Amara miró hacia abajo en dirección a la cueva de los forajidos a través del campo de aumento de aire más denso que Cirrus había creado entre sus manos extendidas.
—Tenías razón —le murmuró a Bernard, mientras lo llamaba con la cabeza y movía un poco las manos para que él pudiera mirar por encima de su hombro—. ¿Allí, lo ves, saliendo de la boca de la cueva? ¿Eso es el croach?
El suelo en unos doscientos metros en todas direcciones a partir de la entrada de la cueva estaba cubierto de una sustancia espesa y de apariencia viscosa que brillaba húmeda bajo la luz del sol poniente. Había engullido los matorrales espesos delante de la entrada de la cueva, convirtiéndolos en una burbuja semitraslúcida del tamaño de una casa pequeña. Los árboles cercanos a la cueva, en su mayor parte de hoja perenne, también habían quedado engullidos y solo les quedaban libres las ramas más altas de esa cubierta gomosa. En definitiva, otorgaba a la ladera de la colina alrededor de la cueva una apariencia pustulenta y enfermiza, en especial con la mole antigua de la montaña llamada Garados elevándose detrás de ella.
—Esa es la sustancia del Bosque de Cera, de acuerdo —reconoció Bernard en voz baja—. Esa cueva siempre ha traído problemas. La ocupaban los forajidos porque está lo suficientemente cerca de Garados para que ninguno de los locales tenga ganas de acercarse a ella.
—¿La montaña es peligrosa? —preguntó Amara.
—No le gusta la gente —respondió Bernard—. Le he pedido a Brutus que suavice nuestros pasos para que la vieja roca no nos detecte. Si no nos acercamos más, la montaña no nos debería ocasionar ningún problema.
Amara asintió.
—Allí, ¿lo ves? —exclamó—. Movimiento.
Bernard miró a través de las manos levantadas.
—Arañas de la cera —informó y tragó saliva—. Muchas. Se están desplazando hacia el borde del croach.
Los pasos pesados de Doroga se acercaron y detuvieron a su lado.
—Agh —gruñó—. Están extendiendo el croach, como si fuera mantequilla. Crece por sí mismo pero me imagino que intentan que crezca con mayor rapidez.
—¿Por qué harán algo así? —murmuró Amara.
Doroga se encogió de hombros.
—Es lo que hacen. Si se abren camino, estará por todas partes.
Amara sintió un escalofrío helado que le recorrió la espalda.
—No lo harán —replicó Bernard—. No hay señales de nadie de nuestra gente, ni tomados ni sin tomar. Tampoco veo a ninguno de sus guerreros.
—Están ahí —afirmó Doroga con voz confiada—. Están ahí en el croach y no los puedes ver. Fundidos dentro de él.
Bernard apoyó una mano en el hombro de Amara y se puso en pie, inhalando lentamente.
—Soy de la opinión de que debemos seguir adelante con el plan —le explicó—. Esperaremos hasta que oscurezca y les golpearemos con fuerza. Nos acercaremos lo suficiente para asegurarnos de que los vord están ahí y acabaremos con ellos. ¿Condesa?
Amara soltó a Cirrus y bajó las manos.
—No nos podemos quedar por aquí y esperar que vengan a por nosotros —respondió y miró hacia atrás a Bernard—. Pero estas son tus tierras, conde. Apoyaré tu decisión.
—¿Qué es lo que hay que decidir? —preguntó Doroga—. Esto es muy sencillo: matarlos o morir.
Bernard mostró los dientes.
—Prefiero cazar a ser cazado —reconoció—. Doroga, voy a dar una vuelta a esa cueva para ver si nos está esperando alguna otra sorpresa. ¿Quieres venir?
—¿Por qué no? —respondió Doroga—. Caminante está pastando. Es mejor que estar por aquí contemplando cómo arranca cosas.
—Condesa —continuó Bernard—, si te apetece, me gustaría saber lo que puedes ver desde el aire antes de que no quede luz.
—Por supuesto —asintió Amara.
