Capítulo 2

La cena seguía su curso en la casa Trenwith. Normalmente ya hubiera concluido; cuando Charles Poldark y su familia cenaban solos la comida rara vez consumía más de dos horas; pero esta era una ocasión especial. Y a causa de los invitados la comida se celebraba en el salón del centro de la casa, una habitación demasiado amplia y aireada que la familia no utilizaba cuando estaba sola. Había diez personas sentadas frente a la larga y estrecha mesa de roble. A la cabecera el propio Charles, con su hija Verity a la izquierda. A la derecha Elizabeth Chynoweth y al lado de esta Francis, hijo de Charles. Después venían el señor y la señora Chynoweth, padres de Elizabeth, y al final de la mesa la tía Agatha ingería alimentos blandos y los masticaba con sus mandíbulas desdentadas. Del otro lado, el primo William-Alfred conversaba con el doctor y la señora Choake.

Habían terminado de comer el pescado, las aves y la carne, y Charles acababa de pedir los postres. En todas las comidas lo molestaban los gases, de modo que la presencia de mujeres constituía una molestia.

—Maldición —dijo, en un silencio de hartazgo que se había cernido sobre el grupo—. No sé por qué estos dos enamorados no se casan mañana mismo, en lugar de esperar un mes o más. ¡Aj! ¿Qué necesitan? ¿Temen cambiar de idea?

—Por mi parte aceptaría tu consejo —dijo Francis—. Pero hay que considerar la opinión de Elizabeth tanto como la mía.

—Un corto mes es bastante poco —dijo la señora Chynoweth, jugando con el relicario posado sobre el bello encaje recamado de su vestido. Su buena apariencia se veía perjudicada por una nariz larga y curva: cuando uno la conocía, se sentía impresionado ante tanta belleza echada a perder—. ¿Cómo pueden pretender que yo me prepare, y lo que es peor mi pobre niña? En la hija una revive su propia boda. Ojalá nuestros preparativos pudieran ser más detallados. —Volvió los ojos hacia el marido.

—¿Qué dijo ella? —preguntó la tía Agatha.

—Bien, en eso estamos —dijo Charles Poldark—. En eso estamos. Seguramente, si ellos tienen paciencia, no podemos hacer menos. Bien, brindo por ustedes. ¡Por la feliz pareja!

—Ya brindaste tres veces —objetó Francis.

—No importa. Cuatro es un número más feliz.

—Pero no puedo beber contigo.

—¡Vamos, muchacho! Eso no importa.

Se brindó en medio de algunas risas. Cuando de nuevo se depositaron los vasos sobre la mesa, trajeron luces, altas velas en brillantes candelabros de plata, extraídos y lustrados especialmente para la ocasión. Después el ama de llaves, la señora Tabb, llegó con las tartas de manzana, el pastel de ciruela y las jaleas.

—Ahora —dijo Charles agitando el cuchillo y el tenedor sobre la más grande de las tartas de manzana—. Confío en que esto será tan sabroso como lo parece. ¿Dónde está la crema? Oh, aquí. Acércala, querida Verity.

—Disculpen —dijo Elizabeth, rompiendo su silencio—. Pero no puedo comer más.

Todos la miraron, y la joven se sonrojó.

Elizabeth Chynoweth era más delgada que lo que su madre había sido jamás, y en su rostro exhibía la belleza que su madre nunca había tenido. Cuando la luz amarillenta de las velas rechazaba las sombras hacia el fondo y arriba, en dirección al alto cielorraso de vigas, la límpida y clara blancura de su piel llamaba la atención entre las sombras del lugar, y sobre el trasfondo de una oscura madera de la silla de alto respaldo.

—Tonterías, niña —dijo Charles—. Se te ve delgada como un fideo. Debes alimentar tu sangre.

—Sí, claro, pero…

—Estimado señor Poldark —dijo con un mohín la señora Chynoweth—, quien la vea no creerá qué obstinada puede ser. Hace veinte años que intento obligarla a comer, pero rechaza los platos más selectos. —Francis, quizás usted pueda obligarla.

—Estoy muy contento con ella tal como es —dijo Francis.

—Sí, sí —dijo el padre—. Pero un poco de alimento… Maldición, eso no perjudica a nadie. Una esposa tiene que ser fuerte y sana.

