25

Amara se despertó con la sensación de que algo pequeño le rozaba el pie. Le dio una patada a lo que fuera y oyó un leve sonido de pasos en el suelo. Un ratón o una rata. Una explotación no estaba nunca libre de ellos, y daba igual la cantidad de gatos o de furias que se empleasen para mantenerlos a raya. Se sentó adormilada y se frotó la cara con las manos.

La gran sala de la propiedad estaba llena de hombres heridos. Alguien había encendido los fuegos en las chimeneas gemelas a ambos lados de la sala, y los guardias vigilaban ambas puertas. Se puso en pie y se estiró, mirando alrededor del salón hasta que localizó a Bernard al lado de una de las puertas. Hablaba en voz baja con Giraldi. Cruzó la sala para llegar a su lado, sorteando muchos heridos en camastros y esterillas para dormir.

—Condesa —saludó Bernard con un gesto de cortesía con la cabeza—. Deberías estar acostada.

—Estoy bien —replicó—. ¿Durante cuánto tiempo he estado ausente?

—Unas dos horas —respondió Giraldi, tocándose con un dedo el borde del yelmo en un gesto vago de respeto—. La vi en el patio. No estuvo nada mal para ser una…, eeeh…

—¿Una mujer? —preguntó Amara con malicia.

Giraldi bufó.

—Una civil —respondió con suavidad.

Bernard dejó escapar una carcajada.

—¿Y los supervivientes? —preguntó Amara.

Bernard señaló con la cabeza hacia la zona más oscura en el centro de la sala, donde se encontraban la mayoría de los camastros y esterillas.

—Durmiendo.

—¿Los hombres?

Bernard señaló hacia las pesadas bañeras apoyadas en una de las paredes, que estaban boca abajo y secándose.

—Los sanadores han conseguido que los heridos que podían andar vuelvan a estar en forma para combatir, pero sin Harmonus no hemos podido recuperar a los hombres a quienes han lisiado de manera intencionada. Demasiados huesos que soldar sin más artífices del agua. Y algunos de los heridos más graves… —Bernard movió la cabeza.

—¿Hemos perdido más hombres?

Bernard asintió.

—Han muerto cuatro más. No pudimos hacer nada por ellos, y dos de los tres sanadores que quedan también están heridos. Hicieron todo lo que pudieron para ayudar a los demás, pero es demasiado trabajo y no hay manos suficientes.

—¿Y nuestros caballeros?

—Descansando —respondió Bernard con otro gesto hacia los camastros—. Quiero que se recuperen lo antes posible.

Giraldi bufó en voz baja.

—Decid la verdad, Bernard. Disfrutáis obligando a la infantería a seguir de pie y sin descanso.

—Es verdad —reconoció Bernard muy serio—. Pero esta vez solo ha sido una coincidencia afortunada.

Amara se dio cuenta de que estaba sonriendo.

—Centurión, me pregunto si estarías dispuesto a encontrarme algo para comer…

—Por supuesto, Su Excelencia. —Giraldi golpeó el puño contra el centro del peto y se encaminó hacia el fuego más cercano y una mesa de provisiones que se encontraba a su lado.

Bernard vio cómo se alejaba el centurión. Amara cruzó los brazos y se apoyó en el quicio de la puerta, mirando hacia el exterior mientras la luz del sol de última hora de la tarde se derramaba por el patio macabro. La visión amenazó con desencadenar un ciclón de miedo, rabia y culpa, y Amara tuvo que cerrar los ojos durante un momento para no perder el control.

—¿Qué vamos a hacer, Bernard?

El hombre grande frunció el ceño hacia el patio y después de un momento Amara abrió los ojos y estudió sus facciones. Bernard parecía cansado, perseguido, y cuando habló su voz estaba cargada de culpa.

—No estoy seguro —confesó al fin—. Hasta hace un momento no hemos conseguido asegurar el recinto y cuidar de los heridos.

Amara miró hacia los restos que había en el patio. Los legionares habían reunido a los caídos, que yacían frente a una de las murallas exteriores del recinto, cubiertos con sus capas. Los cuervos volaban de un lado para otro, y algunos picoteaban los bordes de los cadáveres cubiertos, pero la mayoría de ellos se interesaron por unos restos que estaban demasiado esparcidos como para poder recuperarlos.