—Tres horas —anunció Bernard al cabo de un momento—. Le voy a decir a Giraldi que se prepare para atacar dentro de tres horas, justo después de anochecer. Si no nos espera ninguna sorpresa, será el momento de acabar con ellos.
Amara inhaló y exhaló profundamente, antes de levantarse con una calma forzada y una confianza que no sentía, y llamó a Cirrus para que la elevara en el aire. Seguía cansada por un exceso de artificios de viento, pero tenía aguante suficiente para un vuelo corto sobre el potencial campo de batalla. Solo le iba a llevar un momento.
Y en cuanto hubiera acabado, las horas que quedaban hasta que se pusieran en marcha le iban a parecer una eternidad.
En cuando Amara regresó de su vuelo sin incidentes (y sin descubrir nada) sobre el nido vord, se instaló con la espalda apoyada en un árbol para descansar. Cuando se despertó, estaba tendida de lado, medio enroscada y con la cabeza apoyada en la capa de Bernard. Reconoció el olor sin necesidad de abrir los ojos y se quedó tendida durante un momento, respirando lentamente. Pero a su alrededor, los veteranos de Giraldi se estaban poniendo en movimiento y las armas y las armaduras emitían leves ruidos de metal chocando contra metal y rascando contra el cuero mientras se aseguraban las armas y el equipo en preparación del combate. Nadie hablaba, excepto por frases cortas y susurrados de afirmación mientras se comprobaban entre ellos el equipo y la fijación de los cierres.
Amara se sentó lentamente, después se puso en pie y se estiró haciendo un gesto de dolor. La malla no le ajustaba bien, aunque era tolerablemente funcional, pero sus músculos no estaban acostumbrados al peso de la armadura y daban punzadas y se contraían dolorosamente en los momentos y los lugares más inesperados cuando los ponía en tensión. Buscó al hombre más cercano al nido de los vord y se acercó a él.
—Condesa —murmuró Bernard.
En el cielo lucía una media luna muy débil, velada de vez en cuando por las nubes, y casi no había luz suficiente para que pudiera reconocer su perfil mientras contemplaba el nido de los vord. Sus ojos brillaban en la sombra de su cara, fijos y sin parpadear.
De noche el nido de los vord parecía hermoso e inquietante. Una luz verde surgía del croach, un color tenue y espectral que creaba formas y remolinos de color, aunque no conseguía iluminar demasiado. La luz verde latía lentamente, como si estuviera en consonancia con algún corazón enorme, haciendo que las sombras cambiasen y rodasen en olas lentas a su alrededor.
—Es hermoso —comentó Amara en voz baja.
—Sí —reconoció Bernard—. Hasta que piensas en lo que representa. Quiero que desaparezca.
—Desde luego —asintió Amara en un susurro.
Ella se colocó a su lado y contempló el nido durante un rato, hasta que sintió un escalofrío y se volvió hacia Bernard.
—Muchas gracias —le dijo y le extendió la capa enrollada.
Bernard se giró para aceptarla y ella percibió la sonrisa en su voz.
—Siempre.
Se puso la capa alrededor de los hombros y la fijó, dejando el brazo izquierdo libre para disparar.
—O quizá nunca —rectificó con voz pensativa—. Has cambiado de opinión con respecto a nosotros.
Amara se quedó de repente muy quieta y se alegró de que la oscuridad ocultara su expresión. Pudo mantener la voz tranquila y así podía decirle una mentira, pero no podía hacerlo mirándole a la cara.
—Ambos tenemos deberes hacia el Reino —respondió en voz baja—. Sufrí la plaga cuando era una niña.
Bernard se quedó en silencio durante un rato largo.
—No lo sabía —dijo por fin.
—¿Ves por qué tiene que ser así? —le preguntó.
Más silencio.
—Nunca te podré dar hijos Bernard —le explicó—. Eso ya sería suficiente para obligarte a buscar otra esposa, según la ley. O perder tu ciudadanía.
—Para empezar, yo no la busqué nunca —replicó Bernard—. Por ti, podría pasarme sin ella.
