35

Amara miró desde la boca de la cueva.

—¿A qué están esperando? —murmuró.

En el exterior, la hueste silenciosa de los tomados había descendido de la colina y había avanzado hasta el borde de la tierra ennegrecida que marcaba el límite del croach. Durante un tiempo habían sido visibles bajo la luz de los árboles en llamas, pero al morir lentamente esos fuegos, los árboles habían caído a tierra uno detrás de otro, y la oscuridad los había engullido hasta que las formas silenciosas de los tomados no fueron más que siluetas inmóviles en la penumbra. La luna se fue hundiendo en el cielo, de manera que la oscuridad de la noche fue aún más profunda.

Permanecer en la cueva era como encontrarse en una hoguera que se debería haber limpiado hacía tiempo. El hollín cubría todas las superficies, donde la tormenta de fuego impulsada por el viento había arrasado la caverna, consumiendo todo lo que había dentro. Lo único que quedaba cuando entraron los aleranos fueron bultos feos y ennegrecidos, y trozos arrancados y retorcidos por el calor de la piel acorazada de los vord. Un hedor dulzón y mareante llenaba la cueva como una nube tóxica de humos invisibles, y aunque habían pasado horas desde que llegaron, el olor no se había desvanecido ni se había vuelto indetectable.

—Quizás estén esperando el amanecer —murmuró Doroga.

—¿Por qué? —preguntó Amara sin dejar de mirar al enemigo silencioso.

—Para poder ver —respondió Doroga—. Los vord ven bastante bien en la oscuridad, al igual que los marat, pero tu gente no es tan buena. Por eso los tomados tampoco ven bien.

—Es posible que sea eso —murmuró Amara—. Pero si fuera el caso, deberían haber atacado de inmediato, cuando aún tenían la luz de los fuegos y de la luna.

—Deben saber que no tenemos mucha agua —murmuró el jefe marat—. O comida. Quizá piensen que pueden esperar a que salgamos.

—No —negó Amara moviendo la cabeza—. Hasta ahora se han comportado de manera inteligente… muy inteligente. Han sido conscientes de su enemigo, de nuestras capacidades, de nuestras debilidades. Deben tener claro que solo somos una parte muy pequeña de una nación mucho más grande. Deben saber que una fuerza de apoyo llegará dentro de unos días como muy tarde. No tienen tiempo para un asedio.

—Quizás hayan enviado a más tomadores —sugirió Doroga.

—Pero entonces ya los tendríamos aquí —replicó Amara—. Caminante y tú habéis estado vigilando la entrada de la cueva. Todos los heridos o dormidos tienen a su lado a un compañero que vigila por si hay más tomadores. Nadie los ha visto.

Doroga gruñó, cruzó los brazos y se recostó en el hombro de Caminante, mientras el enorme toro gargante descansaba sobre el pecho, rumiando la comida que había forrajeado antes. El animal ocupaba la mayor parte de la boca de la cueva y contemplaba al enemigo silencioso en el exterior sin ningún temor perceptible. Amara le envidiaba eso al gargante. La fuerza de un alerano sencillo no podía igualar la fuerza enloquecida de un alerano tomado, pero ambos no tenían demasiadas oportunidades contra algo del tamaño del gargante y parecía que Doroga compartía la calma de Caminante.

Bernard se acercó desde el fondo de la cueva, sin hacer ruido a pesar de su tamaño. Aunque habían colocado muchas lámparas de furia en el suelo delante de la caverna para iluminar cualquier ataque, las luces del interior se mantenían muy bajas para dificultar la observación desde fuera. Amara tardó un momento en detectar el cansancio y la preocupación que transmitía.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó en voz baja.

—Giraldi es un viejo cabrón muy duro —respondió Bernard—. Lo superará, si salimos de esta. —Miró durante un momento hacia las formas silenciosas de los vord—. Tres muertos más —anunció—. Si tuviéramos un artífice del agua, lo habrían conseguido. Pero parece que el resto saldrá adelante.

Amara asintió y los tres se quedaron mirando hacia el enemigo silencioso.

