Isana recogió las manos en el regazo e intentó que no le temblasen demasiado. Se encontraba sola en el carruaje, pero no se iba a permitir que la vieran en semejante estado cuando llegase al palacio.
Aunque solo fuera en espíritu, ahora era una traidora a la Corona.
Cerró los ojos y respiró lentamente. Solo era una cena, y sin duda el Primer Señor no se iba a quedar después de comer, y ella iba a ver de nuevo a Tavi, sano y de una pieza. Creyó que le iba a estallar el pecho de preocupación por lo mucho que lloró cuando llegó a la enfermería y lo encontró allí, herido, extenuado e inconsciente, pero entero. Irritada, había despedido a los sanadores de la Ciudadela y ella misma le había curado las heridas de la manera más difícil, a través de la ropa mojada y con un esfuerzo lento y agotador.
Había permanecido al lado de Tavi hasta que empezó a quedarse dormida y llegó Gaius. El Primer Señor se movía muy despacio y con mucho cuidado, como un anciano cansado, aunque no parecía mayor que un hombre en plena madurez, a excepción de su cabello, que se había vuelto completamente gris y blanco desde la última vez que lo viera. Le ofreció una habitación, pero ella la rechazó, so pretexto de que lady Aquitania le había ofrecido hospitalidad.
Él la había mirado con ojos tranquilos y penetrantes, y ella supo que había comprendido mucho más que la simple afirmación que había expresado. No puso ninguna objeción a que se fuera y, de hecho, la había invitado al palacio para cenar con su sobrino y con él.
Por supuesto, sabía que acudiría si se trataba de ver a Tavi. No se podía confiar en lady Aquitania, pero había algo de verdad en su acusación de que Gaius retenía a Tavi como rehén para asegurar el buen comportamiento de ella. En este caso, al menos, estaba utilizando al chico para asegurarse de que acudiría al palacio.
Pero al menos había conseguido lo que quería. Le habían llegado noticias de los mercenarios de Aquitania. Su hermano estaba bien, aunque habían matado a todos los habitantes de una explotación, así como a gran parte de los soldados de Bernard. Pero habían destruido el nido vord.
El carruaje se detuvo y el lacayo desplegó los escalones y abrió la puerta. Isana cerró los ojos y respiró hondo. Se obligó a adoptar como mínimo una apariencia de calma. A continuación descendió del carruaje, bajo las miradas atentas de los guardias de rostros curtidos de Aquitania. Un centurión de la Guardia Real, que le parecía demasiado joven para su rango, la escoltó al interior del palacio y hacia lo que, teniendo en cuenta lo habitual entre la alta nobleza alerana, era un comedor íntimo y coqueto.
Era más grande que la gran sala en Isanaholt y lo más probable era que fuera del tamaño del granero de piedra de la explotación. Habían dispuesto la mesa con los comensales colocados a un tiro de arco entre ellos, pero estaba claro que alguien había decidido que esa disposición no era la adecuada. Habían arrastrado todas las sillas hasta formar un grupo mal distribuido en un extremo de la mesa y lo mismo había ocurrido con los servicios, mientras se estaban riendo numerosas voces.
Isana se detuvo un momento ante la puerta, y estudió la escena. El hombre joven y grande que había en medio del grupo debía de ser Antillar Maximus, sobre quien Tavi le había escrito mucho en sus cartas a casa. Tenía la apariencia atractiva y robusta que ahora le hacía parecer un sinvergüenza, pero que con el tiempo se convertiría en algo más fuerte y más solemne, aunque no menos atractivo. Estaba contando alguna historia con el aplomo de un cuentista con experiencia. A su lado se sentaba un joven delgado de mirada inteligente y sonrisa amplia, aunque había algo de ratonil en la manera en que se sentaba y escuchaba, como si esperase que nadie se fijara en él. Eso era justo lo que pretendía. Ehren, según las cartas de Tavi. Delante de Max y Ehren, al lado de Tavi, se sentaba una chica vulgar pero bonita; tenía las mejillas sonrosadas a causa de la risa.