—Bernard —insistió con un tono de frustración en la voz—, hay pocos hombres decentes entre los ciudadanos. En especial, entre los nobles. El Reino te necesita donde estás.
—Que los cuervos se lleven al Reino —maldijo Bernard—. He vivido antes como hombre libre y lo puedo volver a hacer.
Amara respiró hondo.
—Yo también he realizado juramentos, Bernard —explicó con mucha suavidad—. Y sigo creyendo en ellos y no voy a ser una perjura. Le soy leal a la Corona, y no puedo ni quiero dejar de lado mis deberes, o aceptar otros que puedan entrar en conflicto con ellos.
—¿Crees que estoy en conflicto con la Corona? —preguntó Bernard en voz baja.
—Creo que te mereces a alguien que pueda ser tu esposa —respondió Amara—. Que pueda ser la madre de tus hijos. Que pueda estar a tu lado sin importar lo que pase. —Tragó saliva—. Yo no puedo ser eso para ti. No mientras siga vigente mi juramento a Gaius.
Ambos se quedaron en silencio durante un rato, hasta que finalmente Bernard movió la cabeza.
—Condesa, voy a luchar contra ti por esto. Con uñas y dientes. Pretendo casarme contigo antes de acabar el año. Pero por el momento, ambos tenemos asuntos más urgentes y ha llegado el momento de concentrarnos en ellos.
—Pero…
—Quiero que vayas con Giraldi y te asegures de que todos los hombres tienen su lámpara —ordenó Bernard—. Y después de eso, ocupa tu posición con Doroga.
—Bernard —replicó Amara.
—Condesa —la interrumpió—, estas son mis tierras. Estos hombres están bajo mi mando. Si no queréis servir con ellos, tenéis mi permiso para marcharos. Pero si os quedáis, espero que me obedezcáis. ¿Está claro?
—Perfectamente, Su Excelencia —respondió Amara, que no estaba segura si estaba enfadada o divertida por su tono, pero sus emociones eran demasiado turbulentas para permitirse cualquier reacción que no fuera la profesionalidad.
Inclinó la cabeza ante Bernard y se dio la vuelta para regresar con los legionares y encontrar a Giraldi. Confirmó que cada legionare llevaba dos lámparas de furia y después de eso se abrió camino hasta la retaguardia de la columna, donde el olor acre de Caminante, el gargante de Doroga, resultaba un guía casi tan fiable como la luz mortecina.
—Amara —saludó Doroga, que se encontraba en la oscuridad, apoyado en el costado de Caminante.
—¿Estás preparado? —le preguntó Amara.
—Humm. Ha resultado bastante fácil cargarlo. ¿Estás segura de esto?
—No —reconoció—. Pero ¿qué es seguro en la vida?
Doroga sonrió, mostrando los dientes que lanzaron un resplandor blanco y repentino.
—La muerte —respondió.
—Eso anima —replicó con tono seco—. Muchas gracias.
—No hay de qué. ¿Tienes miedo a morir?
—¿Tú no? —preguntó Amara.
El jefe marat ladeó la cabeza pensativo.
—En su momento tenía miedo. Ahora… no estoy seguro. Lo que viene después, no lo sabe nadie. Pero nosotros creemos que no es el fin y allí donde conduzca ese sendero, están aquellos que lo han recorrido antes que yo y me harán compañía. —Cruzó los enormes brazos sobre el pecho—. Mi compañera, la madre de Kitai. Y después de la batalla de la pasada noche, muchos de mi pueblo. Amigos. Familia. A veces pienso que será agradable verlos de nuevo. —Levantó la vista hacia la luna mortecina—. Pero Kitai está aquí, así que creo que me voy a quedar todo el tiempo que pueda. Es posible que necesite a su padre, y sería un irresponsable si la dejase sola.
—Creo que yo también voy a intentar no morir —le explicó Amara—. Aunque… mi familia también me está esperando allí.
—Entonces será bueno que cabalgues conmigo esta noche —concluyó Doroga.
El marat agarró la pesada cuerda de montar con nudos y subió con facilidad al lomo de Caminante. Desde allí se inclinó, tirando la cuerda hacia Amara y extendiendo la mano para ayudarla a subir.
