24

Tavi se detuvo delante de la mansión de lord Kalare en el paseo de los Jardines y la estudió durante un buen rato con el ceño fruncido. Si no se hubiera pasado tanto tiempo en el palacio del Primer Señor en la Ciudadela, la mansión de Kalare le habría impresionado. El lugar era ridículamente grande, pensó Tavi. Todo Bernardholt —ahora Isanaholt, como se recordó a sí mismo— habría cabido dentro de la mansión, y habría quedado sitio suficiente para que pudieran pastar las ovejas. La casa estaba ricamente amueblada, iluminada, ajardinada y decorada, y Tavi no pudo evitar acordarse con aprensión de las furcias que había cerca del río, esas caras pintadas, ropa chillona y sonrisas falsas que nunca alcanzaban sus ojos cansados.

Respiró hondo y emprendió el camino hacia la casa a lo largo de la doble fila de estatuas. Cuatro hombres con ropa común lo adelantaron. Tenían los rostros curtidos y la mirada recelosa, y Tavi vio la empuñadura de una espada bajo la capa del tercer hombre. No los perdió de vista mientras se acercaban a la mansión, y vio a un sirviente de aspecto preocupado que corría para reunirse con ellos en la calle, mientras tiraba de cuatro caballos ensillados.

—¿Has visto eso? —murmuró Max.

Tavi asintió.

—No tienen el aspecto de dignatarios de fiesta.

—Parecen ayudantes por contrato —sugirió Max.

—Pero un lacayo sale corriendo para proporcionarles caballos —murmuró Tavi—. ¿Sicarios?

—Es muy probable.

Los hombres montaron y, cuando uno de ellos dio una orden en voz baja, partieron al galope de inmediato.

—Y con prisa —señaló Max.

—Lo más probable es que vayan a desearle a alguien un feliz Final del Invierno —sugirió Tavi.

Max bufó en voz baja.

El portero les cortó el paso con la barbilla levantada.

—Perdonadme, jóvenes señores, pero esta es una reunión privada.

Tavi asintió.

—Por supuesto, señor.

En ese momento levantó la bolsa de los despachos en la que solía llevar documentos, confeccionada con una pieza de cuero fino de color azul y escarlata con la imagen dorada del águila real.

—Traigo despachos de Su Majestad.

El portero relajó un poco su postura arrogante.

—Por supuesto, señor. Estaré encantado de entregarlos en su nombre.

Tavi le sonrió y se encogió de hombros.

—Lo siento —se disculpó—, pero tengo órdenes de entregarlos directamente en manos de sus receptores. —Hizo un gesto hacia Max—. Creo que debe de ser algo sensible, porque el capitán Miles ha enviado un guardia conmigo.

El portero les frunció el ceño a los dos.

—Por supuesto, joven señor. Si me acompañáis, os llevaré hasta el jardín mientras espera vuestra escolta.

Max intervino con voz neutra pero totalmente decidida.

—Voy con él. Órdenes.

El portero se lamió los labios y asintió.

—Ah. Sí. Por aquí, caballeros.

Los condujo a través de la misma espléndida decadencia hacia los jardines en el centro de la mansión. Tavi caminaba detrás del hombre, intentando aparentar aburrimiento. Las botas de Max golpeaban el suelo con la cadencia rítmica y disciplinada de la marcha de un legionare.

El portero —o más bien el mayordomo, según supuso Tavi— se detuvo a la entrada del jardín y se volvió hacia Tavi. Luces de colores cambiantes parpadeaban y resplandecían detrás del hombre y el jardín zumbaba con las conversaciones y la música. El aroma a comida, vino y perfume atravesó el aliento de Tavi.

—Si me decís cómo se llama la persona en cuestión, señor, le indicaré que se una a vos para recibir la carta.

—Desde luego —respondió Tavi—. Estaré muy agradecido si podéis llamar a la estatúder Isana.

El mayordomo vaciló, y Tavi vio cómo le pasaba algo inconcreto por los ojos.

—La estatúder ya no se encuentra aquí, joven —aclaró el hombre—. Se fue no hace ni un cuarto de hora.

Tavi frunció el ceño e intercambió una mirada con Max.

—¿De verdad? ¿Por qué razón?

—No estoy seguro de ello, joven señor —respondió el hombre.

Max le hizo un gesto muy leve a Tavi antes de decir:

—La segunda misiva es para lady Placida. Traedla.

El mayordomo miró a Max con suspicacia, antes de volverse hacia Tavi. Este le ofreció al hombre un gesto con la mirada cómplice que se da entre sirvientes.

—Por favor, invitadla a venir, señor.

El hombre frunció los labios pensativo y se encogió de hombros.

—Como deseéis, joven señor. Un momento.

El hombre desapareció en el jardín.

—¿Lady Placida? —le preguntó Tavi a Max.

—La conozco —contestó Max—. Ella debe de saber lo que está pasando.

—Necesitaremos un poco de intimidad —señaló Tavi.

