.
—Primo, no viniste a visitarme —dijo la joven—, y ahora tuve que esperarte. Estoy aquí desde hace unos cuarenta minutos.
Él se inclinó y le besó la mejilla.
—Debiste avisarme. Estuve en Truro. Jud te lo habrá dicho.
—Sí. Me ofreció una silla, pero temí sentarme en ella, no fuese que se derrumbara bajo mi peso. ¡Oh, Ross, tu pobre casa!
El joven contempló la construcción. El invernadero estaba cubierto de convólvulos gigantes, que se habían extendido sobre aquel, y después de florecer habían comenzado a descomponerse.
—Todo puede arreglarse.
—Estoy avergonzada —dijo ella—, de que no hayamos venido, de que yo misma no haya venido más a menudo. Estos Paynter…
—Estuviste atareada.
—Oh, por cierto. Solamente ahora, cuando ya se recogió la cosecha, tenemos tiempo de respirar. Pero eso no es excusa.
Él la miró, de pie a su lado. Por lo menos ella no había cambiado, con su figurilla delgada, los cabellos en desorden y la boca grande y generosa. Había caminado desde Trenwith con su vestido de trabajo, sin sombrero, el manto gris dispuesto al descuido sobre los hombros.
Comenzaron a caminar en dirección a los establos.
—Acabo de comprar una yegua —dijo Ross—. Debes verla. El viejo Squire ya no tiene fuerzas, y Ramoth no puede ver las piedras y los surcos.
—Háblame de tu herida —dijo ella—. ¿Ahora te duele mucho? ¿Cómo fue?
—Oh, hace mucho. En el río James. No es nada.
Ella lo miró.
—Siempre fuiste bueno para ocultar tu sufrimiento, ¿verdad?
—Aquí está la yegua —dijo él—. Acabo de pagar por ella veinticinco guineas. Un buen negocio, ¿no te parece?
Verity vaciló.
—¿No cojea también ella? Francis… y esa pata derecha, que evita apoyar…
—Mejorará antes que la mía. Ojalá uno pudiese curar una herida con un cambio de herraduras.
—¿Cómo se llama?
—Nadie lo sabe. Espero que tú la bautices.
Verity se echó atrás los cabellos y frunció una ceja.
—Hum… yo la llamaría Morena.
—¿Por qué?
—Tiene un tono bastante oscuro. Y también como homenaje a su nuevo dueño.
Ross se echó a reír y comenzó a desensillar a Ramoth y a cepillarlo, mientras su prima se apoyaba en la puerta del establo y charlaba. El padre de Verity a menudo se había quejado de que ella «carecía de gracias», en el sentido de que era incapaz de mantener la charla intrascendente, florida pero agradable que realzaba tanto el sabor de la vida. Pero cuando estaba con Ross nunca parecían faltarle las palabras.
Ross la invitó a cenar, pero la joven rehusó.
—Debo irme pronto. Ahora que mi padre no está tan bien tengo mucho más trabajo.
—Y supongo que te gusta. Vamos, demos un paseo hasta el mar. Quizá pasen muchos días antes de que vuelvas.
Ella no discutió, porque le agradaba ver que alguien buscaba su compañía. Partieron, tomados de la mano como hacían cuando eran niños, pero esta vez su renguera era tan visible que Ross se soltó y apoyó en el hombro de su prima la mano larga y huesuda.
El trayecto más corto hasta el mar viniendo desde la casa era trepar una pared de piedra y descender a la playa Hendrawna, pero ahora subieron por el Campo Largo, detrás de la casa, y siguieron el camino que Joshua había recorrido en su sueño.
—Querido, tendrás que trabajar duro para arreglar todo —dijo Verity, echando una ojeada alrededor—. Necesitas ayuda.
—Dispongo de todo el invierno.
Ella trató de interpretar la expresión de Ross.
—Ross, ¿no pensarás volver a partir?
—Lo haría de inmediato si tuviese dinero o no fuese cojo; pero las dos cosas juntas…
—¿Retendrás a Jud y a Prudie?
