30

Tavi no sabía muy bien por qué se decidió a encaminarse hacia la calle de los Artesanos al pie de la montaña coronada en lo más alto por la Ciudadela. Se encontraba muy lejos de las celebraciones elegantes y las fiestas de jardín en las calles que se elevaban por encima del resto de la ciudad. Aquí no se podían encontrar joyerías ni orfebres. En la calle de los Artesanos vivían los que se ganaban la vida con el trabajo de sus manos: herreros, herradores, carreteros, tejedores, panaderos, albañiles, carniceros, vendedores, carpinteros y zapateros. Para lo que era habitual en el campo, cada una de las casas era extremadamente próspera, pero a pesar de eso la calle de los Artesanos seguía siendo pobre en comparación con las calles de los ciudadanos que se extendían por encima de ella y a las que seguían los rangos ascendentes de la nobleza.

Pero lo que le faltaba a la calle de los Artesanos en extravagancias, lo compensaba en entusiasmo. Para la gente que se tenía que ganar el jornal cada día para sobrevivir, la celebración del Final del Invierno era de las más esperadas del año y se realizaba un gran esfuerzo para planificar los actos festivos. En consecuencia, literalmente no quedaba ninguna hora del día o de la noche en la que parte (o toda) la calle de los Artesanos fuera testigo de una reunión callejera en la que hubiera comida, bebida, música, baile y juegos con un zumbido alegre y constante.

Tavi iba vestido con sus prendas más oscuras y llevaba la vieja capa verde con la capucha puesta para ocultar la cara. Al llegar al paseo de los Jardines, la contempló durante un momento con una especie de desaliento medio divertido. Las celebraciones estaban en todo su apogeo, con las lámparas de furia iluminando la noche, que casi parecía el día. Podía oír al menos tres grupos de músicos diferentes y a lo largo de las calles abarrotadas se habían marcado con tiza varias zonas en los adoquines para reservar espacio para los bailarines que giraban y se bamboleaban siguiendo los pasos.

Tavi recorrió el paseo. De vez en cuando levantaba la vista. Concentró su atención en lo que sus orejas y su nariz le indicaban de lo que tenía alrededor, pero cuando llegó al cruce con la calle del Sur, se detuvo de repente.

Lo primero que notó en el entorno fue el cambio de música. En lugar de instrumentos, había un pequeño grupo vocal que cantaba una melodía compleja que resonaba por la calle con alegre energía. Al mismo tiempo, el aroma sobrecogedor de panes dulces recién horneados llenó sus sentidos, y la boca se le hizo agua. Llevaba horas sin comer, y miró hambriento hacia la panadería, que por la hora debería estar cerrada y en silencio, pero que en vez de eso estaba ofreciendo montones de panes dulces y hojaldres.

Tavi miró a su alrededor, se deslizó a un lado de la calle entre dos tiendas y encontró una caja para subirse a ella. La utilizó para alcanzar la parte superior del alféizar de la ventana y desde allí se impulsó hacia arriba hasta llegar al alero y con rapidez hacia el tejado. Una vez lo consiguió, se pudo dar la vuelta y saltar con suavidad de un tejado al siguiente, que estaba dividido en dos pisos, uno de los cuales se elevaba otro nivel. Tavi también lo escaló y empezó a recorrer la calle de los Artesanos, saltando con suavidad de tejado en tejado, que se encontraban muy juntos, con los ojos, los oídos y la nariz bien abiertos.

De repente lo asaltó sin ninguna razón aparente un escalofrío de excitación y Tavi estuvo seguro de que su instinto no le había engañado. Encontró una zona de sombras profundas detrás de una chimenea y se deslizó en ella, agachándose en una inmovilidad precavida.

No tuvo que esperar mucho tiempo. Se produjo un destello de movimiento en el extremo más alejado de la calle de los Artesanos, y Tavi vio una figura con capa y capucha que se deslizaba sobre los tejados con la misma suavidad y silencio que había utilizado él. Sintió cómo los labios se le estiraban en una sonrisa. Reconoció la capa gris y el movimiento fluido. Una vez más había encontrado al Gato Negro.