Max asintió, se concentró con el ceño fruncido, e hizo un gesto vago con la mano. Tavi sintió de repente una presión en los oídos, al principio punzante, pero que remitió enseguida.

—Hecho —confirmó Max.

—Gracias —replicó Tavi.

Poco después se acercó una mujer alta con facciones severas y distantes, que lucía unas joyas sencillas y elegantes, y un vestido precioso de un fascinante color verde oscuro, acompañada por el mayordomo. Se detuvo, estudiándolos, y Tavi sintió el peso de su mirada de una manera tan palpable como el roce de una mano suave. Le frunció el ceño y profundizó el gesto al ver a Max. Despidió al mayordomo con unas palabras y un gesto con la muñeca, y se acercó a ellos.

Penetró en la zona que Max había protegido contra las escuchas mediante furias del viento y arqueó la ceja. Entonces se acercó y se cernió sobre Tavi antes de murmurar:

—¿Esto no es una misiva del Primer Señor?

Tavi abrió la bolsa y le pasó un papel doblado. No había nada escrito en él, pero Tavi siguió con la actuación por si alguien los estaba observando.

—No, Vuestra Gracia. Me temo que no.

Ella lo aceptó, lo abrió y se lo quedó mirando como si leyese.

—Oh, cómo me gusta el Final del Invierno en la capital. Buenas noches, Maximus.

—Buenas noches, mi señora. Vuestro vestido es encantador.

La comisura de los labios esbozó una leve sonrisa.

—Me alegra que aceptases mi consejo de halagar a las damas con cumplidos.

—He descubierto que es una táctica de lo más efectiva, mi señora —replicó Max.

Lady Placida alzó una ceja.

—He creado un monstruo —comentó.

—A veces las damas chillan —replicó Max con suavidad—. Pero además de eso, no me atrevería a decir que soy un monstruo.

Su gesto se endureció.

—Lo que podríamos considerar un milagro. Sé que tu padre está en la Muralla, pero esperaba ver aquí a tu madrastra.

—Se lo han prohibido —explicó Max—. O eso me ha dicho un pajarito.

—No te escriben —afirmó más que preguntó lady Placida—. Supongo que no. —Dobló la carta y le ofreció a Max una sonrisa muy breve—. Es muy agradable verte, Maximus, pero ¿me podéis explicar por qué me habéis asociado públicamente con el Primer Señor delante de la mitad del Consejo de Señores y de miembros del Senado?

—Vuestra Gracia —respondió Tavi—, he venido a hablar con mi tía Isana. Creo que tiene algún tipo de problema y querría ayudarla.

—Así que eres tú —murmuró lady Placida, y entornó los ojos mientras reflexionaba.

—Tavi del valle de Calderon, Vuestra Gracia —presentó Max.

—Por favor, señora —insistió Tavi—. ¿Nos podéis decir lo que sepáis de ella?

—Lo consideraría un favor personal, mi señora —añadió Max y puso una mano firme sobre el hombro de Tavi.

Las cejas de lady Placida se alzaron de repente ante este gesto y volvió a estudiar a Tavi, esta vez con mayor interés.

—Ha estado aquí en compañía de la cortesana de Amarante, Serai. Hablaron con mucha gente.

—¿Cómo quién? —preguntó Tavi.

—Yo misma, lady Aquitania, una serie de nobles y dignatarios, y lord Kalare.

—¿Kalare? —repitió Tavi con el ceño fruncido.

Una voz masculina estridente retumbó por el jardín y fue seguido por una serie de vítores y aplausos de cortesía.

—Bien —comentó lady Placida—. Parece que Brencis ha ganado su duelo para reclamar la ciudadanía. Qué sorpresa.

—Brencis no se podría abrir paso con la espada a través de un rebaño de ovejas —bufó Max—. Odio los falsos duelos.

—Señora, por favor —volvió Tavi al tema—. ¿Sabéis por qué se ha ido tan pronto?

Lady Placida negó con la cabeza.

—No estoy segura, pero poco antes de partir tuvieron una discusión muy poco agradable con lord Kalare.

Tavi miró hacia un lado en dirección al pasillo al sentir que de repente recibía una atención indeseada. Dos jóvenes se encontraban a unos tres metros de él y Tavi los reconoció a los dos. Iban vestidos con sus mejores ropas, pero Varien, rubio y de ojos acuosos, y el enorme Renzo no se podían confundir con nadie más.

Varien miró a Tavi durante un segundo y después a Max. Entonces le susurró algo a Renzo y los dos se alejaron con rapidez hacia el jardín. A Tavi se le aceleró el corazón. Los problemas estaban a punto de llegar.

—¿Hasta qué punto fue desagradable la discusión? —preguntó Max.

—Abofeteó a Serai en público. —Los labios de lady Placida se apretaron hasta formar una línea fina—. A mí no me vale de nada un hombre que golpea a una mujer por el simple hecho que sabe que puede hacerlo.