—Aceptaron trabajar sin pago. Los retendré hasta que eliminen parte del gin. Además, esta mañana tomé a un chico llamado Carter, que vino a pedir trabajo. ¿Lo conoces?
—¿Carter? ¿Uno de los hijos de Connie Carter, de Grambler?
—Creo que sí. Estuvo en Grambler, pero el trabajo en las galerías era muy pesado. A sesenta brazas de profundidad no hay aire suficiente para que se disipe la pólvora de las explosiones, y según dice empezó a toser una flema negra por la mañana. De modo que tiene que trabajar en los campos.
—Ah, seguramente es Jim, el mayor. El padre murió joven.
—Bien, no estoy en condiciones de pagar a inválidos, pero parece un muchacho aceptable. Empieza mañana a las seis.
Alcanzaron el borde del arrecife, que se elevaba a más de veinte metros sobre el mar. A la izquierda, los riscos descendían hacia la caleta de Nampara, y luego se elevaban de nuevo, más empinados, hacia Sawle. Hacia el este, en dirección a la playa de Hendrawna, el mar se veía muy sereno: un gris humoso, y aquí y allá parches violetas y un verde vivaz y móvil. Las olas aparecían oscuras, como serpientes bajo una manta, reptando casi invisibles hasta que emergían en ondas lechosas al borde del agua. La suave brisa marina les acarició el rostro rozando apenas los cabellos. La marea descendía. Mientras miraban, el verde del mar se agitaba y conmovía bajo las nubes agrupadas.
Ross no había dormido bien la noche anterior. Visto desde un lado, con los ojos grises celestes de párpados entornados, y la línea blanca de la cicatriz en la mejilla parda, todo su rostro manifestaba una extraña inquietud. Verity apartó los ojos y dijo bruscamente:
—Te habrá sorprendido enterarte… enterarte del asunto de Francis y Elizabeth…
—No tenía opción sobre ella.
—Fue extraño —continuó Verity con voz entrecortada—, como ocurrió todo. Francis apenas la había visto antes del último verano. Se conocieron en casa de los Pascoe. Y después ya no pudo… no pudo hablar de otra cosa. Por supuesto, le dije que tú… que te habías mostrado amistoso con ella. Pero Elizabeth ya se lo había dicho.
—Muy amable de su parte…
—Ross… estoy completamente segura de que ninguno de ellos quiso hacer nada que fuese injusto. Fue… sencillamente una de esas cosas que ocurren. Uno no discute con las nubes, la lluvia o el rayo. Bien, así fue. Cayó sobre ellos. Yo… conozco a Francis, y sé que no pudo evitarlo.
—Cómo han aumentado los precios desde que me marché —dijo Ross—. Hoy pagué tres libras y tres peniques por una yarda de hilo de Holanda. Las polillas se comieron todas mis camisas.
—Y después —dijo Verity— corrió el rumor de que habías muerto. No sé cómo empezó, pero creo que los Paynter eran quienes podían beneficiarse más.
—No más que Francis.
—No —dijo Verity—. Pero no fue él.
Ross mantuvo sus ojos de expresión torturada fijos en el mar.
—No fue un buen pensamiento —afirmó después de un momento.
Verity le apretó el brazo.
—Querido, ojalá pudiese ayudarte. ¿No vendrás a vernos más a menudo? ¿Por qué no cenas con nosotros todos los días? Cocino mejor que Prudie.
Ross movió la cabeza.
—Debo hallar por mí mismo el modo de salir de esto. ¿Cuándo se casarán?
—El primer día de noviembre.
—¿Tan pronto? Creí que faltaba más de un mes.
—Lo decidieron anoche.
—Oh. Comprendo…
—Será en Trenwith, porque eso nos acomoda a todos. Cusgarne está casi derruida, y plagada de corrientes de aire y filtraciones. Elizabeth y sus padres vendrán en su carruaje por la mañana.