Amara puso una mano sobre el brazo de Bernard.

—Eran conscientes de los riesgos —comentó en voz baja.

—Y esperaban que los comandase alguien con dotes de mando —replicó Bernard.

—Esto era imprevisible, Bernard. No te puedes culpar por lo que ha ocurrido.

—Puedo —reconoció Bernard en voz baja—. Lo mismo que lord Riva y Su Majestad. Debería haber sido más precavido y esperar la llegada de los refuerzos.

—No había tiempo —le recordó Amara y le apretó la muñeca—. Bernard, seguimos sin tener tiempo si Doroga está en lo cierto. Hay que decidir un curso de acción.

—¿Aunque sea erróneo? —preguntó Bernard—. ¿Aunque signifique que más hombres van a encontrarse con la muerte?

Amara respiró hondo, y respondió en voz baja y en tono suave con palabras carentes de rencor:

—Sí. Aunque signifique las muertes de todos ellos. Aunque signifique tu muerte. Aunque signifique mi muerte. Estamos aquí para proteger al Reino. Hay decenas de miles de campesinos que viven de aquí a Riva. Si estos vord pueden extenderse con la rapidez que ha señalado Doroga, las vidas de esas personas están en nuestras manos. Lo que hagamos en las próximas horas podrá salvarlos.

—O matarlos —añadió Bernard.

—¿Preferirías que no hiciéramos nada? —preguntó Amara—. Para eso, mejor les cortamos el cuello.

Bernard la miró durante un momento y cerró los ojos.

—Tienes razón, por supuesto —murmuró—. Los atacaremos. Lucharemos.

Amara asintió.

—Bien.

—Pero no puedo luchar contra algo que no he visto —replicó—. No sabemos dónde están. Esas cosas ya nos han tendido una trampa. Seríamos unos idiotas si saliéramos a ciegas a su encuentro. Sería sacrificar más vidas a cambio de nada.

Amara frunció el ceño.

—Estoy de acuerdo.

Bernard asintió.

—Esa es la cuestión: queremos encontrarlos y exterminarlos. ¿Qué paso debemos dar ahora?

—Esa parte es simple —respondió ella—. Reunamos toda la información que podamos. —Amara miró alrededor de la gran sala—. ¿Dónde está Doroga?

—Fuera —respondió Bernard—. Se ha negado a dejar solo a Caminante.

Amara frunció el ceño.

—Él es la única persona que tiene experiencia con los vord. No nos podemos permitir que se arriesgue de esa manera.

Bernard esbozó una media sonrisa.

—No creo que ahí fuera no esté más seguro que nosotros aquí. Parece que los vord no han impresionado a Caminante.

Amara asintió.

—De acuerdo. Vamos a hablar con él.

Bernard asintió y le hizo un gesto a Giraldi. El centurión regresó a la puerta con una taza de latón de boca ancha en una mano. Ocupó de nuevo su puesto en la entrada y le ofreció a Amara la taza humeante, que estaba llena de la sopa espesa, picante y sustanciosa que recibía el sobrenombre de «sangre de legionare». Amara se lo agradeció con un gesto y se llevó la taza mientras Bernard y ella salían para hablar con Doroga.

El jefe marat se encontraba en el mismo rincón que había defendido durante el ataque. La sangre y el icor se habían secado sobre su piel pálida y le proporcionaban un aspecto mucho más salvaje de lo habitual. Caminante estaba muy quieto, con la pata delantera izquierda levantada, mientras Doroga examinaba las almohadillas del pie del animal.

—Doroga —saludó Amara.

El marat devolvió el saludo con un gruñido sin levantar la vista.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Bernard.

—Los pies —murmuró el marat—. Siempre le ayudo a cuidarse los pies. Los pies son importantes cuando eres tan grande como Caminante. —Levantó la mirada hacia ellos, y parpadeó a causa de la luz del sol—. ¿Cuándo saldremos detrás de ellos?

La cara de Bernard se iluminó con una sonrisa que mostraba sus dientes blancos.

—¿Quién dice que vamos a ir tras ellos?

Doroga bufó.

