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—Están formando de nuevo —informó Amara, mientras miraba hacia los tomados.

Una veintena de ellos sostenían algo que parecían unas lanzas largas y bastas de madera sin pulir, rematadas en unas puntas talladas con cuchillos, hoces y espadas.

—Parece que también van a usar escudos de los legionares.

Bernard gruñó y se acercó a su lado en la boca de la cueva.

—Van a usar los escudos para proteger a los lanceros de nuestros arqueros. Esa andanada ha debido de ser peor de lo que esperaban.

Fuera de la cueva, la lluvia caía con gotas pesadas y constantes. Relámpagos de una luz verdosa seguían bailando a través de las nubes que velaban la cima de Garados, y el aire se había vuelto cada vez más denso y opresivo, y una sensación de una malicia antigua y lenta impregnaba todos los sonidos y todo lo que se veía.

—Y la tormenta de furias está a punto de estallar, si no me equivoco. Dentro de media hora se precipitarán contra nosotros los manes del viento.

—Media hora —susurró Amara—. ¿Crees que nos importará para entonces?

—Quizá no —reconoció Bernard—. Quizá sí. Nada está labrado en piedra.

Una sonrisa irónica marcó la boca de Amara.

—Es posible que sobrevivamos a los vord para que nos maten los manes del viento. ¿Así me animas? ¿Ese es tu consuelo?

Bernard sonrió lúgubre, mirando al enemigo con gesto desafiante.

—Con un poco de suerte, aunque no acabemos con ellos, la tormenta de furias terminará lo que hemos empezado.

—Eso no es mucho mejor —replicó Amara y puso una mano sobre su hombro—. ¿Podríamos esperar? ¿Y dejar que la tormenta acabe con ellos?

Bernard negó con la cabeza.

—Me parece que ellos también saben que está a punto de estallar. Quieren tomar la cueva antes de que estalle la tormenta.

Amara asintió.

—Entonces ha llegado el momento.

Bernard miró hacia atrás.

—Preparados para cargar.

Detrás de él, formados en filas, se encontraban todos los legionares capaces de mantenerse en pie y blandir un arma. Una cuarentena de espadas salieron de sus fundas con un siseo metálico que prometía sangre.

—Doroga —llamó Bernard—. Danos una ventaja de veinte pasos antes de ponerte en marcha.

El jefe marat se encontraba encima del ancho lomo de Caminante y el techo de la cueva le obligaba a inclinarse sobre el pelaje del gargante. Le hizo un gesto de asentimiento a Bernard, y le dijo a Caminante algo en voz muy baja. Las grandes garras del gargante arañaron el suelo de la cueva y su pecho emitió un bramido que sonaba como una amenaza enojada contra el enemigo del exterior.

Bernard asintió con un gesto seco y miró a los arqueros. Cada uno de los caballeros Flora tenía una flecha dispuesta en el arco.

—Esperad hasta el último instante para disparar —les ordenó en voz baja—. Eliminad todas las lanzas que podáis del sendero de Caminante. —Dispuso una flecha en su arco y miró a Amara—. ¿Estás lista, amor?

Amara sentía miedo, pero no tanto como se había temido. Quizá porque durante los últimas horas había sentido tanto pánico que se había insensibilizado. Tuvo la mano firme cuando desenvainó la espada. En realidad se sentía más triste que asustada. Triste porque muchos hombres y mujeres buenos habían perdido la vida. Triste porque no podía hacer nada más por Bernard o sus hombres. Triste porque no iba a pasar más noches con su nuevo esposo, ni más momentos silenciosos de calidez o deseo.

Ahora, todo eso había quedado atrás. Sentía la espada fría, pesada y reluciente en su mano.

—Estoy lista —respondió.

Bernard asintió, cerró los ojos, respiró hondo y los volvió a abrir. En la mano izquierda llevaba el gran arco con una flecha dispuesta en la cuerda y con la derecha sacó la espada, la alzó y rugió:

—¡Legionares! ¡A paso ligero, adelante!