—Oh, en realidad es muy fuerte —se apresuró a decir la señora Chynoweth—. También eso lo sorprendería. Es la herencia, nada más que la herencia. Jonathan, ¿no es cierto que yo también de joven era delgada?

—Sí, querida —dijo Jonathan.

—¡Caramba, cómo sopla el viento! —dijo la tía Agatha, al mismo tiempo que desmenuzaba su pedazo de tarta.

—Ahí tienen algo que no alcanzo a comprender —dijo el doctor Choake—. Señor Poldark, ¿cómo es posible que su tía, a pesar de la sordera, siempre alcanza a oír los sonidos naturales?

—Creo que muchas veces lo imagina.

—¡No es cierto! —dijo la tía Agatha—. ¡Charles, cómo te atreves!

—¿Hay alguien en la puerta? —interrumpió Verity.

Tabb no estaba en la habitación, pero la señora Tabb nada había oído. Las llamas de las velas parpadearon movidas por la corriente de aire, y las cortinas de damasco rojo que cubrían las largas ventanas se movieron como si una mano las hubiese agitado. Las paredes del salón estaban cubiertas por una entabladura de roble que permitía el paso de una ventilación mucho mayor que la necesaria.

—¿Esperas a alguien, querida? —preguntó la señora Chynoweth.

Verity se sonrojó. Había en ella pocos elementos de la donosura de su hermano, pues era una muchacha menuda, morena y pálida, con la boca grande que se daba en algunos de los Poldark.

—Creo que es la puerta del establo —dijo Charles, y bebió un trago de oporto—. Tabb debió repararla ayer, pero vino conmigo a Santa Ana. Daré unos latigazos al joven Bartle por no atender su trabajo.

—Eso dicen —ceceó la señora Choake a la señora Chynoweth—, dicen que el Príncipe está viviendo de un modo escandaloso. Leí en el Mercury que el señor Fox le había prometido un ingreso de cien mil libras anuales, y ahora que asumió el poder está en dificultades para cumplir su promesa.

—Me parece improbable —dijo el señor Chynoweth— que eso preocupe demasiado al señor Fox. —Era un hombre pequeñín, con una barba blanca y sedosa, y su pomposidad era un recurso defensivo, adoptado para ocultar el hecho de que en toda su vida jamás se había decidido acerca de nada. Su esposa se había casado con él cuando ella tenía dieciocho años y él treinta y uno. Desde entonces, tanto Jonathan como su renta habían perdido terreno.

—Y yo le preguntó, ¿qué puede criticarse al señor Fox? —dijo el doctor Choake, con voz tonante, frunciendo el ceño.

El señor Chynoweth apretó los labios.

—Eso me parece evidente.

—Señor, las opiniones difieren. Puedo afirmar que si yo…

El cirujano se interrumpió cuando su esposa se tomó la libertad poco usual de pisarle el pie. Era la primera vez que los Choake y los Chynoweth mantenían trato social: a la mujer le parecía absurdo iniciar una disputa política con esa gente que aún era influyente.

Thomas Choake estaba volviéndose irritado para aplastar a Polly con una mirada, pero ella pudo ahorrarse lo peor de la reacción de su marido. Esta vez nadie dudó de que alguien estaba llamando a la puerta principal. La señora Tabb dejó la bandeja de tartas y fue a ver.

El viento agitó las cortinas, y las velas gotearon en sus soportes de plata.

—¡Dios me asista! —dijo el ama de llaves, como si hubiera visto un espectro.

II

Ross encontró a un grupo que de ningún modo estaba preparado para recibirlo. Cuando su figura se recortó en la puerta, todos los presentes emitieron sucesivas expresiones de sorpresa. Elizabeth y Francis y Verity y el doctor Choake se pusieron de pie, Charles se recostó en la silla, al mismo tiempo irritado y aplastado por la impresión. El primo William-Alfred limpió sus lentes de marco de acero, y la tía Agatha le tironeó de la manga, mientras murmuraba:

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? La comida no ha terminado.

Ross forzó la vista, hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz. La casa Trenwith estaba casi sobre el camino de regreso a su propio hogar, y no se le había ocurrido la idea de que podía encontrarse con una reunión de invitados.

La primera en saludarlo fue Verity. Atravesó corriendo la sala y con sus brazos rodeó el cuello de Ross.

