26

A sus espaldas, Amara oyó cómo Bernard dejaba escapar una maldición llena de sorpresa, y dos pares de pasos pesados que la seguían de vuelta a la gran sala, donde se encontraba Giraldi en una guardia lacónica. El viejo centurión frunció el ceño cuando vio que Amara acudía a la carrera.

—¿Su Excelencia? —preguntó con el ceño fruncido—. ¿Ocurre algo?

—Saca a todo el mundo —gritó Amara—. Todo el mundo fuera. Ahora.

Giraldi parpadeó.

—Inc…

—¡Hazlo! —chilló Amara y Giraldi se pudo rígido automáticamente ante el sonido de la firme autoridad que transmitía su voz y golpeó el peto con el puño, antes de darse la vuelta y empezar a ladrar una ristra de órdenes.

—¿Amara? —preguntó Bernard—. ¿Qué ocurre?

—Sentí que una rata o un ratón me rozaban el pie cuando desperté —le contó Amara, con las manos cerradas en unos puños llenos de impotencia—. Pero acabas de decir que no hay ninguna.

Bernard frunció el ceño.

—¿Pudiste haberlo soñado?

—Grandes furias —jadeó Amara—. Eso espero, porque si lo vord toman a la gente enviando cosas que se meten en tu interior mientras duermes, tenemos un problema. La mayoría de los caballeros estaban durmiendo cerca de mí, en los camastros donde había menos luz.

A Bernard se le cortó la respiración.

—Cuervos sangrientos —maldijo en voz baja—. ¿Quieres decir que crees que había… cosas… merodeando por la sala?

—Creo que esto forma parte de su primer ataque —respondió Amara—. Solo que esta parte es más silenciosa.

Doroga gruñó.

—Ahora tiene sentido que los vord se retiraran tan pronto. Os dejó todos esos heridos de los que ocuparse. Sabían que los llevarías adentro. Entonces enviaron a los tomadores.

Dentro de la sala, Giraldi siguió gritando órdenes. Cada lámpara de furia que había en el interior resplandecía al máximo, y la sala estaba lo suficientemente iluminada como para hacerle daño en los ojos a Amara. Se puso a un lado de la puerta cuando los legionares más cercanos a ella recogieron las armas y los escudos y se encaminaron hacia el exterior a paso ligero. Muchos hombres cojeaban con un dolor indisimulable. A los heridos los tuvieron que sacar con sus camastros, con un hombre a cada extremo.

Amara contuvo un grito para que se apresuraran en salir del edificio, pero Giraldi ya se estaba ocupando de ello. Amara rogaba desesperada que hubiera llegado a una conclusión incorrecta, y que la evacuación de la sala fuera una medida innecesaria. Pero algo en las entrañas le decía que no estaba equivocada, que era una trampa perfectamente dispuesta y se estaba empezando a cerrar.

Dos hombres que cargaban un camastro salieron al exterior. Amara les frunció el ceño y se mordió un labio. Los siguientes fueron numerosos caballeros Terra, fuertemente acorazados, que salían al patio con las piezas de la armadura aún puesta. Algunos de los hombres merodeaban alrededor en grupos de dos o tres, hablando en voz baja y con expresiones desconcertadas. Giraldi empezó a gritarles una orden, pero se detuvo con un esfuerzo visible y se dio la vuelta para seguir reprendiendo a los jóvenes legionares de la centuria de Félix.

Amara frunció el ceño y estudió a los hombres ociosos a los que Giraldi no había ordenado nada. Eran caballeros, todos ellos. ¿Por qué no habían salido?

—Caballeros —los llamó Amara—. Con el resto de nosotros, por favor.

Los caballeros levantaron la mirada hacia ella y muchos de ellos golpearon el puño en el peto en señal de respuesta. Todos se encaminaron a la puerta, y se pusieron en fila detrás de los camilleros.

«Estaban esperando una orden —pensó Amara—. Seguramente el capitán Janus habría deducido que la orden de evacuación era para todo el mundo».

Otro camastro pasó a su lado, y Amara casi no se dio cuenta de que el hombre que cargaba con el pie del camastro era el capitán Janus. La boca del capitán tenía un tic irregular en una de las comisuras, y miró alrededor hasta que su mirada se encontró con la de Amara.

