Tavi ya había cometido tantas locuras por una noche que decidió que robar tres caballos no iba a cambiar significativamente la pena que le caería cuando por fin recibiese la atención oficial que iba a caer sobre él sin remedio. Había una cuadra llena de caballos de montar que habían traído desde todos los alrededores de la capital, e incluso de lugares tan lejanos como Placida y Aquitania.
Al poner el pie en la propiedad se reveló la presencia de una furia de tierra poco amistosa y Ehren les avisó de que estaba de guardia una furia de viento alrededor de la cuadra. Tavi y Kitai, no sin cierta satisfacción algo engreída, utilizaron los métodos que le había enseñado Kitai para entrar en la cuadra lo mismo que habían hecho en la prisión. Solo tardaron unos instantes en eludir las furias, abrir las cerraduras y liberar caballos y arreos en la oscuridad silenciosa de las cuadras. Tavi y Kitai salieron a caballo, llevando otro para Ehren, que saltó a la silla cuando salieron del recinto. Se encontraban a media manzana de distancia cuando las lámparas de furia alrededor del establo atracado empezaron a parpadear y aunque el propietario intentó dar la alarma, sus intentos se confundieron en medio del alegre caos del Final del Invierno.
—¿Me has comprendido, Ehren? —le preguntó Tavi, que mantenía los caballos a medio galope o al menos a un trote rápido mientras atravesaban las calles de la ciudad, intentando encontrar la vía más rápida para volver a la Ciudadela—. Es muy importante que le repitas lo que te he dicho, palabra por palabra.
—Que sí, que ya lo sé —le aseguró Ehren—. Pero ¿por qué? ¿Por qué precisamente ella?
—Porque el enemigo de mi enemigo es mi amigo —respondió Tavi.
—Eso espero —asintió Ehren.
El escriba consiguió mantenerse a caballo, lo que no era una gesta pequeña teniendo en cuenta el dolor de la herida en su pierna. El medio galope le resultaba más cómodo, pero el trote saltarín que mantenían la mayor parte del tiempo debía de ser una verdadera tortura.
—Lo conseguiré —aseguró—. Os estoy retrasando. Seguid sin mí.
Tavi ladeó la cabeza.
—¿No quieres saber lo que vamos a hacer?
—Está claro que se trata de un asunto del Primer Señor. Soy un estudioso, Tavi, no soy ciego. Es obvio que te ha tenido muy cerca desde que empezó el Festival. —El rostro de Ehren palideció y se aferró a la silla—. Mira, vete. Ya me lo contarás más tarde. —Esbozó una media sonrisa—. Si te dejan.
Tavi se detuvo el tiempo suficiente para inclinarse en la silla y ofrecerle la mano a Ehren. Se dieron un fuerte apretón y Tavi se dio cuenta de que el apretón de Ehren, sin tener la fuerza aplastante de la zarpa de Max, se podía igualar a la de él mismo. No había sido el único que había ocultado cosas a los demás cursores.
Ehren se separó en el paseo de los Jardines, mientras Tavi y Kitai espolearon a sus caballos para seguir adelante. Tavi apretó los dientes ante el galope suicida con la esperanza de que nadie estuviera demasiado lleno de licor (o licores) festivos para interponerse en su camino.
Kitai se comunicaba con sonidos cortos y gestos secos desde que habían abandonado el almacén. Parecía bastante despierta, pero seguía a Tavi sin hacer ningún comentario y este vio que se estaba mirando las manos con ojos extenuados.
Giraron hacia el tramo final que conducía a las puertas de la Ciudadela, una calzada larga flanqueada a los dos lados por altas murallas de piedra desde las que se podían lanzar todo tipo de horrores sobre un ejército invasor, como si cualquier fuerza fuera capaz de acercarse a la capital del Reino. Cada pocos pasos se alzaban pesadas estatuas de piedra negra a ambos lados de la calzada. Se trataba de unas criaturas extrañas y en parte humanas que en los escritos más antiguos se denominaban «esfinges», aunque en Alera no se había visto nunca nada parecido y los historiadores consideraban que era una especie extinguida o directamente una falsificación. Pero cada una de las estatuas representaba un peligro muy real para los enemigos del Reino, así como una legión de furias de tierra unidas a estatuas de piedra repartidas por toda la Ciudadela y bajo el mando directo del Primer Señor en persona. Se decía que una sola gárgola podía destruir una centuria de infantería alerana antes de que la pudieran derribar… y la Ciudadela disponía de cientos de ellas.