La figura se detuvo al borde del tejado para bajar la vista hacia los vocalistas, antes de agacharse en una posición relajada y colocar los dedos con suavidad sobre el tejado. Bajo la capucha de la capa, la cabeza del Gato se ladeó y se quedó totalmente quieto. Resultaba evidente que estaba fascinado por los cantantes. A su vez, Tavi vigilaba al Gato, y por un momento le recorrió una sensación extraña y molesta de reconocimiento. Entonces el Gato se puso en pie y se deslizó hacia el tejado siguiente y su cara cubierta se volvió hacia la panadería, con sus mesas con grandes pilas de panes dulces frescos y humeantes, mientras que una matrona con las mejillas coloradas vendía las barras con rapidez. Una especie de tensión, de hambre, tiñó los movimientos del Gato, quien se desvaneció por el extremo más alejado del edificio.

Tavi esperó hasta que el Gato desapareció de la vista antes de ponerse en pie y saltar hacia el tejado de la panadería. Encontró otra zona oscura para ocultar su presencia justo en el momento en que el Gato con capa oscura surgía entre los dos edificios al otro lado de la calle y caminaba tranquilamente por la calle abarrotada y sus pies dieron uno o dos pasos rítmicos cuando pasaron al lado del grupo vocal. El Gato frenó la marcha durante una fracción de segundo, y pasó al lado de la mesa cuando la matrona que había detrás de ella se volvió para depositar unas pequeñas monedas de plata dentro de una caja fuerte. La capa del Gato ondeó al pasar junto a la mesa. Si Tavi no lo hubiera estado observando con atención, nunca habría visto cómo desaparecía una barra bajo la capa del ladrón.

El Gato no perdió el tiempo y se deslizó en el espacio entre la panadería y la zapatería que había a su lado y recorrió el callejón con rapidez y en silencio.

Tavi se puso en pie y caminó en silencio por el tejado y puso la mano sobre el cinturón en busca del pesado rollo de cuerda dura y flexible que colgaba de él. Dejó caer con la punta de los dedos el lazo en el extremo suelto de la cuerda y lo fue abriendo con los movimientos prácticos y expertos que sus manos habían aprendido a lo largo de los años de manejar a los carneros de montaña grandes, tercos y agresivos de su tío. Se trataba de un lanzamiento largo y desde un ángulo complicado, pero se agachó al borde del tejado y giró el lazo en círculos antes de lanzarlo hacia abajo.

El lazo aterrizó alrededor de la cabeza encapuchada del Gato. El ladrón se movió hacia un lado y consiguió meter dos dedos dentro del lazo antes de que Tavi pudiera tirar de la cuerda. Tavi plantó los pies y tiró con fuerza de la soga. La cuerda levantó al Gato del suelo e hizo que se columpiase hacia un lado.

Tavi pasó la cuerda dos veces alrededor de la chimenea de la panadería y la fijó con un nudo de pastor con una serie de movimientos rápidos y familiares, antes de saltar del tejado al callejón, aterrizando con una flexión que le hizo dar un brinco hacia la espalda del Gato Negro. Lo golpeó con fuerza, y el Gato salió impulsado hacia la pared donde el impacto lo dejó sin aliento.

Los dedos del pie del Gato golpearon con dureza y si no hubiese llevado unas pesadas botas de cuero, se los habría roto.

—Estate quieto —gruñó Tavi y tiró de la cuerda, intentando que su oponente no recuperase el equilibrio.

Se oyó un chasquido y un cuchillo se precipitó contra la mano que Tavi tenía en la soga. Apartó los dedos con rapidez y la hoja se hundió con fuerza en la cuerda trenzada, que era demasiado dura para que una sola cuchillada la pudiese partir, pero el Gato alzó la mano libre para estabilizar la cuerda y terminar el corte.

