43

Amara contempló desde la boca de la cueva a los tomados bajo la luz gris de la mañana.

—¿Por qué no avanzan más rápidos? Parece como si quisieran que saliéramos y los matásemos antes de encontrarse en posición.

—Ya lo tendríamos que estar haciendo —murmuró una nueva voz a espaldas de Amara.

—Giraldi —gruñó Bernard—. No deberías estar de pie con esa pierna. Vuelve a descansar con los heridos.

Amara contempló por el rabillo del ojo cómo el centurión cojeaba pesadamente hasta la entrada de la cueva y se colocaba al lado de ella, Bernard y Doroga.

—Sí, señor. Ahora mismo, señor.

Pero encontró un hueco en la pared y se apoyó en ella sin la más mínima intención de ir a ninguna parte, y contempló la línea de batalla enemiga, o al menos eso era lo que parecía.

—Giraldi —repitió Bernard con una advertencia en la voz.

—Si salimos de esta, conde, me podrá degradar por insubordinación, si así se siente mejor.

—De acuerdo.

Bernard forzó una sonrisa e hizo un gesto reticente hacia Giraldi antes de volverse a mirar al enemigo.

Los tomados se habían pasado bastantes minutos formando una columna de la anchura aproximada de la boca de la cueva. La formación aún no se había completado, y las filas delanteras, que todavía no se encontraban al alcance de los arcos, ni siquiera para Bernard y sus caballeros Flora, estaban formadas por los más grandes de los campesinos y legionares tomados, que eran los hombres más jóvenes y fuertes a quienes habían capturado los vord. La reina estaba agachada a la cabeza de la columna, sin moverse, inquietante y sin forma bajo su capa oscura.

—Parece que se preparan para hacer algo rápido y sucio —gruñó Giraldi—. Forman una columna, y nos la van a meter por la garganta.

—Los tomados son muy fuertes —murmuró Doroga—, incluso los tomados aleranos. Y nos superan en número.

—Vamos a establecer la línea de defensa a unos tres metros túnel adentro —indicó Bernard—. Así igualaremos los frentes y reduciremos la ventaja en número. —Con el talón marcó una línea en el suelo de tierra—. Formaremos el muro de escudos a este lado del túnel y dejaremos el otro para Caminante y Doroga.

Giraldi bufó.

—Parece que serán tres escudos de fondo, señor.

Bernard asintió.

—Espadas delante. Lanzas en las otras dos filas. —Hizo un gesto hacia una repisa ligeramente elevada que recorría una de las paredes y que habían utilizado para colocar las mantas para dormir—. Yo estaré allí con los arqueros y dispararemos lo que podamos. No tenemos demasiadas flechas, así que tendremos que ser prudentes. Y los caballeros Terra estarán al nivel del suelo delante de nosotros, dispuestos para ayudar a Doroga o a los legionares si necesitan que se les alivie de la presión.

Giraldi asintió.

—Nueve hombres luchando a la vez. Sugiero la formación de seis escuadrones, conde. Cada uno de ellos se puede ocupar de diez minutos de cada hora. Eso permitirá que estén bastante descansados y que podamos resistir más tiempo.

—Doroga —preguntó Bernard—, ¿estás seguro de que Caminante y tú no necesitáis descansar?

—Caminante no puede bajar mucho más por este túnel —respondió Doroga—. Dadnos un par de minutos de respiro de vez en cuando. Eso es lo máximo que podemos pedir.

Bernard asintió.

—Tendremos que pensar un poco en los artificios que queramos utilizar, Giraldi —empezó Bernard—. Brutus nos sigue ocultando ante Garados. ¿Qué tienen tus hombres que no está en la lista oficial?

—Todos ellos dominan algún artificio del metal, señor —respondió Giraldi—. Tengo un hombre que tiene buena mano con el artificio del fuego. Durante un tiempo fue aprendiz de alfarero y se encargaba de los fuegos. No digo que pueda provocar una tormenta de fuego, pero si disponemos de una trinchera con combustible y una llama baja, es posible que la pueda convertir en una barrera durante algún tiempo. Dos hombres tienen suficiente habilidad con los artificios del viento para levantar un montón de humo y polvo. Me atrevería a decir que tal vez puedan ayudar a la condesa si decide desencadenar otra tempestad de viento. Tenemos un hombre que sabe lo suficiente de los artificios del agua como para ser condenadamente bueno jugando a las cartas, y dice que hay una corriente de agua en el fondo de la cueva que podría sacar si nos quedamos cortos de agua. Y tengo un hombre más que era un bocazas cuando se alistó y ha acabado cavando la mayoría de las letrinas durante unos tres años.

Bernard bufó.