Al otro lado de Tavi estaba sentada una belleza exótica, e Isana tardó un momento en reconocerla como Kitai, la hija del jefe marat. Vestía una blusa de seda fina y unos pantalones ceñidos, e iba descalza. El cabello largo y blanco estaba recogido en una trenza que le caía recta por la espalda, y la plata brillaba en su cuello y en las muñecas. Tenía unos ojos pícaros y exactamente del mismo color que los de Tavi, según se dio cuenta Isana.
Y Tavi estaba escuchando a Max. Había crecido, como pudo comprobar de repente, y no solo en altura. Había algo en su silencio que no tenía nada que ver con la inseguridad. Escuchaba a Max con una sonrisa silenciosa que descansaba en parte en su boca, pero sobre todo en los ojos, y su postura transmitía una seguridad que ella no había visto antes. Intervino con algún comentario cuando Max se calló para tomar aire y la mesa estalló de nuevo con una carcajada.
Isana sintió de repente una presencia a su espalda.
—Es un sonido agradable —murmuró Gaius Sextus—. Una risa como esa, de los jóvenes. Hacía demasiado tiempo que no se oía en estos salones.
Isana sintió cómo se le agarrotaba la espalda cuando se dio la vuelta para mirar al Primer Señor.
—Su Majestad —saludó junto con la reverencia que le había enseñado Serai «el día de su muerte», pensó Isana.
—Estatúder —le devolvió el saludo, mientras la miraba y decía en un tono amable y neutro—: Un vestido encantador.
El vestido que le había proporcionado lady Aquitania era de la misma seda exótica y cara que lució ella en la fiesta de jardín, aunque con un corte mucho más modesto. El escarlata oscuro de la seda se oscurecía de manera paulatina hasta el negro en la punta de las mangas y el dobladillo de la falda. Escarlata y sable, los colores de Aquitania.
La túnica de Gaius era, por supuesto, roja y azul, los colores de la casa real del Primer Señor.
—Muchas gracias —replicó Isana con voz tranquila—. Me lo ha facilitado mi anfitriona. Habría sido una descortesía no llevarlo.
—Lo entiendo perfectamente —reconoció Gaius con reserva y compasión en su voz.
Isana tuvo de nuevo la impresión que había comprendido mucho más de lo que había dicho ella y que también ella, a su vez, había entendido mucho más allá del significado aparente de las palabras.
—Tal vez os interese saber que he perdonado a Maximus, y retirado todos los cargos contra él. Le he ofrecido a Kalare una investigación exhaustiva sobre los acontecimientos de aquella noche, y la ha rechazado casi en el acto. Así que en ausencia de acusación particular, he rechazado los cargos.
—¿Y eso debería interesarme? —preguntó Isana.
—Quizá no —respondió Gaius—. Pero quizá lo encuentre interesante alguien que conocéis.
Con eso se refería a Aquitania, sin lugar a dudas.
—¿Nos unimos a ellos? —sugirió Isana.
Gaius levantó la mirada hacia el grupo de jóvenes, que seguían riendo. Los contempló con una expresión indescifrable, y pensó que su habilidad como artífice del agua era insuficiente para captar lo que de verdad estaba sintiendo. Isana tuvo la impresión repentina de que su vida, como la del Primer Señor, había sido terriblemente solitaria.
—Esperemos un momento —indicó Gaius—. Su risa no va a sobrevivir a nuestra llegada.
Ella lo miró durante un instante y asintió. La tensión silenciosa que reinaba entre los dos no se desvaneció, pero se relajó durante un tiempo.
Cuando por fin entraron en la sala, Isana se pasó un buen rato acaparando a Tavi. Había crecido de manera increíble y, si bien antes ella era medio palmo más alta que él, ahora él le sacaba al menos un palmo. Sus hombros se habían ensanchado en una medida similar, y su voz ya no era la del tenor ligero que abandonó su hogar, sino la de un barítono.