—Eso depende —le explicó Amara a Doroga—. Necesitamos saber todo lo que podamos sobre ellos antes de tomar una decisión. ¿Qué más nos puedes contar de los vord?

Doroga terminó con la garra. Miró a Amara durante un momento y se desplazó hacia la pata trasera de Caminante. Doroga golpeó la pata de Caminante con la palma de la mano. El gargante la levantó en diagonal y Doroga empezó a examinar el pie.

—Toman a todos los que pueden. Destruyen todo lo que no pueden tomar. Se extienden con rapidez. Si no los matas con rapidez, morirás.

—Eso ya lo sabemos —reconoció Amara.

—Bien —replicó Doroga—. Vámonos.

—Hay más cosas de que hablar —insistió Amara.

Doroga la miró sin comprender.

—Por ejemplo —explicó Amara—, he descubierto un punto débil en las jorobas que llevan en la espalda. Parece que si las golpeas sueltan una especie de fluido verdoso, se desorientan y mueren.

Doroga asintió.

—Lo he visto. He estado pensando en ello. Creo que se asfixian.

Amara arqueó una ceja.

—¿Perdona?

—Se asfixian —repitió Doroga, que frunció el ceño pensando y levantó la mirada como si estuviera buscando una palabra—. Se ahogan. Sofocan. Dan saltos de terror y después mueren. Como peces fuera del agua.

—¿Son peces? —preguntó Bernard con tono escéptico.

—No —respondió Doroga—, pero quizá respiran algo que no es aire, como los peces. Cuando se termina lo que respiran, mueren. Esa cosa verde que hay en los bultos de su espalda.

Amara frunció los labios pensativa.

—¿Por qué lo dices?

—Porque huele a lo mismo que hay bajo el croach. Quizá lo consiguen allí.

—Tavi me habló del croach —musitó Bernard—. La capa que le daba su nombre al Bosque de Cera. Habían extendido esa sustancia por todo el valle.

Doroga gruñó y asintió.

—También se extendía sobre el nido que destruyó mi pueblo.

Amara frunció el ceño pensativa.

—Entonces es muy posible que ese croach no sea algo parecido… parecido a la cera de las abejas —razonó—. No es solo algo que utilizan para construir. Doroga, Tavi me explicó que aquellas cosas, las arañas de la cera, defendían el croach cuando se rompía. ¿Eso es cierto?

Doroga asintió.

—Las llamamos las Guardianas del Silencio. Y sí. Solo los más ligeros de mi pueblo podían andar sobre el croach sin romperlo.

—Eso tiene sentido —confirmó Amara—. Si el croach contiene todo lo que necesitan para sobrevivir… —Movió la cabeza—. ¿Cuánto tiempo llevaba el Bosque de Cera en ese valle?

Bernard se encogió de hombros.

—Cuando llegué a Calderon, llevaba allí hasta donde podían recordar los más viejos del lugar.

Doroga asintió.

—Mi abuelo estuvo allí cuando era un muchacho.

—Pero las arañas, o guardianas, ¿no aparecían nunca en ningún otro lugar? —preguntó Amara.

—Nunca —respondió Doroga sin dudarlo—. Solo se encontraban en el valle.

Amara miró hacia uno de los vord muertos.

—Entonces no podían abandonarlo. Esas cosas son rápidas y agresivas. Antes debía de existir algo que las retenía en algún lugar. Para sobrevivir debían de quedarse donde hubiera croach.

—Si eso es cierto —razonó Bernard—, ¿por qué se están extendiendo ahora? Fueron sedentarios durante años.

Doroga bajó la pata de Caminante.

—Algo cambió —intervino en voz baja.

—Pero ¿qué? —preguntó Amara.

—Algo despertó —respondió Doroga—. Tavi y mi cach… y Kitai despertaron algo que vivía en el centro del croach. Los persiguió cuando huían. Yo le tiré una roca.

—Tal como lo explicó Tavi —intervino Bernard—, la roca era del tamaño de un poni.

Doroga se encogió de hombros.

—Se la tiré a la criatura que los perseguía. Le acerté a la criatura. La herí. La criatura huyó. Las guardianas la acompañaron. La protegieron.

—¿La habías visto antes? —preguntó Amara.

—Nunca —contestó Doroga.

