Fidelias tenía que reconocerle el mérito a la estatúder Isana: la mujer tenía valor. Hacía unas pocas horas la habían herido en un ataque que había matado prácticamente a todo el mundo que conocía en la capital. Se había librado de la muerte por un par de pulgadas y por la fracción de segundo que había tardado Fidelias en apuntar contra el arquero asesino y soltar la flecha. Y ahora, desde su punto de vista, se estaba uniendo a asesinos y traidores al Reino.
Pero a pesar de eso caminaba con una dignidad tranquila cuando abandonó la seguridad relativa de la habitación en el burdel. Se había cubierto con una capa larga sin quejarse, aunque al entrar en la bulliciosa sala principal de la casa, su rostro había adquirido una tonalidad rosada al observar las actividades que se desarrollaban.
—Este segundo al mando —preguntó Isana mientras salían al exterior—, ¿tendrá el apoyo de vuestro patrón?
Fidelias reflexionó sobre las palabras que había elegido la mujer. Lo más fácil habría sido decir «lady Aquitania» y «lord Aquitania», pero no lo había hecho. Había comprendido que Fidelias había evitado citar sus nombres donde lo pudieran oír, y lo había respetado. Eso le daba esperanzas de que la mujer tuviera ideas suficientemente flexibles para trabajar con ellos.
—Por supuesto —respondió.
—Tengo condiciones —le advirtió ella.
Fidelias asintió.
—Las tendréis que presentar en la reunión, estatúder —replicó—. Yo solo soy un mensajero y escolta, pero creo que es muy posible que se pueda negociar algún tipo de intercambio.
Isana asintió bajo la capucha.
—Muy bien. ¿Hasta dónde tenemos que ir?
—No mucho más lejos, estatúder.
Isana dejó escapar un suspiro exasperado.
—Tengo un nombre, y me estoy cansando de que todo el mundo me llame estatúder.
—Consideradlo un cumplido —le aconsejó Fidelias.
De repente se le erizó el vello de la nuca y se obligó a no darse la vuelta para mirar como un gato asustado. Alguien le estaba siguiendo. Llevaba tanto tiempo participando en el juego que estaba seguro. Por el momento, al menos, no necesitaba conocer los detalles. Se había mostrado demasiadas veces durante el día anterior y cualquier oportunista aprovecharía la oportunidad de entregarlo a la Corona y cobrar la recompensa.
—Ninguna mujer en el Reino puede utilizar el mismo título.
—Tampoco ninguna mujer en el Reino conoce mi receta para el pan especiado —replicó Isana—, pero nadie lo menciona.
Fidelias se giró brevemente para sonreírle, y aprovechó la oportunidad para vislumbrar a sus perseguidores por el rabillo del ojo. Dos tipos grandes y duros, sin dudas ratas de río de uno de los cientos de barcos fluviales que habían atracado en la ciudad para las festividades. No pudo ver mucho más aparte de que no iban bien vestidos y uno de ellos caminaba con pasos vacilantes como si estuviera borracho.
—¿Os importa que os formule una pregunta?
—Sí —respondió Isana—. Pero preguntad.
—No puedo dejar de notar que no tenéis esposo, estatúder. Ni hijos. Eso es… inusual para una mujer de nuestro Reino, teniendo en cuenta las leyes vigentes. ¿Puedo suponer que pasasteis el tiempo en el campo cuando llegasteis a la edad?
—Sí —respondió Isana con tono neutro—. Como exigen las leyes.
—Pero sin hijos —recalcó él.
—Sin hijos —reconoció ella.
—¿Hubo un hombre? —preguntó Fidelias.
—Sí, un soldado. Estuvimos juntos durante un tiempo.
—¿Le engendrasteis un hijo?
—Sí, pero se truncó de manera prematura. Me abandonó poco después. Pero el comandante local me envió a casa. —Le lanzó una mirada de reojo—. He cumplido con los deberes que exige la ley, señor. ¿Por qué preguntáis?
—Solo para pasar el rato —respondió Fidelias, quien intentó esbozar una sonrisa amable.
—Queréis decir que es algo para pasar el rato mientras encontráis un lugar para ocuparos de los dos hombres que nos siguen —replicó Isana.
Fidelias miró hacia arriba porque la estatúder era un palmo más alta que él, pero esta vez la sonrisa era genuina.
—Tenéis unos ojos excepcionales para ser una civil.
—No son mis ojos —replicó—. Esos hombres destilan codicia y miedo como apestan las ovejas.
—¿Los podéis percibir desde aquí? —Fidelias se sintió aún más impresionado por la mujer—. Deben de estar a unos quince metros. Tenéis un verdadero don para el artificio del agua.
—A veces preferiría no tenerlo —replicó Isana—. O al menos, no con esta intensidad. —Apretó los dedos sobre las sienes—. No creo que me deba dedicar a visitar ciudades en el futuro. Son demasiado ruidosas, incluso cuando la mayoría están dormidos.