Pero sobre todo, y ahí tenía que darle la razón a Amara, seguía siendo Tavi. Lo podía sentir en su calidez y en su sonrisa, y en el amor que le profesaba cuando le devolvió el abrazo. El brillo en sus ojos, el sentido del humor y la sonrisa, aunque más seria y reflexiva, seguían siendo los suyos. Su paso por la Academia no le había restado ni un ápice de su manera de ser. Quizás hubiera potenciado lo que ya era: un joven con una mente rápida, capaz de tomar decisiones a veces cuestionables, y dotado de un buen corazón.
La comida fue excelente y la conversación agradable hasta que el Primer Señor le pidió a Tavi que compartiera su historia de los acontecimientos de los últimos días. Isana comprendió de repente porque la reunión era tan reducida. Ni siquiera se permitió la entrada de los sirvientes en el comedor mientras Tavi hablaba.
Casi no pudo creer lo que estaba escuchando, pero aun así era verdad. Podía sentirlo en él. Isana estaba sorprendida que Tavi hubiera podido tener tanto poder en sus manos. Solo era un joven estudiante, pero el destino del Reino había dependido de las decisiones que había tomado. No solo sobre él, de eso estaba seguro pero, por las grandes furias, una vez más había actuado como un héroe.
Isana se sintió desconcertada por el relato y no se sorprendió que Tavi se estuviera formando como cursor. Estaba en la línea de lo que había esperado que ocurriera cuando vino a la capital. Escuchó a Tavi, pero se pasó la mayor parte del tiempo analizando las expresiones y las emociones de los demás sentados a la mesa. También sospechaba que Tavi se estaba callando cosas, aquí y allí, aunque no estaba segura por qué quería ocultar una parte de la charada de Max como el Primer Señor o la muerte del maestro Killian.
Era muy tarde cuando el Primer Señor sugirió que la velada se había alargado demasiado. Isana se quedó hasta que se retiraron todos, excepto Tavi y el Primer Señor.
—Había tenido la esperanza —le dijo a Gaius en voz baja— de hablar un rato a solas con Tavi.
Gaius arqueó una ceja y se quedó mirando su vestido durante un momento. Isana tuvo que pedir la ayuda de Rill para impedir que se ruborizase, pero sostuvo la mirada de Gaius sin moverse.
—Estatúder —replicó con amabilidad—, esta es mi casa y me gustaría oír lo que tengáis que decirle a uno de mis cursores.
Isana apretó los labios, pero inclinó la cabeza. No tenía ganas de hablar delante de Gaius, pero esto formaba parte del precio que tenía que pagar por recibir la ayuda de Aquitania. Así que no tenía más remedio.
—Tavi —empezó con calma—, me preocupa tu amiga. Gaelle, creo que se llama. No te lo puedo asegurar, pero hay algo… que no me da buena espina.
Tavi miró a Gaius para enojo de Isana. El Primer Señor asintió.
—Lo sé, tía Isana —replicó con voz tranquila y muy seria—. Ella no es Gaelle. O al menos no es la auténtica Gaelle.
Isana frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los hombres que nos atraparon a Kitai y a mí en los túneles eran de Kalare —explicó—, y nos estaban esperando. El maestro Killian me contó, poco antes de morir, que el jefe de los asesinos de Kalare seguía muy cerca y que había tenido que pagar un precio terrible para infiltrar al asesino en la Ciudadela. Estaba fingiendo que era un traidor ante Kalare con la esperanza de saber más del enemigo a través de su contacto con el jefe de los asesinos: una mujer llamada Rook. Quienquiera que sea Rook, tenía que ser una mujer, y alguien del círculo del maestro para no levantar sospechas, y alguien que me hubiera visto entrar esa noche en los túneles y que supiese dónde tendría que empezar a marcar las paredes para no perderme. En definitiva, casi con toda seguridad tenía que ser uno de los estudiantes.
—Ese fue el precio que mencionó Killian —murmuró Gaius—. La chica seleccionada para su formación fue sustituida por Rook, quien seguramente se convirtió en su doble mediante un artificio de agua. Lo más probable fue que mataran a la chica unos pocos días después de seleccionarla.
Isana movió la cabeza.
—Eso… Su Majestad, sabéis tan bien como yo que cualquiera que tenga tanto poder con el agua establecerá un vínculo muy fuerte con las emociones de los que la rodean.