La soga se partió. Tavi lanzó de nuevo al Gato contra la pared, agarró la muñeca en la que sostenía el cuchillo y la golpeó con fuerza contra el muro de piedra de la panadería. El cuchillo cayó al suelo. Tavi lanzó el canto de la mano contra el cuello del Gato, descargando un golpe amortiguado a través de la pesada capa. El Gato se tambaleó. Tavi se dio la vuelta y lanzó al ladrón al suelo con la cara hacia abajo. Aterrizó sobre su espalda y echó hacia atrás un brazo delgado, con lo que placó al Gato en el sitio.

—Estate quieto —volvió a gruñir Tavi—. No estoy con la Legión Cívica. Solo quiero hablar contigo.

De repente el Gato Negro dejó de retorcerse, y algo en la forma de quedarse quieto le hizo pensar en que estaba muy sorprendido. El Gato Negro relajó de repente la tensión en los músculos que estaban tocando a Tavi.

Tavi miró a su cautivo, y entonces retiró la capucha que le cubría la cabeza al Gato Negro.

Una melena de rizos finos y de un blanco plateado se soltó de la capucha y enmarcó la curva pálida y suave de la mejilla sonrojada de una mujer joven. Sus ojos, ligeramente sesgados en el rabillo, eran de una tonalidad verde brillante idéntica a la de Tavi, y su expresión era de una sorpresa indescriptible.

—¿Alerano? —jadeó.

—Kitai —bufó Tavi—. ¿Tú eres el Gato Negro?

Ella giró la cabeza todo lo que pudo para mirarlo, y sus grandes ojos pudieron verse incluso con la penumbra del callejón. Tavi la miró durante un buen rato y los músculos del abdomen le temblaron de repente con gran excitación. De pronto fue muy consciente de las extremidades fuertes y delgadas de la joven marat que tenía debajo, de la calidez de su piel y de la manera en que su respiración no se había tranquilizado a pesar de que había dejado de luchar contra él. Le soltó la muñeca con parsimonia, y ella retiró con la misma parsimonia el brazo que se había quedado entre los dos cuerpos.

Tavi sintió un escalofrío y se inclinó un poco más. Respiraba por la nariz. Unos mechones de cabellos finos le cosquilleaban en ella. Kitai olía a muchas esencias, a perfumes suave que tal vez hubiera robado en tiendas caras, a la fresca calidez de los panes dulces aún calientes y, por debajo de todo eso, a brezo y al aire limpio del invierno. Al moverse, Kitai también movió la cabeza hacia él, su sien le rozó la barbilla y sintió el aliento caliente en el cuello. Tenía los ojos casi cerrados.

—Bien —murmuró Kitai después de un momento—. Ya me tienes, alerano. Y ahora, o haces algo o me sueltas.

Tavi sintió cómo se ruborizaba violentamente al mismo tiempo que bajaba los brazos y apartaba su peso de Kitai. La chica marat lo miró durante un momento sin moverse con la boca ladeada en una leve sonrisa, antes de levantarse con una gracia felina. Miró a su alrededor durante un instante y vio en el suelo su mal adquirida barra de pan dulce, aplastada durante la lucha.

—Mira lo que has hecho —se quejó—. Me has destrozado la cena, alerano.

Kitai frunció el ceño y se lo quedó mirando durante un momento, con un brillo de enojo en los ojos mientras lo recorría de pies a cabeza, antes de colocarse delante de él con las manos en las caderas. Tavi parpadeó con suavidad y bajó la mirada hacia ella.

—Has crecido —le reprochó—. Eres más alto.

—Han pasado dos años —le recordó Tavi.