—¡Oh, querido Ross! ¡Quién lo hubiera creído! —fue todo lo que atinó a decir.

—¡Verity! —La abrazó. Y entonces vio a Elizabeth.

—Que me cuelguen —dijo Charles—. De modo que al fin has regresado, muchacho. Llegas tarde para la cena, pero aún nos queda un poco de esta excelente tarta de manzana.

—¿Nos hemos quedado rengos Ross? —dijo el doctor Choake—. Maldita sea la guerra. Se libró bajo un mal signo. Gracias a Dios que ha concluido.

Después de una breve vacilación, Francis rodeó rápidamente la mesa y estrechó la mano del recién llegado.

—¡Me alegro de volver a verte, Ross! Te hemos extrañado.

—Es bueno volver —dijo Ross—, verlos a todos y…

El color de los ojos bajo los mismos párpados gruesos era la única señal de parentesco. Francis era robusto, esbelto y ágil, con la piel fresca y los rasgos definidos de un joven apuesto. Parecía lo que era, despreocupado, expansivo, confiado en sí mismo, un joven que jamás había sabido lo que era correr peligros o andar escaso de dinero, o medir su fuerza con la de otro hombre, excepto en los juegos o las carreras de caballos. Alguien los había bautizado en la escuela «el Poldark rubio y el Poldark oscuro». Siempre habían sido buenos amigos, un hecho sorprendente si se tenía en cuenta que los padres de ambos no lo eran.

—Esta es una ocasión solemne —dijo el primo William-Alfred, aferrando el respaldo de su silla con las manos huesudas—. Una reunión de familia es cosa trascendente. Ross, confío en que no estarás gravemente herido. Esa cicatriz te desfigura bastante.

—Oh, eso —dijo Ross—. No tendría importancia si no cojeara como el asno de Yago.

Recorrió la mesa, saludando a los demás. La señora Chynoweth le ofreció una fría acogida, y le extendió la mano desde cierta distancia.

—Díganos —ceceó Polly Choake—, cuéntenos algunas de sus experiencias, capitán Poldark, cómo perdimos la guerra, y cómo son esos americanos y…

—Muy parecidos a nosotros, señora. Por eso la perdimos. —Había llegado a Elizabeth.

—Bien, Ross —dijo ella en voz baja.

Los ojos de Ross se posaron ávidos en el rostro de la joven.

—Eso me hace mucho bien. No podría haberlo imaginado diferente.

—Yo sí —dijo ella—. Oh, sí, Ross, yo sí.

—Dime, muchacho, ¿qué piensas hacer ahora? —preguntó Charles—. Ya es hora de que sientes cabeza. La propiedad no cuida de sí misma, y no puedes confiar en los servidores a sueldo. Tu padre te necesitó mucho este último año, y aún antes…

—Estaba casi decidido a visitarte esta noche —dijo Ross a Elizabeth— pero lo dejé para mañana. La moderación tiene su recompensa.

—Necesito explicarte. Te escribí, pero…

—Caramba —dijo la tía Agatha—. ¡Que el Señor me condene si no es Ross! ¡Ven aquí, muchacho! Creía que ya estabas en el cielo, entre los bienaventurados.

De mala gana, Ross caminó al lado de la mesa para saludar a su tía abuela. Elizabeth permaneció en el mismo lugar, apretando el respaldo de la silla de modo que los nudillos de su mano se veían aún más blancos que su rostro.

Ross besó la mejilla peluda de la tía Agatha. Le dijo al oído:

—Tía, me alegro de ver que usted es todavía una de las bienaventuradas que está aquí abajo.

La anciana rio complacida, mostrando sus pálidas encías rosado parduzcas.

—Quizá no tan bienaventurada. Pero en este momento no desearía cambiar de lugar.

La conversación se generalizó, y todos interrogaban a Ross acerca del día de su llegada, y de lo que había hecho y visto mientras había estado fuera.

—Elizabeth —dijo la señora Chynoweth—, ve arriba y tráeme el chal, ¿quieres? Tengo un poco de frío.

—Sí, mamá. —La joven se volvió y se alejó, alta y virginal, y comenzó a subir apoyando la mano en la baranda de roble. Sus movimientos mostraban una gracia natural y extraordinaria en una persona tan joven.