La joven siguió hablando, consciente de que Ross apenas la escuchaba, pero deseosa de ayudarlo a pasar este momento difícil. Después, Verity calló y siguió su ejemplo, los ojos fijos en el mar.
—Sí —dijo la joven—, si estuviese segura de que no te molestaré, este invierno vendría a visitarte siempre que pudiera. Si…
—Eso —dijo Ross— sería una gran ayuda.
Comenzaron a regresar hacia la casa. Él no advirtió que la joven se había ruborizado intensamente, casi hasta la raíz de los cabellos.
De modo que sería el primero de noviembre, menos de dos semanas después.
Ross recorrió un corto trecho con su prima, y cuando se separaron él permaneció de pie sobre el borde del bosquecillo de pinos, y la vio alejarse con paso rápido y firme en dirección a Grambler. El humo y el vapor de la mina se elevaban en una nube sobre el desolado páramo salpicado de desechos que se extendía hacia Trenwith.
III
Más allá del suelo en pendiente que formaba el límite sureste de Nampara Combe había una depresión en la cual se levantaba un racimo de cottages llamado Mellin.
Era tierra que pertenecía a Poldark, y en estos seis cottages, dispuestos en la forma de un amistoso ángulo recto, de modo que todos podían observar más fácilmente las idas y venidas de todos, vivían los Triggs, los Clemmow, los Martín, los Daniel, y los Vigus. A este lugar había acudido Ross en busca de fuerza de trabajo barata.
Los Poldark siempre habían mantenido buenas relaciones con sus inquilinos. No faltaban las diferencias de clase; se las comprendía tan claramente que nadie necesitaba subrayarlas, pero en los distritos en los cuales la vida se centraba en la mina más próxima, no se permitía que las convenciones sociales amenazaran el sentido común. Los pequeños propietarios, con sus antiguos linajes y sus caudales escasos eran aceptados como parte de la tierra que poseían.
En camino hacia la vivienda de los Martín, Ross tuvo que pasar frente a tres de los cottages, y delante de la puerta del primero, Joe Triggs estaba sentado, tomando sol y fumando. Triggs era un minero en mitad de la cincuentena, agobiado por el reumatismo y mantenido por su tía, que apenas conseguía ganarse la vida limpiando pescado en Sawle. Se hubiera dicho que no se había movido de su lugar desde el día de la partida de Ross, veintiocho meses atrás. Inglaterra había perdido un imperio en el oeste; había firmado su dominio sobre otro en el este; había luchado sola contra los americanos, los franceses, los holandeses, los españoles y Hyder Ali de Misore. Gobiernos, flotas y naciones habían chocado, se habían elevado y perecido. En Francia se habían soltado aerostatos, el Royal George había volcado de costado en Spithead, y el hijo de Chatham había ocupado su primer cargo en el gabinete. Pero para Joe Triggs nada había cambiado. Excepto que esta rodilla o aquel hombro le dolía más o menos, cada día era tan semejante al anterior que se había fundido en una pauta invariable y se había disipado sin dejar rastros.
Mientras conversaba con el viejo, los ojos de Ross exploraban el resto de los cottages. El que se levantaba contiguo a este estaba vacío desde que toda la familia había muerto de viruela, en 1779, y ahora había perdido parte del techo; el siguiente, ocupado por los Clemmow, tenía una apariencia apenas mejor. ¿Qué podía esperarse? Eli, el más joven e inteligente, se había alejado para desempeñarse como lacayo en Truro, y solo quedaba Reuben.
Los tres cottages dispuestos sobre el ángulo contrario estaban todos en buenas condiciones. Los Martin y los Daniel eran buenos amigos suyos. Y Nick Vigus cuidaba de su cottage, pese a que era un sinvergüenza hipócrita.
