Amara se aferró a la espada hasta que los nudillos se le quedaron blancos cuando los tomados asaltaron la cueva. La lucha fue primitiva y brutal. Campesinos de ojos vacíos atacaban de frente los escudos de las legiones con horcas, herramientas agrícolas y los puños desnudos, y con hachas, espadas viejas y martillos de las herrerías. Las armas más pesadas golpeaban con una fuerza increíble, deformando los escudos, mellando los yelmos y rompiendo huesos a través de la armadura pesada de los legionares.
Dos hombres del primer escuadrón murieron bajo el primer ataque de los tomados con martillos y después de eso Bernard permitió que sus arqueros gastasen flechas en los atacantes con armas pesadas. Solo un disparo en los ojos o la boca podía derribar a uno con toda seguridad, pero el propio Bernard era un arquero de una habilidad casi increíble y exigía que los artífices de la madera bajo su mando siguieran su ejemplo. Cuando disparaba uno de los arqueros de Bernard, la flecha acertaba en el blanco y caía un tomado.
Aunque aún no había levantado su hoja, Amara se dio cuenta de que estaba jadeando en consonancia con los legionares implicados en el combate y empezó a lanzar miradas hacia Bernard cuando los hombres empezaron a cansarse. Después de lo que le pareció una pequeña eternidad, Bernard gritó:
—Condesa, retiradlos.
Amara hizo un gesto seco a los caballeros Terra que estaban a su lado y los legionares pasaron a través de sus filas tal como habían llegado. El brazo de Amara se levantó como un rayo para interceptar con la espada un garrote que descendía hacia ella y lo apartó hacia un lado antes de que la golpease. Los caballeros Terra se precipitaron al combate con una fuerza reforzada con las furias, de manera que las espadas pesadas penetraron entre los tomados con una eficiencia terrible, mientras Amara vigilaba sus flancos y espaldas. En un minuto habían rechazado a los tomados hasta la boca de la cueva y Amara les ordenó que se detuvieran antes de salir al exterior, donde los tomados los podían rodear y aplastar con su número.
Regresar fue mucho más lento. No se atrevían a retirarse sin más, permitiendo que el enemigo les siguiese de cerca, consiguiendo una inercia peligrosa y arriesgándose a crear el caos entre sus propias filas durante la ejecución de la maniobra rápida. La retirada tenía que ser lenta y controlada para que pudieran mantener la línea, de manera que Amara y los caballeros Terra libraron una lucha constante y deliberada hacia su posición de partida. El segundo escuadrón había ocupado la línea defensiva, mientras que el primero se retiraba a coger aire, beber y descansar.
Amara jadeaba y estaba muy cansada a pesar de la brevedad del encuentro. Una de las verdades fundamentales de la batalla era que no había nada, absolutamente nada más agotador que el esfuerzo, la excitación y el terror del combate. Amara se aseguró de que los hombres tuvieran agua antes de tomar una jarra de peltre para ella y se volvió para contemplar la batalla. El segundo escuadrón perdió a un hombre cuando un tajo directo de una hoja le cortó el pie como si fuera un trozo de leña y lo tuvieron que llevar a lo que consideraban su hospital. Otro hombre vaciló cuando una tomada que parecía una mujer de mediana edad fue a por él y eso le costó la vida cuando ella lo arrancó de la muralla de escudos y lo lanzó en medio de los atacantes. Un momento más tarde, otro hombre quedó inconsciente por un golpe en el yelmo, pero antes de que sus compañeros se lo pudieran llevar a retaguardia, los tomados lo agarraron por las muñecas y en el forcejeo consiguiente le arrancaron los brazos de cuajo.
El plan establecía que el segundo escuadrón debía continuar al menos durante otros cuatro o cinco minutos más, pero Amara no veía cómo lo podrían hacer sin perder más hombres. Los tomados no tenían ningún interés en la autoconservación y estaban dispuestos a morir para dejar lisiado o matar a un legionare, y eran tres o cuatro veces más que los aleranos. Ellos podían asumir las bajas y los aleranos podían hacer bien poco para evitarlo.