—Ese tipo Paynter es un sinvergüenza —dijo Charles, mientras se limpiaba las manos en los costados de sus briches—. En tu lugar lo echaría a la calle y conseguiría un hombre de confianza.

Ross miraba a Elizabeth, que subía lentamente la escalera.

—Fue amigo de mi padre.

Charles se encogió de hombros, un tanto irritado.

—La casa no está en buenas condiciones.

—Tampoco lo estaba cuando me fui.

—Bien, ahora se la ve peor. Hace un tiempo que no voy por allí. Ya sabes lo que tu padre solía decir cuando hablaba de ir en dirección contraria: «Demasiado lejos para caminar, y no la suficiente para cabalgar».

—Ven a comer, Ross —dijo Verity, acercándole un plato colmado de alimentos—. Y siéntate aquí.

Ross le agradeció y ocupó el asiento que la joven le ofrecía entre la tía Agatha y el señor Chynoweth. Hubiera preferido sentarse al lado de Elizabeth, pero eso debería esperar. Le sorprendía encontrar allí a Elizabeth. Ella y sus padres nunca habían ido a Nampara durante los doce meses que él la había conocido. Mientras comía dos o tres veces levantó la vista para ver si regresaba.

Verity estaba ayudando a la señora Tabb a retirar parte de la vajilla usada; Francis permanecía de pie al lado de la puerta principal, mordiéndose el labio; el resto había regresado a sus sillas. El grupo se había acallado.

—Regresa a una región rural difícil —dijo el señor Chynoweth, mesándose la barba—. Hay mucho descontento. Los impuestos son elevados, y los salarios escasos. El país está agotado a causa de tantas guerras, y ahora los whigs[4] asumen el poder. Sería imposible concebir una perspectiva peor.

—Si los whigs hubiesen gobernado antes —dijo el doctor Choake, rehusando demostrar tacto—, no se habría creado esta situación de necesidad.

Ross miró a Francis.

—He interrumpido una fiesta. ¿En celebración de la paz o en honor de la próxima guerra?

Así los obligó a ofrecer la explicación que esperaba y no atinaban a darle.

—No —dijo Francis—. Yo… este… el caso es que…

—Estamos celebrando algo muy distinto —dijo Charles, al mismo tiempo que ordenaba le llenasen de nuevo el vaso—. Francis piensa casarse. Eso celebramos.

—Casarse —dijo Ross—. Bien, bien, y quién…

—Con Elizabeth —dijo la señora Chynoweth.

Se hizo el silencio.

Ross depositó el cuchillo.

—Con…

—Con mi hija.

—¿Puedo servirte de beber? —murmuró Verity a Elizabeth, que acababa de descender la escalera.

—No, no… por favor, no.

—Oh —dijo Ross—. Con… Elizabeth.

—Nos alegra mucho —dijo la señora Chynoweth—, que estas dos antiguas familias se unan. Nos alegra y nos enorgullece. Estoy segura, Ross, de que se unirá a nosotros y deseará la mayor felicidad a la unión de Francis y Elizabeth.

Avanzando con pasos muy cuidadosos, como si temiese tropezar, Elizabeth se acercó a la señora Chynoweth.

—Mamá, tu chal.

—Gracias, querida.

Ross continuó comiendo.

—Ignoro cuál es tu opinión —dijo Charles animosamente, después de una pausa—, pero este oporto me complace mucho. Lo trajeron de Cherburgo en el otoño del 79. Cuando probé un poco me dije: es muy bueno, y no se repetirá. Compraré todo el lote. Y en efecto, jamás se repitió, jamás. Y esta es la última docena de botellas. —Bajó las manos para acomodar su vientre rotundo contra la mesa.

—Lástima —dijo el doctor Choake, moviendo la cabeza—. Tiene un aroma poco usual en un vino. Hum… en efecto, poco usual.

—Creo que ahora te asentarás, Ross, ¿no es así? —dijo la tía Agatha, dejando descansar una mano arrugada sobre la manga del joven—. Te convendría encontrar una mujercita, ¿verdad? ¡Ese debería ser el próximo paso!

Ross miró al doctor Choake.

—¿Usted atendió a mi padre?

El doctor Choake asintió.

—¿Sufrió mucho?

—Al final. Pero poco tiempo.

—Es extraño que haya decaído con tal rapidez.