En el cottage de los Martín, la señora Zacky Martín, con su rostro chato, sus lentes y su espíritu animoso, lo invitó a pasar a la sombría habitación única del piso bajo, con su piso de tierra bien afirmada en la cual tres pequeños desnudos jugaban y parloteaban. Ross descubrió dos rostros nuevos, lo cual elevaba el total a once; y la señora Martín estaba de nuevo embarazada. Cuatro varones ya trabajaban en las galerías de Grambler, y Jinny, la hija mayor, cumplía tareas de desbaste en la mina. Los tres niños que seguían, el más pequeño de cinco años, eran precisamente el tipo de fuerza de trabajo barata que Ross necesitaba en aquellos momentos para limpiar sus campos.
Esa soleada mañana, con los susurros, los sonidos y los olores de su propia tierra alrededor, la guerra en la cual había participado parecía un episodio vacío y lejano. Se preguntaba si el mundo real era aquel en que los hombres luchaban por ideas y principios, y morían o vivían gloriosamente —o más a menudo miserablemente— en defensa de una palabra abstracta como patriotismo o independencia, o si la realidad pertenecía a la gente humilde y a la tierra común.
Parecía que nada podía interrumpir la charla de la señora Zacky; pero en ese momento su hija Jinny regresó de su turno en la mina. Parecía estar sin aliento y dispuesta a decir algo cuando empujó la puerta del cottage, pero al ver a Ross se adelantó, hizo una desmañada reverencia y enmudeció.
—La mayor —dijo la señora Zacky, cruzando los brazos sobre el ancho pecho—. Hace un mes cumplió diecisiete. ¿Qué te pasa, niña? ¿Olvidaste al señor Ross?
—No madre. Claro que no. De ningún modo. —Se acercó a la pared, se desató el delantal y se quitó el gran gorro de lienzo.
—Es una buena chica —dijo Ross, mirándola distraídamente—. Debería estar orgullosa de ella.
Jinny se sonrojó.
La señora Zacky miraba a su hija.
—¿Reuben estuvo molestándote otra vez?
Sobre la puerta cayó una sombra, y Ross vio la alta figura de Reuben Clemmow que caminaba hacia su cottage. Todavía vestía la húmeda chaqueta azul y los pantalones de minero, y se cubría la cabeza con el viejo sombrero de copa dura, la vela asegurada con arcilla en la parte delantera; llevaba cuatro herramientas de excavar, y una de ellas era una pesada barreta de hierro para taladrar.
—Me sigue todos los días —dijo la muchacha, con lágrimas de cólera en los ojos—. Quiere que camine con él; y cuando lo hago no dice palabra, solamente mira. ¡Por qué no me deja en paz!
—Vamos; no lo tomes así —dijo su madre—. Ve a decir a los tres mocosos que entren si quieren comer algo.
Ross comprendió que era la oportunidad de irse, y se puso de pie mientras la chica se alejaba corriendo de la vivienda y llamaba con voz clara y aguda a tres de los niños Martín que trabajaban en un campo de papas.
—De veras nos preocupa —dijo la señora Martín—. Sí, la sigue a todas partes. Zacky ya le advirtió dos veces.
—Tiene en muy mal estado su cottage. El hedor sin duda es muy desagradable cuando el viento sopla hacia aquí.
Ross podía ver a Reuben Clemmow de pie en la puerta de su cottage, mirando a Jinny, siguiéndola con sus ojillos pálidos y su mirada desconcertante. Los Clemmow siempre habían sido un problema para el vecindario. Hacía años que el padre y la madre Clemmow habían muerto. El padre Clemmow era sordomudo y tenía ataques, los niños se burlaban de él a causa de su boca torcida y los ruidos gorgoteantes que emitía. La madre Clemmow tenía una apariencia perfectamente normal, pero había en ella algo maligno, no era mujer que se contentara con los usuales pecados humanos de la copulación y la embriaguez. Ross recordaba que la habían flagelado públicamente en Truro por vender polvos venenosos para abortar. Durante años los dos Clemmow habían afrontado dificultades, pero Eli había sido siempre el más complicado.
—¿Provocó problemas en mi ausencia?
—¿Reuben? No. Excepto que cierto día del invierno pasado le dio un golpe en la cabeza a Nick Vigus, porque estaba fastidiándolo. Pero no le lo censuramos, porque yo misma a veces deseo hacerlo.