—No importa lo que ocurra, tenemos algo por lo que sobrevivir.
Amara dejó escapar un leve chasquido y subió hasta instalarse detrás de Doroga sobre la manta de montar que se extendía sobre el ancho lomo de Caminante. El gargante cambió el peso de un lado a otro, inquieto. El líquido se agitó en los barriles de madera que colgaban a ambos lados del animal.
Doroga espoleó a Caminante para que avanzase, y el animal se movió con pasos lentos y silenciosos hacia la zona en que los legionares estaban formando sus filas. Amara contempló cómo Giraldi iba de un lado a otro de la formación, bastón en mano, inspeccionando a cada hombre bajo la mortecina luz de la luna. No quedaba nada del sarcasmo y de las bravatas habituales del centurión, cuyos ojos estaban atentos; su expresión era dura y señaló varias deficiencias en dos legionares diferentes con un golpe seco del bastón. Los hombres tampoco hablaban ni bromeaban, sino que movían los ojos en silencio cuando el centurión pasaba de largo. Cada rostro estaba tenso, concentrado en la tarea que tenía por delante. Tenían miedo, por supuesto, solo los idiotas no lo tendrían, y los veteranos legionares no eran idiotas. Pero eran soldados profesionales, legionares aleranos, el producto de más de mil años de tradición, y el miedo era un enemigo al que nunca se iban a rendir o que nunca les iba a derrotar.
Giraldi levantó la mirada hacia ella cuando el gargante se acercó en silencio y se tocó el peto con el bastón en señal de saludo. Amara se lo devolvió con un gesto de la cabeza y el gargante siguió adelante, hasta detenerse al lado de Bernard y los caballeros que quedaban: media docena tanto de tierra como de madera, ninguno tan dotado como Janus o Bernard, pero cada uno de ellos un soldado sólido con muchos años de servicio en las legiones. Habían dejado de lado los escudos, pero los artífices de la madera llevaban arcos gruesos mientas que los artífices de tierra cargaban con pesados mazos, excepto el joven sir Frederic, que había optado por llevar su lanza a la batalla.
Bernard levantó la mirada hacia Amara y Doroga.
—¿Listos?
Doroga asintió.
—¿Centurión? —preguntó Bernard a las sombras a su espalda.
—Listos, mi señor —llegó la respuesta de Giraldi en voz baja.
—Adelante —ordenó Bernard, mientras hacía girar la mano en el aire trazando un círculo corto que terminó apuntando hacia el nido.
El inmenso lomo del gargante se movió de un lado al otro cuando el animal empezó a avanzar, sin que hubiera ninguna señal visible por parte de Doroga. Amara oyó unos pocos crujidos amortiguados procedentes de botas de cuero desgastadas y el repiqueteo de lo que debió de ser el borde de un escudo contra el acero de la armadura, pero más allá de eso, los legionares y los caballeros se movieron en un silencio absoluto. Mirando a su alrededor, casi no podía ver la fila delantera de los legionares que iban detrás de ellos, aunque no se encontraban a más de una docena de pasos. Las sombras se movían y emborronaban a su alrededor, como resultado de diversas capas de artificios de la madera.
El corazón de Amara empezó a latir con más fuerza cuando se acercaron a la espectral luz verde del croach.
—¿Es esto lo que hizo tu pueblo? —le preguntó a Doroga con un susurro.
—Con más gritos —respondió Doroga.
—¿Y si acuden enseguida? —susurró.
—No lo harán —le aseguró Doroga—, hasta que las guardianas no les avisen.
—Pero ¿y si lo hacen…?
—Pagarán cara nuestra muerte.
La boca de Amara se secó e intentó tragar saliva, pero no parecía que pudiera mover la garganta. Así que se quedó callada y esperó mientras avanzaban en un silencio tenso y dispuesto.