Bernard emprendió un trote ligero y todos los legionares detrás de él siguieron el mismo paso, de manera que sus botas golpeaban el suelo al unísono. Amara lo siguió, intentando que su zancada igualase a la de Bernard. En cuanto los legionares estuvieron fuera de la entrada de la cueva, Bernard levantó la mano y la movió a la izquierda.

Amara y los caballeros Flora se apartaron de inmediato hacia la izquierda del sentido de marcha de la columna, emprendiendo la subida de una pequeña cuesta que les iba a permitir que dispararan por encima de las cabezas de la columna casi hasta que chocaran con los tomados.

En cuanto estuvo despejado el camino de la columna, Bernard alzó la mano y rugió:

—¡Legionares! ¡A la carga!

Todas las gargantas aleranas rugieron con un «¡Calderon por Alera!», y los legionares avanzaron en una ola de acero y con el trueno de sus botas, amortiguado por la tierra empapada de lluvia, mientras seguían al conde de Calderon hacia la batalla. Al mismo tiempo, Caminante salió de la cueva y el bramido de combate del gargante ensangrentado se unió al de los legionares mientras iban acelerando en una carrera tambaleante con las garras penetrando en la tierra, que era engañosamente rápida a pesar de la torpeza aparente. Caminante atrapó enseguida a los legionares, ganando inercia mientras que Doroga aullaba y hacía girar sobre la cabeza su garrote de mango largo.

Un alarido inhumano surgió del grupo de árboles, y los tomados se pusieron en marcha de manera abrupta, silenciosa y perfectamente coordinada. Formaron un semicírculo bastante suelto con los escudos en la primera fila, mientras que los que sostenían las lanzas las afirmaron en el suelo para recibir la carga, haciendo que la muralla de escudos quedase cubierta con las armas improvisadas.

Amara llamó a Cirrus mientras corría, intentando hacer el mínimo esfuerzo para que la furia torciese la luz y ella pudiese ver al enemigo. Solo tenía una obligación en la batalla: encontrar a la reina vord y señalársela a Bernard.

A su lado, los caballeros Flora levantaron los arcos, y las flechas atravesaron la lluvia, clavándose en ojos y cuellos con una precisión imposible, y en los diez segundos que siguieron media docena de lanceros cayeron al suelo a pesar del uso de los escudos de las legiones. Los tomados se pusieron en movimiento, de manera que otros cogieron las lanzas y ocuparon el puesto de los caídos, pero el momento de desconcierto fue suficiente para crear un hueco en la maraña de lanzas improvisadas, permitiendo que los legionares canalizaran por ahí la carga.

Los escudos chocaron con los escudos en un ensordecedor trueno metálico y los legionares cortaron las bastas lanzas con sus espadas pesadas y efectivas, ampliando el hueco y rompiendo la formación de los tomados.

—¡A la izquierda! —gritó Bernard—. ¡A la izquierda, izquierda, izquierda!

Los legionares se movieron todos juntos, en un repentino empuje lateral de unos seis metros.

Un latido más tarde, Doroga y Caminante se abalanzaban por la brecha contra la maraña de lanzas.

Amara miró el impacto del gargante, completamente aturdida durante un momento. Nunca había oído a un animal tan estruendoso, ni había visto nada dotado de una fuerza tan increíble. El pecho de Caminante golpeó la muralla de escudos, y aplastó a muchos de los tomados que los sostenían. Su enorme cabeza se movió a derecha e izquierda, y derribó a más tomados a su alrededor como un niño enrabietado con sus juguetes. Doroga se inclinaba mucho en su manta de montar con el garrote en la mano, y destrozaba las cabezas de los tomados. El gargante atravesó las filas de los enemigos sin frenarse, dejando un pasillo de destrucción a su paso. Se detuvo, se dio la vuelta y se precipitó de inmediato sobre las filas de los tomados con unas garras salvajes.

Antes de completar la carga, los legionares rugieron juntos y avanzaron en un ataque frenético y sin cuartel, atrapando a los tomados entre ellos y el gargante enloquecido por la sangre.