Para entonces el sol ya había salido del todo y ninguna fuerza de ayuda alerana había caído rugiendo del cielo o había atravesado los campos. Ni tampoco era demasiado probable que llegase ninguna, siguió pensando Amara. La lluvia empezó a caer con más fuerza y el viento soplaba a ráfagas y aullaba, y los cuervos ocupaban todos los árboles que estaban a la vista, esperando en el viento helado a que cayeran los cadáveres.
Su lucha era desesperada. Si se mantenía el ritmo de bajas, y no había ninguna seguridad de que no fuera así porque los legionares estaban cada vez más cansados y heridos, y los arqueros de Bernard se acabarían quedando sin flechas, entonces la mitad de los legionares capaces de luchar estarían fuera de combate a última hora de la mañana. Y cuando se produjera el declive, llegaría con gran rapidez como una pérdida repentina de la disciplina y de la voluntad bajo la violencia incansable del asalto de los tomados.
No era demasiado probable que siguieran vivos a mediodía.
Amara se obligó a apartar este análisis tan frío de sus pensamientos e intentó concentrarse en algo más útil. El factor más estable del combate era, sorprendentemente, Doroga y su compañero. Caminante resultaba ser una presencia dominante e incluso apabullante en la batalla con su inmenso poder al que en el espacio reducido del túnel no se podía oponer nada que le lanzaran los vord. Parecía que el gargante actuaba bajo una serie muy sencilla de reglas básicas: aplastaba con más o menos facilidad todo lo que pasase por su lado de la caverna. Todo lo que penetrase dentro del alcance de sus patas enormes como mazos y sus garras que podían hendir las rocas quedaba aplastado o destrozado a la menor oportunidad. Mientras tanto, Doroga estaba agachado entre las patas delanteras de Caminante, con el garrote de guerra en la mano, golpeando para que los vord perdiesen las armas que llevaban en las manos y liquidando a los enemigos que quedaban heridos bajo las garras de Caminante. Los tomados no cejaron en su ataque, pero empezaron a demostrar mayor cautela al acercarse a Caminante, intentando que el gargante saliera de su posición con falsos ataques cortos que no consiguieron atraerlo a campo abierto.
Amara contempló sobrecogida cómo la pata del gargante pateó a un legionare tomado que atravesó el aire y aterrizó a nueve metros de distancia, y aunque eso igualaba un poco las fuerzas no se podían arriesgar a estrechar la entrada de la cueva mediante un artificio de las furias para conseguir una posición más defendible, aunque Doroga y Caminante defendiendo salvajemente la mitad de la boca de la cueva eran mucho mejores que una pared de piedra. Un muro de piedra solo detendría a los tomados, mientras que Doroga y Caminante se encargaban de eso y de liquidar a los enemigos casi a la misma velocidad que todos los aleranos juntos. A Amara no se le había llegado a ocurrir que el espacio reducido de la cueva podía magnificar la capacidad de combate del gargante. En un combate en campo abierto, los gargantes eran imparables, pero por lo general no era difícil evitarlos o flanquearlos. Pero dentro de los límites de la cueva, todo eso cambiaba. Tan solo no había ningún sitio adonde ir para evitar al animal, no había manera de rodearlo, y el poder aplastante del gargante convertía a Caminante en un elemento mucho más peligroso de lo que Amara había supuesto.
Amara acababa de terminar el agua cuando Bernard le ordenó que volviera al combate, un poco antes del período fijado para el turno del segundo escuadrón. Los caballeros Terra y ella dieron tiempo a los legionares para sustituir los cuerpos cansados por otros frescos.
El tercer escuadrón lo hizo mejor que el segundo o el primero, pero el cuarto simplemente tuvo una racha de mala suerte terrible y perdió toda la fila delantera en el transcurso de unos pocos segundos, por lo que fue necesario adelantar la presencia del quinto escuadrón y Amara y sus caballeros tuvieron que entrar en combate antes de que tuvieran la oportunidad de recuperarse de manera adecuado. Doroga tomó nota de la situación y guio a Caminante en un pequeño avance al unísono del de los caballeros de Amara, y los bramidos desafiantes del gargante provocaron que cayera polvo del techo de la cueva.
