A Fidelias no le gustaba nada volar.
De acuerdo, subir volando el largo pozo en las Profundidades tenía poco que ver con planear sobre el campo, al menos visto de manera superficial, pero si se analizaba a fondo cada una de las experiencias la única diferencia real era que el vuelo en el exterior ofrecía mejores vistas. Fidelias seguía viajando a una velocidad terrorífica y no tenía ningún control sobre la velocidad o su curso y, lo que era mucho más importante, su vida dependía totalmente de otra persona.
Lady Aquitania lo podía matar en cualquier momento sin tener que hacer nada. La gravedad lo precipitaría contra el suelo que se encontraba muy abajo, y no era probable que cualquiera que encontrase su cuerpo lo pudiera identificar y mucho menos vincularlo con ella. No podría hacer nada por detenerla, y sabía perfectamente que era capaz de un asesinato a sangre fría. Si se llegaba a convertir en un obstáculo para sus ambiciones, no dudaría en eliminarlo.
Por supuesto, siguió meditando, se podía argumentar que lady Aquitania lo podía matar en cualquier momento, por cualquier razón o sin ninguna, y él podía hacer muy poco por detenerla. Se había vuelto contra la Corona y se había comprometido con la causa de la casa de su esposo, y solo la satisfacción continuada con sus servicios evitaba que lo entregasen a la Corona o, lo que era mucho más probable, lo liquidasen en secreto. Ahí estaba. Su reacción al largo vuelo por el pozo era irracional. Ahora no se encontraba en un peligro más inminente que en cualquier otro momento.
Pero seguía sin gustarle nada volar.
Miró de reojo a lady Aquitania mientras se elevaban en una columna de viento. El estandarte oscuro de su cabello se agitaba de un lado a otro como un pendón en la tormenta y lo mismo hacía su vestido de seda, ofreciendo la visión ocasional de sus piernas pálidas y bien torneadas. Hacía mucho tiempo que Fidelias había abandonado la duda natural de la mayoría de las personas a tratar a los artífices del agua como sus contemporáneos a pesar de la juventud aparente de sus rasgos. Había tratado a demasiados hombres y mujeres aparentemente jóvenes que tenían la experiencia y el juicio de muchos más años de los que indicaba su apariencia. Lady Aquitania era un poco más joven que Fidelias, pero su rostro, silueta y figura eran los de una mujer en la flor de la edad.
No es que Fidelias hubiera visto sus piernas o algo más antes de ahora.
Ella se dio cuenta de que la miraba y le lanzó una sonrisa con los ojos brillantes. Entonces señaló con la cabeza hacia arriba, donde el puntito de luz que marcaba el final del pozo había ido creciendo constantemente al acercarse, hasta que Fidelias pudo ver los barrotes de hierro que cerraban la boca del pozo.
Fueron frenando hasta que se detuvieron justo debajo de los barrotes, y Fidelias contó el tercero desde la derecha antes de hacerlo girar y empujarlo con fuerza. El barrote salió de su soporte y Fidelias pasó a través del hueco. Después se inclinó para ofrecerle su mano a lady Aquitania cuando pasara por el mismo sitio.
Aparecieron en un pasillo dentro del palacio que iba desde las cocinas hasta las salas de banquetes y los apartamentos reales. Sonaban las campanas de alarma, y Fidelias sabía que el sonido recorrería casi todos los pasillos del palacio. A esas horas de la noche, el pasillo de servicio debía de estar desierto, pero siempre existía la posibilidad de que un guardia, respondiendo a la alarma, lo utilizase a modo de atajo. Y no solo eso, sino que faltaba una hora para que los primeros sirvientes se encaminaran hacia la cocina para empezar a preparar los desayunos. Cuanto antes lo abandonaran, mejor.
—Sigo considerando que esto no es nada inteligente —murmuró Fidelias, mientras cogía su arco corto y pesado, disponía una flecha en la cuerda y comprobaba que las demás estaban a mano—. Es una locura que os arriesguéis a que os vean conmigo.
Lady Aquitania chasqueó la lengua y movió la mano con un gesto desdeñoso.
—Lo único que tienes que hacer es guiarme hasta el revuelo, y después desapareces —replicó, haciendo un gesto de dolor y tocándose la frente con la mano.