Ella lo miró sorprendida. Los ojos del hombre estaban… mal. Simplemente mal. Janus era un oficial excelente y concienzudo, cuya mente siempre estaba ocupada en cómo podía mejorar la dirección y la protección de sus hombres, cumplir con su deber y servir al Reino. Incluso cuando estaba comiendo o en instrucción con las armas, ya estuviera relajado o enfadado, sus ojos siempre emitían un reflejo y una expresión, mientras que su mente valoraba, planeaba y sopesaba la situación.

Esos reflejos se habían desvanecido.

El tiempo se detuvo. Los ojos de Janus estaban medio caídos, sin parpadear, y su expresión era extrañamente flácida. Su mirada se encontró con la de Amara, y fuera lo que fuese lo que la estaba mirando, no era el capitán Janus.

«Grandes furias —pensó Amara—. Lo han tomado».

Algo extraño y enloquecido parpadeó a través de los ojos del hombre tomado en respuesta a la comprensión de Amara. Cambió el agarre del camastro y lo arrancó de las manos del hombre que iba al otro extremo. El hombre herido en el camastro gritó cuando cayó sobre el suelo de piedra.

Janus movió el pesado camastro en un giro a dos manos que golpeó a Amara en el hombro y la derribó al suelo. Entonces se dio la vuelta, y con otro giro del camastro le partió el cráneo al hombre que tenía a sus espaldas caminando hacia atrás cargado con otro camastro. El hombre se derrumbó sin emitir ni un sonido. Janus lanzó el pesado camastro contra el siguiente hombre, y el proyectil golpeó con tal fuerza que derribó a unos cuantos más.

Janus volvió a la carrera hacia la puerta, pero al pasar al lado de Amara, esta extendió el pie y golpeó con destreza el tobillo del hombre, que lo hizo trastabillar hasta la puerta.

—¡Bernard! —gritó Amara, y se puso en pie para seguirlo—. ¡Giraldi! ¡Han tomado a Janus! —Salió al exterior y vio que Janus caminaba con calma en línea recta hacia Harger—. ¡Detenedlo! —chilló—. ¡Detened a ese hombre!

Un par de legionares cerca de Janus lo miraron y se interpusieron en el camino del hombre. Uno de ellos levantó una mano.

—Perdonadme, señor. La condesa querría que…

Janus agarró la mano levantada del legionare y con un movimiento despreocupado y de fuerza salvaje lo convirtió en un amasijo de carne aplastada y huesos rotos. El legionare chilló y se tambaleó cuando lo soltó Janus. El segundo legionare se quedó helado durante unos instantes, y entonces su mano salió disparada hacia la empuñadura de la espada.

Janus descargó el puño contra la cabeza del legionare, que impactó con tanta fuerza que Amara oyó claramente cómo se le rompía el cuello. Se derrumbó sobre el suelo como un monigote sin huesos.

—¡Va hacia Harger! —gritó Amara—. ¡Proteged al sanador! ¡Qué no llegue a él!

Blandió la espada, llamó a Cirrus para que le prestase su velocidad y corrió hacia la espalda de Janus.

Justo antes de llegar a la distancia de su espada, Janus se dio la vuelta para enfrentarse con ella y le lanzó un puño demoledor contra la cabeza. Amara lo vio como un movimiento lento y perezoso, en lugar del golpe demoledor que sabía que había lanzado con la velocidad de la lengua de un lagarto venenoso. Ella alteró su equilibrio en un movimiento que también pareció lento y somnoliento, y dejó que el puñetazo pasara de largo sin que le acertase en la cabeza. Aprovechó la inercia para golpear hacia abajo con el gladio corto y pesado, y la hoja se hundió profundamente en el muslo derecho de Janus.

Por la reacción que demostró el capitán herido, lo podría haber golpeado con un puñado de plumas. Sin detenerse, otro puñetazo voló hacia su cabeza.

Amara se dejó caer, pasando por debajo del derechazo de Janus y esperó que la herida en el muslo lo derribara mientras ella rodaba hacia delante y se ponía en pie a varios pasos de distancia.

Janus se la quedó mirando durante un segundo y a continuación se dio la vuelta y reemprendió la marcha hacia Harger. El sanador extenuado, que también yacía en un camastro, no se había despertado a pesar del ajetreo. Su cara parecía macilenta y la barba de un gris férreo estaba marcada de blanco. Dos legionares se lo llevaban mientras otra media docena se disponía en una línea de escudos que esperaban a Janus con las armas en la mano.