Amara se mordió el labio, moviendo la mirada por el campo de batalla, desesperada por encontrar a la reina y por hacer algo por Bernard y sus hombres. Pero solo podía contemplar la batalla. Veía algunos instantes con una claridad horrible mientras buscaba a la reina.

Después de la sorpresa inicial de la carga del gargante, los tomados se unieron para contraatacar. Al cabo de unos minutos, muchos de ellos, cargados con lanzas, se habían situado a ambos lados del animal, mientras Doroga intentaba alejarlos con su gran garrote. Los otros se concentraron en los legionares y, aunque los hombres luchaban con una habilidad y un valor innegables, el número de enemigos era demasiado grande y se empezó a desvanecer la inercia de la carga.

Vio cómo Bernard se agachaba por debajo del giro lateral de un hacha que estaba en manos de un hombre anciano y canoso, y el legionare a su lado descargó sobre él un golpe mortal de arriba abajo con la espada. Unos segundos más tarde, una niña, una muchacha que no debía de tener más de diez o doce veranos, tiró de la pierna de un legionare y la giró con una fuerza salvaje, rompiéndosela. El legionare chilló mientras los tomados lo arrastraban y caían sobre él con un salvajismo ciego. Un anciano clavó una lanza de madera en uno de los hombros de Caminante y el gargante se revolvió con un bramido de dolor, partiendo el astil y arrancando la lanza.

Y en ese momento Amara vislumbró un movimiento detrás de Doroga y Caminante, algo que salía de las sombras de los árboles, cubierto por los pliegues de una capa oscura con capucha.

—¡Allí! —le gritó a los arqueros señalando—. ¡Allí!

Con movimientos rápidos, dos de los caballeros dispusieron sus últimas flechas, que llevaban atadas a una tela empapada en aceite justo detrás de la punta, de manera que las brasas dispuestas en los pequeños braseros que llevaban colgados del cinturón, prendieron con rapidez. Apuntaron y dispararon. Una de las flechas golpeó contra la figura, pero se rompió como si hubiera impactado en un peto pesado. La otra flecha no dio en nada sólido, pero quedó prendida entre los pliegues de la capa de la reina vord.

Esa era la señal. La cabeza de Bernard se volvió para seguir el vuelo de las flechas de fuego y gritó unas órdenes a sus legionares, que giraron y avanzaron hacia la reina vord con la fuerza que da la desesperación. Doroga giró la cabeza cuando la reina vord se lanzaba sobre él. Con gran agilidad, se dejó caer a un lado, rodó sobre el lomo del gargante y aterrizó en el suelo, completamente encogido. La reina vord se dio la vuelta y fue a por él, pero tuvo que alterar su curso cuando Caminante se lanzó en medio del camino de la reina.

—¡Espadas! —ordenó Amara a los caballeros que la acompañaban—. ¡Conmigo!

Todos sacaron sus espadas y salieron a la carrera, rodeando el caos de la batalla para dirigirse hacia la reina. Amara corría por delante de los caballeros, más rápida que ellos a pie, evitando un torpe intento de agarrarla por parte de un tomado y descargando un golpe mientras pasaba de largo. Vio cómo la reina volvía a saltar, extendiendo las garras en un esfuerzo por arrancar los ojos del gargante. Caminante giró la cabeza hacia el salto, golpeando a la reina con sus colmillos y enviándola dando tumbos en el suelo a menos de diez metros de Amara.

La cursor lanzó un grito de batalla con la espada levantada y convocó a Cirrus para que le diera la velocidad suficiente para enfrentarse a la reina, que se dio la vuelta para encararse con Amara, con las garras por delante, y dejó escapar otro chillido. Media docena de tomados se apartaron de la lucha para cargar contra Amara, pero fueron interceptados por los caballeros y sus espadas, que les impidieron avanzar.

Amara movió la espada en un amago de corte antes de cambiar de dirección y dirigir la hoja hacia los ojos de la reina. La criatura apartó la hoja, pero no pudo evitar que le cortase la cara y le arrancase la capucha, de manera que Amara tuvo la oportunidad de ver por primera vez todos los rasgos de la reina vord.