Solo con la ayuda de Caminante consiguieron que el enemigo retrocediera de nuevo hasta la entrada de la cueva, permitiendo que los legionares volvieran a formar sus filas con soldados de refresco. Ahora el combate tenía una naturaleza tambaleante a causa de la incertidumbre en los movimientos de sus caballeros. Estaban cansados, y sus movimientos quedaban obstaculizados por los restos de los enemigos y los legionares caídos, que dificultaban las maniobras y el combate como unidad. Pero lo peor de todo era que cada avance solo servía para mostrarles a todos los enemigos que seguían fuera, porque a pesar de todos sus esfuerzos había demasiados tomados como para contarlos con facilidad, y no había señal de la reina.
Llegaron a la entrada de la cueva y Amara ordenó que se detuvieran, antes de iniciar su retirada tranquila y ordenada para regresar a su posición inicial.
El movimiento repentino de una capa gris penetró en la cueva por el techo, deslizándose como una araña rápida e inmensamente grande.
La reina vord.
Amara la vio en el mismo instante en que apareció, pero antes de que pudiera coger aire para gritar en señal de alarma, la criatura se soltó del techo de la cueva y cayó sobre el caballero en el extremo izquierdo de la fila, un hombre joven y de buen carácter con el cabello rojizo que se había ido difuminando hasta un color pajizo por tantas horas al sol. Se encontraba en medio de un tajo de revés, manteniendo a raya con la espada a un legionare tomado y no vio venir a la reina. El vord lo golpeó con una maraña de extremidades lacerantes. Se oyó un sonido parecido a pequeños crujidos producidos por un látigo y la reina se impulsó hacia la pared opuesta, detrás de Caminante, para rebotar como si fuera un resorte y lanzarse de la misma manera contra el caballero en el extremo derecho, mientras la sangre surgía del caballero pelirrojo como si fuera un chubasco repentino. El segundo caballero era un hombre mayor, un soldado de carrera que tenía suficiente experiencia para apartarse de la reina y mover la corona de su pesada maza en un golpe demoledor desde arriba.
El vord atrapó la maza con una mano y la detuvo en seco. La piel de la reina era de una tonalidad verde oscura y negra brillante, y tenía un aspecto rígido; con un giro del cuerpo, la reina desequilibró al caballero y lo lanzó tambaleante hacia los tomados que estaban esperando. Antes de que el caballero pudiera recuperar el equilibrio, aquellos lo agarraron y destrozaron como hacen los lagartos venenosos con un venado herido, mientras la reina saltaba hacia la pared de la izquierda, evitando por poco la coz de la pata posterior izquierda de Caminante. Más tomados se movían con una especie de excitación horrible y empezaron a presionar incansables hacia el interior de la cueva.
La criatura era muy rápida, pensó Amara presa del pánico, y llamó a Cirrus, tomando prestada la velocidad fluida de la furia.
El tiempo no se ralentizó, desde luego que no, pero de repente fue consciente de todos los detalles que la rodeaban. Podía ver el brillo de la luz y las manchas de sangre en las garras de la reina vord. Podía ver y oler la fuente pulsante de sangre que manaba del cuello del primer caballero, abierto hasta el hueso. Vio las gotas de lluvia individuales que caían en el exterior y el movimiento de la capa empapada de agua de la reina vord.
La cabeza de Amara se volvió para seguir a la reina, mientras gritaba:
—¡Bernard!
La reina saltó de la pared y voló hacia Amara, una pesadilla extraña de agilidad, ferocidad y poder.
Amara se dejó caer hacia un lado, mientras la reina extendía las patas de la misma quitina verde y negra, con las garras dispuestas para atacar en combinación con las que tenía en las manos. Amara levantó la espada para golpear la pata más cercana, apartándola de ella y hundiéndola en la quitina verde y negra, y la reina cayó hecha un ovillo cuando la desequilibró el impacto de la espada. Una garra voló hacia Amara cuando pasó a su lado, pero falló por centímetros, aunque sintió una punzada de dolor en la parte alta de la mejilla.
La reina aterrizó a cuatro patas, recuperando el equilibrio al instante, e incluso con ayuda de Cirrus, Amara era demasiado lenta para cambiar de posición con el objetivo de defenderse de un ataque del lado contrario al primero. Se dio la vuelta con desesperación y la espada levantada, pero la reina ya se estaba abalanzando sobre ella, con las garras letales dispuestas para clavar y arrancar.