Ross pensó que el retorno a la sencilla vida rural no permitía huir. En su caso cambiaba el cuidado que debía dispensar a su compañía de infantería por este interés sobreentendido en el bienestar de la gente que vivía en sus tierras. Quizá no era un caballero en todo el sentido de la palabra, pero no por eso desaparecían las responsabilidades.
—¿Cree que perjudicó a Jinny?
—No lo sabemos —dijo la señora Zacky—. Si hiciera algo, no por eso tendría que presentarse ante el juez. Pero como usted sabe, querido, así son las preocupaciones de una madre.
Reuben Clemmow vio que ahora le había tocado el turno de que lo observasen. Miró con ojos inexpresivos a las dos personas que estaban en el umbral del otro cottage, y después se volvió y entró en su vivienda, y cerró con violencia las puertas.
Jinny y los tres niños volvían del campo. Ross miró con mayor interés a la muchacha. Pulcra y bien arreglada, era una cosa bonita. Esos bellos ojos castaños, y la piel pálida levemente pecosa en la nariz, y los abundantes cabellos castaño rojizos; sin duda tenía muchos admiradores entre los jóvenes del distrito. No era de extrañar que despreciase a Reuben, que tenía cerca de cuarenta años y era débil mental.
—Si Reuben vuelve a molestar —dijo Ross—, envíeme un mensaje y yo vendré a hablarle.
—Es muy amable de su parte, señor. Se lo agradeceremos mucho. Quizá si usted le habla, él quiera escucharlo.
IV
En el camino de regreso Ross pasó frente a la casa de máquinas de la Wheal Grace, la mina que había sido la fuente de la prosperidad de su padre, y que también había consumido todo su haber. Estaba en la colina, sobre el lado del valle contrario a aquel en que se hallaba la Wheal Maiden, y con el nombre de mina Trevorgie se la había explotado con métodos primitivos siglos atrás; Joshua había aprovechado algunos de los primitivos trabajos, y rebautizado la explotación con el nombre de su esposa. Ross decidió que inspeccionaría el lugar, porque cualquier tipo de tarea era mejor que dejar pasar los días.
La tarde siguiente se puso uno de los trajes de minero de su padre, y se disponía a salir de la casa, seguido por las murmuraciones de Prudie acerca de las planchas podridas y el aire viciado, cuando vio un jinete que descendía por el valle, y comprendió que era Francis.
Montaba un hermoso ruano, y estaba vestido a la moda, con briches color ante, un chaleco amarillo y una chaqueta entallada de terciopelo marrón oscuro con cuello alto.
Frenó frente a Ross, y el caballo corcoveó al sentir el tirón.
—¡Eh, Rufus, tranquilo, muchacho! Bien, bien, Ross —desmontó, en el rostro una sonrisa cordial—. ¡Tranquilo, muchacho! Bien, ¿qué significa esto? ¿Tienes que pagar con trabajo en Grambler?
—No, pensé inspeccionar la Grace.
Francis enarcó el ceño.
—Era una vieja ramera. ¿No te propondrás reanudar los trabajos?
—Incluso las rameras pueden ser útiles. Quiero saber qué tengo y no me importa si sirve o no.
Francis se sonrojó levemente.
—Es razonable. Quizá puedas esperar una hora.
—Baja conmigo —propuso Ross—. Aunque tal vez ya no te interesen aventuras de esa clase… con ese atuendo.
El sonrojo de Francis se acentuó.
—Por supuesto, iré contigo —dijo secamente—. Dame un traje viejo de tu padre.
—No es necesario. Iré otro día.
Francis entregó su caballo a Jud, que acababa de llegar del campo.
—Podemos conversar mientras caminamos. Me agradará.
Entraron en la casa y Ross rebuscó entre las pertenencias de su padre que los Paynter no habían vendido. Cuando hubo hallado prendas apropiadas, Francis se despojó de sus finas ropas y revistió el traje de minero.