—¿Os encontráis bien? —preguntó Fidelias.
—Los artificios de viento a veces me provocan dolor de cabeza —contestó ella—. Tuve que extraer todo ese aire desde el río e impulsarlo por las Profundidades para elevarnos hasta aquí. Ha sido extremadamente pesado.
—¿Aire? —preguntó Fidelias—. ¿Pesado?
—Cuando intentas mover mucha cantidad lo es, mi querido espía, créeme. —Bajó la mano y miró alrededor con el ceño fruncido—. ¿Un pasillo de servicio?
—Sí —respondió Fidelias y emprendió la marcha—. Estamos cerca de las habitaciones reales y la escalera que baja a la cámara de meditación. Existen muchas entradas a las Profundidades en esta zona del palacio.
Lady Aquitania asintió y mantuvo el paso. Se colocó detrás de Fidelias, quien la condujo a través de una sala que se encontraba a corta distancia para llegar a una intersección que les permitiría rodear un puesto de guardia. Aunque sospechaba que toda la Guardia Real estaba respondiendo a las campanas de alarma, no había necesidad de correr riesgos. Fidelias atravesó la entrada de servicio que daba a una sala de estar ricamente amueblada, en penumbra y tranquila porque la primera esposa de Gaius había muerto hacía unos veinte años y ahora solo se abría para limpiar y quitar el polvo. En el interior de la sala de estar, una sección de los paneles de roble que cubrían las paredes de piedra se apartaron hacia un lado dejando a la vista un pasillo estrecho.
—Me encantan —murmuró lady Aquitania—. ¿Adónde conduce?
—A las antiguas habitaciones de lady Annalisa —murmuró Fidelias—. Esta habitación fue en su momento el estudio de Gaius Pentium.
—¿Con una conexión directa con las habitaciones de su amante? —Lady Aquitania movió la cabeza con una sonrisa—. Palacio o no, todo es mezquino cuando rascas la superficie.
—Eso es cierto.
Cerraron los paneles a sus espaldas y aparecieron en un gran dormitorio centrado alrededor de una cama enorme que estaba ligeramente elevada sobre el suelo. Esa habitación también daba la impresión de que no se utilizaba desde hacía mucho tiempo. Fidelias la cruzó hasta la puerta, que abrió ligeramente, y miró hacia el pasillo.
El ruido y los gritos del combate resonaron en cuanto abrieron la puerta. A unos nueve metros la Guardia Real se apelotonaba ante la escalera que conducía a la cámara de meditación del Primer Señor. Fidelias jadeó con rapidez. La puerta de metal se encontraba caída en el suelo de la sala, derribada por un impacto de una fuerza increíble. Mientras estaba mirando, un guardia entró por la puerta con el arma dispuesta y se tambaleó hacia atrás un instante después, agarrándose con las manos una herida muy larga en el abdomen. Lo apartaron a un lado, donde un sanador con aspecto muy agobiado estaba atendiendo a los otros heridos. Se limitaba a cerrar con su artificio las heridas más graves para mantenerlos vivos hasta que pudiera ocuparse de ellos con más tranquilidad. Otro miembro de la Guardia intentó abrirse paso a través de la puerta, pero estaba claro que la alarma los había cogido desprevenidos, y no parecía haber ninguna organización detrás de sus esfuerzos.
—Espera aquí —indicó lady Aquitania. Salió de la habitación. Caminaba con paso firme hacia el guardia más cercano, a quien le preguntó con tono firme y autoritario—: Guardia, ¿quién está al mando de este tumulto?
El hombre giró la cabeza y parpadeó ante la Gran Señora, de manera que tuvo que mover varias veces la boca hasta que pudo articular palabra.
—Por aquí, Vuestra Gracia. —La acompañó hasta el sanador y llamó—: ¡Jens! ¡Jens! ¡Lady Aquitania!
El sanador levantó rápidamente la cabeza, evaluando a lady Aquitania durante un breve segundo, antes de saludar con un gesto y retomar su trabajo.
—Vuestra Gracia.
—¿Eres el oficial al mando? —preguntó.
Una lanza salió disparada del cuerpo de guardia como si la impulsase un arco gigantesco, derribando a otro de los guardias. El hombre empezó a gritar.