Por supuesto, no iban a acabar con nada sin que el Primer Señor las liberase de su inmovilidad. Tavi apretó los dientes y tiró de las riendas del caballo, frenando al animal hasta un trote suave, y Kitai siguió su ejemplo.
—¿Por qué vamos más despacio? —murmuró.
—Este es el tramo final hasta las puertas —le explicó—. Si llegamos a galope tendido en la oscuridad, los guardias y las furias intentarán detenernos. Será mejor que te pongas la capucha. Yo tengo la contraseña para que podamos entrar en la Ciudadela, pero no nos dejarán si te ven.
—¿Por qué no usamos los túneles? —preguntó Kitai.
—Porque los vord pululan por ahí abajo —respondió Tavi—. Y por lo que sabemos, es posible que los hombres de Kalare sigan vigilando los túneles como antes. Estarán controlando algunas de las principales intersecciones y si los tenemos que evitar tardaremos horas en abrirnos camino.
Kitai se puso la capucha.
—¿No te puedes limitar a explicarles a los guardias lo que está pasando?
—No me atrevo —reconoció Tavi—. Debemos dar por hecho que el enemigo está vigilando el palacio. Si intento dar la alarma, es posible que tarde en convencerlos un tiempo que no tenemos, y estoy seguro de que no me dejarán llegar hasta el Primer Señor hasta que todo esté controlado. En cuanto salte la alarma, el enemigo se dará prisa en atacar, y el Primer Señor no estará sobre aviso.
—Es posible que no te crean —reconoció Kitai con un tono desaprobatorio—. Todo este concepto de la falsedad en tu pueblo hace que todo sea mucho más complicado de lo necesario.
—Si, es cierto —reconoció Tavi.
La respiración de los caballos se convertía en vaho con el aire nocturno y las herraduras de hierro de sus cascos resonabas sobre las piedras del camino de acceso, hasta que llegaron ante los portones de la Ciudadela.
Un centurión de guardia les dio el alto desde encima de la entrada.
—¿Quién va?
—Tavi Patronus Gaius de Calderon y compañía —respondió Tavi—. Tenemos que entrar de inmediato.
—Lo siento, chico, pero tendrás que esperar a la mañana como todo el mundo —respondió el centurión—. La puerta está cerrada.
—El invierno se ha acabado —replicó Tavi—. Responde.
Se produjo un segundo de silencio sorprendido.
—El invierno se ha acabado —volvió a gritar Tavi, esta vez en voz mucho más alta—. Responde.
—Incluso el verano muere —respondió el centurión—. Malditos cuervos, muchacho. —Su voz se alzó para gritar una orden—. ¡Abrid las puertas! ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Osus levanta tu culo ocioso de la silla y avisa a los puestos de guardia de la llegada de los mensajeros!
Las grandes puertas de hierro se abrieron con un leve gruñido de metal y Tavi espoleó al caballo para que pasase bajo la arcada de entrada y penetrase en la ciudad dentro de la ciudad que era la Ciudadela. Los dos primeros niveles de la Ciudadela estaban destinados al alojamiento de la Guardia Real y de la Legión de la Corona, y la cantidad enorme de personal que se necesitaba para el buen funcionamiento del palacio, la Sala del Senado y la Sala de los Señores. La calle se dirigía en línea recta hasta alcanzar la base del tercer nivel y a partir de allí se convertía en una rampa zigzagueante hasta alcanzar el piso superior, donde se enderezaba de nuevo hasta llegar al nivel superior en el que se encontraban el Senado, los Señores y la Academia.
Tavi los atravesó todos hasta alcanzar la última rampa fortificada. Los guardias que vigilaban el principio y el final de la rampa les indicaron que podían seguir sin detenerlos, y Tavi tiró con fuerza de las riendas del caballo ante las puertas del palacio, que se abrieron antes de que pudiera desmontar. Kitai lo siguió con rapidez.
Varios guardias se adelantaron y dos de ellos se hicieron cargo de los caballos, mientras que el centurión de guardia saludó a Tavi con un gesto de la cabeza, aunque sus ojos no dejaban de mostrarse recelosos.
—Buenas noches. Acabo de recibir la novedad desde las puertas de la Ciudadela de que viene un cursor con noticias sobre una amenaza contra el Reino.
—El invierno se ha acabado —replicó Tavi—. Responde.
El centurión frunció el ceño.
—Sí, ya sé. Estás usando la contraseña personal del Primer Señor. Pero no me dejo de preguntar qué cuervos crees que estás haciendo, Tavi. ¿Y quién es este? —Miró a Kitai e hizo un ligero movimiento con la muñeca, de manera que se levantó una ligera ráfaga de viento que retiró la capucha del rostro de Kitai, apareciendo sus ojos rasgados y el cabello pálido.