Kitai emitió un ligero bufido de disgusto. Bajo la capa llevaba una túnica oscura de hombre, confeccionada con una seda cara y bordada a mano con flores de Forcia, con unos pesados pantalones de cuero procedentes de las legiones, que habrían costado una pequeña fortuna. La chica marat también había cambiado y, aunque estaba claro que era algo más alta que antes, se había desarrollado de otra manera en extremo interesante. Tavi tuvo que obligarse a no mirar el trozo pálido de carne suave que revelaba el escote de su túnica. Su mejilla tenía un trozo enrojecido de carne erosionada, que compartía espacio con un moretón cada vez más oscuro, donde Tavi la había golpeado por primera vez contra la pared. Tenía una marca similar en el cuello, aunque era más fina y precisa, donde la había atrapado el lazo de Tavi.

Si sentía dolor, no lo demostraba. Le lanzó a Tavi una mirada inteligente y desafiante.

—Doroga me dijo que me harías algo así.

—¿Hacer qué? —preguntó Tavi.

—Crecer —respondió, y volvió a recorrerlo con la mirada sin el menor recato—. Hacerte más fuerte.

—Humm —replicó Tavi—. ¿Lo siento?

Ella lo miró y se dio la vuelta hasta que descubrió el cuchillo. Lo recogió, y Tavi vio que la hoja estaba repujada en oro y plata, y la empuñadura reproducía un diseño con ámbar y amatistas, que probablemente le habría costado los ingresos de todo un año del modesto estipendio mensual que le permitía Gaius. Más joyas relucían en su cuello, en ambas muñecas y en una oreja, y Tavi juzgó, para su pesar, que el valor de los bienes que había robado tal vez la haría merecedora de una ejecución si la capturaban las autoridades.

—Kitai —dijo por fin—, ¿qué cuervos estás haciendo aquí?

—Morirme de hambre —replicó, y le dio un golpecito con la punta del pie a la barra destrozada—. Gracias a ti, alerano.

Tavi movió la cabeza.

—¿Y qué estabas haciendo antes de eso?

—No me moría de hambre —respondió con un bufido.

—Cuervos, Kitai. ¿A qué has venido aquí?

Sus labios se apretaron hasta formar una línea antes de responder.

—Estoy vigilando.

—Uh. ¿El qué?

—Estoy vigilando —contestó—. ¿No sabes nada?

—Estoy empezando a pensar que no —reconoció Tavi—. ¿Qué estás vigilando?

Kitai hizo rodar los ojos en un gesto que demostraba tanto enfado como desdén.

—Eres un idiota. —Entornó los ojos—. Pero ¿qué estabas haciendo en ese tejado? ¿Por qué me has atacado?

—No sabía que eras tú —respondió Tavi—. Intentaba atrapar al ladrón llamado el Gato Negro, y supongo que lo he hecho.

Kitai entrecerró los ojos.

—A veces El Único bendice con la buena suerte incluso a los idiotas, alerano. —Cruzó los brazos—. Me has encontrado. ¿Qué quieres?

Tavi se mordió los labios, pensativo. Para Kitai era muy peligroso encontrarse en Alera, y mucho más en la capital. Las experiencias del Reino con otras razas de Carna siempre habían sido tensas, hostiles y violentas. Cuando los marat barrieron la legión del príncipe Gaius Septimus en la primera batalla de Calderon, crearon toda una generación de viudas, huérfanos y familias desconsoladas. Y como la Legión de la Corona se reclutaba en la ciudad de Alera Imperia, había miles, por no decir decenas de miles de individuos que sentían un rencor amargo contra los marat.

Debido a la constitución atlética de Kitai, así como a su piel pálida, el cabello y en especial a sus ojos exóticamente rasgados, la reconocerían de inmediato como una bárbara del este. Si a eso se le añadía todo lo que había robado (y, de paso, la humillación que le había infligido a la Legión Cívica), nunca llegaría a ver el interior de una cárcel o de un tribunal de justicia. Si la descubrían, lo más probable sería que la atrapase una turba furiosa y la lapidaran, colgaran o quemaran allí mismo, mientras la Legión Cívica miraba hacia otro lado.

A Tavi le rugió el estómago. A continuación, suspiró.

—Lo primero —anunció— será buscarnos algo de comida para los dos. ¿Podrías esperarme aquí?

