Era un día ventoso. El pálido cielo vespertino estaba salpicado con jirones de nubes, y el camino, más polvoriento e irregular durante la última hora, aparecía sembrado de hojas que el viento impulsaba y entrechocaba.
En el carruaje viajaban cinco personas; un hombre delgado con aire de empleado, el rostro picado y un traje lustroso, y su esposa, tan gruesa como delgado era su marido, sosteniendo contra el pecho un montón confuso de trapos rosados y blancos, de uno de cuyos extremos emergían los rasgos arrugados y excesivamente calientes de un niño pequeño. Los restantes viajeros eran hombres, ambos jóvenes; un clérigo de unos treinta y cinco años, y el otro algunos años menor.
Casi desde que el carruaje había salido de San Austell había reinado el silencio en el compartimiento. El niño dormía profundamente a pesar de los saltos del vehículo, el ruido de las ventanillas y el estrépito del balancín; no se había despertado ni siquiera en las paradas. De tanto en tanto la pareja de cónyuges intercambiaba observaciones en voz baja, pero el hombre delgado se mostraba renuente a conversar un tanto impresionado por las personas de clase superior entre las cuales se encontraba. El más joven de los dos hombres había venido leyendo un libro durante el viaje, y el mayor había contemplado el paisaje rural que se deslizaba a los costados, sosteniendo con una mano la descolorida y polvorienta cortina de terciopelo marrón.
Era un hombre pequeño y enjuto, severo en su oscuro atuendo clerical, con los cabellos peinados hacia atrás y enroscados encima y detrás de las orejas. Sus prendas estaban hechas de tela de buena calidad, y tenía las medias de seda. Era un rostro alargado, agudo, sin humor, de labios delgados, vital y duro. El empleado conocía el rostro, pero no alcanzaba a identificarlo.
El clérigo estaba más o menos en la misma situación frente al otro ocupante del carruaje. Media docena de veces su mirada se había posado sobre los cabellos espesos y sin empolvar, y sobre el rostro de su compañero de viaje.
Cuando hacía apenas quince minutos que habían salido de Truro y los caballos habían aminorado la marcha para tomar al paso la empinada colina, el otro hombre alzó los ojos del libro y las miradas de ambos se encontraron.
—Discúlpeme, señor —dijo el clérigo con voz áspera y vigorosa—. Sus rasgos me parecen conocidos, pero no atino a recordar dónde nos vimos. ¿Fue en Oxford?
El joven era alto, delgado y de huesos grandes, con una cicatriz en la mejilla. Vestía una chaqueta de montar de doble solapa, corta al frente de modo que revelaba el chaleco y los sólidos briches[3], ambos de un castaño más claro. El cabello, que tenía matices cobrizos en su tono oscuro, estaba peinado hacia atrás sin pretensiones, y asegurado en la nuca con una cinta parda.
—Usted es el reverendo doctor Halse, ¿verdad? —dijo.
—El pequeño empleado, que había prestado atención a este cambio de palabras, dirigió a su esposa una mirada expresiva. Rector de Towerdreth, cura de Saint Erme, director de la Escuela de Truro, concejal de la ciudad y más tarde alcalde, el doctor Halse era un personaje. Ello explicaba su apostura.
—De modo que me conoce —dijo con elegancia el doctor Halse—. Generalmente recuerdo bien los rostros.
—Usted ha tenido muchos alumnos. —Ah, eso lo explica todo. La edad madura cambia las caras. Y… hum. Déjeme ver… ¿es Hawkey?
—Poldark.
El clérigo entrecerró los ojos, esforzándose por recordar.
—Francis, ¿no? Creí que…
—Ross. Sin duda recuerda mejor a mi primo. Él siguió estudiando. Yo pensé, y fue un grave error, que a los trece años ya había adquirido suficiente educación.
El clérigo lo reconoció.
—Ross Poldark. Bien, bien. Ha cambiado. Ahora recuerdo —dijo el doctor Halse con un destello de frío humor—. Usted era muy insubordinado. Tuve que castigarlo a intervalos frecuentes, y después huyó.
—Sí. —Poldark volvió la página de su libro—. Un feo asunto. Y sus tobillos quedaron tan doloridos como mis nalgas.
En las mejillas del clérigo aparecieron dos puntitos rosados. Miró un momento a Ross y después se volvió para mirar por la ventanilla.
El pequeño empleado había oído hablar de los Poldark, y de Joshua, de quien según afirmaban en los años cincuenta y sesenta ninguna mujer bonita, casada o soltera, podía escapar. Este debía ser el hijo. Un rostro poco usual, con sus pómulos acentuados, la boca ancha y los dientes grandes, fuertes y blancos. Los ojos exhibían un azul grisáceo muy claro bajo los párpados pesados, que conferían a muchos Poldark esa apariencia engañosamente somnolienta.
El doctor Halse, volvía al ataque.
—¿Imagino que Francis está bien? ¿Se casó?
—No que yo sepa, señor. Estuve un tiempo en América.