—¿La puedes describir?

Doroga susurró algo mientras reflexionaba, y después hizo un gesto hacia un vord caído.

—Como estos. Pero no como estos. Más largo. Más delgado. Aspecto extraño. Como si todavía no fuera lo que debía ser.

—Doroga, tu pueblo ha perseguido a esta raza durante muchos años. ¿Cómo es posible que Tavi y Kitai despertasen a esa criatura? —preguntó Bernard.

—Quizá no te has dado cuenta —respondió Doroga con una expresión neutra—. Tavi hace las cosas a lo grande.

Bernard arqueó una ceja.

—¿Qué quieres decir?

—Vio cómo las guardianas veían el calor del cuerpo. Vio cómo respondían al daño al croach. Así que le prendió fuego.

Bernard parpadeó.

—Tavi… ¿incendió el Bosque de Cera?

—No te contó esa parte, ¿verdad? —comentó Doroga.

—Pues no —reconoció Bernard.

—La criatura mordió a Kitai. La envenenó. Tavi estaba escalando para salir, pero volvió a buscarla cuando la pudo dejar allí. Su misión era conseguir una seta que solo crecía en el bosque. Un remedio poderoso contra el veneno y la enfermedad. Cada uno de ellos llevaba una. Tavi le entregó la suya a Kitai para salvarla del veneno, aunque sabía que le costaría la carrera. Y la vida. —Doroga miró la cabeza—. La salvó. Y por eso, Bernard, maté a Atsurak en la batalla. Porque el chico salvó a mi Kitai. Fue un acto de valentía.

—¿Tavi hizo eso? —preguntó Bernard en voz baja.

—Tampoco te contó esa parte, ¿verdad? —volvió a preguntar Doroga.

—Él… tiene un enfoque muy particular cuando describe las cosas —respondió Bernard—. No habló de su papel en esta dramática historia.

—Doroga —preguntó Amara—, si Tavi echó a perder la carrera al salvar a tu hija, ¿cómo ganó el juicio?

Doroga se encogió de hombros.

—Kitai le entregó su seta para hacer honor a su coraje. Su sacrificio. Eso le costó algo que deseaba mucho.

—No le contaste esa parte, ¿verdad? —preguntó Bernard con una sonrisa.

Amara frunció el ceño y cerró los ojos durante un momento, reflexionando.

—Creo que sé lo que pasó. —Abrió los ojos y descubrió que los dos hombres la estaban mirando—. Creo que Tavi y Kitai despertaron a la reina vord. Supongo que estaría dormida o hibernando por alguna razón, y los dos hicieron algo que permitió despertarla.

Doroga asintió lentamente.

—Es posible. Primero se despierta la reina. Engendra dos reinas menores. Se separan y fundan nuevos nidos.

—Lo que significa que tienen que cubrir zonas nuevas con el croach —concluyó Amara—. Si realmente lo necesitan para sobrevivir.

—Los podemos encontrar —anunció Bernard con la voz emocionada—. Brutus conoce la sensación del Bosque de Cera. Puede encontrar algo parecido en esta zona.

Doroga gruñó.

—Lo mismo le ocurre a Caminante. Tiene mejor olfato que yo. Los podemos localizar y presentar batalla.

—No es necesario que lo hagamos —precisó Amara—. Basta con que destruyamos el croach. Si nuestra suposición es correcta, eso acabará con todos, tarde o temprano.

—Si tienes razón —intervino Bernard—, lucharán como locos por protegerlo.

Amara asintió.

—Entonces debemos saber cómo nos enfrentaremos a ellos. Esas arañas de la cera, ¿qué tipo de amenaza representan?

—Tienen una picadura venenosa —respondió Doroga—. Son más o menos del tamaño de un lobo pequeño. Bastante malas, pero nada que se iguale con esas cosas. —Hizo un gesto con el pie hacia uno de los caparazones aplastados y aplanados de un vord muerto.

—¿Crees que un legionare acorazado sería capaz de enfrentarse a una de ellas? —preguntó Amara.

Doroga asintió.

—La piel de metal detendría los colmillos de las guardianas. Sin la picadura no son gran cosa.

—Eso deja a los guerreros —señaló Amara, y miró alrededor del patio—, que son un poco más formidables.