—Estoy de acuerdo hasta cierto punto —reconoció Fidelias, que encaminó sus pasos hacia una calle lateral que discurría entre muchas casas y estaba hundida en sombras—. He visto a artífices del agua que son incapaces de mantener la cordura con un don tan fuerte como el vuestro.
—Como Odiana —sugirió Isana.
Fidelias se sintió inquieto al mencionar el nombre de la bruja de agua enloquecida. No le gustaba Odiana. Era demasiado imprevisible para su gusto.
—Sí.
—Me habló de la primera vez que fue consciente de su furia —explicó Isana—. Para seros sincera, me sorprende que conserve ese nivel de cordura.
—Interesante —reconoció Fidelias, y descubrió un hueco entre dos edificios—. Nunca me habló de ello.
—¿Le preguntasteis al respecto? —planteó Isana.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque los seres humanos se preocupan los unos de los otros, señor. —Isana se encogió de hombros—. Pero ¿por qué lo ibais a hacer vos?
Fidelias sintió una punzada de irritación cuando le golpearon las palabras de la estatúder. Su reacción le sorprendió. Durante un momento consideró la posibilidad de que la mujer estuviera hablando con más precisión de la que él estaba dispuesto a admitir. Hacía bastante tiempo que no tenía oportunidad de comportarse por motivos que no fueran la necesidad y la autoconservación.
En realidad, desde el día en que había traicionado a Amara.
Fidelias frunció el ceño. Llevaba tiempo sin pensar en ella. De hecho, le parecía un poco raro que no lo hubiera hecho. Quizá la había estado apartando de sus pensamientos, olvidándola conscientemente. Pero ¿por qué razón?
Cerró los ojos durante uno o dos pasos, pensando en la sorpresa en la cara de Amara cuando descubrió que estaba enterrada hasta la barbilla en la tierra dura, capturada por los sicarios más capaces de Aquitania. Ella había deducido su cambio de lealtades como verdadero cursor, pero la lógica no la había preparado para la reacción emocional. Cuando ella lo acusó, al admitir él que la acusación era cierta, por sus ojos había pasado una expresión que no podía olvidar. Sus ojos se habían llenado de pena, rabia sorprendida y tristeza.
Algo le dio una punzada en el pecho como si estuviera de acuerdo con ella, pero la ahogó sin piedad.
No estaba seguro de lamentar que hubiera dejado tan de lado sus emociones y era esa falta de arrepentimiento lo que le preocupaba. Quizá la estatúder tuviera razón. Quizás hubiera perdido algo vital, algo de la chispa de la vida, de la calidez y de la empatía que se había extinguido con su traición a la Corona y sus acciones en el valle de Calderon. ¿El corazón de un hombre, su alma, podía morir mientras él seguía andando y hablando como si estuviera vivo?
De nuevo apartó esos pensamientos. Ahora no tenía tiempo para ese tipo de introspección sensiblera. Los cazarrecompensas habían empezado a acercarse a Fidelias e Isana.
Fidelias sacó el arco corto y pesado de debajo de la capa, y colocó en la cuerda una flecha gruesa y de mal aspecto. Con la velocidad que daba toda una vida de experiencia como arquero y artífice de la madera, se dio la vuelta, apuntó y lanzó la flecha contra el cuello del cazarrecompensas más retrasado.
El compañero del cazarrecompensas dejó escapar un grito y atacó, evidentemente sin darse cuenta de que el otro hombre ya estaba muerto, como había supuesto Fidelias. Eran unos aficionados. Se trataba de un viejo truco de arquero: se disparaba contra el enemigo más alejado para que su compañero siguiera avanzando a campo abierto sin darse cuenta del peligro en lugar de buscar refugio. Antes de que el cazarrecompensas en potencia hubiera recorrido la distancia que les separaba, Fidelias colocó otra pesada flecha, apuntó y disparó, atravesando el ojo derecho del atacante a un metro y medio de distancia.
El hombre cayó muerto al suelo y se quedó tendido dando sacudidas con una pierna. El primer cazarrecompensas se revolvió durante unos segundos más, mientras la sangre salpicaba los adoquines, antes de quedarse quieto.
Fidelias los estuvo mirando durante un minuto más, antes de dejar el arco, sacar el cuchillo y comprobar el pulso en sus cuellos para asegurarse de que estaban muertos. Tenía pocas dudas de ello, pero el profesional que llevaba dentro odiaba el trabajo mal hecho y solo después de comprobar que los hombres estaban muertos volvió a coger el arco.
Quizás Isana tenía más razón de lo que creía.
Quizás había perdido la capacidad de sentir.
Pero no importaba.
—Estatúder —la llamó volviéndose hacia ella—, deberíamos seguir adelante.
Isana lo miró en silencio con el rostro pálido. Su cuidadosa máscara de confianza había desaparecido, sustituida por una expresión de horror y de asco.
—Estatúder —repitió Fidelias—, debemos abandonar las calles.
Un escalofrío recorrió a Isana, que apartó los ojos de él, los entornó y volvió a ponerse la máscara.
—Por supuesto —replicó con un pequeño temblor en la voz—. Adelante.