—Caramba. Esa guerra fue un deplorable error. Yo me opuse siempre. ¿Presenció muchos episodios bélicos?
—Participé en la lucha.
Habían llegado finalmente a la cima de la colina, y el cochero estaba aflojando las gamarras para iniciar el descenso.
El doctor Halse arrugó la nariz prominente.
—¿Usted es tory?
—Soy soldado.
—Bien, si perdimos la guerra no fue por culpa de los soldados. Inglaterra no estaba decidida a luchar. Un anciano decrépito ocupa el trono. No durará mucho más. El Príncipe tiene opiniones diferentes. —El clérigo tomó una pulgarada de rapé y asintió complacido.
En la parte más empinada de la colina el camino tenía profundos surcos, y el carruaje saltaba y se balanceaba peligrosamente. El bebé comenzó a llorar. Alcanzaron el fondo y el hombre que viajaba al lado del conductor sopló su corneta. Entraron en la calle San Austell. Era un martes de tarde y había poca gente en las tiendas. Dos pilletes semidesnudos corrieron a lo largo de la calle cuando el carruaje entró balanceándose en el lodo de la calle San Clemente. Con muchos crujidos y gritos volvieron la curva cerrada de la esquina, cruzaron el río por el estrecho puente, saltaron sobre los adoquines de granito, doblaron y se retorcieron otra vez y al fin se detuvieron frente a la Posada del León Rojo.
En la agitación que siguió, el reverendo doctor Halse bajó primero con una seca palabra de despedida y desapareció, caminando con paso vivo entre los charcos de agua de lluvia y orina de caballo, sobre el lado opuesto de la estrecha calle. Poldark se puso de pie para descender, y el empleado advirtió entonces que era rengo.
—¿Puedo ayudarle, señor? —propuso, al mismo tiempo que depositaba en el suelo sus pertenencias.
El joven rehusó y le agradeció, y sostenido desde fuera por un ayudante de la diligencia, descendió del vehículo.
II
Cuando Ross bajó de la diligencia estaba comenzando a llover, una lluvia fina y tenue impulsada por el viento, que remolineaba inseguro en ese hueco de las colinas.
Miró alrededor y respiró hondo. Todo esto le parecía tan conocido, y significaba un retorno al hogar semejante a lo que sería entrar en su propia casa. Esa calle estrecha y empedrada, con el arroyuelo de agua que la atravesaba, las casas bajas y anchas, muy próximas unas a otras, con sus ventanas en arco y las cortinas de encaje, muchas de ellas cubriendo en parte los rostros que observaban la llegada de la diligencia, incluso los gritos de los ayudantes parecían haber adquirido un acento distinto y más familiar.
Antaño Truro había sido el centro de la «Vida» para él y su familia. Puerto y centro de acuñación, el centro comercial y el lugar de exhibición de la moda, la población había crecido rápidamente durante los últimos años, y se habían erigido nuevas y majestuosas residencias en medio del apiñamiento desordenado de las antiguas, señalando su adopción como lugar de residencia invernal y urbana de algunas de las más antiguas y poderosas familias de Cornwall. También la nueva aristocracia estaba dejando su impronta: los Lemon, los Treworthy, los Warleggan, familias que se habían elevado a partir de orígenes humildes sobre la ola ascendente de las nuevas industrias.
Una localidad extraña. Lo sentía más intensamente ahora que regresaba. Una importante y pequeña ciudad propensa al secreto, agrupada al abrigo de las colinas, a horcajadas sobre sus muchos ríos, casi rodeada por cursos de agua y vinculada al resto del mundo por vados, puentes y pasos. Las mismas y otras fiebres siempre prosperaban.
… No había signos de Jud.
Entró cojeando en la posada.
—Mi criado debía reunirse aquí conmigo —dijo—. Se llama Paynter. Jud Paynter de Nampara.
El dueño de la posada lo miró con sus ojos miopes.
—Oh, Jud Paynter. Sí, señor, lo conocemos bien. Pero hoy no lo hemos visto. ¿Dice que debía encontrarse aquí con usted? Chico, ve a ver si Paynter, ¿lo conoces?, si Paynter está en los establos, o estuvo hoy.
Ross ordenó un vaso de brandy, y cuando lo sirvieron el chico llegó de regreso para decir que no habían visto en todo el día al señor Paynter.
—La cita fue muy concreta. No importa. ¿Puede alquilarme un caballo de silla?
El dueño de la posada se frotó el extremo de su larga nariz:
—Bien, tenemos una yegua que dejaron aquí hace tres días. A decir verdad, la retuvimos en pago de una deuda. No creo que nadie se oponga a que la alquile si usted me da alguna referencia.
—Mi nombre es Poldark. Soy sobrino del señor Charles Poldark, de Trenwith.
—Caramba, caramba, sí; tendría que haberlo reconocido, señor Poldark. Ordenaré que ensillen inmediatamente la yegua.
—No, espere. Todavía hay un poco de luz. Que la tengan preparada dentro de una hora.