Salieron de la casa, y para disipar el embarazo de la situación, Ross se impuso comentar sus experiencias en América, adonde lo habían enviado como alférez apenas un mes después de incorporarse a su regimiento en Irlanda; de los agitados tres primeros meses bajo las órdenes de lord Cornwallis, el período en que se libraron casi todos los combates que él había presenciado; del avance hacía Portsmouth y el súbito ataque de los franceses mientras cruzaban el río James; de la fuga de Lafayette; de la bala de mosquete que había recibido en el tobillo, y el consiguiente traslado a Nueva York, lo que le había permitido evitar el sitio de Yorktown, y de la herida de bayoneta en el rostro durante una escaramuza local, mientras se firmaban los acuerdos de la paz preliminar.
Llegaron a la mina y la casa de máquinas, y Ross caminó unos minutos entre los altos matorrales; después, se acercó a su primo, que se había asomado al tubo de ventilación.
—¿A qué profundidad llegaron? —preguntó Francis.
—Creo que a lo sumo treinta brazas; pero oí decir a mi padre que casi todos los túneles de la vieja Trevorgie drenaban solos.
—En Grambler comenzamos a excavar un nivel a ochenta brazas, y promete una gran producción. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que dejó de usarse esta escala?
—Imagino que unos diez años. Ayúdame, ¿quieres?
La fuerte brisa agitaba la llama de las velas de cañameño. Francis quiso bajar primero, pero Ross lo detuvo.
—Espera. Yo probaré la escala.
La primera docena de peldaños pareció bastante sólida. Era un tubo bastante ancho, y la escala estaba clavada a la pared y sostenida a intervalos por plataformas de madera. Parte del equipo de bombeo aún estaba en su lugar, pero más abajo se había desprendido. A medida que se alejaban de la luz del día, el olor fuerte y fétido del agua estancada les llegaba con más intensidad.
Llegaron sin incidentes al primer nivel. Alumbrándose con la luz parpadeante y humosa de su sombrero, Ross atisbó la estrecha abertura del túnel; decidió aventurarse hasta el nivel siguiente. Así lo informó al hombre que estaba poco más arriba, y ambos continuaron el descenso. En cierta ocasión, Francis aflojó una piedra, y esta repiqueteó en la plataforma siguiente y cayó con un chasquido leve en el agua invisible de la profundidad.
Ahora los peldaños eran más traicioneros. Fue necesario saltear varios, y uno cedió en el mismo instante en que Ross apoyó todo su peso. Su pie encontró el peldaño siguiente, que se mantenía firme.
—Si llego a explotar una mina —exclamó, y su voz arrancó ecos en distintos puntos del espacio confinado—, pondré escalas de hierro en el tubo principal.
—Cuando mejoren las cosas pensamos hacer lo mismo en Grambler. Así murió el padre de Bartle.
Ross sintió frío en los pies. Inclinó la cabeza para espiar el agua oscura y aceitosa que le impedía el paso. El nivel del agua había descendido durante los últimos meses, pues alrededor de él las paredes estaban cubiertas de un limo verdoso. Su aliento formaba una columna de vapor que iba a unirse con el humo de la vela. Al lado, aproximadamente en medio metro de agua, estaba la abertura del segundo nivel. Era el sector más bajo de la vieja mina Trevorgie.
Descendió dos peldaños más, hasta que tuvo el agua a la altura de las rodillas, y luego pasó de la escala al túnel.
—¡Uf! Qué olor —dijo la voz de Francis—. Me gustarla saber cuántos mocosos inoportunos fueron a parar aquí.
—Creo —dijo Ross—, que este nivel se dirige hacia el este, bajo el valle, en dirección a Mingoose.
Pasó al túnel. Un chapoteo a su espalda le indicó que Francis también había abandonado la escala y lo seguía.