Janus lanzó una patada que golpeó el centro del escudo de un legionare. El impacto lanzó al hombre a varias decenas de metros y aterrizó sobre las piedras en una mala postura. El legionare al lado del hombre golpeado abrió el brazo de Janus desde el hombro hasta el codo con un tajo duro, pero el hombre tomado le hizo caso omiso, agarró el escudo del legionare con las dos manos y lo lanzó con una fuerza demoledora contra el siguiente hombre de la fila.

Y entonces apareció Bernard con las manos vacías para encararse con Janus. A Amara se le salía el corazón por la boca, pues temía por él. Bernard gruñó una maldición en voz baja y lanzó el puño contra Janus con la fuerza increíble que le proporcionaba Brutus. El puñetazo impactó en Janus como un ariete, de manera que se arqueó hacia atrás y aterrizó de espaldas sobre los adoquines. Bernard señaló al hombre caído y gritó:

—¡Brutus!

Los adoquines se levantaron y entre ellos surgieron las mandíbulas terrosas del perro que aferraron la pierna de Janus antes de que el hombre tomado se pudiera poner en pie.

Los ojos de Janus se abrieron de par en par y su cabeza giró para examinar al perro de piedra que lo tenía atrapado. Su cabeza se ladeó en un movimiento lento y extrañamente elástico. Después volvió a mirar a Bernard y movió la palma de la mano hacia el conde.

La tierra se elevó y avanzó como una ola de más de medio metro de altura, que se acercó a Bernard con una velocidad increíble y le golpeó con fuerza en una pierna, derribando al conde.

A Amara le dio un vuelco el corazón.

Los tomados podían utilizar las furias.

Se lanzó hacia delante y descargó la espada contra el cuello de Janus. El hombre se volvió al acercarse y la hoja pasó limpiamente a través de la palma extendida de Janus, que giró el brazo hacia un lado en un semicírculo y la espada, atrapada en la carne y los huesos de la mano, se le escapó de su agarre.

Amara se tiró hacia un lado cuando Janus intentó agarrarla con la otra mano.

—¡Amara! —rugió Doroga.

Amara volvió la cabeza para ver cómo el jefe marat levantaba en el aire el pesado garrote desde detrás de una multitud de legionares confusos que le impedían el paso. La pesada cabeza del garrote golpeó el suelo y Amara agarró el mango largo cuando saltó hacia ella. No podía desaprovechar la inercia que le proporcionaba el garrote, porque era demasiado pesado para que lo pudiera blandir por sí misma. En su lugar, agarró el mango con las dos manos, que tenían los nudillos blancos, realizó un giro completo con el arma pesada y letal, y golpeó directamente la cabeza del capitán Janus.

Sintió la fragilidad crujiente y quebradiza del cráneo del hombre tomado, que se partía bajo la fuerza increíble que descargó el garrote. Se tambaleó porque el peso del garrote le hizo perder el equilibrio. El impacto le aplastó el cráneo a Janus hasta el pecho y, después de unos segundos de movimientos espasmódicos y contorsiones, se fue quedando quieto poco a poco.

Amara oyó otros gritos y chillidos. Un legionare estaba tendido sobre el quicio de la puerta, lanzando unos chillidos terribles en voz muy alta y con una mezcla de dolor insoportable y terror que no se podía reconocer como procedente de una garganta humana. Le había desaparecido el brazo izquierdo desde el hombro y su sangre se convirtió en un gran charco a sus pies hasta que los gritos dieron lugar al silencio al cabo de unos segundos. Amara oyó el resonar del acero contra el acero, más gritos y la tranquila voz de mando de Giraldi ladrando órdenes.

Miró alrededor del patio, jadeando. La acción solo había durado unos segundos, pero se sentía extenuada y débil. Harger, que ahora estaba rodeado por los legionares, parecía ileso. Amara corrió hacia Bernard y se arrodilló a su lado.

—¿Estás herido?

—Me he quedado sin aliento —respondió Bernard en voz baja, que estaba sentado muy envarado y masajeándose la cabeza como si estuviera medio atontado—. Cuida de los hombres.

Amara asintió y se puso en pie.

Doroga se acercó a ellos y le frunció el ceño a Bernard.

—¿Te estás muriendo?

Bernard parpadeó mientras apretaba la palma de la mano sobre la parte trasera de la cabeza.

—Casi me gustaría que fuera así.

Doroga bufó, recuperó su garrote y analizó el extremo, que mostró a Bernard.

—Tu cabeza está mejor que esta.