—¿Consiguió controlar la boca?

—No —respondió Giraldi—. Ha conseguido dominar los artificios de tierra lo suficiente como para que ya no le resulten ningún inconveniente. Con vuestro permiso, creo que me ayudará a preparar una segunda línea de resistencia en el interior de la cueva. Una trinchera…, un parapeto de tierra… Nada demasiado ostentoso. Si lo llegamos a necesitar, no va a salvar a nadie, pero aumentará el precio que tendrán que pagar por nosotros.

—Estupendo —asintió Bernard—. Adelante y…

—No —le interrumpió Amara. Todo el mundo la miró y ella vaciló para encontrar una manera de expresar sus pensamientos en palabras—. Nada de realizar artificios de manera abierta —dijo por fin—. No los podemos utilizar.

—¿Por qué no?

—Porque creo que eso es lo que están esperando —respondió Amara—. Recuerda que los tomados pueden utilizar artificios, pero solo después de que los hayamos hecho nosotros, después de haber puesto en marcha las fuerzas.

—Sí —asintió Bernard—. ¿Y?

—¿Y si están esperando porque no pueden iniciar ningún artificio? —planteó Amara—. Todos sabemos que para iniciar un artificio hacen falta confianza y personalidad. Estos tomados tienen cuerpos aleranos, pero no son aleranos. ¿Y si no pueden usar sus talentos en el artificio de las furias hasta que otros hayan puesto suficientes furias en movimiento?

Bernard frunció el ceño.

—¿Giraldi?

—Me parece muy cogido por los pelos —respondió el centurión—. No pretendo ofenderos, condesa. Me gustaría creeros, pero nada indica que vuestra suposición sea nada más que eso.

—Por supuesto que lo es —replicó Amara—. Si pueden usar artificios, ¿por qué no lo han hecho? Los artificios de viento o fuego podrían haber vaciado o quemado el aire de esta cueva y nos habrían dejado a todos inconscientes. Un artífice de la madera podría haber hecho crecer las raíces de los árboles que están encima de la cueva y nos habrían podido asfixiar en el polvo, y un artífice de tierra podría haber hecho lo mismo o algo peor. Un artífice del agua podría haber inundado la cueva con esa corriente que siente tu legionare, Giraldi. Sabemos que a los vord les queda poco tiempo para acabar con nosotros y desaparecer antes de que lleguen las legiones. Entonces, ¿por qué no han utilizado los artificios para acabar con rapidez?

—Porque por alguna razón no pueden hacerlo —concluyó Bernard con un gesto afirmativo—. Eso explica por qué no atacaron la pasada noche. Querían que saliéramos para que pudiéramos llamar a nuestras furias de combate y atacarlos. En especial porque los vord creen que aún tenemos un artífice del fuego poderoso. Todos los civiles tomados, quizá con uno o dos caballeros entre ellos, pueden volver toda esa energía contra nosotros y liquidarnos en pocos minutos.

Giraldi gruñó.

—Eso también explicaría por qué están formando con tanta lentitud y donde los podemos ver sin dificultades. Cuervos, si estuviera al mando y tuviéramos de verdad un artífice del fuego, atacaría ahora mismo, antes de que formaran en orden, con la esperanza de barrerlos de un plumazo.

—Exactamente —reconoció Amara—. Caballeros, se trata de un enemigo inteligente. Si seguimos reaccionando de una manera tan predecible como hasta ahora, nos matarán por ello.

En el exterior, el cielo parpadeó con una luz plateada y el trueno retumbó desde la cima que se alzaba detrás de la cueva. Todo el mundo se calló para mirar hacia arriba y Amara se adelantó un par de pasos fuera de la boca de la cueva para enviar a Cirrus a que investigara en el aire y en el viento.

—Es una tormenta de furias —informó un poco después—. Algo se está formando a una velocidad terrible.

—Garados y Thana —explicó Bernard—. Nunca están contentos cuando nos ven recorriendo su valle.

—La cueva nos puede ofrecer refugio contra los manes del viento —planteó Amara—. ¿Sí?

—Sí —asintió Bernard—. Si duramos lo suficiente. Ni siquiera Thana puede formar una tormenta con tanta rapidez.

—¿Los manes del viento atacarán a los vord?

—Nunca han molestado a mi pueblo —informó Doroga—. Pero quizá no tienen buen gusto.

—Giraldi —ordenó Bernard—, organiza los escuadrones de combate y que los dos primeros ocupen sus posiciones. Haz que aparezca esa corriente de agua y cava ahora mismo la trinchera.

—Pero… —empezó Amara.