Bernard y sus caballeros llegaron al borde del croach. Se detuvo para que los legionares que venían detrás se pudieran poner en formación y respiró hondo. Levantó el arco mientras se arrodillaba, con una flecha de caza de punta ancha dispuesta sobre la madera doblada. Alineó la flecha con la superficie del croach y la soltó. El gran arco zumbó y la flecha salió disparada sobre la superficie y a treinta o cuarenta metros empezó a cortar una incisión larga y fina en la superficie del croach. La sustancia cerosa se abrió y empezó a burbujear como si estuviera hirviendo y el fluido verde y luminoso empezó a manar por la herida de varios metros de longitud.
El nido vord entró en erupción con un estallido de movimiento y un coro extraño de aullidos y siseos que se elevó hacia el cielo nocturno. Las arañas de la cera, unas criaturas tan grandes como un perro de tamaño medio, surgieron del croach. Sus cuerpos estaban hechos por una sustancia pálida y parcialmente traslúcida que se confundía con el croach. Unas placas se sobreponían las unas a las otras para acorazar sus cuerpos mientras que unas patas quitinosas de muchas articulaciones las impulsaban en saltos que cubrían veinte metros de una sola vez. Las arañas emitían chillidos parecidos a aullidos y silbidos agudos, corriendo hacia el largo corte en el croach. Amara se sobresaltó a causa de la sorpresa, nunca habría creído que pudiera haber tantas y tan cerca, casi bajo sus narices, pero invisibles. Había docenas, moviéndose por el croach, y mientras miraba, las docenas se convirtieron en veintenas y después en centenares.
Bernard y sus caballeros Flora tiraron de los arcos y empezaron a trabajar. Las flechas sisearon infaliblemente hacia las arañas de cera mientras se movían y saltaban por el croach, montadas con puntas finas como estiletes para atravesar la armadura. Disparadas desde los arcos pesados que solo los artífices de la madera podían doblar, resultaron letales. Las flechas acertaron una y otra vez, atravesando las arañas y dejándolas pataleando y moribundas, y durante todo un minuto no se dieron cuenta de que las estaban atacando.
Algunas de las arañas más cercanas se dieron la vuelta para encararse con las tropas aleranas, girando los ojos con un brillo más luminoso, y empezaron a saltar de un lado a otro, emitiendo más silbidos estruendosos. Otras acudieron a la llamada y al cabo de unos segundos toda una horda se había olvidado del croach herido y empezó a correr hacia los atacantes.
—¡Ahora! —rugió Bernard.
Los arqueros se retiraron a la retaguardia, sin dejar de disparar, y las flechas derribaron a las arañas de la cera cuando se encontraban en el aire volando hacia los aleranos. La mitad de la infantería de Giraldi avanzó sobre la superficie del croach, clavaron con fuerza los escudos en la sustancia cerosa y aguantaron con firmeza cuando la oleada de arañas de la cera golpeó contra el muro de escudos.
Los legionares trabajaron juntos, dejando de lado las lanzas habituales a favor de las espadas cortas y pesadas que descargaron contra las arañas sin misericordia ni vacilación. Un hombre vaciló cuando tres arañas lo superaron y le hundieron sus colmillos venenosos en el cuello, de manera que se derrumbó, creando una brecha peligrosa en la línea de escudos. Giraldi bramó una orden y el legionare que iba detrás del primero cogió al hombre herido y lo retiró hacia atrás, antes de ocupar su puesto en el frente. La matanza siguió adelante durante al menos medio minuto, antes de que se produjese una vacilación en el avance de las arañas de cera.
—¡Segunda fila! —bramó Giraldi.
Como un solo hombre, los legionares en el muro de escudos se dieron la vuelta, permitiendo que avanzase la segunda fila de soldados de refresco, que clavaron sus escudos un paso por delante de los primeros y aplicaron sus espadas con un efecto mortal. Unos interminables segundos más tarde, otro respiro en la presión permitió que avanzase la tercera fila y después la cuarta, permitiendo cada una de ellas que avanzasen legionares descansados contra la marea de arañas de la cera.