Pero el último de los caballeros Terra, sir Frederic, bajó la lanza para golpear a la reina en la espalda con un golpe demoledor que la derribó al suelo. La reina se revolvió como una serpiente y sus garras se lanzaron contra la pierna más cercana de Frederic, y el joven caballero gritó de dolor y cayó de rodillas. La reina intentó acercarse con las garras dispuestas para cortar las arterias en el muslo de Frederic, pero el caballero le había dado a Amara tiempo suficiente para completar el giro y clavar la espada en la espalda de la reina.
La estocada fue salvaje, impulsada por la velocidad que le concedía la furia, y habría atravesado limpiamente a un hombre revestido con una cota de malla. Pero la reina era harina de otro costal. La punta de la espada de Amara casi no se hundió en ella, y ni siquiera llegó a alcanzar la anchura total de la espalda. La reina cambió de dirección a una velocidad terrible, con una pata lanzando una nube del polvo del suelo de la cueva contra los ojos de Frederic, mientras las otras tres se dirigían contra Amara.
—¡Abajo! —rugió Bernard y Amara se dejó caer al suelo de la cueva como si fuera una piedra.
Una flecha pasó a su lado, tan cerca que pudo sentir la brisa que levantó a su paso, y la punta ancha y pesada se clavó en el cuello de la reina vord.
La reina dejó escapar un chillido ensordecedor y cayó hecha un ovillo. Amara volvió a lanzar una estocada sin causar mayores daños que la anterior; entonces, el vord con la flecha de Bernard visible a los dos lados del cuello, atravesó como un rayo las filas de los tomados y salió de la cueva. La reina volvió a chillar mientras se iba y los tomados dejaron escapar al unísono un aullido y prosiguieron la carga con una ferocidad redoblaba y violenta.
Amara oyó cómo Bernard ordenaba avanzar y los legionares gritaron su desafío al emprender la marcha. Frederic no se podía levantar a causa de la sangre que manaba de la pierna herida, pero colocó el filo de la espada paralelo al suelo y el acero penetró con fuerza en la rodilla del tomado más cercano, que cayó al suelo. Otro de los atacantes se agachó y golpeó a Amara en los muslos, derribándola, y al mismo tiempo vio que tres atacantes más se dirigían contra ella. A su lado, más tomados se lanzaban sobre Frederic.
Los legionares se encontraban aún a una docena de pasos. Amara intentó atacar al más cercano, pero sencillamente eran demasiado fuertes, de manera que le aplastaron contra el suelo el brazo con el que sostenía la espada y algo le golpeó en la cabeza, enviándole una punzada de dolor mareante a través del cuerpo. Amara solo podía gritar y revolverse impotente cuando el tomado Aric, antiguo estatúder de Aricholt, le enseñó los dientes y los dirigió contra su cuello.
Y en ese instante Aric salió volando y se golpeó contra la pared con un impacto que le debió romper todos los huesos. Se produjo un rugido ensordecedor y la pata de Caminante aplastó a otro de los tomados contra el suelo de la cueva. Amara vio cómo un pesado garrote de guerra descendía y destrozaba la espalda del último tomado que la estaba atacando. A continuación, Doroga apartó a la criatura de una patada, volvió a levantar el garrote y la liquidó con un golpe en el cráneo.
Doroga se dio la vuelta rápidamente para golpear a otro tomado antes de que pudiera caer sobre el cuello de Frederic, mientras Caminante giró de nuevo su enorme cuerpo hacia la entrada de la cueva con más agilidad de la que Amara le hubiera creído capaz. El gargante lanzó su bramido de batalla y aplastó a los tomados que se lanzaban al ataque con rabia y desenfreno, desgarrando, cortando y aplastando en pleno frenesí. Los tomados atacaban con una determinación ciega, blandiendo espadas, garrotes, piedras o simplemente arrancando trozos de carne del gargante con las manos desnudas.
Los legionares avanzaron para apoyar al gargante, pero los cadáveres y la sangre derramada impidió que cerrasen filas y los tomados que habían conseguido rodear a Caminante lo asaltaban con una rabia enloquecida.
Una mano fuerte se cerró sobre la parte trasera de la cota de malla de Amara, y Giraldi la arrastró por el suelo, mientras agarraba de la misma forma la cota de Frederic y tiraba de los dos hacia el fondo de la cueva, a pesar de su pierna herida.