Kitai arqueó una ceja.

—¿Crees que no puedo robar comida para mí?

—No voy a robar —respondió Tavi—. Piensa en ello como una disculpa por haber destrozado tu pan dulce.

Kitai frunció el ceño durante un instante, pero después asintió con precaución.

—Muy bien —aceptó.

Tavi llevaba el dinero suficiente para comprar un par de muslos de ave, una barra de pan dulce y una jarra de sidra. Regresó con todo ello al callejón en penumbra donde lo esperaba Kitai, paciente y silenciosa. Tavi le pasó un muslo y partió la barra por la mitad, y dejó que ella escogiese. Después de eso se reclinó en la pared a su lado y se concentró en la solemne tarea de comer.

Estaba claro que Kitai estaba al menos tan hambrienta como Tavi, y devoraron la carne y el pan en unos instantes. Tavi se tomó un buen trago de la jarra y le ofreció el resto a Kitai.

La chica marat bebió y se limpió la boca con una manga, y después se volvió hacia Tavi. Le brillaban los ojos exóticos. Dejó a un lado la jarra vacía y lo estudió mientras se relamía las migas y la grasa de los dedos. A Tavi le resultó fascinante, y esperó en silencio durante un momento.

Kitai le lanzó una sonrisa lenta.

—¿Sí, alerano? —le preguntó—. ¿Quieres algo?

Tavi parpadeó y tosió. Apartó la mirada mientras se volvía a sonrojar. Se recordó con gran seriedad lo que estaba en juego, y que no se podía permitir ninguna distracción cuando le podía costar la vida a tanta gente. El peso terrible de sus responsabilidades apartó la imagen de los dedos y la boca de Kitai, y la sustituyó por una gran ansiedad.

—Sí, en realidad sí —respondió—. Necesito que me ayudes.

La sonrisita juguetona de Kitai se desvaneció y lo miró con una expresión de curiosidad, incluso de preocupación.

—¿Para qué?

—Para entrar en un edificio —contestó—. Necesito saber cómo has conseguido sortear todas las medidas de seguridad de los lugares que has saqueado.

Kitai frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Un hombre está encerrado en una torre prisión. Necesito sacarlo de la Torre Gris sin hacer saltar ninguna alarma establecida con un artificio de las furias, y sin que nadie nos vea. Oh, y necesito hacerlo de manera que nadie se dé cuenta de que ha desaparecido durante al menos un cuarto de hora.

Kitai lo absorbió todo de inmediato.

—¿Será peligroso?

—Mucho —reconoció Tavi—. Si nos cogen, nos meterán en la cárcel o nos matarán a los dos.

Kitai asintió con expresión pensativa.

—Entonces será mejor que no nos pesquen.

—O que fracasemos —recalcó Tavi—. Kitai, esto puede ser importante no solo para mí, sino también para toda Alera.

—¿Por qué? —preguntó ella.

Tavi frunció el ceño.

—No tenemos demasiado tiempo para explicaciones. ¿Qué sabes de la política alerana?

—Sé que toda tu gente está loca —respondió Kitai.

A pesar de sí mismo, no pudo evitar que le saliera de los labios una carcajada que contuvo a duras penas.

—Creo que sé por qué lo ves de esa manera —reconoció Tavi—. ¿Necesitas una razón que no sea la locura?

—Lo preferiría —respondió Kitai.

Tavi se lo pensó durante un momento.

—El hombre encarcelado es mi amigo y está allí por defenderme.

Kitai lo miró durante un instante y asintió.

—Razón suficiente —reconoció.

—¿Me ayudarás?

—Sí, alerano —contestó, mientras estudiaba sus facciones con ojos pensativos—. Te ayudaré.

Él asintió muy serio.

—Muchas gracias.

Los dientes de Tavi relucieron en el callejón en penumbra.

—No me des las gracias. No hasta que veas lo que debemos hacer para entrar en esa torre.