—Cuervos —maldijo uno de los guardias y rechinó el acero contra el acero cuando media docena de espadas salieron de sus fundas.
En un instante, Tavi se vio enfrentado a un círculo de espadas brillantes y soldados de guardia que estaban dispuestos a utilizarlas. Sintió cómo Kitai se ponía tensa a su lado y su mano se deslizaba hacia el cuchillo que llevaba en el cinturón.
—¡Tira el cuchillo! —ladró el centurión.
Las guardias se tensaron a punto de atacar y Tavi sabía que solo tenía unos segundos para encontrar una manera de detenerlos.
—Alto ahora mismo —gritó Tavi—. Al menos que prefiráis explicar al Primer Señor por qué sus guardias asesinaron al embajador marat.
El silencio cayó sobre la escena. El centurión levantó la mano izquierda, lentamente, con los dedos abiertos y los guardias abandonaron sus posiciones de combate, aunque no enfundaron las espadas.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó el centurión.
Tavi respiró hondo para conseguir un tono tranquilo.
—Caballeros, esta es la embajadora Kitai Patronus Calderon, hija de Doroga, jefe de los sabot-ha, líder de los marat. Acaba de llegar a la capital y mis órdenes son escoltarla de inmediato hasta palacio.
—No sé nada de eso —replicó el centurión—. ¿Una embajadora?
—Centurión, te he dado mi contraseña y he explicado más de lo que debía. Déjanos pasar.
—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó.
—Escúchame bien —respondió Tavi, bajando la voz—. El ayudante del embajador Varg se ha pasado los últimos seis meses escondiendo guerreros canim en las Profundidades. Mientras hablamos, al menos una veintena de ellos están de camino hacia la cámara de meditación del Primer Señor para matarlo.
El centurión se quedó con la boca abierta.
—¿Qué?
—Es posible que haya espías en palacio, así que quiero que reúnas a todos los hombres que puedas sin hacer demasiado ruido y te dirijas a la escalera que conduce a la cámara de meditación.
El centurión negó con la cabeza.
—Tavi, solo eres un paje. No creo que…
—No pienses —le cortó Tavi—. No preguntes. No hay tiempo para eso. Si quieres que el Primer Señor viva, hazlo.
El hombre se lo quedó mirando, claramente sorprendido por el tono de autoridad. Tavi no podía perder más tiempo con el centurión. Había que avisar a los soldados en los puestos de guardia en la escalera y se encontraban a demasiada profundidad dentro de la montaña para que se pudiera hacer mediante un artificio de viento, así que se dio la vuelta y entró corriendo en el palacio.
—¡Hazlo! ¡Deprisa! —gritó mientras miraba hacia atrás.
Subió el tramo de anchos escalones de mármol que conducía al interior del palacio, penetró en un vestíbulo culminado por una rotonda del tamaño de la cima pequeña de una montaña, giró a la derecha y corrió a través de las salas tenuemente iluminadas. Le pareció que tardaba una eternidad en llegar a la escalera y sentía verdadero pánico de que pudiera llegar tarde. Abrió de golpe la puerta que daba al primer cuerpo de guardia con el corazón en la boca.
Cuatro guardias, que estaban jugando a las cartas, se pusieron de pie de un salto, tirando al suelo monedas y cartas que se encontraban sobre la mesa, y blandieron sus armas. Dos hombres más, uno afilando una hoja y el otro remendando una túnica rasgada, también se pusieron en pie con las armas en las manos.
El centurión Bartos abrió una puerta y salió de las letrinas con la espada en una mano, mientras que con la otra se aguantaba los pantalones. Se quedó mirando a Tavi antes de que se oscureciera la cara para desencadenar un enfado monumental.
—Tavi —bramó—. ¿Qué es todo esto? —Pasó la mirada de Tavi a Kitai—. ¿Una marat? ¿Aquí? ¿Estás loco?
—El invierno se ha acabado —recitó Tavi—. Responde. No, espera, no te molestes, no hay tiempo. Centurión, más de veinte canim vienen hacia aquí mientras hablamos. Vienen a matar a Gaius.
En cuanto pronunció las palabras, un chillido de dolor y terror resonó por la sala que tenía detrás. El corazón le dio un vuelco y se dio la vuelta de inmediata con los ojos muy abiertos y el cuchillo en la mano, aunque no se había dado cuenta de que lo había sacado.