—¡Están entrando! —gritó alguien directamente detrás de Amara, que levantó los ojos para ver cómo caía un legionare y media docena de tomados atravesaban las líneas, mientras que en el exterior de la cueva muchos más presionaban con gran determinación, abriéndose camino por el peso de la masa.
—¡Disparad a discreción! —gritó Bernard y de repente el aire de la cueva zumbó con el paso de las flechas letales impulsadas por artificios de madera.
La media docena de tomados que habían conseguido superar el frente cayeron muertos al instante. Después los artífices de la madera empezaron a dirigir sus disparos a través del frente de batalla, pasando por el espacio bajo el brazo de un legionare cuando levantaba la espada para golpear, pasando por encima de la cabeza de uno que se había agachado para evitar el torpe impacto de un garrote, volando entre el escudo y la oreja de otro cuando se inclinaba hacia delante y cambiaba su centro de gravedad.
Casi no fue suficiente. Aunque las pocas flechas de los caballeros Flora se agotaron con rapidez, habían conseguido frenar el asalto de los tomados durante el tiempo necesario para que más legionares pudieran llegar desde el fondo de la cueva y llenaran los huecos en las filas, luchando con la fuerza que daba la desesperación.
La reina vord volvió a chillar desde el exterior de la cueva y el sonido fue tan fuerte que ahogó el ruido de la batalla y provocó una presión dolorosa en los oídos de Amara. Al instante, los tomados que habían estado luchando se dieron la vuelta para retirarse a la carrera de la cueva, y los legionares avanzaron con un rugido, tajeando a los enemigos que huían.
—¡Alto! —gritó Bernard—. ¡Quedaos en la cueva! ¡Atrás, Doroga, atrás!
Doroga se lanzó delante del gargante rabioso, empujando el pecho de Caminante que intentaba perseguir al enemigo. Caminante bramó su rabia, pero se detuvo a pocos metros de la boca de la cueva y ante la insistencia de Doroga regresó a su posición inicial.
De repente la cueva se quedó en silencio, excepto por los gemidos de los hombres heridos y la respiración pesada de los soldados agotados. Amara miró alrededor de la caverna. Habían perdido a otra docena de combatientes y la mayoría de los que habían participado en la refriega estaban heridos.
—Agua —gruñó Bernard—. Primera Lanza, recoge recipientes y llénalos. Segunda Lanza, lleva a los heridos hacia el fondo. Tercera y Cuarta Lanza, quiero que retiréis esos cuerpos. —Se volvió hacia los caballeros Flora que estaban con él y les ordenó—: Ayudadles y recuperad todas las flechas que podáis. Moveros.
Los legionares se dispusieron a realizar las tareas que les habían ordenado y Amara se sorprendió de los pocos que estaban en condiciones de ponerse en pie y moverse. Ahora los heridos en el fondo de la cueva superaban en número a los que estaban en condiciones de luchar. Se sentó y cerró los ojos durante un momento.
—¿Cómo se encuentra? —oyó que preguntaba Bernard.
Le dolía la cabeza.
—Un chichón en la cabeza, ahí —respondió Giraldi—. ¿Lo veis? Se ha llevado un buen golpe. No responde a mis preguntas.
—Su cara —comentó Bernard en voz baja y con una nota de dolor en el tono.
Una sensación de calor marcaba constante e incesantemente su mejilla.
—Es más feo que grave. El corte es limpio —explicó Giraldi—. Las garras de esa cosa están más afiladas que nuestras espadas. Ha tenido suerte de no perder el ojo.
Alguien le cogió la mano y Amara levantó la vista hacia Bernard.
—¿Me puedes oír? —le preguntó en voz baja.
—Sí —respondió, aunque su voz le sonó demasiado baja y débil—. Estoy… empezando a volver en mí. Ayúdame a levantarme.
—Tenéis una herida en la cabeza —comentó Giraldi—. Será mejor que no lo hagáis.
—Giraldi —replicó en voz baja—, ya hay demasiados heridos. Bernard, ayúdame a levantarme.
Bernard lo hizo sin ningún comentario.
—Giraldi —ordenó—, averigua cuántos están disponibles para el combate y reestructura los escuadrones para que podamos seguir luchando por turnos. Y que todo el mundo coma algo.