—No si tomamos la iniciativa —replicó Bernard—. La centuria de Giraldi resistió bastante bien gracias al trabajo en equipo.

—Sí —asintió Doroga con un gesto de la cabeza—. Impresionante. Tu pueblo se debe de aburrir horrores practicando ese tipo de lucha, todos tan apretujados.

Bernard sonrió.

—Sí, pero vale la pena.

—Lo he visto —reconoció Doroga—. Deberíamos pensar en atacar de noche. Las guardianas siempre son más lentas por la noche. Quizá los otros vord también lo sean.

—Ataque nocturno —repitió Bernard—. Asunto peligroso. Pueden salir mal un montón de cosas.

—¿Y la reina? —preguntó Amara—. Doroga, ¿luchaste contra la reina en el nido que destruiste?

Doroga asintió.

—La reina estaba protegida bajo una maraña de árboles caídos con dos crías de reina. La guardaban demasiados guerreros para entrar a por ella, así que Hashat prendió fuego a los árboles y matamos a todo lo que salió. Las crías de reina cayeron con facilidad. La reina fue la última en salir, rodeada de vord. Fue difícil echarle un buen vistazo. Más pequeña que los vord, pero más rápida. Mató a dos de mis hombres y a sus gargantes. Todo era humo y fuego, no pude ver nada. Pero Hashat la atacó y me gritó dónde debía golpear. Caminante aplastó a la reina. No quedó mucho.

—¿Lo podría hacer de nuevo? —preguntó Amara.

Doroga se encogió de hombros.

—Parece que sus patas están bien.

—Entonces es posible que tengamos un plan. Podemos enfrentarnos a las arañas, los vord, y la reina —enumeró Amara—. Atacamos y utilizamos a los legionares para proteger a nuestros caballeros Ignus, que incendian el croach. Cuando esté hecho, nos podemos retirar y dejamos que los vord se asfixien.

Doroga negó con la cabeza.

—Estás olvidando algo.

—¿Qué?

—Los tomados —respondió Doroga, y el marat se reclinó contra el muro. Se ocultó cuanto pudo en la sombra de la muralla y levantó la vista al cielo en señal de disculpa—. Los tomados pertenecen ahora a los vord. Tendremos que matarlos.

—Has dicho ya varias veces que han tomado a tu gente —intervino Amara—. ¿A qué te refieres exactamente?

—Tomados —repitió Doroga, que pareció perdido durante un momento, buscando las palabras—. El cuerpo está allí, pero la persona no lo está. Los miras a los ojos y no ves nada. Están muertos, pero los vord han tomado su fuerza.

—¿Los controlan los vord? —preguntó Amara.

—No parece posible —intervino Bernard con el ceño fruncido.

—En absoluto —replicó Amara—. ¿Has visto alguna vez lo que puede llegar a hacerle un collar disciplinario a un esclavo? Si lo llevas a un extremo, puedes controlar a cualquiera.

—Es más que eso —explicó Doroga—. No queda nada en el interior. Solo el cascarón. Y el cascarón es rápido y fuerte. No siente dolor, ni tiene miedo, ni habla. Solo el exterior es el mismo.

El vientre de Amara sintió una punzada de terror.

—Los… habitantes de aquí. Todo el mundo que ha desaparecido…

Doroga asintió.

—No solo los hombres. Las mujeres. Los viejos. Cualquier niño tomado. Matarán hasta que los maten. —Cerró los ojos durante un momento—. Por esos sufrimos tantas bajas. Resulta difícil luchar contra cosas como esas. Vi cómo vacilaban un montón de buenos guerreros. Solo durante un instante, y murieron por ello.

Los tres se quedaron en silencio durante un momento.

—Doroga —preguntó Amara en voz baja—, ¿por qué has dicho antes que pueden cambiar de forma?

—Porque cambian —respondió Doroga—. En las historias, mi pueblo se ha encontrado tres veces con los vord. Cada vez tenían un aspecto diferente. Armas diferentes. Pero actuaban de la misma manera. Intentaban tomar a todo el mundo.

—¿Cómo se consigue esa toma? —presionó Amara—. ¿Es una especie de artificio de las furias?

Doroga gruñó y movió la cabeza.

