36

Isana se despertó con dolores y con la sensación de un confinamiento asfixiante. Un fuego mortecino ardía a su lado. Se revolvió, tirando de algo suave que la retenía y tuvieron que pasar unos segundos de lucha para poder escapar de lo que fuera. Tardó aún algunos instantes más en recuperar todos los sentidos y darse cuenta de que estaba en una cama, encima de un colchón lleno de bultos en una habitación a oscuras.

—Luces —murmuró una voz masculina y una lámpara de furias de una tonalidad rosada sobre una mesa plegable apoyada en la pared cobró una vida mortecina.

Isana se empezó a sentar, pero el dolor se convirtió en una punzada agónica y tuvo que recostarse de nuevo, acomodándose de manera que pudiera mover el cuello hasta que sus ojos cayeron sobre la silueta del asesino sentado en una silla delante de la puerta. Miró durante un momento al hombre de mediana edad y él le devolvió la mirada con unos ojos velados que de alguna manera la inquietaban. Le llevó un momento darse cuenta de que se debía a que no recibía de él ninguna sensación emocional. Sus habilidades como artífice del agua la maldecían con la empatía constante con las personas que entraban en contacto con ella, pero de él sentía un vacío total de emociones. Le llevó un rato más darse cuenta de que le estaba ocultando sus emociones y lo hacía mejor incluso de lo que había conseguido Tavi.

Isana miró fijamente al hombre, su expresión, sus ojos, buscando alguna pista sobre sus emociones y sus intenciones. Pero no había nada. Podría haber sido una figura de piedra fría y uniforme.

—Bueno —le espetó—, ¿por qué no seguís adelante y acabáis el trabajo?

—¿De qué trabajo se trata? —preguntó él en voz baja y con un tono suave que hacía un juego admirable con su apariencia ordinaria.

—Los habéis matado a todos —respondió Isana—. El cochero. Nedus. Habéis matado a Serai.

Sus ojos brillaron por alguna razón y dejó escapar una breve sensación de pesar.

—No —replicó en voz baja—. Pero maté al arquero que disparó a Serai y contra vos.

Isana bajó la mirada y vio que iba vestida con la combinación de seda que llevaba debajo del vestido. La prenda estaba manchada de sangre en la zona donde la habían herido y la habían rayado por un lado para permitir que alguien, presumiblemente el asesino, limpiara y vendara las heridas. Isana cerró los ojos, tocando a Rill para sentir cómo se abría camino por su cuerpo hasta alcanzar la herida. Podría haber sido mucho peor. La flecha había desgarrado carne y grasa, y había herido los músculos, pero no había penetrado en ningún órgano vital. El hombre había realizado un trabajo competente al sacar la flecha, limpiar la herida y detener la hemorragia.

Isana abrió los ojos.

—¿Por qué tendría que creeros? —preguntó.

—Porque es la verdad —respondió—. Cuando encontré al arquero, ya era demasiado tarde para ayudar a Serai, y lo lamento.

—¿De verdad? —replicó Isana con voz neutra.

Fidelias arqueó una ceja.

—Sí, de verdad. La respetaba, y su muerte no servía a ningún propósito. Le di cuando os estaba disparando, estatúder.

—¿Así fue como me salvasteis la vida? —preguntó Isana—. Supongo que debería estar agradecida por haberme rescatado de mi asesino.

—Creo que más bien os gustaría enviarme con él —sugirió Fidelias—. En especial, después de lo ocurrido hace dos años en Calderon.

—Queréis decir cuando intentasteis asesinar a mi familia, a mis campesinos y a mis vecinos.

—Estaba haciendo mi trabajo —explicó Fidelias—. Hice lo necesario para completarlo. No disfruté con ello.

Isana pudo sentir la sinceridad aparente del hombre, pero eso solo hizo que su rabia fuera más aguda y más clara.

—Disfrutasteis más que la gente de Aldoholt. Más que Warner y sus hijos. Más que todos los hombres y mujeres que murieron en Guarnición.