En las paredes se dibujaban rayas formadas por el agua sucia, parda y verde, y en ciertos lugares el techo era tan bajo que tenían que inclinarse para pasar. Había un aire maloliente y húmedo, y una o dos veces las velas parpadearon, como si quisieran apagarse. Francis alcanzó a su primo en un lugar en que el túnel se ensanchaba para formar una caverna. Ross estaba mirando la pared, allí donde se había iniciado una excavación.
—Mira esto —dijo Ross, señalando—. Mira esta veta de estaño entre la pirita. Eligieron mal el nivel. En Grambler ya vimos que los cambios de dirección son muy bruscos.
Francis mojó un dedo en el agua y frotó la roca en el sitio en que aparecía el débil moteado oscuro del estaño.
—¿Y qué? ¿Desde que volviste no echaste una ojeada a nuestras planillas de costos de Grambler? Las ganancias muestran una caprichosa tendencia a instalarse del lado equivocado del libro de cuentas.
—En Grambler —dijo Ross— excavaron demasiado hondo. Cuando me marché esas máquinas estaban costando una fortuna.
—No queman carbón —dijo Francis—. Lo devoran, lo mismo que un asno come fresas. Apenas tragaron un bocado, ya están reclamando más.
—Aquí bastaría una máquina pequeña. Este nivel puede trabajarse incluso sin bombeo.
—No olvides que estamos en otoño.
Ross se volvió y miró el agua oscura y hedionda que le llegaba más arriba de las rodillas; y después levantó su vista hacia el techo. Francis tenía razón. Habían podido llegar tan lejos gracias a la evaporación de agua del verano. Ahora el agua comenzaba a subir. En pocos días, quizás incluso en horas, no podrían regresar allí.
—Ross —dijo Francis—. Sabes que me casaré la semana próxima, ¿verdad?
Ross suspendió el examen de la galería y se enderezó. Era varios centímetros más alto que su primo.
—Verity me lo dijo.
—Hum. También dijo que no deseabas asistir a la boda.
—Oh… no es exactamente eso. Pero entre una cosa y otra… mi casa parece el saqueo de Cartago. Además, nunca me gustaron las ceremonias. Sigamos un poco más. Me pregunto si no sería posible desagotar estas viejas galerías mediante un socavón practicado desde los terrenos bajos que están más allá de Marasanvose.
Después de unos segundos Francis siguió a su primo.
La luz parpadeante de las dos velas se balanceaba, disipando la oscuridad aquí y allí, y formando hilos de humo y extraños y grotescos reflejos en el agua oscura.
Poco después el túnel se estrechó hasta adquirir una forma ovalada, de aproximadamente un metro treinta de altura y una anchura máxima de un metro. En realidad, se habían dado a la excavación las proporciones indispensables para permitir el paso de un hombre que empujaba una carretilla, y que debía avanzar inclinando la cabeza. El agua se elevaba hasta unos milímetros debajo del ancho máximo del óvalo, y así las paredes estaban alisadas por el roce de los codos de los mineros que habían trabajado muchos años antes.
Francis comenzó a sentir la necesidad de aire, la necesidad de enderezar la espalda, el peso de miles de toneladas de roca sobre su cabeza.
—Naturalmente, debes asistir a la boda —dijo, elevando la voz. Su vela chisporroteaba porque le había caído una gota de agua—. Lamentaríamos mucho que no vinieras.
—Tonterías. La región muy pronto dejará de comentar el asunto.
—Hoy te veo muy agresivo. Quisiéramos que vengas. Es mi deseo y…
—¿También el deseo de Elizabeth?
—Ella lo pidió especialmente.
Ross se abstuvo de hacer el comentario que había pensado.
—Muy bien, ¿a qué hora?
—A mediodía. George Warleggan será mi padrino.
—¿George Warleggan?
—Sí. Si hubiera sabido que tú…
—Mira, el terreno está elevándose. Ahora viramos hacia el norte.