Sus pesadas botas rompieron la superficie del croach de manera que el fluido viscoso que contenía manó y chapoteó a cada paso e hizo que fuera difícil seguir en pie, pero habían hecho instrucción, maniobrado y combatido antes en el barro, y los veteranos de Giraldi mantuvieron la línea y avanzaron sin descanso hacia la cueva, mientras los arqueros de Bernard protegían sus flancos, derribando con sus flechas a las arañas que intentaban atacar por los lados.
—Estamos casi a medio camino —murmuró Doroga—. Vendrán pronto. Entonces…
De la boca de la cueva surgió otro chillido, este algo más profundo, más estridente y con más mando que los anteriores. Durante un segundo cayó el silencio y después hubo movimiento. Las arañas se empezaron a alejar a saltos de los aleranos, retirándose, y mientras lo hacían, los guerreros vord salieron de la boca de la caverna.
Corrieron hacia la línea alerana, con las placas oscuras de su armadura chirriando y chasqueando y las feroces mandíbulas muy abiertas.
—¡Doroga! —gritó Bernard—. ¡Giraldi, retirada!
El jefe marat le bramó algo a Caminante y el gargante se dio la vuelta y empezó a deshacer el camino por el que había venido, siguiendo el canal abierto a través del croach aplastado. Mientras lo hacía, Amara se inclinó sobre los barriles colgados de los costados de Caminante y quitó los grandes tampones que cubrían los agujeros en su base. Aceite de lámpara mezclado con el licor más fuerte que pudieron encontrar los veteranos de Giraldi fluyó en una corriente constante mientras Caminante se retiraba, dejando dos ríos anchos que se extendían a través del canal abierto en el croach. Los veteranos de Giraldi salieron corriendo para alcanzar el borde del croach y los vord los siguieron en una persecución ansiosa.
Cuando los primeros legionares llegaron al final del croach, Giraldi bramó otra orden. Los hombres se dieron la vuelta y volvieron a formar la línea, esta vez a ambos lados del canal, de manera que los muros de escudos encerraban a los guerreros vord entre ellos. Los vord, temerarios y agresivos, corrieron directamente contra los aleranos, en un camino marcado por los muros de escudos, que los conducían directamente hacia Doroga, Caminante y la fuerza demoledora de los caballeros Terra de Bernard.
Caminante dejó escapar un bramido de batalla, levantándose sobre las patas traseras para derribar a un vord en el aire cuando intentaba alzar el vuelo, y la fuerza demoledora del gargante era suficiente para destrozar la armadura vord. Cayó destrozado al suelo, mientras que Amara se aferraba con desesperación a la cintura de Doroga para no caer del lomo del animal.
Los caballeros Terra defendían los flancos del gargante, y trozos de tierra, impulsados por el artificio de los caballeros, salieron disparados contra los vord cuando se acercaban, frenando la inercia de su carga y exponiéndoles a los golpes bien dirigidos de los mazos salvajes que aplastaban las placas de la armadura de los vord como si fueran cáscaras de huevo.
Pero todo esto no era más que el preludio del verdadero ataque.
—¡Giraldi! —gritó Bernard.
—¡Fuego! —bramó el centurión—. ¡Fuego, fuego, fuego!
A lo largo del muro de escudos de la legión, las lámparas de furia cobraron vida y resplandecieron con todo su poder.
Al unísono, los legionares tiraron las lámparas contra el líquido viscoso del croach roto, mezclado con el aceite de lámpara y el alcohol.
Las llamas se extendieron a una velocidad sorprende y los fuegos individuales en casi un centenar de puntos se encontraron con rapidez, fundiéndose y alimentándose entre ellos. Al cabo de unos segundos, el fuego cobró más vida y empezó a consumir a los guerreros vord atrapados.
Ahora los legionares tuvieron que luchar en serio, a medida que los vord desesperados intentaban salir de la trampa. Los hombres gritaban. El humo negro y un hedor insoportable llenaron el aire. Giraldi gritó órdenes, que casi no se podían oír por encima del chasquido y el cliqueo frenéticos de los vord acorazados.
Y las filas aguantaron. Los vord al final de la trampa consiguieron darse la vuelta y correr de regreso a la cueva.
—¡Condesa! —gritó Bernard.