—¿A qué están esperando? —suspiró Bernard—. No me importa que lo sigan haciendo, pero me gustaría saber por qué.

Amara parpadeó.

—Por supuesto —exclamó.

—¿Hummm? —replicó Bernard.

—Tienen miedo —murmuró Amara.

—¿Miedo? —preguntó Bernard—. ¿Por qué lo iban a tener ahora? Nos tienen cogidos por el cuello. Si asaltan la cueva, lo más probable es que acaben con nosotros. Deben saber que estamos muy debilitados.

—Bernard —explicó Amara—, ¿no lo ves? Su primer objetivo fue atacar a nuestros caballeros: primero a los artífices del agua, después a los artífices del fuego. Sabían el peligro que representaban y los eliminaron.

—Sí —reconoció Bernard—. ¿Y?

—Y nosotros destruimos el nido vord con el fuego —explicó Amara—, cuando creían que habían matado a nuestros artífices del fuego. Hemos hecho algo que no se esperaban y están aturdidos.

Bernard le lanzó una mirada al enemigo y bajó la voz hasta convertirla en un leve susurro.

—Pero no tenemos artífices del fuego.

—Ellos no lo saben —replicó Amara en el mismo tono—. Lo más probable es que esperen que les ataquemos y volvamos a utilizar el fuego. Están esperando porque creen que es su alternativa más inteligente.

—¿Esperando qué? —preguntó Bernard.

Amara negó con la cabeza.

—¿Más luz? ¿Qué estemos más débiles o cansados? ¿Qué se mueran los heridos? No sé lo suficiente sobre ellos para tener una idea mejor.

Bernard frunció el ceño.

—Si creen que tenemos artífices del fuego, deben pensar que entrar en la cueva es un suicidio porque los freiríamos en la boca antes de que pudieran llegar al combate cuerpo a cuerpo. Están esperando que salgamos para quemarlos, porque ahí fuera pueden utilizar de nuevo la ventaja del número. —Dejó escapar una risita—. Creen que son ellos los que están metidos en un lío.

—Entonces solo tenemos que esperar —sugirió Amara—. Lo más seguro es que no tarden en llegar fuerzas de apoyo.

Bernard negó con la cabeza.

—Pongámonos en el caso de que también lo saben. Tarde o temprano, si no salimos a por ellos, se darán cuenta de que ello se debe a que no tenemos lo que ellos creen que tenemos. Y entonces vendrán a por nosotros.

Amara tragó saliva.

—¿Cuánto crees que esperarán?

Bernard movió la cabeza.

—Ni idea. Pero hasta el momento han sido muy listos.

—Al amanecer —intervino Doroga con voz despreocupada y confiada.

Amara miró a Bernard, que asintió.

—Es una teoría tan buena como cualquier otra. Tal vez más.

Amara se quedó mirando la oscuridad durante un buen rato.

—Al amanecer —repitió en voz baja—. Si el Primer Señor hubiera enviado caballeros Aeris, ya habrían llegado.

Bernard se puso a su lado y no dijo nada.

—¿Cuánto crees que falta para amanecer? —preguntó Amara.

—Ocho horas —respondió Bernard en voz baja.

—No es tiempo suficiente para que se recuperen los heridos sin ningún artificio.

—Pero sí lo es para descansar —sugirió Bernard—. Nuestros caballeros lo necesitan. Como tú, condesa.

Amara siguió mirando hacia la oscuridad, y en ese momento la reina vord apareció a la luz de las lámparas de furia.

La reina caminaba sobre dos patas, pero algo en sus movimientos estaba sutilmente fuera de lugar, como si estuviera realizando un truco en lugar de un movimiento natural. Una gran capa vieja y desgastada cubría casi todo el cuerpo de la reina. Tenía los pies largos, y los dedos se estiraban y agarraban al suelo cuando se movía. La cara, que no estaba cubierta por completo con la gran capucha de la capa, tenía una forma extraña con unos rasgos casi humanos pero tallados en un material verde y rígido que era incapaz de cambiar de expresión. Sus ojos emitían un suave brillo verde blanquecino en unas órbitas de color sin que se pudieran ver las pupilas o los párpados.