La maza del garrote estaba cubierta de un color escarlata y cabellos oscuros pegados a la sangre. Amara lo vio y sintió náuseas. Janus. Lo conocía desde hacía dos años. Le gustaba. Lo respetaba. Siempre había sido tremendamente cortés y considerado, y sabía que Bernard tenía en gran estima su experiencia y profesionalidad.

Y ella lo había matado. Le había aplastado el cráneo.

Amara intentó no vomitar.

Doroga la miró fijamente.

—Estaba tomado. No podías hacer nada.

—Lo sé.

—Habría matado a todo el mundo.

—Eso también lo sé —reconoció Amara—. Pero aun así, no resulta más fácil.

Doroga movió la cabeza.

—No lo has matado. Lo hicieron los vord. Como los hombres que murieron en la emboscada.

Amara no respondió.

Un momento después apareció Giraldi, quien golpeó el peto con la mano.

—Condesa. Conde Bernard.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Bernard en voz baja—. He oído el ruido de más luchas.

Giraldi asintió.

—Tres de los hombres heridos… se pusieron en pie y empezaron a matar gente. Eran casi tan fuertes como artífices de la tierra. Hemos tenido que matarlos… y nos ha llevado un rato. —Respiró hondo y se quedó mirando el cadáver de Janus durante un segundo—. Y sir Tyrus también se volvió loco. Atacó a sir Kerns y lo ha matado. Se precipitó a la carrera contra sir Jager y le ha cortado limpiamente la pierna. He tenido que matar a Tyrus.

Bernard se quedó mirando a Giraldi durante un momento.

—Cuervos.

Giraldi asintió lúgubre, mirando con asco alrededor del patio infestado de cuervos.

—Sí.

Doroga miró del uno al otro con el ceño fruncido.

—¿Qué significa eso?

—Teníamos tres artífices del fuego entre los caballeros —explicó Bernard en voz baja—. Eran nuestra arma ofensiva más poderosa, y ahora dos de ellos están muertos y uno herido. ¿Se puede mover, Giraldi?

El centurión negó con la cabeza.

—Tiene suerte de estar vivo. No había artífices del agua para curar al herido. Ahora están con él mis mejores sanadores con hilo y aguja, pero no podrá viajar.

—Cuervos —maldijo Bernard en voz baja.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Giraldi.

Amara escuchó a Bernard mientras le explicaba lo que sabía de los tomadores vord.

—Así que creemos que algunos de ellos debían de estar esperando dentro de la gran sala, hasta que nuestra gente se quedó dormida.

Unos pasos resonaron en los adoquines y el joven caballero Frederic llegó corriendo desde la gran sala con una taza de latón entre las manos.

—¡Señor! —saludó Frederic.

—Un momento, Fred —le indicó Bernard que siguió hablando con Giraldi—. ¿Cómo mató Tyrus a Kerns?

—Gladio —respondió Giraldi—. Directo en la espalda.

Amara frunció el ceño.

—¿Nada de artificio de fuego?

—Gracias a las furias, no —contestó Giraldi—. Un artificio del fuego habría matado a todo el mundo.

—¿Y los otros tomados? —presionó Amara.

—Con las manos desnudas —respondió Giraldi.

Amara se quedó mirando al centurión y después intercambió una mirada de desconcierto con Bernard.

—Pero Janus usó un artificio de tierra aquí fuera. ¿Por qué los tomados que había dentro de la sala no utilizaron ningún artificio?

Bernard movió la cabeza perplejo.

—¿Crees que hay alguna razón para ello?

—Señor —repitió Frederic con la palma de la mano tapando la taza y una expresión de impaciencia o tensión.

—Ahora no, por favor —le respondió Amara a Frederic—. Dar por hecho que no hay ninguna razón lógica para ello no nos llevará a ninguna parte —le explicó a Bernard—. Lo que pasó aquí fuera fue algo diferente de lo que ocurrió ahí dentro. Tenemos que descubrir qué es.

Bernard gruñó.

—Giraldi, ¿qué más me puedes decir de los tomados en la gran sala?

Giraldi se encogió de hombros.

—No mucho, señor. Fue rápido y sangriento. Espadas y cuchillos. Uno de los hombres usó el astil de la lanza para romperle el cuello a uno de los tomados.

—Ejercicio de armas —reconoció Amara—. Centurión, ¿se empleó algún artificio?

Giraldi frunció el ceño.

—Ninguno evidente, mi señora. Tengo cierto dominio de artificio del metal, pero no se trata de algo que tenga que hacer para usarlo, si entiende lo que quiero decir. Es posible que uno de los hombres usase un poco de artificio de tierra para tirarle un caballete a uno de los tomados para frenarlo cuando se dirigía contra los niños.

