56

Amara se encontraba al lado de Bernard cuando los legionares que habían sobrevivido a la batalla completaban la formación delante del túmulo que habían levantado en el campo de batalla.

Los mercenarios y su comandante se habían ido en cuanto sus sanadores acabaron con su trabajo. Antes de terminar el día habían llegado doscientos caballeros bajo el mando directo del Primer Señor y la fuerza de relevo perteneciente a la Segunda Legión de Riva llegó a marchas forzadas a la mañana siguiente, para velar por la seguridad de Guarnición y del valle. Con ellos llegó la noticia de un pequeño milagro. El sanador Harger no había perdido la cabeza ante el ataque sorpresa de los vord contra los heridos en Aricholt y, aunque estaba herido, había conseguido sacar a los niños que habían sobrevivido al primer ataque contra el recinto condenado. Era un pequeño rayo de luz en la penumbra de la muerte y las pérdidas, pero Amara estaba agradecida por ello.

Bernard no había dado la orden, pero ninguno de los supervivientes mencionó la presencia de los Lobos del Viento o de su proscrito comandante. Les debían las vidas a los mercenarios, y lo sabían.

Había muchos más muertos que enterrar, que vivos capaces de cavar las tumbas, así que habían decidido que la cueva sería el lugar de descanso de los caídos. Llevaron a la cueva a legionares y tomados por igual, y los dispusieron con la mayor dignidad posible, que en general no fue demasiada. Era raro que los caídos en el campo de batalla encontrasen la muerte como si estuvieran durmiendo, pero hicieron todo lo que pudieron por ellos.

En cuanto se dispusieron los cuerpos en la cueva, los supervivientes de la batalla se reunieron para darles su último adiós a los conocidos, hermanos de armas y amigos que habían caído. Después de una vigilia silenciosa de una hora, Bernard se situó delante de la formación y se dirigió a los hombres.

—Estamos aquí —empezó— para dar descanso a los que han caído en defensa de este valle y de este Reino. No solo a los legionares que han luchado a nuestro lado, sino también a los civiles y soldados que cayeron ante nuestros enemigos, y cuyos cuerpos fueron utilizados como armas contra nosotros. —Se quedó en silencio durante un momento—. Todos ellos se merecían algo mejor que esto. Pero dieron sus vidas para evitar que esta amenaza se extendiese y creciese hasta convertirse en una plaga que podría haber devastado todo el Reino. Solo la veleidad de la suerte hace que nosotros estemos delante de sus tumbas, y no ellos delante de las nuestras.

Otro largo silencio.

—Muchas gracias —prosiguió Bernard—. A todos vosotros. Habéis luchado con coraje y honor, incluso cuando estabais heridos y el combate parecía desesperado. Sois el corazón y el alma de los legionares de Alera, y me siento orgulloso, honrado y privilegiado de ser vuestro comandante. —Se volvió hacia la boca de la cueva—. A vosotros —continuó— solo os puedo ofrecer mis disculpas, ya que no os he podido proteger de este destino, y mi promesa de que vuestras muertes harán que esté más atento y más entregado en el futuro. Y pido a los poderes que gobiernen el mundo que hay después de este que cuiden a nuestros caídos con la compasión, la misericordia y la amabilidad que no les concedieron sus asesinos.

Entonces Bernard, sir Frederic y media docena de caballeros Terra que habían llegado con la fuerza de ayuda, se arrodillaron en el suelo y llamaron a sus furias. Una especie de onda pasó por la tierra hacia la cueva y con un rumor sordo empezó a cambiar la forma de la ladera de la colina en la que se encontraba la entrada de la cueva. Fue un movimiento lento e incluso elegante, pero la escala de este hizo que el suelo temblase bajo los pies de Amara. La boca de la cueva se hundió y se empezó a cerrar en un movimiento lento, poderoso e inevitable, hasta que la abertura en la roca desapareció y solo quedó la ladera de la colina.

El silencio cayó sobre el valle, y los artífices de tierra se pusieron de pie al unísono. Bernard se dio la vuelta para mirar a los cincuenta veteranos supervivientes de la centuria de Giraldi.