Tenía la mano derecha levantada por encima de la cabeza. El brazo era demasiado largo, con unas articulaciones raras, pero la mano que sostenía una tira ancha de tela blanca era casi humana.

Amara se quedó mirando estúpidamente durante un momento.

La reina vord habló con una voz lenta que emitía un lamento chirriante, penoso de oír y difícil de comprender.

—Aleranos —dijo la criatura.

Amara tembló como reacción ante la voz de la criatura, sus tonos e inflexiones extraños.

—Jefe alerano. Sal. Charla blanca, de tregua.

—Cuervos —jadeó Bernard en voz baja—. Escucha eso. Me hiela la sangre en las venas.

Doroga miró a la reina con ojos neutros y Caminante dejó escapar un mugido de asco.

—No confíes en las palabras de la reina —recomendó—. Está equivocando y lo sabe.

Amara le frunció el ceño a Doroga.

—¿Equivocando?

—Está mintiendo —aclaró Bernard y miró a Doroga—. ¿Estás seguro?

—Matan —respondió el marat—. Toman. Se multiplican. Eso es lo único que saben hacer.

Bernard entornó los ojos hacia la reina, que ahora estaba perfectamente quieta de una manera muy poco natural mientras esperaba.

—Voy a hablar con ella —anunció.

El ceño de Doroga se profundizó, sin apartar los ojos de la reina vord.

—No me parece una solución inteligente.

—Si está ocupada hablando conmigo —explicó Bernard—, no está dirigiendo un ataque contra nosotros. Si puedo ganar un poco de tiempo con la charla, puedo marcar la diferencia.

—Doroga —preguntó Amara—, ¿estás reinas son peligrosas?

—Más que un guerrero —respondió Doroga—. Velocidad, potencia, inteligencia y hechicería si te acercas demasiado.

Amara frunció el ceño.

—¿Qué tipo de hechicería?

Doroga miró al vord a través de unos ojos que parecían despreocupados.

—Manda a los vord sin necesidad de hablar. Puede hacer que aparezcan fantasmas que distraigan y cieguen, crean imágenes sin sustancia. No confíes en nada de lo que veas cuando tienes cerca a una reina vord.

—Entonces no te puedes arriesgar, Bernard —anunció Amara.

—¿Por qué no?

—Porque Giraldi está herido. Si te ocurriera algo, el mando recaería sobre mí, y yo no soy un soldado. Dependemos demasiado de tus dotes de mando como para que corras riesgos. —Movió la cabeza—. Iré yo.

—Cuervos, ni hablar —replicó Bernard.

Amara alzó una mano.

—Tiene sentido. Puedo hablar por todos y, para serte sincero, entre nosotros, sospecho que tengo más experiencia en manipular conversaciones y evaluar las respuestas.

—Si Doroga tiene razón y es una trampa…

—Entonces soy la que tiene más posibilidades de escapar —señaló Amara.

—Doroga —gruñó Bernard—, dile lo estúpida que es.

—Ella tiene razón —reconoció Doroga—. Es lo suficientemente rápida como para escapar de una trampa.

Bernard miró a Doroga.

—Muchas gracias.

Doroga sonrió.

—Los aleranos sois bastante estúpidos en la forma que tratáis a vuestras hembras. Amara no es una niña a la que hay que proteger. Es una guerrera.

—Muchas gracias, Doroga —agradeció Amara.

—Una guerrera idiota que va a salir ahí fuera —recalcó Doroga—. Pero una guerrera. Además, si va ella, tú te puedes quedar aquí con el arco y si la reina intenta algo, disparas.

—Basta —le cortó Amara, que se echó la capa para atrás con el fin de dejar libre el brazo de la espada, soltó el arma en la funda y salió de la cueva hacia la luz estable de las lámparas de furias.