Parecía humana.

Casi parecía familiar.

A pesar de su piel verde negruzca, brillante y dura, la cara de la criatura parecía casi alerana, excepto por los ojos ligeramente rasgados como los marat. El cabello negro y rizado creaba una especie de corona alrededor de la cabeza de la reina vord. Los colmillos marcaban unos carnosos labios femeninos. Excepto por los colmillos, el tono de la piel y los ojos luminosos, la reina vord habría podido pasar por una encantadora muchacha alerana.

La reina retrocedió y un hilo de un fluido espeso y verdoso manó del corte en la mejilla. La reina se tocó la mejilla y contempló la sangre en sus dedos con una especie de diversión infantil reflejada en el rostro.

—Me has herido.

—Así estamos empatadas —replicó Amara con tono sombrío, antes de gritar de nuevo y atacar a la reina con movimientos rápidos y duros de la espada.

La reina vord se alejó de los golpes y descargó contra Amara un contraataque a una velocidad cegadora que la cursor casi no pudo evitar. La reina chillaba mientras luchaba y Amara oyó y sintió la presencia repentina de más tomados a su espalda, que se habían separado del combate para ayudar a su reina. Amara suprimió sin piedad la urgencia de llamar a Cirrus y elevarse sobre la batalla para enfrentarse a la reina con las clásicas pasadas, y se concentró en su enemiga. Intercambió otra serie rápida de ataques y contraataques con la reina vord, muy consciente de que los tomados se estaban acercando con cada segundo que pasaba.

—¡Condesa! —gritó uno de los caballeros.

Amara se giró a tiempo para ver cómo uno de ellos caía bajo el golpe de un hacha de leñador mellada y un latido más tarde el puño de un tomado caía sobre la nuca del segundo caballero, que caía al suelo como un pelele.

El tercer caballero se dejó llevar por el pánico. Media docena de tomados se cernían sobre él y desesperado volvió la vista hacia las ramas extendidas de un roble cercano. Hizo un gesto seco con la mano y una de las ramas se inclinó y estiró lo suficiente para que la pudiera agarrar. La rama volvió de golpe a su posición, y lo alejó de las manos y las armas de los tomados.

Pero en el mismo instante en que hizo el gesto, las caras de al menos media docena de tomados se giraron hacia el caballero desesperado. Amara casi pudo sentir la presión repentina y extraña contra los párpados de sus ojos cuando los tomados se concentraron en el caballero.

Todas las ramas de ese árbol y todas las ramas de todos los árboles en veinte metros a la redonda empezaron a moverse enloquecidas de un lado a otro, inclinándose, retorciéndose y golpeando.

Unos segundos más tarde, lo que quedaba del desgraciado caballero cayó de las ramas y se hundió en la lluvia gris. Ninguno de los restos se habría podido identificar como perteneciente a un ser humano.

Entonces la reina vord le sonrió a Amara cuando dos docenas de tomados se lanzaron contra su espalda.

Y Amara le sonrió a la reina cuando Doroga hizo girar en círculos su garrote de guerra para ganar una velocidad terrible y golpeó.

La reina se dio la vuelta en el último segundo y, aunque no pudo evitar por entero el golpe, se movió lo suficiente para sobrevivir al terrible impacto del garrote de guerra, aunque la lanzó a unos seis metros por el terreno embarrado. Giró sobre sí misma y se agachó en una posición extraña, con todo el peso en la punta de los pies y la mano izquierda, porque la otra colgaba inerme. La reina siseó y se dio la vuelta para retirarse, pero solo pudo ver cómo Caminante pasaba por medio de las filas de los tomados. Por un lado, se acercaba Doroga con el garrote preparado y una rabia fría en sus ojos bárbaros. Por el otro esperaba Amara, con una espada fría y amarga en la mano, que ya estaba manchada con la sangre de la reina. Y cuando la reina se giró hacia el último punto cardinal, los legionares de Bernard estaban eliminando al último tomado del camino de su señor, y el conde de Calderon, con sus hombres conteniendo a los tomados que se encontraban a su espalda, clavó la espada en la tierra blanda y levantó su gran arco negro.