—No pretendemos que sea una boda muy lujosa —dijo Francis—. Solo los parientes y unos pocos amigos. El oficio estará a cargo del primo William-Alfred, y el señor Odgers lo ayudará. Ross, quisiera explicarte…
—Aquí se respira mejor —dijo Ross con expresión sombría, volviendo un brusco recodo del estrecho túnel, y provocando la caída y el chasquido en el agua de una lluvia de piedras sueltas.
Habían ascendido unos pocos pies, y ahora estaban casi fuera del agua. Adelante había un destello de luz. Siempre subiendo, llegaron a un tubo de ventilación, una de las muchas aberturas verticales practicadas para hacer apenas soportables las condiciones de trabajo. Como el tubo principal, este continuaba hacia abajo, estaba lleno de agua pocos pies más abajo, y podía cruzarse mediante un estrecho puente de planchas de madera. No había escala para subir por ese conducto.
Elevaron los ojos hacia el estrecho círculo de luz diurna, que se veía allá arriba.
—¿Dónde estamos? —preguntó Ross—. Debe ser el que se abre al lado de la huella que va hacia Reen-Wollas…
—O el que está en el límite de las dunas. Mira, Ross, quería explicarte. Cuando conocí a Elizabeth, en la primavera pasada, ni se me ocurrió la idea de interponerme entre ustedes. Fue una cosa súbita. Ella y yo…
Ross se volvió, el rostro tenso y amenazador.
—¡Por todos los demonios! ¿No es suficiente?…
Su expresión era tal que Francis retrocedió sobre el puente de madera que cruzaba el conducto. El puente se quebró como si estuviera hecho de barro, y de pronto el joven estaba debatiéndose en el agua.
Todo ocurrió con tal rapidez que durante un momento fue imposible hacer nada. Ross pensó: Francis no sabe nadar.
En la semioscuridad Francis consiguió volver a la superficie, un brazo, los cabellos rubios, y el sombrero de copa dura flotando, el vestido que le facilitaba mantenerse a flote mientras no se empapara del todo. Ross se acostó boca abajo, se inclinó sobre el borde, casi perdió el equilibrio, pero no pudo alcanzar a su primo; un rostro de expresión desesperada; el agua era un líquido viscoso. Tiró una tabla del puente podrido; se desprendió; la inclinó hacia d agua y un gran clavo de hierro se enganchó en el hombro de la chaqueta de su primo; Ross tiró y la chaqueta se desgarró; una mano aferró el extremo de la tabla, y Ross tiró de nuevo; antes de que la madera se quebrase consiguieron tocarse.
Ross puso en tensión los músculos sobre el piso resbaladizo de roca, y sacó del agua a su primo.
—¡Dios mío! ¿Por qué reaccionaste así? —dijo irritado.
—¡Dios mío! ¿Por qué no aprendes a nadar? —preguntó Ross.
Se hizo otro silencio. El accidente había desencadenado emociones en ambos; y durante un momento esos sentimientos flotaron en el aire como un gas peligroso, una sustancia desconocida pero que no podía ignorarse.
Mientras estaban sentados, Francis miraba de reojo a su primo. La primera noche, cuando Ross se presentó en la casa, Francis había anticipado y comprendido la decepción y el resentimiento de Ross. Pero a causa del carácter alegre y tolerante no había podido imaginarse la intensidad del sentimiento que alentaba tras la expresión tensa del rostro de su primo. Ahora sabía a qué atenerse.
También percibía que el accidente provocado por la caída no era el único peligro que había afrontado… y que quizás aún lo amenazaba.
Ambos habían perdido las velas, y no tenían con qué reponerlas. Francis elevó los ojos hacia el disco de luz que se dibujaba a gran altura. Lástima que allí no hubiera escala. Sería desagradable rehacer todo el camino que habían recorrido, a tientas en la oscuridad…
Después de un momento se sacudió un poco el agua de la chaqueta e inició el regreso. Ross lo siguió con una expresión que ahora era medio sombría y medio irónica. Sin duda, el incidente había mostrado a Francis la medida del resentimiento de su primo… pero Ross sentía que también le había revelado sus limitaciones.
Y otro tanto podía decir de sí mismo.