Se detuvo a tres metros de la reina vord, y se desplazó hacia un lado para dejarle a Bernard una línea de tiro despejada en caso de que tuviera que disparar a la criatura. La criatura no se movió durante todo ese rato, pero dejó de seguirla con la mirada.

—Has pedido una conversación —anunció Amara—. Habla.

La cabeza de la reina vord giró de manera extraña bajo la capucha y los ojos la miraron de lado.

—Tu gente está atrapada. No podéis escapar. Rendiros y evitaros más dolor.

—No nos rendiremos —replicó Amara—. Atacadnos si queréis. En cuanto entremos en combate no vamos a mostrar piedad.

La reina vord ladeó la cabeza en dirección contraria.

—Creéis que vuestro Primer Señor va a enviar fuerzas para salvaros. Eso no va a ocurrir.

Había algo en la afirmación de la reina vord, de la seguridad con la que hablaba, que perturbó la confianza de Amara, que mantuvo el rostro y la voz en calma.

—Estás equivocada —replicó.

—No, no lo estamos. —La reina vord cambió el peso y la capa se estiró y movió de manera inhumana—. Vuestro Primer Señor está casi muerto. Vuestros mensajeros están muertos. Vuestra nación quedará muy pronto dividida por la guerra. No llegará ninguna ayuda para vosotros.

Amara se quedó mirando a la reina vord durante un momento, con una sensación de miedo repentino en la base de la espalda. La criatura volvía a hablar con toda seguridad. Si estaba diciendo la verdad, significaba que los vord estaban trabajando en muchos sitios a la vez, que la reina vord que preocupaba a Doroga ya había llegado a la capital.

Más piezas ocuparon su lugar y la sensación de horror de Amara creció al hacerlo. Al Festival del Final del Invierno asistía la mayor parte de la nobleza del Reino. Las victorias públicas durante el Final del Invierno eran mucho más valiosas y por eso las derrotas públicas eran mucho más desastrosas. Acaso no fuera ninguna coincidencia que los ataques contra los cursores hubieran empezado en ese preciso momento. Si Gaius se encontraba de verdad incapacitado, y sus fuerzas de inteligencia sumidas en el caos, sería de una facilidad pasmosa orquestar la revelación de sus debilidades. Después de eso apenas faltaba un paso muy pequeño para la guerra civil abierta.

Amara miró a la reina vord con una desesperación creciente. Oh sí, los vord habían luchado con inteligencia. Se habían tomado su tiempo para conocer al enemigo. Amara solo podía pensar en algunas suposiciones muy vagas sobre la amplitud de lo que estaban haciendo los vord, pero si de verdad estaban trabajando en colaboración para crear el caos en la capital…

Entonces era muy posible que estuvieran condenados.

Amara miró a la reina vord mientras las ideas le pasaban por la cabeza.

—Inteligente —comentó la reina vord—. Intuitiva. Análisis rápido de hechos dispersos. La lógica de la hipótesis es correcta. Ríndete, alerana. Serás una aportación excelente para la Causa.

Un horror helado hizo que Amara diera un par de pasos hacia atrás y provocó que se le acelerara el corazón.

Había oído sus pensamientos.

—Habéis luchado de manera encomiable —reconoció la reina vord y parecía que con cada palabra su pronunciación se volvía más clara—. Pero se ha acabado. Ahora este mundo forma parte de la Causa. Vais a perecer. Os ofrezco la oportunidad de un final sin dolor. Es lo máximo a lo que podéis aspirar. Ceded.

—Nosotros no cedemos —gruñó Amara, sorprendida por lo aguda y chillona que le había sonado la voz—. Nuestro Reino no es vuestro. Hoy no. —Levantó la barbilla antes de decir—: Hemos decidido luchar.

Los ojos brillantes de la reina vord se estrecharon, pasando de un verde blancuzco a una tonalidad profunda dorada rojiza.

—Que así sea —chasqueó.

Abrió la mano y soltó la tela blanca, que cayó al suelo. Entonces se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad con una gracia y velocidad inhumanas. Amara se retiró con rapidez hacia la cueva con unas piernas que le temblaban tanto que casi no podía andar.