—¿Ese no era Joris? —murmuró uno de los guardias—. Sonaba como Joris.
Otro chillido, esta vez más cerca y más alto, resonó también a través de las salas y fue seguido por unos balbuceos y aullidos que cesaron de repente. Entonces, desde la dirección del Salón Negro, una forma enorme y delgada giró la esquina al final de la sala con una agilidad lobuna. Se agachó con toda la cara escondida bajo la profunda capucha de su capa, excepto el morro del cane. La sangre le goteaba de la nariz, del morro y de los colmillos. El cane estaba manchado de escarlata y su espada de acero carmesí relucía húmeda. Se quedó quieto durante un momento y entonces apareció otro cane, seguido de otro y otro más. Avanzaron con sus pasos aparentemente ociosos y engañosamente rápidos, y la sala se llenó de silenciosos guerreros canim.
Las campanas de alarma de la Guardia Real empezaron a resonar por toda la Ciudadela.
Bartos se quedó al lado de Tavi durante un segundo, mirándolos con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—Grandes furias misericordiosas —susurró, antes de girar la cabeza y gritar—: ¡Escudos! ¡Preparaos para el combate!
Tavi agarró la puerta de hierro y la cerró, pasando los tres pesados cierres para atrancarla. Los guardias se pusieron los yelmos, se colgaron los escudos y despejaron una zona alrededor de la puerta para dejar espacio para luchar. Tavi y Kitai se retiraron hacia el extremo más alejado de la habitación, donde empezaba la escalera para bajar.
—Tavi —gruñó Bartos—, baja hasta el siguiente cuerpo de guardia y diles que suban. Después ve a buscar al Primer Señor. La puerta debería aguantar hasta que esté aquí y después lo sacaremos…
Se produjo un ruido como de un trueno y un crujido de metal cuando arrancaron los pesados cierres y bisagras, y la resistente puerta de hierro cayó al suelo, aplastando al centurión Bartos debajo de ella.
La sangre salpicó toda la habitación, golpeando a Tavi como si fuera una ráfaga de lluvia caliente. El metal retorcido de cierres y bisagras brillaba de un color rojo anaranjado a causa del calor del impacto.
El jefe de los cane con el morro ensangrentado y con una de sus manos parecidas a garras convertida en una masa tumefacta, traspasó la puerta con una gracia letal y golpeó al guardia más cercano. Los guardias no vacilaron más que durante un latido de pánico, pero en ese segundo otro cane entró por la puerta. Los guardias formaron una línea delante de los canim con sus escudos un poco más pequeños que los habituales de las legiones y sus espadas reluciendo con un brillo letal.
Uno de los guardias golpeó al cane más cercano con una estocada prácticamente invisible con la velocidad que le daban las furias. La espada se hundió en el vientre del cane, pero pareció que el cane tomado no se daba cuenta y su respuesta casi arrancó la cabeza del guardia de sus hombros antes de que el hombre pudiera retirar la espada y levantar el escudo. Otro guardia recibió un golpe de arriba abajo sobre el escudo levantado, que solo pudo resistir gracias a la fuerza que le proporcionaban las furias, y lanzó su gladio en un golpe hacia arriba que alcanzó el brazo del arma del cane varios centímetros por encima de la muñeca, cortándola limpiamente, de manera que mano y espada salieron volando por el aire.
El cane ni siquiera parpadeó. Simplemente lanzó el muñón de su brazo contra el escudo del guardia con tanta fuerza que lo envió al suelo y saltó sobre él con las fauces abiertas. El guardia cayó e intentó interponer desesperadamente el escudo entre su cuello y los dientes del cane. La mano de Kitai fue un borrón al sacar su cuchillo y lanzarlo todo en el mismo movimiento. La hoja giró en el aire y se hundió en el ojo izquierdo del cane. El cane sufrió un espasmo, quizá de dolor, y en ese momento el hombre al lado del guardia caído atravesó limpiamente el cuello del cane, y le cortó la cabeza.
Pero más canim atravesaban la puerta, lo que hacía que los guardias tuvieran que retroceder. Cada paso les dejaba más sitio a los cane para atacar, y ahora había tres en lugar de dos luchando contra los guardias. Tavi se dio cuenta de que la disparidad en número y fuerza física no permitiría que los guardias resistieran durante demasiado tiempo.
—¡Vete! —gritó otro de los guardias—. ¡Avisa al Primer Señor!
Tavi, con el corazón desbocado a causa del miedo, asintió y se dio la vuelta para bajar por la larga escalera a la carrera, seguido de cerca por Kitai.