Amara frunció el ceño.

—Pero recurrir a una furia en busca de fuerza es un uso internalizado del artificio de las furias, como tu habilidad mejorada en la esgrima. O la capacidad como arquero de Bernard. —Levantó la mirada hacia Bernard—. Pero tú le indicaste a Brutus que atrapase a Janus, y fue después de que lo hicieras… —Frunció el ceño—. Casi pareció sorprenderse cuando ocurrió, como si lo pudiera sentir de alguna manera, y entonces lanzó su propia furia contra ti, Bernard.

Bernard frunció el ceño.

—Pero ¿eso qué significa?

—No creo que pudiera realizar ningún artificio de las furias cuando salió —explicó Amara—. Si hubiera podido, creo que lo habría dirigido directamente contra Harger.

Bernard asintió.

—Crees que no lo pudo usar hasta… ¿cuándo? ¿Hasta que alguien se lo mostró? ¿Hasta que alguien inició un artificio?

Amara movió la cabeza.

—Quizá. No lo sé.

Giraldi gruñó.

—¿Janus iba detrás de nuestro sanador? Cuervos.

Bernard asintió.

—Nuestros sanadores. Nuestros artífices del fuego. Estos vord, sean lo que sean, no son idiotas. Nos tendieron una trampa y atacan conscientemente a nuestros artífices más poderosos. Han predicho bastantes de nuestros movimientos. Eso significa que nos conocen, que nos conocen mejor que nosotros a ellos. —Bernard gruñó y se puso en pie tambaleándose—. Esas son malas noticias.

—Señor —intervino por tercera vez Frederic.

—Espera un momento —replicó Bernard, levantando una mano hacia Frederic—. Amara, ¿dijiste que sentiste como algo te rozaba el pie mientras estabas dormida?

—Sí —respondió ella.

Bernard asintió.

—Entonces podemos pensar que esos tomadores son muy pequeños, más o menos del tamaño de un ratón o de una rata pequeña. Todos tenemos que dormir tarde o temprano. Aún somos vulnerables ante ellos. Tenemos que descubrir algún tipo de defensa.

—¿No nos podemos asegurar de que la gran sala está libre de ellos? —preguntó Amara.

—Lo más seguro es que no —respondió Bernard—. En primer lugar, no sabemos qué aspecto tienen. Y en segundo, algo del tamaño de un ratón puede encontrar grietas en las piedras, agujeros en las paredes, lugares por donde entrar y sitios donde esconderse, lo mismo que hacen las ratas.

—No creo que sea buena idea acampar en el exterior —musitó Amara.

—Desde luego que no.

—Tenemos que saber más de esos tomadores —reconoció Amara—. Si pudiéramos echarle un vistazo a uno, eso nos ayudaría a elaborar un plan.

Frederic dejó escapar un suspiro explosivo de frustración, dio un paso para colocarse entre ellos y golpeó la boca de la copa contra los adoquines con un gesto rápido. Amara lo miró sorprendida y el joven caballero le devolvió la mirada.

—Se parecen a esto —anunció.

Levantó la copa del suelo.

Amara se quedó mirando al tomador. Era tan largo como su mano, y muy delgado. Su carne era nauseabunda, de un color pálido, recorrido de sangre escarlata, y el cuerpo estaba cubierto por segmentos sobrepuestos de quitina traslúcida. Docenas de patas le sobresalían por ambos lados del cuerpo, y unas antenas tan largas como el cuerpo salían de los dos extremos de la criatura. La cabeza era un bulto casi invisible en una punta del cuerpo, e iba armado con mandíbulas cortas y de aspecto afilado.

El tomador se enroscó en una bola temblorosa cuando lo tocó la luz, como si no pudiera soportar su brillo. Las patas y las placas quitinosas arañaron las piedras.

—Mira —murmuró Amara, apuntando hacia el tomador—. Su espalda.

Allí había dos bultos como en los guerreros. Amara extendió la mano para tocarlo y, con una velocidad cegadora, el cuerpo del tomador se dio la vuelta y las fuertes mandíbulas se aferraron a un dedo de Amara. La cursor dejó escapar un siseó y apartó la muñeca. La mordedura del tomador era sorprendentemente fuerte, y necesitaron varios intentos para soltar a la criatura y apartarla de ella.

Bernard se dio la vuelta y lo pisó con la bota. El cuerpo del tomador emitió un crujido cuando quedó aplastado.