Amara llamó a Cirrus y sintió la presencia repentina y ansiosa de su furia de viento. Respiró hondo, se concentró y gritó:
—¡Lista!
—¡Abajo, abajo, abajo! —rugió Giraldi.
Amara vio cómo todo se movía con gran lentitud. A lo largo de las filas, los legionares dieron de repente un paso atrás y pusieron una rodilla en tierra, se giraron hacia un lado y levantaron los escudos curvados que se cerraron sobre ellos como si fuera la tapa de un ataúd. Los vord desesperados se tambaleaban y se abrían camino por encima de sus muertos, mientras que los que habían conseguido retirarse se dirigían directamente hacia la cueva.
Amara dejó que Cirrus penetrase en sus pensamientos y lo envió con toda su fuerza de voluntad para que volara hacia los vord que huían.
Un huracán de viento violento barrió el aire a la orden de Amara. Atrapó el líquido en llamas y lo lanzó en una tormenta repentina y cegadora de llamas florecientes. El fuego engulló el aire, alimentado salvajemente por el viento, y el calor abrasó el croach allí donde lo tocaba, fundiéndolo como la cera que parecía. Los árboles cubiertos de croach estallaron como infiernos individuales, y el fuego frenético, impulsado por el viento de Amara, siguió adelante.
Engulló al último de los vord que había atacado a unos quince metros de la boca de la cueva y siguió adelante, mientras los fuegos se extendían y giraban enloquecidos, quemando el croach en cuanto lo tocaban.
La concentración y la voluntad de Amara se tambalearon en un espasmo repentino y nauseabundo de cansancio, y se derrumbó contra la espalda de Doroga. Sin el viento huracanado que los alimentase y empujase, los fuegos empezaron a dividirse en incendios individuales, pero no quedaba ninguna señal del croach sobre la superficie, solo tierra ennegrecida y árboles en llamas.
Lo habían conseguido.
Amara cerró los ojos agotada. No se dio cuenta de que se deslizaba hacia un lado hasta que empezó a caer y Doroga se tuvo que dar la vuelta y la cogió con un brazo muy musculoso antes de que cayese del lomo de Caminante y se golpease contra el suelo.
El mundo se emborronó durante un momento y después oyó a Bernard repartiendo órdenes. Se obligó a levantar la cabeza y miró alrededor hasta que vislumbró a Bernard.
—Bernard —lo llamó de manera casi imperceptible.
El conde levantó la vista desde donde estaba arrodillado, sosteniendo a un soldado herido mientras un sanador retiraba de la pierna del hombre una esquirla rota de la mandíbula de un vord.
—La reina —gritó Amara—. ¿Hemos matado a la reina?
—Aún no lo sé —respondió—. No hasta que hayamos revisado la cueva, pero es una trampa mortal. Tiene un techo alto, pero no es profunda. No me sorprendería que la tormenta de fuego hubiera abrasado a todo lo que había dentro.
—Tenemos que darnos prisa —indicó, mientras Doroga hacía girar lentamente a Caminante para mirar hacia el interior de la cueva—. Tenemos que acabar con ella antes de que pueda recuperarse. Tenemos que matar a la reina o todo habrá sido por nada.
—Comprendido. Pero aquí hay hombres moribundos y no tenemos artífices del agua. Primero nos ocuparemos de ellos.
—¡Eh! —gruñó Doroga—. Vosotros dos. La reina no está en la cueva.
—¿Qué? —Amara levantó la cabeza adormilada—. ¿Qué quieres decir?
Doroga señaló lúgubre hacia la cresta de la colina que se encontraba detrás de ellos, en dirección a Aricholt.
Allí se encontraban los habitantes de la explotación tomados. Formaban un grupo silencioso, una simple multitud de personas de todas las edades y ambos sexos que estaban de pie bajo la mortecina luz de la luna y miraban a las fuerzas aleranas con ojos vacíos.
A su lado se encontraba la centuria de Félix, junto con lo que parecían todos los legionares que se habían visto obligados a dejar atrás en Aricholt.