El centurión canoso asintió, se puso en pie y se retiró de nuevo hacia el fondo de la cueva. Un rato después, los legionares en la boca de la caverna terminaron con su espantosa tarea y se retiraron hacia el interior, dejando a Amara, Bernard y Doroga como las únicas personas en la entrada.
Amara se acercó a Doroga y Bernard la acompañó.
Caminante estaba tendido y respiraba pesadamente. Algunas zonas de su espeso pelaje negro estaban aplastadas contra el cuerpo, húmedas de sangre. Su respiración sonaba extraña y rasposa. La sangre formaba un charco de barro en la tierra del suelo bajo su pecho y cabeza. Doroga estaba agachado delante del gargante con un recipiente de piedra que contenía algo que desprendía un desagradable olor a medicina, mientras examinaba las heridas de Caminante y las cubría con una especie de grasa que contenía el recipiente.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Amara.
—Cansado —respondió Doroga—, hambriento y herido.
—¿Sus heridas son serias?
Doroga apretó los labios y asintió.
—Las ha tenido peores. Una vez.
Caminante gimió con un sonido bajo, retumbante e infeliz. La cara ancha y fea de Doroga se retorció en un gesto de dolor y Amara se dio cuenta de que Doroga también había sufrido bastantes heridas menores de las que no se había ocupado.
—Muchas gracias —dijo Amara en voz baja—, por estar aquí. No tenías obligación de venir con nosotros. Todos estaríamos muertos ahora mismo si no hubiera sido por ti.
Doroga le sonrió ligeramente e inclinó un poco la cabeza, antes de volver con su tarea.
Amara fue hasta la boca de la cueva y miró hacia fuera. Bernard se unió a ella un momento más tarde. Vieron cómo los tomados se movían de un lado a otro alrededor de un grupo de árboles sobre una de las colinas cercanas.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Bernard.
Amara pidió a Cirrus con un gran cansancio que manipulara la luz y contempló a los tomados durante un momento.
—Están talando árboles —informó en voz baja—. Están trabajando con la madera, pero resulta difícil precisarlo por la lluvia. No estoy segura de lo que están haciendo.
—Están fabricando lanzas largas —explicó Bernard en voz baja.
—¿Para qué?
—El gargante es una gran amenaza para ellos —explicó—. Están haciendo los lanzas para matarlo sin pagar un precio tan alto.
Amara bajó las manos y se giró para mirar a Doroga y Caminante.
—Pero… ni siquiera son lanzas de verdad. Seguramente no serán efectivas.
Bernard movió la cabeza.
—Lo único que necesitan es que dispongan de una punta afilada. Los tomados son bastante fuertes para clavarlas en Caminante si no se les acerca. Si lo hace, clavarán las lanzas en el suelo y dejarán que se empale.
Se quedaron mirando la lluvia durante un rato.
—Nadie va a venir a ayudarnos —reconoció Bernard al final.
—Probablemente no —asintió Amara en voz baja.
—¿Por qué? —preguntó Bernard con un puño cerrado y voz frustrada—. Seguramente el Primer Señor debe reconocer el peligro que representa todo esto.
—Puede haber una serie de razones —replicó Amara—. Emergencias en algún otro sitio, puede ser una de ellas. Problemas logísticos que han retrasado la marcha de alguna de las legiones. —Sonrió con tristeza—. O se puede tratar de un problema en las comunicaciones.
—Sí. No ha llegado la ayuda —afirmó Bernard— y eso quiere decir que Gaius no ha recibido la noticia. Lo que significa que mi hermana ha muerto, porque nada más la podría detener.
—Solo se trata de una posibilidad, Bernard —lo tranquilizó Amara—. Isana es capaz. Serai dispone de muchos recursos. No podemos estar seguros de nada.
Doroga apareció a su lado y miró hacia los tomados con los ojos entornados.
—Están fabricando lanzas.
Bernard asintió sombrío.
Los ojos de Doroga brillaron de rabia.
—Entonces casi se ha acabado. Caminante no se va a esconder en la cueva y dejar que lo lanceen hasta matarlo, y yo no lo voy a dejar solo.
—Te matarán —replicó Amara en voz baja.
Doroga se encogió de hombros.