La reina se volvió al enemigo que tenía más cerca, Amara, y la miró con ojos salvajes. Y Amara sintió de repente una presencia extraña en sus pensamiento, como si una mano ciega intentase tocarle la cara. El tiempo se ralentizó y Amara comprendió lo que estaba ocurriendo: antes, la reina había espiado sus pensamientos. Ahora estaba intentando pasar a través de ellos, y en ese intento le estaba revelando los suyos a Amara.

Amara podía ver la mente de la reina. La reina estaba aturdida por lo que estaba ocurriendo. Aunque los aleranos habían conseguido atrapar a la reina, estaban condenados. No había ninguna manera de escapar de la ira de los tomados que los rodeaban, no tenían ninguna posibilidad de sobrevivir, y a la reina no se le había llegado a ocurrir que la táctica de su enemigo simplemente no tendría en cuenta la posibilidad de sobrevivir.

«Sacrificio».

Los pensamiento de la reina vord se centraron en esa palabra, que había encontrado en la mente de Amara.

«Sacrificio».

No lo comprendía. Aunque la reina vord podía entender que los que se enfrentaban a ella estaban dispuestos a destruir su continuidad para acabar con la suya, no comprendía el razonamiento que había detrás. ¿Cómo podían considerar que sus muertes eran una victoria, sin importar lo que le pasase a su enemigo? No era razonable. No era una forma de pensar que sirviera para sobrevivir. Dichas muertes no podían servir a ninguna causa.

Era locura.

Mientras miraba a la reina vord, Amara se sintió de repente enmarañada en los rápidos pensamientos de la criatura. Vio cómo se tensaba la reina vord, vio cómo saltaba, vio el brillo de colmillos y garras al acercarse a ella, y Amara sintió que la reina se decidió por ella porque era el blanco más débil, la vía de escape más probable. Sintió la fría certeza de la reina y la tensión creciente mientras las garras se dirigían contra el cuello de Amara.

Su oyó un fuerte siseó y el golpe seco de un impacto cuando la primera flecha de Bernard penetró en la reina vord por debajo del brazo y se hundió en su carne hasta las plumas. La potencia del impacto la lanzó hacia un lado y la tiró al suelo, y Amara se liberó de repente de esa horrible maraña de sus pensamientos con los de la reina.

Vio cómo la reina se volvía a levantar y la última flecha de Bernard se alojó en su cuello y la punta ensangrentada surgía como un volcán de la carne blindada. La reina cayó de nuevo. De nuevo intentó levantarse, manando sangre de las heridas. Se tambaleó y los ojos luminosos se concentraron en Amara y la reina intentó un último salto desesperado hacia la cursor.

—¡Amara! —gritó Bernard.

Amara levantó la espada y mientras la reina volaba hacia ella, no cedió terreno con las piernas abiertas y firmes. No prestó atención a las garras letales, aunque sabía que la intención de la reina era matar hasta que le quedase vida en el cuerpo, y se concentró en la distancia entre ellas y en el brillo de los colmillos en la boca chillona de la reina.

Y en ese instante Amara se movió, de repente, en una explosión concentrada de todos los nervios y músculos que movían el brazo que sostenía la espada. Impulsó hacia delante la corta espada de legionare, y su punta se hundió en la boca de la reina, en su cuello, atravesándolo y partiendo huesos y tejidos. Sintió un impacto terrible y un dolor caliente en el brazo, en la pierna, y en el golpe demoledor que se dio contra el suelo.

Amara quedó aturdida durante un momento de confusión, incapaz de comprender por qué no podía ver de repente y por qué le tiraban agua a la cara. Entonces le quitaron un peso de encima y recordó la lluvia fría que caía del cielo. Bernard la levantó y la ayudó a sentarse, mientras Amara miraba durante un momento a su lado el cadáver sin vida de la reina, con una espada de legionare clavada en la boca hasta la empuñadura.