—Sería una ventaja enorme para convencer a todo el mundo de que eres simplemente una chica inofensiva —murmuró Gaius.
—Sí, y si matas con mucha frecuencia, lo más probable es que te vuelvas loco.
—Es más que probable —asintió Gaius.
—¿Permitisteis que mataran a esa pobre chica —acusó Isana—, para conseguir algún tipo de ventaja?
—Killian no me lo comentó —respondió Gaius—. Lo hizo por iniciativa propia.
Isana movió la cabeza enfadada.
—Es igual. Es monstruoso.
—Sí —reconoció Gaius sin el más leve rastro de vergüenza—. Lo es, pero Killian creyó que era necesario.
Isana volvió a mover la cabeza.
—Esa asesina. Rook. ¿Cuándo la vais a detener?
—No lo haremos —respondió Tavi con calma—. Al menos, no de inmediato. Rook no sabe que hemos descubierto su identidad, de manera que lo podemos utilizar contra ella y contra Kalare.
—Es una asesina —protestó Isana en voz baja—. Y lo más probable es que también sea una loca ¿Y vais a dejar que siga suelta?
—Si el Primer Señor la elimina —explicó Tavi—, la detiene o la manda al exilio, Kalare reclutará a alguien y lo volverá a intentar, y esta vez es posible que no tengamos la suerte de descubrirlo. Es menos peligroso dejarla tranquila que detenerla. Al menos, por el momento.
—Eso es monstruoso —repitió Isana, y sintió como se le llenaban los ojos de lágrimas y no intentó ocultarlas.
Tavi vio su expresión y se ruborizó, bajando la mirada.
—Espero que no estés muy decepcionada conmigo, tía Isana —dijo, volviendo a levantar la vista.
Ella le lanzó una tenue sonrisa.
—Espero que no estés demasiado decepcionado conmigo, Tavi.
—Eso nunca —replicó—. Comprendo por qué… —Hizo un gesto vago con la mano—. Hiciste lo que consideraste necesario para proteger a las personas a quienes quieres.
—Sí —reconoció Isana en voz baja—. Supongo que no debería ser la primera en tirar piedras. —Se acercó a él, le cogió la cara con las dos manos, lo besó en la frente y dijo—: Prométeme que tendrás cuidado.
—Lo prometo —respondió Tavi.
Ella volvió a abrazarlo, y él le devolvió el abrazo. Gaius salió con discreción, mientras Tavi la acompañaba hasta la entrada, donde la estaba esperando el carruaje de Aquitania. Ella caminó con la mano sobre el antebrazo extendido de Tavi, y él la ayudó a subir al carruaje.
—Tavi —dijo antes de cerrar las puertas.
—¿Sí, tía Isana?
—Te quiero mucho.
Él sonrió.
—Yo también te quiero.
Ella asintió.
—Y estoy orgullosa de ti. Ni se te ocurra pensar que no lo estoy. Me preocupo por ti. Eso es todo. Pero has crecido mucho.
Él sonrió.
—Al Primer Señor le cuesto una fortuna en pantalones —comentó.
Isana rio, y él se inclinó para besarla de nuevo en la mejilla.
—Escríbeme más a menudo —le ordenó mientras le desordenaba el cabello—. No importa dónde nos encontremos, nunca cambiará lo que siento por ti.
—Lo mismo digo —le aseguró, mientras daba un paso atrás y le hacía un gesto con la cabeza al cochero con una autoridad natural, y este empezó a cerrar la puerta—. Escríbeme siempre que puedas. Cuídate.
Ella asintió y sonrió. El cochero cerró la puerta y el carruaje empezó a salir del palacio. Isana se dejó caer en el asiento con los ojos cerrados. Se sentía muy, muy sola en el carruaje de Aquitania.
Estaba sola.
—Cuídate —susurró con los ojos cerrados y reteniendo en la cabeza una imagen de su sonrisa. Su mano se alzó hasta el bulto del anillo, que seguía oculto, colgado de la cadena alrededor de su cuello—. Oh, cuídate, hijo mío.