Bernard, arco en mano, siguió vigilando las sombras más allá de las lámparas de furia, con el ceño fruncido.

—¿Qué ha ocurrido?

—Me… —Amara se dejó caer al suelo y empezó a temblar—. Me… ha leído el pensamiento. Veía lo que me estaba pasando por la cabeza.

—¿Qué? —exclamó Bernard.

—Lo vio… —Amara movió la cabeza—. No dije ni una palabra sobre algunas cosas y a pesar de eso ella habló sobre ellas.

Bernard se mordió los labios.

—Entonces… vio que no tenemos ningún artífice del fuego.

—Os lo dije —observó Doroga—. Idiotas.

Amara parpadeó.

—¿Qué? —Lo miró durante un momento—. Oh, no. No, ni siquiera pensé en esa posibilidad, aunque supongo que no tiene importancia. —Se masajeó los brazos con las manos—. Pero afirma que Gaius está incapacitado, que han matado a nuestros mensajeros, que no va a llegar ninguna ayuda, así que lo mejor es que nos rindamos. Bernard, afirma que está colaborando con otras de su especie dentro del Reino, quizás incluso en la capital.

Bernard soltó el aire lentamente.

—Doroga —empezó Bernard—, me pregunto si irías a explicarle a Giraldi lo que ha pasado. Y pídele que seleccione un escuadrón de servicio. Quiero que estemos preparados para repeler un ataque en cualquier momento.

Doroga miró a Bernard y Amara con escepticismo, pero asintió y se puso en pie, dando unos golpecitos en el lomo de Gargante antes de encaminarse hacia el interior de la cueva.

Después de irse, Amara se derrumbó sobre Bernard y de repente empezó a sollozar. Se sentía humillada, pero era incapaz de parar. Su cuerpo temblaba descontrolado y casi no podía respirar.

Bernard la sostuvo, rodeándola con sus brazos, y ella solo pudo temblar contra él durante un rato.

—Ha… ha sido muy extraño. Estaba muy segura, Bernard. Vamos a morir. Vamos a morir.

Él la abrazó, pero no dijo nada mientras la rodeaba con brazos fuertes y cálidos.

No pudo dejar de llorar o balbucear.

—Si estaba diciendo la verdad, es posible que todo esté perdido, Bernard. Perdido para todo el mundo. Los vord se podrán extender por todas partes.

—Tranquila —la intentó calmar—. Tranquila. Tranquila. Aún no sabemos nada.

—Lo sabemos —replicó Amara—. Lo sabemos. Nos van a destruir. Hemos luchado contra ellos con todas nuestras fuerzas, pero son cada vez más fuertes. En cuanto se empiecen a extender, nada los podrá detener. —Volvió a temblar y sintió que algo se rompía en su interior—. Nos van a matar. Vendrán a por nosotros y nos matarán.

—Si llegamos a ese punto —anunció Bernard en voz baja—, quiero que te vayas. Puedes volar y avisar a Riva y al Primer Señor.

Ella levantó la cabeza y lo miró a través de un mar de lágrimas.

—No quiero dejarte atrás.

De repente se quedó helada de puro pánico. Había intentado con todas sus fuerzas que se alejase de ella, por el bien de ambos. Pero su gran preocupación por el deber y la lealtad habían quedado en nada durante las últimas horas e instantes. Su voz cayó hasta convertirse en un susurro mientras lo miraba a los ojos.

—No quiero estar sin ti.

Él le sonrió solo con los ojos.

—¿De verdad?

Ella asintió, porque su respiración era demasiado temblorosa para arriesgarse a hablar.

—Entonces no lo estés —sugirió en voz baja, mientras con el pulgar le limpiaba con suavidad las lágrimas de las mejillas—. Cásate conmigo.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—¿Qué?

—Aquí mismo —respondió—. Ahora mismo.

—¿Estás loco? —exclamó—. Tendremos suerte si sobrevivimos a esta noche.

—Si no lo conseguimos —siguió Bernard—, al menos habremos pasado parte de la noche juntos.