—¡Traedlo aquí! —gritó el sanador, que volvió a mirar a la Gran Señora—. No encontramos al capitán por ningún sitio, y todos los centuriones regulares de servicio están muertos, pero técnicamente yo tengo el rango de centurión.
Los guardias le llevaron al hombre empalado, y el sanador cogió su instrumental. Extrajo una sierra para cortar hueso, con la que empezó a cortar el astil de la lanza.
—¡Malditos cuervos —gruñó—, mantenedlo quieto! —Lanzó una sonrisa lúgubre cuando cortó el palo y extrajo el arma de la herida del guardia—. Si me perdonáis, Vuestra Gracia… Si no les presto toda mi atención a estos hombres, morirán.
—Si alguien no se encarga de mandarlos, vas a tener que atender a muchos más —replicó lady Aquitania, quien le frunció el ceño al sanador antes de añadir—: Asumo el mando hasta que lleguen uno de vuestros centuriones o el capitán.
—Sí, vale —asintió el sanador, que levantó la mirada hacia uno de los guardias y ordenó—: Deja que lady Aquitania organice las cosas, Rictus.
—Sí, señor —dijo el guardia—. Uh, Vuestra Gracia, ¿cuáles son sus órdenes?
—Informa —replicó tajante—. ¿Qué está pasando exactamente?
—Hay cuatro o cinco canim defendiendo el primer cuerpo de guardia contra nosotros —informó el guardia—. Han matado a los guardias en la sala y una docena de los que han intentado entrar, entre ellos el centurión Hirus. Vienen más hombres de camino, pero esta noche nuestros caballeros están de permiso y los estamos intentando localizar.
—¿Quién está ahí abajo?
—No estamos seguros —respondió el guardia—. Pero el paje del Primer Señor llegó hace un rato y nos avisó de un ataque, y a estas horas de la noche Gaius suele encontrarse en su cámara de meditación. Los hombres del primer cuerpo de guardia murieron luchando, así que debió de advertirles.
—Algunos canim se quedaron para defender la puerta contra vosotros mientras los demás iban detrás del Primer Señor —convino lady Aquitania—. ¿Cuánto tiempo llevan sonando las alarmas?
—Unos diez minutos, Vuestra Gracia. Pero en diez minutos más ya estarán aquí los caballeros.
—El Primer Señor no dispone de tanto tiempo —replicó, y se giró hacia la puerta, hablando en lo que parecía un tono de voz normal, pero que se impuso claramente a los sonidos de la batalla transmitiendo una autoridad absoluta—. Guardias, apartaos de inmediato de la puerta.
Lady Aquitania se situó delante del hueco de la puerta y los guardias se retiraron al verla. Miró hacia el interior de la habitación, frunció el ceño y levantó la mano izquierda con la palma hacia arriba. De repente apareció una luz roja, después cobró vida una esfera de fuego del tamaño de una uva.
—¡Vuestra Gracia! —protestó el guardia—. Un artificio de fuego puede ser peligroso para los que se encuentran más abajo.
—Un fuego grande lo sería —replicó lady Aquitania, y lanzó la esfera de fuego a través del hueco de la puerta.
Desde donde se encontraba, Fidelias no podía ver lo que ocurría a continuación, pero se produjo un sonido ensordecedor y una luz muy brillante surgió de la habitación. Vio cómo la esfera cruzaba muchas veces como un rayo por delante del hueco de la puerta, moviéndose como un borrón rapidísimo y rebotando en todas las superficies del interior. Lady Aquitania se quedó mirando hacia dentro al menos durante un minuto antes de asentir con un gesto seco y decisivo.
—Despejado. ¡Caballeros, a por el Primer Señor!
Algo hizo que el instinto de Fidelias le hiciera saltar todas las alarmas y abrió la puerta lo suficiente para mirar en la otra dirección de la sala mientras la Guardia Real penetraba en el cuerpo de guardia.
Era la primera vez que veía a los vord.
Un par de siluetas negras y jorobadas estaban atravesando la sala, cada una de ellas del tamaño de un caballo pequeño y cubierta con unas placas quitinosas de color negro. Tenían unas patas parecidas a las de los insectos y se movían con un paso extraño y huidizo que a pesar de eso cubrían el terreno con rapidez. En el suelo a su lado, sobre las paredes a su alrededor e incluso en el techo sobre sus cabezas, estaban acompañadas por varias docenas de figuras pálidas del tamaño de un perro salvaje, también cubiertas con placas quitinosas y que se desplazaban sobre ocho ágiles patas de insecto.