—No, condesa. Los hombres necesitarán agua si tienen que luchar, así que lo haremos ahora, antes de que se acerquen más los tomados, y mientras tanto vamos a cavar esa última fortificación. En marcha, centurión.

—Sí, mi señor —asintió Giraldi y cojeó pesadamente hacia el fondo de la cueva.

—Amara —ordenó Bernard—, que los caballeros ocupen sus posiciones en la repisa y que traigan aquí todos los recipientes con agua que puedas encontrar para los combatientes.

—Sí, Su Excel… —Amara se calló, ladeó la cabeza y sonrió a Bernard—. Sí, mi señor esposo.

La cara de Bernard se iluminó con una gran sonrisa y sus ojos centellearon.

—Doroga —llamó.

El jefe marat se acomodó en el suelo entre las patas delanteras de Caminante.

—Yo me quedaré aquí sentado y esperaré a que tu gente haya formado sus filas para luchar.

—No le quites el ojo a la reina —indicó Bernard—. Asegúrate de que no le pasa la capa a uno de los tomados y lo utiliza como cebo. Llámame si se pone a distancia de tiro de arco.

—Quizá lo haré —asintió Doroga de manera lacónica—. Bernard, para ser el único hombre que ha tenido a una mujer la pasada noche, estás muy tenso.

Amara dejó escapar una risita nerviosa y se le ruborizaron las mejillas. Dio dos pasos hacia Bernard y se acercó para besarlo de nuevo. Él se lo devolvió con una mano sobre la cintura en un gesto de posesión.

Ella se retiró del beso poco a poco, y lo buscó con la mirada.

—¿Crees que podremos resistir?

Bernard empezó a hablar, pero se detuvo y bajó la voz hasta convertirla en poco más que un susurro.

—Durante algún tiempo —prosiguió en voz muy baja—. Pero nos superan en número, y el enemigo no le tiene miedo a la muerte. Los hombres acabarán heridos y cansados. Las lanzas y las espadas se partirán. Pronto nos quedaremos sin flechas. Y no estoy tan seguro de que el hombre de Giraldi pueda conseguir el agua. Con el uso de las furias podríamos resistir muchas horas. Sin ellas… —Se encogió de hombros.

Amara se mordió el labio.

—¿Crees que las tendríamos que usar a pesar de todo?

—No —respondió Bernard—. Has defendido bien tu punto de vista, Amara, y creo que te has dado cuenta de algo que los demás no hemos visto. Eres una mujer condenadamente aguda, que es una de las razones por las que te quiero. —Le sonrió antes de seguir—. Quiero que tengas algo.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Se trata de una vieja costumbre de las legiones —explicó en voz baja y se quitó el grueso anillo de plata con la piedra verde que llevaba en la mano derecha—. Sabes que los legionares no tienen permiso para casarse.

—Y que la mayoría de ellos están casados —completó Amara.

Bernard sonrió y asintió.

—Este es mi anillo de servicio, que señala mi paso por la Cuarta Legión Rivana. Cuando un legionare tiene una esposa que se supone que no tiene, le entrega su anillo para que se lo guarde.

—No lo podré llevar nunca —replicó Amara con una sonrisa—. No es lo suficientemente grande para mi muñeca.

Bernard asintió, y sacó del bolsillo una fina cadena de plata. La pasó por el anillo y colocó el collar alrededor de su cuello, cerrándolo con una destreza sorprendente en un hombre tan grande.

—Así que el soldado cuelga el anillo de una cadena como esta —siguió explicando—. No se trata de una alianza nupcial, pero él sabe lo que significa y ella también.

Amara tragó saliva y eliminó con un parpadeo las lágrimas que amenazaban con inundarle los ojos.

—Estaré orgullosa de llevarlo.

—Yo estoy orgulloso de ver que lo llevas —replicó Bernard en voz baja y le apretó la mano mientras miraba detrás de ella cómo empezaba a caer una ligera llovizna—. Quizá les afecte a la moral.

Amara esbozó una media sonrisa.

—Es una lástima que no tengamos otros treinta caballeros Aeris. Con ese número podría hacer algo con esta tormenta.

—Tampoco me importarían otros treinta o cuarenta artífices de tierra y metal —añadió Bernard—. Oh y quizá media legión para que les sirviera de apoyo. —Su sonrisa desapareció y sus ojos se entornaron mientras miraba hacia los vord—. Será mejor que nos pongamos en marcha. Estarán aquí en un momento.