Y a todos ellos los habían tomado.
A la cabeza de la hueste silenciosa, había algo agachado y Amara no tuvo ninguna duda de lo que estaba contemplando. Era más o menos del tamaño de un hombre y no parecía nada más que una sombra con una silueta extraña. Si no hubiera sido por el brillo luminoso de los ojos, Amara habría pensado que la reina vord era solo una ilusión de la mala luz y las grandes sombras.
Pero era real. Inició un paso tranquilo y lento para bajar por la ladera de la colina, moviéndose de manera extraña, como si caminase sobre cuatro patas cuando estaba formada para andar con dos, y en el mismo instante toda la hueste empezó a avanzar.
—Furias —jadeó Amara, casi demasiado cansada para sentirse aterrorizada por lo que estaba viendo.
Mientras habían cerrado la trampa contra los vord, estos los habían rodeado para atacar al objetivo más débil. En Aricholt unos pocos tomados habían resultado mortales y ahora superaban en número a los legionares que quedaban para enfrentarse a ellos.
—Bernard —preguntó en voz baja—. ¿Cuántos heridos?
—Dos docenas —respondió, cansado.
Los tomados bajaron la colina, sin grandes prisas, dirigidos por una sombra con ojos brillantes al frente. Algo parecido a un siseo, a una risita susurrada levantó ecos a través de la noche, bailando entre las chipas de los árboles en llamas.
—Son muchos —afirmó Amara en voz baja—. Demasiados. ¿Podemos salir corriendo?
—No con tantos heridos —respondió Bernard—. Y aunque los pudiéramos mover, estamos de espaldas a Garados. Nos tendríamos que retirar por sus laderas y nadie puede ocultar tanto movimiento a la montaña.
Amara asintió y respiró hondo.
—Entonces tenemos que luchar.
—Sí —reconoció Bernard—. ¿Giraldi?
El centurión apareció al momento con sangre en la pierna y lucía una abolladura salvaje en las placas superiores que le protegían el hombro, pero golpeó el pecho con el puño.
—Sí, mi señor.
—Que todo el mundo se ponga en marcha —ordenó en voz baja—. Nos retiramos a la cueva. Allí podremos luchar por turnos. Quizá podamos resistir durante un tiempo.
Giraldi miró a Bernard durante un momento y su cara no tenía ninguna expresión, excepto por los ojos preocupados. Después asintió, volvió a saludar, se dio la vuelta y empezó a transmitir las órdenes en voz baja.
Amara cerró los ojos cansados. Una parte de ella se preguntaba si lo mejor no era dormir y que los acontecimientos siguieran su curso. Estaba tan cansada e intentó encontrar alguna razón para seguir adelante, para alejar la desesperación.
«El deber», pensó. Tenía el deber de hacer todo lo que pudiera para proteger a los nobles, a los legionares y a los campesinos del Reino. Ese deber no le permitía rendirse ante la muerte. Pero le parecía que estaba vacío. Más que nada en el mundo, quería estar en algún sitio caliente y seguro, pero el deber era un refugio frío y desnudo para un espíritu herido.
Volvió a levantar la mirada y vio a Bernard ayudando a levantar a un hombre herido, que partió cojeando hacia la cueva mientras se apoyaba en el astil de la lanza. Ayudó al hombre a ponerse en movimiento, animándole, y se volvió hacia el siguiente soldado que necesitaba ayuda, mientras organizaba la retirada que, aunque solo fuera temporalmente, alargaría sus vidas.
Él era razón suficiente.
Doroga empezó a reír de manera repentina.
—¿Qué es lo que te parece tan divertido? —le preguntó en voz baja.
—Estuvo bien lo que hablamos antes —murmuró Doroga con ojos alegres—. En caso contrario, habría olvidado que no importa lo que ocurra porque tenemos algo por lo que sobrevivir.
Seguía riendo para sí mismo cuando hizo que Caminante diera la vuelta y se uniera a la retaguardia de la columna alerana.
Amara giró la cabeza mientras avanzaban y vio cómo la reina vord y los tomados se acercaban lentamente a ellos.