—Cuervos —jadeó Giraldi en voz baja.

Todo el mundo se volvió hacia Frederic.

—Estaba moviendo uno de los cadáveres —explicó Frederic en voz baja—. Tyrus. Le habían cortado la cabeza, y esa cosa salió de… —Frederic, con un aspecto algo verdoso, tragó saliva—. Salió por la boca de la cabeza, señor.

Una sensación de quemazón extraña e incómoda había empezado a latir a través del dedo de Amara en los escasos segundos que siguieron a la mordedura del tomador. Al cabo de unos pocos latidos, se le habían entumecido todo el dedo y la mano, y también la muñeca. Intentó cerrar los dedos y se dio cuenta de que apenas los podía mover.

—La mordedura —anunció—. Tiene algún tipo de veneno.

Frederic asintió y levantó su mano flácida y entumecida.

—Sí, señora. Me mordió varias veces cuando lo atrapé, pero no me siento enfermo ni nada por el estilo.

Amara asintió con una sonrisa sombría.

—No tendría sentido que el veneno de un tomador fuera letal. Pongámonos en lo mejor. Estas cosas debieron de acercarse a los hombres que estaban durmiendo y se metieron por sus bocas. —Se empezó a sentir adormilada—. Y después asumieron el control.

Giraldi frunció el ceño.

—Pero si se te metieran en la boca lo notarías. Esas cosas son lo suficientemente grandes como para asfixiarte.

—No si te han mordido —respondió Amara—. No si estás entumecido y no lo puedes sentir. En especial, si ya estabas dormido desde un buen principio.

—Grandes furias —jadeó Bernard.

Amara siguió su razonamiento lógico.

—No escogen las víctimas al azar. Janus. Nuestros caballeros. —Respiró para tranquilizarse—. Y yo.

—Estatúder —intervino Frederic—, uh, quiero decir, conde Bernard. Hemos hecho un recuento en el interior: faltan cuatro hombres.

Bernard arqueó una ceja.

—¿No están en el recinto?

—No los hemos podido encontrar —respondió Frederic—. Pero la puerta más alejada de la sala estaba abierta.

—Los han tomado —murmuró Amara—. Es la única explicación. Salieron por esa puerta lateral para abandonar el recinto antes de que nosotros o Doroga los viéramos. —Respiró hondo—. Bernard, cuanto más esperemos, más posibilidades tenemos de sufrir bajas. Tenemos que eliminar ese nido de inmediato.

—De acuerdo —asintió Bernard en voz baja—. Pero ¿lo conseguiremos? Si los artífices del fuego no nos apoyan en el combate, no sé hasta qué punto podemos ser efectivos.

—¿Nos queda alguna alternativa? —preguntó Amara en voz baja.

Bernard cruzó los brazos sobre el pecho, miró hacia el sol y negó con la cabeza.

—Supongo que no —reconoció—. Cualquier ventaja será bienvenida. Tenemos que crear aquello que necesitamos. —Bernard asintió con un gesto seco y se volvió hacia Giraldi—. Quiero que tu centuria esté dispuesta para emprender la marcha dentro de diez minutos. Cuéntale a Félix lo de los tomadores, y asegúrate de que todos los hombres saben lo que son. Dile que redacte un informe con todo lo que sabemos hasta el momento, y que lo deje donde cualquier tropa de relevo pueda encontrarlo en caso de que nosotros… no seamos capaces de explicárselo en persona. Tendrá que vigilarse entre sí para evitar a los tomadores, y dormir por turnos.

Giraldi golpeó el peto con el puño y se alejó, mientras gritaba órdenes.

Bernard se volvió hacia Amara.

—Condesa, os nombro comandante de los caballeros. Tendremos que exprimir al máximo la fuerza de nuestros caballeros. Quiero que seas la responsable.

Amara se lamió los labios y asintió.

—Muy bien.

—Frederic —prosiguió Bernard—, reúne a todos los caballeros Terra que nos quedan y haz que te cubran mientras revisas algunos de los edificios. Quiero que todas las lámparas de furia que haya fuera de la gran sala vengan con nosotros cuando nos vayamos. Muévete.

Frederic asintió y salió disparado.

—¿Lámparas de furia? —murmuró Amara.

Bernard intercambió una mirada con Doroga y el gran marat esbozó una ancha sonrisa.

—Lámparas de furia —repitió Bernard—. Atacaremos el nido vord al caer la noche.