—Legionares, romped filas, recoged el equipo y preparaos para marchar de regreso a Guarnición.

Giraldi emitió algunas órdenes adicionales, y los hombres cansados emprendieron el camino de vuelta a Aricholt. Bernard contempló cómo se iban. Amara permaneció a su lado hasta que se perdieron de vista.

Caminante salió lentamente de la protección de los árboles. Doroga andaba a su lado con el garrote sobre un hombro. Se acercaron a Bernard y Amara, y Doroga los saludó con la cabeza.

—Has luchado bien, Calderon. Los hombres que te han servido no son cobardes.

Bernard sonrió un poco.

—Muchas gracias por tu ayuda, Doroga. Una vez más. —Entonces miró a Caminante y añadió—: Muchas gracias a ti también, Caminante.

La cara ancha y fea de Doroga se iluminó con una sonrisa sincera.

—Es posible que tu pueblo acabe aprendiendo algo —comentó, y Caminante dejó escapar un bufido atronador, que provocó una carcajada de Doroga.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Bernard.

—No ha dicho gran cosa, algo así como… hum… algo así como que toda la fruta demasiado madura tiene el mismo gusto. Significa que tu pueblo y el mío tienen un enemigo común. Reconozco que sois un sustituto bastante aceptable de los sabot-ha, mi clan, si hay que luchar.

—Gracias a él sobrevivimos durante el asalto a la cueva —reconoció Bernard—. No lo olvidaré.

El gran marat encogió sus enormes hombros con una sonrisa.

—Envíale unas manzanas. A ser posible, que no estén demasiado maduras.

—Tienes mi palabra.

Le ofreció su mano a Doroga, que se la estrechó sin dudarlo.

—¿Y tú, Jinete del Viento? —dijo volviéndose hacia Amara—. No creo que te conviertas en una buena esposa alerana.

Ella le sonrió.

—¿No?

Él negó muy serio con la cabeza.

—Me apostaría algo a que no vas a limpiar demasiado, o a cocinar demasiado, o a confeccionar sábanas y cosas de esas. Sospecho que estarás todo el tiempo buscándote problemas.

—Es posible —asintió ella con una sonrisa.

—Aunque eres buena en la cama, por lo que he podido oír.

Amara se sonrojó hasta tal punto que creyó que su cara debía de desprender vapor.

—¡Doroga!

—Mujer de problemas —replicó Doroga—. Pero buena para tener al lado. Mi compañera era así. Fuimos felices. —Golpeó ligeramente el corazón con el pecho, al estilo alerano, y les hizo una reverencia con la cabeza—. Quizá vosotros también. Que vuestros caídos descansen en paz.

—Muchas gracias —tartamudeó Amara.

Bernard también inclinó la cabeza. Sin decir nada más, Doroga y Caminante se fueron con un paso lento y constante, sin mirar atrás.

Amara vio cómo se iba, sin apartarse de Bernard. No se acordaba de cuándo había sido la última vez que entrelazaron los dedos, pero le pareció algo natural y correcto. Bernard suspiró, y ella pudo sentir el dolor en su interior, incluso sin mirarlo ni hablar con él.

—Hiciste todo lo que pudiste —dijo en voz baja.

—Lo sé —respondió él.

—No te puedes echar la culpa de que hayan muerto.

—Eso también lo sé —reconoció.

—Cualquier comandante decente sentiría lo que tú sientes ahora mismo —insistió Amara—. Ellos estarán tan equivocados como tú al sentirlo. Pero solo les ocurre a los mejores.

—He perdido a los habitantes de toda una explotación a quienes yo debía proteger —explicó en voz baja—, y casi a las tres cuartas partes de mis legionares. Dudo mucho que sea uno de los mejores.

—Dale tiempo —replicó Amara en voz baja—. Dolerá menos.

Apretó con suavidad los dedos de él, que no respondió. Bernard siguió mirando la ladera de la colina, donde antaño hubiera una cueva. Después se dio la vuelta y se alejó junto con Amara. Cuando se encontraban a medio camino de Aricholt, ella dijo:

—Tenemos que hablar.