—Nada pudo hacerse. Era una condición hidrópica que ningún poder humano podía aliviar.

—Fui a caballo —dijo el primo William-Alfred—, dos veces, para verlo. Pero lamento que no estuviese… hum… de humor para aprovechar lo mejor posible el confortamiento espiritual que yo podía ofrecerle. Me dolió mucho prestar tan escasa ayuda a un hombre de mi propia sangre.

—Ross, prueba un poco de esta tarta de manzana —dijo Verity en voz baja detrás del joven, los ojos fijos en las venas del cuello de su primo—. Yo misma la hice esta tarde.

—No debo demorarme. Me detuve por pocos minutos, y también para que descansara mi caballo, que cojea.

—Oh, no necesitas ir esta noche. Ordenaré a la señora Tabb que prepare un cuarto. Tu caballo puede tropezar en la oscuridad y desmontarte.

Ross miró a Verity y sonrió. Con toda esa gente era imposible hablar a solas.

Ahora Francis, y con menos calor también su padre, se unieron a la discusión. Pero Francis parecía avergonzado, su padre no demostraba mucha voluntad, y Ross estaba decidido.

Charles dijo:

—Bien, muchacho, haz lo que te plazca. No me gustaría llegar esta noche a Nampara. Estará frío y húmedo, y quizá nadie te dé la bienvenida. Bebe un poco de licor para combatir el frío.

Ross aceptó la exhortación, y bebió tres vasos seguidos. Con el cuarto se puso de pie.

—Por Elizabeth —dijo con voz pausada—, y por Francis… que juntos encuentren la felicidad.

El brindis fue más sereno que los anteriores. Elizabeth continuaba de pie, detrás de la silla de su madre. Francis se había apartado finalmente de la puerta, y había pasado una mano bajo el brazo de la joven.

En el silencio que siguió la señora Choake dijo:

—Qué agradable debe ser volver de nuevo a casa. Nunca me alejo ni siquiera un corto trecho sin sentir la satisfacción del regreso. Capitán Poldark, ¿cómo son las colonias norteamericanas? Dicen que ni siquiera el sol sale y se pone como en otros países extranjeros.

La tontería de Polly Choake pareció aliviar la tensión, y la conversación volvió a reanudarse mientras Ross concluía su comida. Más de uno tenía conciencia del alivio que todos sentían porque el joven había recibido tan serenamente la noticia. Siempre había existido algo imprevisible en el hijo de Joshua.

De todos modos, Ross no deseaba permanecer allí, y poco después se despidió.

—Vendrás dentro de un día o dos, ¿verdad? —dijo Francis, con acento de afecto en la voz—. Hasta ahora no nos has dicho nada, apenas algunos detalles de tus experiencias, cómo te hirieron, o tu viaje de regreso. Elizabeth volverá mañana a su casa. Pensamos casarnos dentro de un mes. Si deseas que te ayude en Nampara envíame un mensaje; sabes que iré con mucho gusto. ¡Caramba, volverte a ver es como regresar a los viejos tiempos! Temimos por tu vida, ¿verdad, Elizabeth?

—Sí —dijo Elizabeth.

Ross recogió su sombrero. Estaban de pie, juntos en la puerta, esperando que Tabb trajese la yegua de Ross. El joven había rechazado el préstamo de un caballo descansado para recorrer los últimos cinco kilómetros.

—Ya tiene que estar aquí, si puede manejar a ese animal. Le advertí que anduviese con cuidado.

Francis abrió la puerta. El viento trajo algunas gotas de lluvia. En una actitud que demostraba discreción, salió a ver si Tabb había llegado.

Ross dijo:

—Confío en que mi inoportuna resurrección no haya ensombrecido tu velada.

Ella lo miró un momento. La luz que venía del salón dibujaba un haz en su rostro, y revelaba los ojos grises. Las sombras le cubrían el resto de la cara, y parecía enferma.

—Ross, tu regreso me hace muy feliz. Temí, lo mismo que todos… ¿qué pensarás de mí?

—Dos años es mucho tiempo, ¿no? Quizá demasiado.

—Elizabeth —dijo la señora Chynoweth—. Cuida que el aire de la noche no te haga tomar frío.

—No, mamá.

—Adiós —Ross le estrechó la mano.

Francis regresó.