—Es cierto —asintió Fidelias.

—¿Por qué? —preguntó Isana—. ¿Por qué lo hicisteis?

Él cruzó los brazos sobre el pecho y meditó durante un momento.

—Porque creo que las políticas y las decisiones de Gaius durante la última década están conduciendo al Reino al desastre. Si sigue siendo Primer Señor o muere sin un heredero fuerte, solo será cuestión de tiempo que los Grandes Señores más poderosos intenten conquistar el poder. Una guerra civil de ese tipo nos destruirá.

—Ah —exclamó Isana—. Para salvar al pueblo de Alera lo tienes que asesinar.

Él le devolvió una sonrisa helada.

—Se puede expresar de esa manera. Apoyo al Gran Señor que considero el más adecuado para dirigir el Reino. No estoy siempre de acuerdo con sus planes y métodos, pero a largo plazo los considero menos dañinos para el Reino.

—Debe de ser extraordinario gozar de tanta sabiduría y confianza.

Fidelias se encogió de hombros.

—Cada uno de nosotros solo puede hacer lo que considera mejor. Lo que nos conduce a vos, estatúder.

Isana levantó la barbilla y esperó.

—A mi patrón le gustaría que mostrarais un apoyo público a su casa.

Isana dejó escapar una carcajada dolorida.

—No lo podéis decir en serio.

—Al contrario —recalcó Fidelias—. Deberíais valorar las ventajas que os reportaría semejante alianza.

—Nunca —replicó Isana—. Yo nunca traicionaría al Reino como habéis hecho vos.

Fidelias arqueó una ceja.

—¿Exactamente qué parte del Reino es la que consideráis que merece semejante lealtad? —le preguntó—. ¿Gaius? ¿El hombre que os ha convertido a vos y a vuestro hermano en símbolos de su poder y que os ha situado como objetivo de todos sus enemigos? ¿El hombre que retiene a vuestro sobrino prácticamente como un rehén en la capital en garantía de vuestra lealtad?

Ella lo miró fijamente y no dijo nada.

—Sé que habéis venido para pedir su ayuda para algo. Y sé que no habéis tenido suerte en poneros en contacto con él, y que está claro que él no ha hecho ningún esfuerzo para protegeros, a pesar del peligro en que os situaba al invitaros a venir. Si no hubiera sido por la intervención de mi patrón, ahora estaríais muerta al lado de Nedus y Serai.

—Eso no cambia nada —replicó Isana en voz baja.

—¿No? —preguntó Fidelias—. ¿Qué ha hecho él, estatúder? ¿Qué gestos ha realizado Gaius para merecerse vuestra lealtad y respeto?

Isana no contestó.

—A mi patrón le gustaría que os reunierais con su segundo al mando —comentó Fidelias al cabo de un rato.

—¿Tengo elección? —le espetó Isana.

—Por supuesto —respondió Fidelias—. No sois una prisionera, estatúder. Os podéis ir cuando queráis. —Se encogió de hombros—. Tampoco es necesario que veáis a mi patrón. La habitación está pagada hasta la puesta de sol, momento en que os tendréis que ir o llegar a un acuerdo con la señora de la casa.

Isana lo miró durante un momento con las cejas alzadas.

—Ya… veo.

—He supuesto que querríais ocuparos de vuestras heridas, así que me he tomado la libertad de pedirle a la casa que prepare un baño para vos. —Hizo un gesto con la cabeza hacia una ancha bañera de cobre que se encontraba al lado de la chimenea y una tetera pesada burbujeaba colgada de un gancho sobre el fuego—. Estatúder, podéis hacer lo que queráis. Pero os pediría que reflexionarais en serio sobre la reunión. Es posible que os presente algunas alternativas que no tenéis en este momento.

Isana le frunció el ceño a la bañera y después a Fidelias.

—¿Necesitáis ayuda para llegar a la bañera, estatúder?

—No de vos, señor.