—No estoy seguro de lo que es —respondió—. En algunas historias, los vord solo te miran. Te controlan como una bestia estúpida.

Caminante hizo que temblara el suelo con un bramido muy bajo que terminó con un bufido, y golpeó a Doroga con una pata cubierta de un pelaje espeso.

—Cállate, bestia —replicó Doroga sin prestarle atención, mientras recuperaba el equilibrio y se apoyaba en el gargante—. En otras historias, envenenan el agua. A veces envían algo que se mete dentro de ti. —Se encogió de hombros—. No he visto cómo ocurre. Solo he visto los resultados. Han sucumbido tribus enteras de cazadores. Dudo que supieran lo que estaba ocurriendo hasta que ya era demasiado tarde.

Se quedaron en silencio durante un buen rato.

—No me gusta nada mencionarlo —intervino Bernard en voz baja—, pero si las personas que han tomado… ¿Y si los vord pueden utilizar sus furias?

Un lento escalofrío de miedo recorrió la espalda de Amara.

—¿Doroga? —preguntó.

El marat negó con la cabeza.

—No lo sé. Apenas conozco a las furias.

—Eso podría cambiarlo todo —comentó Bernard—. Las furias de los caballeros nos dan una ventaja decisiva. Algunos de ellos son gente muy capaz. Tienen que serlo estando tan lejos del resto del Reino.

Amara asintió lentamente.

—Suponiendo que los vord tuvieran acceso a la fuerza de las furias —replicó Amara—, ¿cambiaría eso en algo nuestro deber?

Bernard negó con la cabeza.

—No.

—Entonces tenemos que ponernos en el peor de los casos —sugirió Amara—. Mantendremos a los caballeros en la reserva para contrarrestar sus artificios de las furias, hasta que estemos seguros de lo uno o de lo otro. Si los tienen, los caballeros los podrán contener, al menos durante el tiempo suficiente para que los caballeros Ignus quemen el croach. ¿Lo podemos hacer?

Bernard frunció el ceño durante un momento y asintió con lentitud.

—Si tu razonamiento es correcto, sí —reconoció—. ¿Qué piensas, Doroga?

Doroga gruñó.

—Creo que tenemos demasiados «si» y «quizá». No me gusta.

—Ni a mí tampoco —reconoció Amara—. Pero es lo que hay.

Bernard asintió.

—Entonces nos ponemos en marcha. Me llevaré a los caballeros y a la centuria de Giraldi. Dejaré aquí a Félix para que cuide de los heridos.

Amara asintió y le rugieron las tripas. Levantó la taza de sopa que había quedado olvidada y se la bebió. Tenía un sabor demasiado salado, pero le entró muy bien.

—De acuerdo, pero tenemos que establecer unas contraseñas, Bernard. Si los aleranos tomados no pueden hablar, eso nos permitirá distinguir entre amigos y enemigos si se produce alguna confusión. No debemos dar por sentado que estamos mejor protegidos frente a eso que los civiles.

—Buena idea —reconoció Bernard, que miró alrededor del patio con los ojos sombríos—. Grandes furias, pero no me sienta nada bien en el estómago. Todo salió huyendo ante esas cosas. Excepto los cuervos y nosotros, no hay ni un animal en casi un kilómetro a la redonda. Ni pájaros. Ni siquiera una maldita rata.

Amara terminó la sopa y miró fijamente a Bernard.

—¿Qué?

—Me pone los pelos de punta —reconoció Bernard—. Eso es todo.

—¿Qué quieres decir con que no hay ratas? —preguntó, y oyó cómo le temblaba la voz.

—Lo siento —se disculpó Bernard—. Solo estaba pensando en voz alta.

El terror hizo que se le entumecieran los dedos de la mano y la taza de latón cayó al suelo. El recuerdo táctil de algo pequeño arrastrándose sobre su pie cuando se despertaba le golpeó en la cabeza con un estallido brillante y escarlata de miedo y comprensión.

«A veces envían algo que se mete dentro de ti».

—Oh, no —jadeó Amara, dándose la vuelta con rapidez hacia la gran sala que estaba en sombras, donde caballeros cansados, legionares y civiles heridos descansaban y dormían—. Oh, no, no, no.