—Eso es lo que hacen los enemigos. Saldremos a enfrentarnos con ellos. Vamos a ver cuántos nos podemos llevar por delante. —Levantó la mirada hacia las nubes—. Me gustaría que no lloviera.
—¿Por qué no? —preguntó Amara.
—Cuando caiga, me gustaría que El Único me estuviera mirando. —Movió la cabeza—. Bernard, necesito un escudo para darle agua a Caminante.
—Desde luego —asintió Bernard—. Pídeselo a Giraldi.
—Mi agradecimiento.
Doroga los dejó a la entrada de la cueva.
Retumbó un trueno y susurró la lluvia.
—Tendremos suerte si podemos formar tres escuadrones —comentó Amara.
—Lo sé.
—Los hombres se cansarán antes y tendrán menos tiempo para descansar y recuperarse.
—Sí —reconoció Bernard.
—¿Cuántas flechas han podido recuperar tus caballeros Flora?
—Dos cada uno —respondió.
Amara asintió.
—Sin Caminante ni Doroga no los podremos contener.
—Lo sé —reconoció Bernard—. Por eso he decidido que lo tengo que hacer.
Amara movió la cabeza.
—¿Hacer qué?
—Yo he conducido a estos hombres hasta aquí, Amara. Son responsabilidad mía. —Miró hacia el exterior—. Si vamos a morir… no quiero que sea por nada. Se lo debo a ellos y también le debo demasiado a Doroga para dejarlo que vaya solo.
Amara se quedó callada durante un instante y lo miró.
—Quieres decir…
—La reina —concluyó Bernard en voz baja—. Si la reina sobrevive, no importará cuántos tomados hayamos matado, porque podrá construir otro nido. Lo tenemos que evitar, a toda costa.
Amara cerró los ojos.
—Quieres decir que vas a salir a buscarla.
—Sí —asintió Bernard—. Doroga y Caminante van a ir de todas formas. Yo voy a ir con ellos, junto con cualquier hombre que pueda caminar y sostener un arma, y esté dispuesto a hacerlo. Nos dirigiremos contra la reina y la mataremos.
—Fuera de la cueva no vamos a durar mucho.
Bernard le ofreció una sonrisa triste.
—No estoy seguro de que eso sea nada malo.
Ella frunció el ceño y apartó la mirada.
—Será difícil que nos podamos abrir camino a través de ellos sin ningún caballero Terra a nuestra disposición.
—Caminante lo conseguirá —replicó Bernard.
—¿Podremos llegar a ella antes de que nos maten?
—Tal vez no —confesó Bernard—. Una de mis flechas le atravesó el cuello y lo único que conseguí fue espantarla. Vi la fuerza con la que la golpeabas. —Negó con la cabeza—. Es demasiado rápida y con todos esos tomados a su alrededor, no es demasiado probable que tengamos tiempo de descargar un golpe letal. Pero no tenemos elección. Si no matamos a la reina, todos los que han dado su vida habrán muerto a cambio de nada.
Amara tragó saliva y asintió.
—Creo… creo que tienes razón. ¿Cuándo?
—Les daré a los hombres un rato más para que se recuperen —respondió Bernard—. Después pediré voluntarios. —Alargó la mano para coger la de Amara—. No tienes por qué venir conmigo.
Ella le devolvió el apretón con toda la fuerza que pudo y sintió cómo las lágrimas le emborronaban la visión.
—Por supuesto que sí —replicó en voz baja—. No te abandonaré, mi señor esposo.
—Te podría ordenar que lo hicieras —sugirió él.
—No te abandonaré. No importa lo idiota que seas.
Bernard le sonrió y la acercó hacia él. Ella se quedó durante un momento dentro del círculo que formaban sus brazos, con los ojos cerrados y respirando su aroma. El tiempo pasó.
—Ha llegado el momento —anunció Bernard—. Regreso en un minuto.
El trueno y la lluvia cubrían el mundo exterior y la cabeza y la cara de Amara le dolían terriblemente. Tenía miedo, aunque estaba tan cansada que no le importaba demasiado. Bernard habló en voz baja con los legionares.
Amara se quedó contemplando la colina, donde se encontraba el enemigo implacable que intentaba aplastarlos, y se preparó para salir a encontrarse con él.