Él sonrió de manera casi imperceptible, se puso en pie y se despidió con un pequeño cabeceo.

—Hay una muda de ropa para vos en el arcón al lado de la cama. Estaré en la sala. Aquí deberíais estar a salvo, pero ante la menor sospecha de un intruso, llamadme de inmediato.

Isana arqueó una ceja.

—Estad seguro, señor —le respondió—, de que si me siento en peligro, vos estaréis muy presente en mis pensamientos.

La leve sonrisa adquirió una cierta calidez hasta convertirse en algo casi sincero, antes de hacer una reverencia y abandonar la habitación.

Isana hizo un gesto de dolor al mirar la herida en el costado y se incorporó pesadamente en la cama. Cerró los ojos ante una oleada de dolor y esperó a que se calmara. Entonces se puso en pie, lenta y cuidadosamente, y atravesó la habitación con pasos vacilantes. Pasó el cerrojo de la puerta, y después se dirigió hacia la bañera de cobre. Por suerte la tetera sobre el fuego estaba montada sobre un brazo móvil e Isana lo giró lentamente hacia la bañera y vertió agua hasta que la temperatura estuvo a su gusto. Después dejó caer por los hombros la combinación manchada, aflojó los vendajes que le cubrían la cintura y se metió dolorosamente en la bañera.

De repente sintió la presencia de Rill, quien la rodeaba con una nube amable de preocupación y afecto. Isana retiró el vendaje de la herida y movió a Rill hacia su costado. Después dirigió con cuidado a la furia mientras se producía el proceso de cerrar la herida. Al principio sintió una gran quemazón y después un entumecimiento cosquilleante mientras la furia hacía su trabajo, y después de un buen rato de concentración, Isana se tumbó en la bañera con un cansancio lánguido. El dolor casi había desaparecido del todo, aunque aún se sentía envarada y frágil. El agua se había teñido de sangre, pero la piel que cubría ahora la herida era tan sonrosada y nueva como la de un bebé. Añadió un poco más de agua caliente de la tetera y se hundió en la bañera.

Nedus estaba muerto.

Serai estaba muerta.

Murieron intentando protegerla.

Y ahora se había quedado sola, lejos de sus amigos, de la familia, de todos aquellos en los que podía confiar.

No, no estaba tan lejos de la familia. Tavi se encontraba en algún lugar de la ciudad. Pero según parecía, estaba más allá de su alcance, como todo el mundo desde que había llegado. Aunque hubiera recibido su carta, solo lo habría llevado hasta la casa de Nedus.

Oh, furias. Si estaba en la casa de Nedus, si había ido en respuesta a su carta, si había estado allí esperando cuando los asesinos ocuparon sus posiciones…

Y Bernard. Tenía la terrible intuición que se estaba enfrentando a un peligro que lo podía matar a él y a todos sus hombres, pero a pesar de eso aún no había podido llegar hasta el Primer Señor para avisarlo. Por todo lo bueno que había podido hacer por su hermano y por su sobrino, podría haber muerto en el granero cuando la atacó el primer asesino.

Isana cerró los ojos y los cubrió con las palmas de las manos. El miedo, la preocupación, la futilidad angustiosa de todos sus esfuerzos la apabullaron y se dio cuenta de que se había encogido en la bañera, con los brazos rodeando las rodillas mientras lloraba.

Cuando Isana volvió a levantar la cabeza, el agua de la bañera estaba templada y sintió los ojos pesados e irritados por el llanto.

Se dio cuenta de que su objetivo no había cambiado desde que llegó a la capital. Tenía que conseguir ayuda para las personas que amaba.

Por todos los medios que fueran necesarios.

En cuanto estuvo vestida, retiró el cerrojo y abrió la puerta. Fidelias —asesino, traidor y sirviente de un señor despiadado— esperaba cortés en el vestíbulo y se volvió hacia ella con una expresión interrogante.

Isana lo miró y levantó la barbilla.

—Llevadme a la reunión. Enseguida.