—Pero… tienes que… tus votos de…

Bernard negó con la cabeza.

—Condesa, tendremos suerte de sobrevivir a esta noche, ¿recuerdas? No creo que el Primer Señor tenga en cuenta unas pocas horas de un matrimonio no aprobado del todo entre sus vasallos por juramento que han dado la vida al servicio del Reino.

Amara tuvo que ahogar una carcajada que luchaba con las lágrimas por un espacio en su garganta.

—Estás loco. Te debería matar por pedírmelo en un momento como este. No tienes corazón.

Él tomó su mano entre las suyas. Amara sintió su mano delgada y frágil entre las de él. Sus dedos eran callosos, cálidos, fuertes y siempre amables.

—No tengo corazón, condesa, porque se lo entregué a una hermosa joven.

De repente ella no pudo apartar la mirada de la de él.

—Pero… tú no me… tú no me quieres. Yo… nosotros nunca hemos hablado de ello, pero sé que quieres tener hijos.

—No sé lo que ocurrirá mañana —replicó Bernard—. Pero sé lo que quiero que me ocurra contigo, Amara.

—Estás loco —replicó en voz baja—. ¿Esta noche?

—Ahora mismo —repitió—. He revisado la jurisprudencia. Doroga se puede considerar un jefe de estado de visita. Él nos puede casar.

—Pero nosotros… nosotros… —Hizo un gesto hacia el exterior de la cueva.

—No hace falta que estemos de guardia —anunció en voz baja—. Y estaremos de servicio cuando llegue el momento. ¿Tienes algún otro plan antes de amanecer?

—Bueno. No. No. Supongo que no.

—¿Entonces querrás, Amara? Cásate conmigo.

Ella se mordió el labio con el corazón desbocado y las manos temblorosas por una razón completamente diferente.

—Supongo que a largo plazo no tendrá importancia —susurró.

—Quizá no —reconoció Bernard—, pero no tengo intención de acostarme a esperar la muerte, Amara. Pero si esta va a ser mi última noche como hombre, quiero que sea como tu hombre.

Ella levantó la mano para tocarle la mejilla.

—Nunca creí que nadie me llegase a querer, Bernard, y mucho menos alguien como tú. Me sentiré orgullosa de ser tu esposa.

Bernard sonrió, con la boca y con los ojos, en una expresión cálida y con unos ojos brillantes que emitían un resplandor que lanzaba un desafío repentino y potente contra la desesperación que les rodeaba. Amara le devolvió la sonrisa y tuvo la esperanza de ver el reflejo de esa fuerza en sus propios ojos. Y le dio un beso muy lento y suave.

Ninguno de los dos había notado el regreso silencioso de Doroga, hasta que el jefe marat soltó un bufido.

—Bueno —anunció—, para mí es suficiente. Os declaro marido y mujer.

Amara dio un respingo y miró a Doroga, y después a Bernard.

—¿Qué?

—Ya lo has oído —dijo Bernard, quien se puso en pie y cogió en brazos a Amara.

Ella intentó hablar, pero él volvió a besarla. Amara recordó vagamente a Bernard andando y una pequeña alcoba que alguien había formado al fondo de la cueva, rodeada por capas de los legionares colgadas de lanzas detrás de un muro de escudos clavados en el suelo. Pero sobre todo fue consciente de Bernard, de su calidez y fuerza, del poder amable de sus manos y de su corazón. Él la besó y la desnudó, y ella se abrazó a él con todas sus fuerzas, fría y ansiosa por sentir su calor, por compartir entre ellos la calidez en la oscuridad.

Y durante un tiempo despareció cualquier lucha por la supervivencia. No esperaba a ningún enemigo. Ninguna muerte inevitable los estaba acechando en la noche. Solo estaban sus cuerpos, sus bocas, sus manos y las palabras susurradas. Aunque su vida iba a acabar dentro de poco, al menos durante este rato Amara iba a disfrutar de esta calidez, esta comodidad y este placer.

Era terrorífico y maravilloso.

Y era suficiente.