—Lo hiciste, mi amor —dijo Bernard—. Lo hiciste.

Ella se apoyó en él, agotada. A su alrededor pudo ver a unos veinte legionares luchando escudo con escudo y a Doroga, herido por una docena de cortecitos, de pie al lado de Caminante. Aunque el animal movía los colmillos desafiante, no parecía que fuera capaz de seguir de pie y mucho menos de luchar, y cuando se movió hacia uno de los tomados, este pudo evitar con facilidad el movimiento torpe.

Amara parpadeó para apartar la lluvia de los ojos y vio cómo una veintena de tomados intentaban acabar con los aleranos exhaustos y superados en número.

—Lo hicimos —reconoció y pronunciar las palabras fue agotador para Amara—. Lo hicimos.

Volvió a retumbar el trueno en medio de relámpagos enfadados y las nubes incendiadas de la tormenta de furias bajaron por la ladera de la montaña hacia el campo de batalla.

—¿Me ayudas? —preguntó Amara en voz baja.

—De acuerdo —respondió Bernard.

Y entonces una tormenta de fuego y de un sonido ensordecedor descendió de las nubes bajas y achicharró a dos docenas de tomados hasta convertirlos en ceniza y huesos ennegrecidos.

Amara jadeó, recostándose en Bernard.

—¡Acercaos! —rugió Bernard—. ¡Acercaos, permaneced unidos y agachaos!

Amara fue consciente de los legionares intentando cumplir las órdenes de Bernard y de Doroga empujando a Caminante en una de las lenguas marat. Pero sobre todo fue consciente de otro parpadeo de luz en las nubes, en una estrella de ocho puntas formada por relámpagos que bailaban de un lado a otro con tanta rapidez que parecían una rueda de fuego, un fuego que se fundió y cayó, carbonizando a otro buen puñado de tomados hasta convertirlos en cadáveres.

Debían de ser imaginaciones suyas. Del cielo enfurecido aparecieron docenas de siluetas, caballeros Aeris, que volaban en formación y servían como portadores de literas aéreas abiertas. Dos veces más descendieron los rayos del cielo, aclarando aún más las filas de los tomados, y después otros ochos caballeros Aeris bajaron lo suficiente para que se les pudiera ver, reuniendo un último conjunto de rayos en una estrella de ocho puntas que lanzaron contra los tomados.

Unos hombres con armaduras (mercenarios, pensó Amara) bajaron de las literas y se enfrentaron con los tomados que quedaban. Se produjo un momento de confusión, y después surgió un rugido de los legionares supervivientes cuando les alcanzó la esperanza que les había parecido imposible.

Amara intentó ponerse en pie, y Bernard le dio apoyo, con la espada aún en la mano, mientras los mercenarios y los legionares acababan con los tomados que quedaban. La mayoría de los mercenarios blandían las espadas con la agilidad y la habilidad devastadoras de maestros en el artificio del metal.

—Caballeros —susurró Amara—. Son todos caballeros. Cada uno de ellos.

Un hombre derribó a tres tomados con el mismo número de golpes y se dio la vuelta despreocupado y empezó a avanzar hacia Bernard antes de que el último hubiera caído al suelo. Era un hombre gigantesco con una armadura pesada y mientras se acercaba se quitó el yelmo y se lo colocó debajo del brazo. Tenía el cabello oscuro, barba, una cicatriz bastante fea en la mejilla, que no era demasiado antigua, y sus ojos eran tranquilos, indiferentes y desapasionados.

—Tú —exclamó Bernard.

—Aldrick ex Gladius —aclaró Amara—. De los Lobos del Viento. Al servicio del Gran Señor de Aquitania. Creía que estabais muerto.

El capitán de los mercenarios asintió con la cabeza.

—Esa era la idea —replicó e hizo un gesto hacia los mercenarios que estaban ocupados en liquidar a los últimos enemigos y en buscar a los heridos que necesitaban asistencia—. Saludos de la estatúder Isana, señor conde, condesa Amara.