De nuevo en la calle, Ross recorrió la estrecha calle de la Iglesia. Al salir dobló a la derecha, y después de pasar frente a la escuela donde su educación había tenido un fin tan poco elegante, se detuvo ante una puerta sobre la cual habían escrito: «Nat. G. Pearce. Notario y comisionado de juramentos». Tocó la campanilla un rato antes de que apareciese una mujer granujienta.
—El señor Pearce no está bien hoy —dijo—. Veré si puede recibirlo.
La mujer desapareció en la escalera de madera, y después de un intervalo lo llamó apoyada en la baranda carcomida por los gusanos. Subió con dificultad y seguidamente lo introdujeron en una salita.
El señor Nathaniel Pearce estaba sentado en un sillón frente a un gran fuego, con una pierna envuelta en vendas apoyada sobre otra silla. Era un hombre corpulento de ancho rostro, que exhibía un color púrpura ciruela como consecuencia del exceso de comida.
—Oh, qué sorpresa, se lo digo de veras, señor Poldark. Qué agradable. Me perdonará que no me ponga de pie; lo de siempre; y cada ataque parece peor que el anterior. Tome asiento.
Ross estrechó una mano húmeda y eligió una silla tan alejada del fuego como se lo permitían las buenas maneras. Hacía un calor insoportable en la habitación, y el aire estaba rancio y viciado.
—Como recordará —dijo—, le escribí que volvía esta semana.
—Oh, sí, señor… este… capitán Poldark; se me había olvidado; es muy amable de su parte visitarme en el camino de regreso a su casa.
—El señor Pearce se acomodó la peluca que, según se estilaba en su profesión, tenía un alto rizo y sobre la nuca una larga prolongación atada en la parte posterior. —Capitán Poldark, aquí estoy muy solo; mi hija no es compañía; se ha convertido a una de esas creencias metodistas, y casi todas las noches sale a rezar. Tanto habla de Dios que en realidad me incomoda. Lo invito a beber un vaso de vino de Canarias.
—Me quedaré poco tiempo —dijo Ross. Así debía ser, pensó, porque de lo contrario se derretiría—. Deseo volver a ver mi casa, pero pensé detenerme aquí de camino. Su carta me llegó apenas una quincena antes de salir de Nueva York.
—Caramba, caramba, qué retraso; sin duda fue un golpe; y además lo hirieron; ¿es grave?
Ross acomodó su pierna.
—Su carta me informó que mi padre murió en marzo. Desde entonces, ¿quién administró la propiedad? ¿Mi tío o usted?
El señor Pearce se rascó distraído los fruncidos del pecho.
—Sé que usted desea que hable francamente.
—Por supuesto.
—Bien, cuando comenzamos a revisar sus asuntos, señor… este… capitán Poldark, pareció que no había dejado mucho que cualquiera de nosotros pudiese administrar.
Una sonrisa lenta se dibujó en los labios de Ross; le confería un aspecto más juvenil, menos intratable.
—Como es natural, todo quedó para usted. Le entregaré una copia del testamento antes de que se retire; y si usted moría antes que él, la herencia pasaba a su sobrina Verity. Fuera de la propiedad misma hay poca cosa. ¡Uf, esta pierna me duele como el demonio!
—Nunca pensé que mi padre fuera un hombre adinerado. Pero pregunté, y deseo vivamente saber, por una razón especial. ¿Lo enterraron en Sawle?
El abogado dejó de rascarse y miró astutamente a su interlocutor.
—Capitán Poldark, ¿piensa establecerse ahora en Nampara?
—Así es.
—Siempre que necesite mis servicios, con mucho gusto se los brindaré. Yo diría —se apresuró a decir el señor Pearce cuando el joven se puso de pie—, yo diría que encontrará la propiedad un tanto descuidada.
Ross se volvió.
—No he ido a verla personalmente —dijo el señor Pearce—, por la pierna, ya comprende; es muy molesto, y aún no tengo cincuenta y dos años; pero mi empleado fue allí. La salud de su padre estuvo quebrantada un tiempo, y cuando el amo no vigila, las cosas no están tan ordenadas como uno puede desearlo, ¿verdad? Tampoco su tío es tan joven como antes. ¿Paynter vino a recibirlo con un caballo?
—Debió hacerlo, pero no apareció.
—Entonces, mi estimado señor, ¿por qué no pasa la noche con nosotros? Mi hija volverá de sus rezos a tiempo para preparar una cena. Tenemos cerdo; sé que tenemos cerdo; y un lecho excelente; sí, eso le vendrá bien.
Ross extrajo un pañuelo y se enjugó el rostro.
—Es muy amable de su parte. Pero ya que estoy tan cerca de mi casa, prefiero ir allí.
El señor Pearce suspiró y trató de encontrar una posición más cómoda.
—Entonces, deme una mano, ¿quiere? Le daré un ejemplar del testamento, para que lo lleve a su casa y lo lea cómodamente.