Él exhaló por la nariz y asintió.

—Adelante.

—Bernard —empezó, mientras buscaba las palabras correctas, pero ninguna de ellas parecía a la altura de la tarea de expresar lo que sentía—, te quiero —dijo por fin.

—Y yo a ti —murmuró él.

—Pero… mi juramento a la Corona y el tuyo… Ambos son prioritarios para los dos. Nuestros votos…

—¿Quieres que hagamos ver que no tuvieron lugar? —preguntó en voz baja.

—No —respondió de pronto—. No, no es eso. Pero… ¿no teníamos votos anteriores?

—Quizá sí —reconoció Bernard—. Quizá no. Si pudieras tener hijos…

—No puedo —replicó, y no pretendía que las palabras volaran de su boca con tanta dureza o amargura.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bernard.

Ella se ruborizó.

—Porque… tú y yo hemos… Malditos cuervos, Bernard, si pudiera tenerlos estoy segura de que ya los habría tenido contigo.

—Quizá sí —replicó él—. O quizá no. Nos vemos una o dos veces cada luna. Como mucho. Esa no es la mejor manera de hacer niños.

—Pero tuve la plaga —le recordó en voz baja—. Aunque casi no puedas ver las marcas.

—Sí —reconoció Bernard—. Pero hay mujeres que también la tuvieron, y aun así dieron a luz hijos. Tal vez no sean muchas, pero se ha dado el caso.

Ella dejó escapar un suspiro exasperado.

—Pero yo no soy una de ellas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bernard—. ¿Cómo puedes estar tan segura?

Ella lo miró durante un momento y movió la cabeza.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Existe al menos una posibilidad de que seas capaz de tener hijos y, hasta que no sepamos que no es así, no existe ninguna otra razón para que no estemos juntos.

Amara lo miró indecisa.

—Ya sabes lo que dice la ley. Tienes una obligación con el Reino, Bernard, para producir herederos de tu sangre y transmitirles la fuerza de tu artificio de las furias.

—Y yo intento cumplir con esa obligación —reconoció—. Contigo.

Caminaron en silencio durante un rato.

—¿De verdad crees que es posible? —preguntó Amara.

Él asintió.

—Creo que es posible. Quiero que ocurra, y la única forma es esforzarse y esperar.

Amara se quedó en silencio durante un rato.

—Muy bien. —Tragó saliva—. Pero… no quiero que Gaius sepa nada. No, a menos que… —Se calló y volvió a empezar la frase—. No hasta que tengamos un hijo. Antes de eso, puede obligarnos a que nos separemos. Pero si tenemos un hijo, no tendrá razones legales ni éticas para oponerse.

Bernard la estudió durante unos cuantos pasos. Entonces se paró, le levantó la barbilla con una mano ancha, y le dio un beso muy lento y suave en la boca.

—De acuerdo —murmuró después de eso—. Por ahora. Pero llegará el día en que no podamos ocultarles a los demás nuestros votos matrimoniales. Ese día quiero estar seguro de que estarás a mi lado, y de que si llegamos a ese punto, desafiaremos juntos al Primer Señor y a la ley.

—Juntos —repitió ella, y aquella palabra fue una promesa. Después lo besó de nuevo.

Bernard esbozó una media sonrisa.

—¿Qué es lo peor que podría ocurrir? Que nos relevaran de nuestros cargos, y que nos revocaran la ciudadanía, en cuyo caso, bueno, no tendríamos que preocuparnos por las obligaciones legales que acarrea la ciudadanía, ¿no te parece?

—Estaríamos arruinados, pero juntos —concluyó Amara con una sonrisa seca en los labios—. ¿Es eso?

—Mientras te tenga, no estaré arruinado —replicó Bernard.

Amara puso los brazos alrededor del cuello de su marido y lo apretó con fuerza, mientras sentía los brazos de él estrechándola, fuertes y protectores.

Quizá Bernard tenía razón. Quizá todo acabaría bien.