Los contempló durante medio segundo y empezó a gritar una advertencia, pero se refrenó. Había treinta o cuarenta guardias en el pasillo, y no dejaban de llegar más. Si uno de ellos lo viera, lo más probable sería que no pudiera abandonar vivo el palacio. La decisión más racional era permanecer en silencio.
Las criaturas se acercaron y Fidelias vio las pesadas mandíbulas en las bestias más grandes y los colmillos retorcidos en las más pequeñas. Aunque parecía imposible, nadie en la sala las había visto aún. Todo el mundo estaba concentrado en entrar por la puerta para ayudar al Primer Señor. Lady Aquitania estaba de espaldas a los vord, atendiendo una petición del sanador frenético.
Los vord se acercaban.
Fidelias los miró y se dio cuenta de algo. Le preocupaban los hombres que había en la sala. Le preocupaban los heridos que yacían indefensos en el suelo de mármol y el sanador desesperado que intentaba atenderlos, y también le preocupaba lady Aquitania, quien había actuado con una precisión decisiva para controlar el caos con el que se había encontrado al llegar.
Una de las arañas pálidas saltó con agilidad a unos seis metros por delante de sus compañeras, aterrizando en el suelo de mármol y a solo seis metros de la espalda de lady Aquitania. Sin detenerse, saltó otra vez hacia ella.
Exponerse sería el colmo de la irracionalidad. Un suicidio.
Fidelias levantó el arco, tiró de la cuerda y derribó en el aire a la araña a menos de un metro de lady Aquitania. La flecha atravesó a la criatura y la clavó contra el recubrimiento de madera de la pared, donde la criatura se contorsionó impotente en medio de su agonía.
—¡Vuestra Gracia! —tronó Fidelias—. ¡Detrás!
Lady Aquitania se dio la vuelta y los ojos le brillaron al mismo tiempo que sacaba la espada y veía la amenaza que se cernía sobre ellos. Los guardias, una vez avisados, reaccionaron con una velocidad producto de los entrenamientos, y las armas aparecieron como por arte de magia, pero una nube de arañas pálidas se lanzó hacia ellos como si fueran una marea extraña.
Los hombres empezaron a gritar, y sus voces se unieron a un coro de chillidos y silbidos. El acero se hundió en las arañas pálidas y los colmillos encontraron la carne desnuda en los cuellos, en las pantorrillas y en cualquier zona que no estuviera protegida por la armadura.
Fidelias había presenciado muchas batallas. Había visto artificios de combate tanto a gran como a pequeña escala. Había trabajado muy de cerca con unidades de caballeros, se había enfrentado a otros artífices de las furias con diversos niveles de fuerza, y había visto la potencia letal de dichos artificios.
Pero nunca había presenciado cómo entra en batalla alguien que pertenece a la Alta Sangre de Alera.
En cuestión de segundos comprendió el enorme abismo que existía entre el poder de un caballero, o el suyo, y el de alguien con la sangre y la habilidad de lady Aquitania.
Mientras las arañas se lanzaban contra ellos, toda la sala se convirtió en un caos, excepto la zona que rodeaba a lady Aquitania. Su espada se movía como un relámpago de luz, interceptando una araña detrás de otra y golpeando con una precisión letal. Su expresión no alteró la máscara serena que solía lucir, mientras detenía la oleada inicial de criaturas saltarinas, y en el mismo instante que consiguió unos pocos segundos sin recibir ningún ataque, levantó la mano y gritó con los ojos relucientes.
La mitad de la sala explotó en llamas, que consumieron a los vord en un calor cegador. Una ráfaga caliente como en un horno explotó a través de las salas con otra detonación ensordecedora, pero el artificio solo detuvo brevemente la marea de arañas. Las que habían sobrevivido al fuego se lanzaron por encima de los restos calcinados de sus congéneres.
Y entonces llegaron sus parientes más grandes.
Uno de los guerreros vord atrapó a un guardia, su armadura desvió numerosos golpes de la espada pesada del hombre y lo movió de un lado a otro como si fuera un perro con una rata. Fidelias oyó cómo se rompía el cuello del hombre y el vord lo tiró a un lado y se precipitó sobre el siguiente en la fila: lady Aquitania.