Amara le apretó la mano con fuerza antes de entrar deprisa en la cueva para reunir a los caballeros, mientras los legionares veteranos de rostros sombríos se empezaban a poner en pie con las armas y la armadura preparadas, y formaban las filas en silencio y sin vacilar. Giraldi pasó cojeando, utilizando un escudo como muleta improvisada, repartiendo órdenes en voz baja y apretando un cierre allá y un cinturón torcido aquí. Dividió la centuria según sus «lanzas», las filas individuales, y ordenando cada fila en sus escuadrones. Los hombres del primer escuadrón avanzaron en perfecto orden hacia la parte delantera de la cueva, mientras que los demás formaron detrás de ellos, dispuestos a avanzar si era necesario.

Amara reunió a los caballeros, colocó a los arqueros en la repisa elevada y dispuso a los cuatro caballeros Terra que quedaban en el suelo delante de ellos. Cada uno de los grandes hombres iba cubierto con su pesada armadura y blandía las armas monstruosamente pesadas que solo podían mover fuerzas ayudadas por las furias. Cuando esos hombres penetrasen en las filas sin armadura de los tomados, se iba a producir una carnicería.

Volvió a retumbar un trueno, que hizo temblar la cueva, y detrás de él se levantó un aullido fantasmal que atravesó el aire matinal y que envió escalofríos de puro miedo que recorrieron la espalda de Amara, a la que se le secó la boca y se subió a la repisa elevada para ver algo.

En el exterior, la fila de tomados se había puesto en marcha, acercándose con rapidez a la cueva. Era una visión terrorífica. Hombres, mujeres e incluso niños, vestidos con prendas aleranas y uniformes de las legiones, toda la ropa manchada, retorcida, rasgada y sucia, sin que hicieran ningún esfuerzo para acomodarla correctamente. Las caras se veían sin expresión a través de la lluvia, los ojos sin fijarse en nada, pero se movían al unísono de una manera perfectamente inhumana, paso a paso, y cada uno de ellos llevaba armas en las manos, aunque solo fuera un palo largo.

—Furias —jadeó uno de los legionares—. Mirad eso.

—Mujeres —dijo otro hombre—. Niños.

—Mirad sus ojos —ordenó Amara, con volumen suficiente para que la oyeran todos los que tenía alrededor—. Ya no son humanos. Y os matarán si les dais la oportunidad. Caballeros, no os equivoquéis, estáis luchando por vuestras vidas.

La reina acompañó a la fila delantera hasta que llegaron a distancia de tiro de arco, momento en que dejó que la superase el extremo más alejado de la columna, desapareciendo de la vista a causa de las filas de tomados. Desde detrás de la columna volvió a surgir esa llamada inquietante, que hizo que Caminante se levantase del suelo, flexionase sus enormes garras y respondiese con su retumbante bramido de guerra.

Bernard se acercó desde el fondo de la cueva y saltó a la repisa con el gran arco en la mano.

—Hombres, os alegrará saber que tenemos un montón de agua potable, gentileza de Rufus Marcus, y solo tiene un sabor ligeramente raro.

Una oleada de carcajadas ahogadas recorrió las filas de los legionares dispuestos para el combate y surgieron un par de gritos:

—¡Bien hecho, Rufus!

En el exterior, la columna de tomados con los ojos vacíos siguió acercándose a un ritmo constante a través de la lluvia.

—Ahora con cuidado —indicó Bernard—. Fila delantera, mantened firme el escudo, no descuidéis el trabajo con las espadas y no seáis codiciosos con las lanzas. Segunda fila, si cae un hombre, no lo retiréis, eso es misión de la tercera fila. Poned vuestros escudos en su lugar.

El paso constante de cientos de pies golpeando al unísono se hizo cada vez más fuerte, y Amara sintió que el corazón se le volvía a acelerar.

—¡Si podéis, evitad que se acerquen! —gritó Bernard por encima del ruido—. ¡Todos son más fuertes de lo que parece! Y por las grande furias, que ninguno de vuestros golpes alcance a nuestros aliados auxiliares.

—Esos somos solo tú y yo —le murmuró Doroga a Caminante—. Pero nos llaman aliados auxiliares.

El gargante bufó y otra oleada de carcajadas contenidas recorrió a los legionares.

El ruido de los pasos se hizo más fuerte.

Y cientos, o miles, de cuervos pasaron como una flecha por encima de la colina que se veía desde la boca de la cueva, formando una nube repentina, enorme y bulliciosa.

—Cuervos —jadearon muchas veces al unísono en un susurro, entre ellas la de Amara.

Los pájaros oscuros siempre sabían cuándo se iba a producir una matanza.

Los cuervos chillaron.

Retumbó el trueno.

Los pies conmovieron la tierra.

Doroga y Caminante bramaron juntos.

Los aleranos se unieron al grito.

Y en ese momento la primera fila de los tomados levantó las armas, entró en la cueva y se precipitó contra una muralla de escudos de las legiones y hojas frías.