Bernard frunció los labios.

—¿De verdad? Entonces encontró ayuda en la capital.

Aldrick asintió con un gesto seco.

—Nos enviaron a ayudar a la guarnición por todos los medios necesarios. Mis disculpas por no haber llegado antes, pero nos ha retenido el mal tiempo, aunque supongo que eso significa que teníamos una bonita tormenta con la que jugar cuando llegásemos. —Levantó los ojos hacia el cielo y murmuró—. Eso elimina parte de la diversión, pero no resulta profesional dejar que se echen a perder este tipo de recursos.

—No puedo decir que lamente recibir vuestra ayuda, Aldrick —reconoció Bernard—. Pero tampoco puedo decir que me alegre veros. La última vez casi me arrancáis las tripas sobre las murallas de Guarnición.

Aldrick ladeó la cabeza.

—Habéis sido soldado. No era nada personal, Su Excelencia. Ni pido disculpas ni disfruté especialmente con lo que hice. Pero necesito que me digáis ahora mismo si podéis vivir con eso. De una manera u otra, lo mejor es dejarlo claro de inmediato.

Bernard le frunció el ceño y asintió con un gesto seco.

—Puedo vivir con ello. Me gustaría tener noticias de la estatúder Isana.

Aldrick asintió.

—Por supuesto, aunque tengo poco que decir. Pero primero, Su Excelencia…

Bernard hizo un gesto con la mano.

—Bernard. Habéis salvado la vida de mis hombres. No es necesario que utilicéis el título.

Aldrick ladeó la cabeza y su expresión cambió sutilmente. Inclinó la cabeza con un gesto breve pero significativo de respeto antes de continuar.

—Sugiero que nos refugiemos en la cueva. Mis caballeros Aeris le han robado bastante potencia a las furias del viento, y sin duda enviarán a manes del viento en busca de venganza. Con vuestro permiso, conde, nos refugiaremos en la cueva hasta que haya pasado la tormenta. Mis artífices del agua se pueden ocupar de los heridos mientras estemos allí.

Amara no dejó de fruncirle el ceño a Aldrick, pero cuando Bernard la miró, asintió débilmente.

—Podemos dilucidar nuestras diferencias del pasado después de sobrevivir a la tormenta.

—Excelente —reconoció Aldrick, y se alejó para consagrarse a sus preocupaciones profesionales.

Movió la mano en una serie de gestos rápidos y se dirigió a uno de los mercenarios, que difundió las órdenes entre los demás. Bernard ordenó que se reuniera a los heridos aleranos y que se emprendiera el regreso a la cueva para protegerse de la tormenta que estaba a punto de desencadenarse.

—Puedo andar —le dijo Amara a Bernard, aunque al dar el primer paso de prueba casi se cayó.

—Tranquila, cariño —le dijo mientras la cogía—. Deja que te lleve. Tienes un golpe en la cabeza.

—Hummm —murmuró Amara con un suspiro, y entonces abrió los ojos poco a poco—. Oh, querido.

—¿Oh, querido? —preguntó Bernard.

Ella levantó la mano y se tocó el cuello, donde el anillo de Bernard seguía colgado de la cadena.

—Oh, querido. Hemos sobrevivido. Estamos vivos. Y… y estamos casados.

Bernard parpadeó varias veces.

—Por qué, sí —susurró—. Supongo que es verdad. Estamos vivos. Y estamos casados. Supongo que ahora tendremos que estar juntos. Incluso nos podremos enamorar.

—Exacto —repitió Amara, quien cerró los ojos cansados con un suspiro y se apoyó en la fuerza de su pecho—. Esto lo fastidia todo.

Bernard dio varios pasos, y la llevó sin ningún esfuerzo aparente.

—Entonces, ¿quieres seguir conmigo? —le preguntó.

Ella levantó la cara y lo besó en el cuello.

—Para siempre, mi señor, si me queréis.

Bernard respondió con la voz tomada por la emoción.

—Sí, mi señora. Y me siento muy honrado.