—Aquí está. ¿Compraste la yegua? Es una hermosa criatura, pero tiene muy mal carácter.

—El maltrato a veces amarga a los seres más dulces —dijo Ross—. ¿Cesó la lluvia?

—No del todo. ¿Conoces el camino?

Ross sonrió sin alegría.

—Cada uno de sus vericuetos. ¿Ha cambiado?

—Nada que pueda confundirte. No cruces el Mellingey por el puente; la tabla del medio está podrida.

—Así estaba el día que me fui.

—No lo olvides —dijo Francis—. Esperamos tu pronto regreso. Verity querrá verte. Si ella dispone de tiempo, iremos mañana.

Pero solamente el viento y la lluvia le respondieron, y el repiqueteo de los cascos mientras la yegua descendía irritada por el sendero.

III

Ahora había oscurecido, pese a que un rincón de luz evanescente resplandecía en el oeste. El viento era más intenso, y la lluvia blanda formaba ráfagas alrededor de su cabeza.

No era fácil interpretar la expresión de su rostro, y nadie hubiera dicho que durante la última media hora había sufrido el peor golpe de su vida. Excepto que ya no silbaba al viento ni hablaba a su irritable yegua, nada en él permitía adivinar lo que pasaba en su interior.

A edad muy temprana había aprendido de su padre un modo de ver las cosas que implicaba muy escaso optimismo; pero en sus relaciones con Elizabeth Chynoweth había caído en el tipo de trampa que hubiera podido evitar precisamente con esa perspectiva de la vida. Habían estado enamorados desde que ella tenía dieciséis años, y él apenas veinte. Cuando tuvo que afrontar las consecuencias de sus propias desventuras turbulentas, creyó que la solución de su padre, consistente en conseguirle un grado en el ejército, era una buena idea mientras se acallaba el escándalo. Se había alejado ansioso de hacer nuevas experiencias, y seguro de la única circunstancia que podía conferir verdadera importancia a su regreso.

En su mente no cabía la duda, y no había creído que esta pudiese existir en Elizabeth.

Después de cabalgar un rato aparecieron al frente las luces de la mina Grambler. Era la mina en la cual se había centrado la variable fortuna del principal linaje Poldark. De sus caprichos dependían no solo la prosperidad de Charles Poldark y su familia sino el nivel de subsistencia de unos trescientos mineros y sus familias, distribuidos en chozas y cottages[5] alrededor de la parroquia. Para ellos la mina era un Moloch[6] benévolo al que entregaban sus hijos a edad temprana y del que obtenían el pan cotidiano.

Vio aproximarse luces que se balanceaban, y se apartó al costado de la huella para permitir el paso de una fila de mulas, con los canastos de mineral de cobre colgados a ambos lados del lomo de los animales. Uno de los hombres a cargo del transporte lo examinó con sospecha, y después gritó un saludo. Era Mark Daniel.

Ahora tenía alrededor las construcciones principales de la mina, la mayoría amontonadas e indistintas, pero aquí y allí se destacaban los sólidos andamios de los aparejos y los amplios cobertizos de piedra donde se guardaban las máquinas. Se veían luces amarillas en las ventanas superiores en arco de las casas de máquinas, cálidas y misteriosas contra el cielo bajo de la noche. Pasó cerca de una de ellas y oyó el repiqueteo y el estrépito de la gran máquina de balancín que bombeaba agua de las profundidades de la tierra. Había varios grupos de mineros y una serie de linternas. Varios de ellos miraron la figura sobre el caballo, pero aunque varios lo saludaron Ross tuvo la sensación de que ninguno lo había reconocido.

De pronto sonó una campana en una de las casas de máquinas, una nota que no era discordante; era la hora del cambio de los turnos; por eso se habían reunido tantos hombres. Comenzaban a agruparse para descender. En ese mismo momento otros hombres subían, trepando como hormigas un centenar de brazas de inseguras escalas, cubiertos de sudor y manchados por las marcas herrumbrosas del mineral o los humos negros de la pólvora usada en las explosiones. Necesitaban media hora o más para llegar a la superficie con sus herramientas, y en el trayecto el agua de las bombas defectuosas, los salpicaba y empapaba. Cuando alcanzaban la superficie, muchos tenían que recorrer cinco o seis kilómetros entre la lluvia y el viento.