La Gran Señora dejó caer la espada al acercarse el guerrero vord y atrapó las mandíbulas de la criatura con las manos enguantadas cuando intentó cerrarlas alrededor de su cuello.
La boca de lady Aquitania se torció en una sonrisita divertida y la tierra tembló cuando empezó a extraer fuerza de ella y poco a poco fue abriendo cada vez más las mandíbulas de la criatura, que empezó a retorcerse de manera frenética, pero la Gran Señora de Aquitania no solo no la soltó, sino que también las siguió abriendo hasta que se oyó un crujido escalofriante y el vord empezó a agitar las patas. Lady Aquitania agarró una de las mandíbulas con las dos manos, giró sobre sí misma y lanzó al guerrero a quince metros de distancia contra una alta columna de mármol de la sala, donde se rompió su armadura y cayó al suelo como un juguete roto, derramando fluidos extraños, sufriendo estertores y muriendo.
El segundo guerrero se lanzó directamente sobre ella. Lady Aquitania lo vio venir y, con la misma sonrisita divertida, saltó hacia atrás y hacia arriba en un ágil vuelo, llamando a una ráfaga de viento para que la aupase, de manera que quedó fuera del alcance del guerrero vord.
Pero a pesar de todo su poder, no tenía ojos en el cogote, y unas arañas que no había visto bajaban hacia ella desde el techo. Fidelias no perdió el tiempo pensando, sino que se concentró en la tarea de enviar un par de pesadas flechas para que recorrieran la distancia que los separaba, clavando una de las arañas contra el techo antes de que hubiera podido caer unos centímetros y apartando a la otra cuando se encontraba a menos de medio metro de la cabeza de lady Aquitania.
Ella giró la cabeza con rapidez y contempló el resultado de los disparos de Fidelias, momento en que le lanzó una sonrisa feroz y cálida. Por debajo de ella, ahora los guardias estaban luchando unidos, superada la sorpresa inicial del ataque vord, y estaban llegando refuerzos, entre ellos dos caballeros Flora y media docena de caballeros Ferro, cuyas habilidades con el arco y la espada acabaron rápidamente con el segundo guerrero vord.
Lady Aquitania se desplazó por encima de los guardias heridos que se encontraban en el suelo y con indiferencia derribó a las arañas que se les acercaban con puñados de viento y llamas. En cuanto aparecieron más guardias, aterrizó en el suelo de mármol delante de la puerta de la habitación en la que se encontraba Fidelias.
—Bien hecho, Fidelias —le elogió en voz baja—. Tu puntería ha sido soberbia. Y muchas gracias.
—¿Creíais que no os iba a dar mi apoyo cuando empezase la acción, mi señora?
Ella ladeó la cabeza.
—Te has expuesto para avisarme, Fidelias. Y para advertir a los guardias. Si no tuvieran ninguna preocupación más urgente, esos hombres te perseguirían y te matarían.
Fidelias asintió.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué te has arriesgado por ellos?
—Porque, mi señora —respondió en voz baja—, me he vuelto contra Gaius. No contra Alera.
Ella entornó los ojos y asintió pensativa.
—Ya veo. No es algo que hubiera esperado de ti, Fidelias.
Él le hizo una inclinación de cabeza.
—Algunas de esas criaturas parecidas a arañas han conseguido pasar y han bajado por la escalera.
—Poco podemos hacer por eso —replicó lady Aquitania—. Lo mejor será que te vayas ahora mismo, antes de que termine el combate y alguien se dé cuenta de que te ha visto. Los guardias ya están bajando por la escalera. Hemos tenido suerte de recibir tu aviso. Sin él, su ataque habría podido tener éxito.
—No creo que su objetivo fuera vencer —reflexionó Fidelias con el ceño fruncido—. Creo que solo pretendía retrasarnos.
—Si es así, solo han sido unos pocos minutos —replicó lady Aquitania.
Fidelias asintió y se apartó de la puerta para volver al pasaje oculto.
—Pero se trata de unos minutos decisivos, mi señora, en un momento desesperado —le recordó—. Las grandes furias no permitan que ahora no sea ya demasiado tarde.