Ross continuó avanzando. Por momentos experimentaba un sentimiento tan intenso que parecía originado en una enfermedad física.

Vadeó el Mellingey, y caballo y jinete iniciaron el fatigoso ascenso por la estrecha huella hacia el último bosquecillo de abetos. Ross aspiró una gran bocanada del aire cargado de lluvia e impregnado del olor del mar. Le pareció que oía romper las olas. Al terminar la subida, la yegua, cuyo malhumor se había disipado, tropezó de nuevo y casi cayó, de modo que Ross descendió torpemente y empezó a caminar. Al principio apenas podía apoyar el pie en el suelo, pero dio la bienvenida al dolor del tobillo, que ocupaba su mente, la cual de otro modo se habría concentrado en asuntos distintos.

En el bosquecillo reinaba profunda oscuridad, y tuvo que avanzar a tientas por un sendero en parte cubierto de malezas. A la salida encontró las construcciones ruinosas de la Wheal Maiden, una mina abandonada hacía cuarenta años. Cuando era niño se esforzaba y trepaba por el ruinoso malacate y la cabria, y había explorado el estrecho socavón que atravesaba la montaña y salía cerca del río.

Ahora sentía que había llegado realmente a casa; un momento después estaría en su propia tierra. Esa tarde la idea lo había complacido mucho, pero ahora nada parecía importar. A lo sumo lo alegraba que hubiese terminado el viaje y pudiera acostarse y descansar.

En el fondo del valle el aire estaba calmo. El rumor y el burbujeo del río Mellingey se habían disipado, pero lo oyó de nuevo, como la murmuración de una vieja enjuta. Un búho graznó y voló silencioso frente a él, en la oscuridad. Del ala de su sombrero caía agua. Al frente, en la oscuridad blanda y gimiente se dibujaba la sólida línea de la casa Nampara.

Le pareció más pequeña que la imagen que recordaba, más baja y más cuadrada; se alargaba como una hilera de cottages de los obreros. No se veía luz. Ató la yegua al árbol de lila, que había crecido hasta sobrepasar las ventanas que estaban detrás, y con el látigo de montar golpeó la puerta principal.

Casi no había esperado respuesta. Aquí había llovido mucho; el agua caía del techo en varios lugares y formaba charcos en el sendero arenoso cubierto de malezas. Abrió del todo la puerta; esta se movió crujiendo y empujando un montón de residuos, y Ross miró el vestíbulo bajo, con sus vigas dispuestas de un modo irregular.

Solo encontró oscuridad, una oscuridad más densa comparada con la cual la noche parecía gris.

—¡Jud! —llamó—. ¡Jud!

Afuera, la yegua gimió y pateó el suelo; algo se deslizó al lado de la entabladura. Entonces vio dos ojos. Despedían reflejos verde dorados, y lo miraban inmóviles desde el fondo de la sala.

Entró cojeando en la casa, pisando hojas y basuras. Avanzó a tientas, tocando los paneles, hacia la derecha, hasta que llegó a la puerta que comunicaba con el salón. Alzó el cerrojo y entró.

Inmediatamente oyó roces y corridas, y el sonido de los animales asustados. Su pie se deslizó sobre algo legamoso en el piso, y al extender la mano volteó un candelabro. Lo recogió, devolvió la vela al hueco, y palpó en busca del pedernal y el acero. Después de dos o tres intentos la chispa prendió y así consiguió encender la vela.

Era la habitación más espaciosa de la casa. Las paredes tenían hasta la mitad de su altura paneles de caoba oscura, y en el rincón del fondo había un hogar grande y ancho, que abarcaba la mitad del cuarto, dividido y amueblado con escaños bajos. Era la habitación en la cual siempre había vivido la familia, tan espaciosa y aireada que podía albergar aún al grupo más bullicioso los días de calor muy intenso, y que sin embargo tenía rincones cálidos y muebles cómodos para combatir las corrientes de aire frío en invierno. Pero todo eso había cambiado. El hogar estaba vacío y las gallinas anidaban en los escaños. El piso estaba sucio de paja vieja y excrementos. Desde la ménsula de un candelabro de pared un gallo joven lo miró con malignidad. Sobre uno de los asientos adosados a la ventana había dos pollos muertos.

A la izquierda del vestíbulo estaba el dormitorio de Joshua, y Ross decidió entrar allí. Signos de vida: ropas que nunca habían pertenecido a su padre, enaguas sucias y viejas, un maltratado sombrero de tres picos, una botella sin tapón que olía a gin. Pero la cama cuadrada estaba cerrada, y los tres tordos cautivos en la jaula, frente a la deteriorada ventana, nada pudieron decirle de la pareja que él buscaba.

Al fondo de la habitación había otra puerta que llevaba a la parte de la casa que nunca había sido terminada, pero Ross no la usó. Debía buscar en el dormitorio del primer piso, al fondo de la casa, donde Jud y Prudie dormían siempre. Quizá se habían acostado temprano.

Se volvió hacia la puerta, y allí se detuvo y escuchó. Había alcanzado a oír un sonido peculiar. Las aves se habían calmado, y el silencio, como una cortina recogida un momento antes, volvía a posarse sobre la casa. Le pareció que oía un crujido en la oscura escalera, pero cuando aguzó la vista sosteniendo en alto la vela, nada pudo ver.

No era el ruido que él acechaba, ni el movimiento de las ratas, ni el rumor débil del río afuera, ni el crujido del papel arrugado bajo su bota.

Elevó los ojos hacia el cielorraso, pero las vigas y las tablas del piso eran sólidas. Algo se frotó contra su pierna. Era la gata cuyos ojos brillantes había visto antes: la cachorra de su padre, Tabitha Bethia, pero convertida ahora en un corpulento animal gris, el pelaje cubierto de manchas leprosas de sarna. Pareció reconocerlo, y Ross le agradeció bajando la mano hasta los bigotes inquisitivos.

Oyó de nuevo el sonido, y esta vez pudo determinar de dónde venía. Se acercó al lecho cerrado y deslizó sus puertas. Un olor intenso de transpiración rancia y gin; acercó la vela. Borrachos perdidos y abrazados estaban Jud y Prudie Paynter. La mujer llevaba puesto un largo camisón de franela; tenía la boca abierta y despatarradas las piernas varicosas. Jud no había logrado desvestirse del todo y roncaba aliado de la mujer, todavía puestos los briches y las polainas.

Ross los miró unos instantes.

Después, se apartó y depositó el candelabro sobre la gran cómoda baja que estaba cerca del lecho. Salió del cuarto y se dirigió a los establos, que se levantaban sobre el extremo este de la casa. Allí encontró un cubo de madera y lo llevó hasta la bomba. Lo llenó, volvió a la casa, atravesó el vestíbulo, y entró en el dormitorio. Arrojó el agua sobre el lecho.

Volvió a salir. Por el oeste comenzaban a aparecer algunas estrellas, pero el viento era más fresco. Advirtió que en los establos había solo dos caballos famélicos. Ramoth; sí, uno era el mismo Ramoth. Cuando él se había marchado, el caballo tenía doce años, y estaba medio ciego a causa de las cataratas.

Volvió acarreando el segundo cubo, atravesó el vestíbulo, entró en el dormitorio y volcó el contenido en el lecho.

Cuando pasó por segunda vez la yegua relinchó. Prefería incluso su compañía en lugar de la oscuridad de un jardín desconocido.

Cuando llegó con el tercer cubo Jud gemía y murmuraba, y su cabeza calva estaba en la abertura de la puerta del lecho. Ross le reservó el contenido del cubo.

Cuando regresó por cuarta vez el hombre había descendido del lecho, y trataba de sacudirse el agua que le empapaba las ropas. Prudie apenas comenzaba a moverse, de modo que Ross le consagró toda el agua. Jud comenzó a maldecir y echó mano de su cuchillo. Ross le pegó en el costado de la cabeza y lo derribó. Después, fue en busca de más agua.

La quinta vez había más inteligencia en los ojos del criado, aunque aún estaba en el suelo. Cuando lo vio, Jud comenzó a maldecir, jurar y amenazar. Pero después de un momento una expresión de desconcierto se dibujó en su rostro.

… ¡Dios mío!… ¿Es usted, señor Ross?

—Salido de la tumba —dijo Ross—. Y hay que atender a un caballo. De pie, antes de que te mate. —Alzó al hombre tomándolo del cuello de la camisa, y lo empujó hacia la puerta.