—Se me ocurren una o dos cosas que podría hacer con él —gruñó Max.

—Ten cuidado, Maximus —replicó lady Placida con una advertencia instantánea—. Guarda tus palabras.

—Cuervos —espetó Tavi.

Los dos se callaron para mirar a Tavi.

—¿Habéis dicho que se fueron de manera precipitada, Vuestra Gracia? —preguntó.

—Sí, mucho —respondió lady Placida.

—Max —dijo Tavi con el corazón desbocado—, esos sicarios a quienes hemos visto al llegar van detrás de mi tía.

—Malditos cuervos —maldijo Max—. Aria, por favor, ¿nos podéis excusar?

Lady Placida asintió.

—Ten cuidado, Maximus. Te debo la vida de mi hijo, y no querría perder la oportunidad de pagarte la deuda.

—Ya me conocéis, Vuestra Gracia.

—Por eso —replicó lady Placida, inclinando la cabeza hacia Tavi y volviéndole a sonreír a Max, antes de regresar al jardín y despedirlos con el mismo gesto de la mano que había usado para librarse del mayordomo.

—Vamos —ordenó Tavi con la voz tensa y empezó a salir corriendo de la casa—. Tenemos que darnos prisa. ¿Nos puedes llevar un poco más rápido?

Max dudó durante un segundo.

—No en un sitio tan cerrado. Si nos intentase impulsar con un artificio del viento, lo más seguro es que nos estrellase contra un edificio. —Se ruborizó—. No es… uno de mis puntos fuertes.

—Cuervos —juró Tavi—. Pero ¿te puedes impulsar tú?

—Sí.

—Vete. Avísalos. Yo llegaré cuando pueda.

—Tavi, no sabemos si esos sicarios iban detrás de ella —señaló Max.

—Ni tampoco sabemos que no iban detrás de ella. Ella es mi familia. Si me equivoco y está a salvo, te dejo que te burles de mí durante todo un año.

Max asintió con un gesto seco cuando salieron por la puerta delantera.

—¿Qué aspecto tiene?

—Cabello largo y oscuro con algunas canas, muy delgada, y si le miras la cara parece que tiene veinte años.

Max se detuvo.

—¿Guapa?

—Max —bufó Tavi.

—Vale, vale —lo tranquilizó Max—. Te veré allí.

El joven dio un par de zancadas largas antes de saltar hacia arriba y un viento repentino se levantó con un rugido y lo elevó en el aire, llevándolo hacia el cielo nocturno, sin que apartase la mano de la espada durante todo el camino.

Tavi miró con amargura durante un segundo cómo se alejaba Max, mientras sus emociones eran un remolino de miedo, preocupación y los celos puros y furiosos que rara vez se permitía sentir. Relativamente pocos habitantes del Reino podían controlar con suficiente poder a las furias del viento para volar. Morían más personas jóvenes en accidentes con los artificios del viento que en ninguna otra forma de artificio de las furias, porque intentaban superar los límites de sus habilidades e imitar a quienes podían alcanzar el cielo. Tavi no estaba solo en esos celos. Pero el peligro potencial al que se enfrentaba su tía Isana le amargaba de manera especial cuando era consciente de su falta de poder.

Tavi no dejó que la repentina marea de emociones evitase que saliera a la carrera hacia la casa de Nedus. No podía igualar el tiempo que iba a tardar Max en llegar, pero tenía que superarse. Sobre todo cuando se trataba de tía Isana. Nunca había sido un corredor lento y los años que había pasado en la capital le habían dado centímetros de altura y kilos de músculos, todos ellos esbeltos y endurecidos por los deberes constantes para el Primer Señor. Quizás había una docena de hombres en la ciudad que podían igualar su velocidad sin ningún artificio de las furias, pero ni uno más. El muchacho voló por el paseo de los Jardines, que estaba iluminado y decorado para la festividad.

Si los sicarios estaban allí, lo más seguro era que fueran espadachines expertos, probablemente artífices del metal, que solían sobrepasar a los espadachines más letales y con más talento pero que no disponían del artificio del metal. Por su aspecto duro, tenían experiencia, y eso quería decir que trabajarían bien juntos. Si solo fuera un hombre de esas características, Tavi se podría haber abalanzado sobre él o podría haber provocado una distracción para acercarse lo suficiente e intentar un ataque por sorpresa. Pero con cuatro hombres, no le quedaba esa alternativa, y atacarlos, aunque hubiera ido armado con algo más que el cuchillo que le colgaba sobre la cadera, habría sido un suicidio.

A juzgar por su experiencia en la sala de entrenamiento, Tavi sabía que Max era del tipo de espadachín que se podía convertir en una leyenda y en protagonista de canciones, o que podía morir a causa de un exceso de confianza antes de llegar a ese punto. Max era una hoja letal, pero la sala de entrenamiento era muy diferente a las calles, y los compañeros de esgrima no se iban a comportar de la misma manera que unos asesinos profesionales. La experiencia de Max en las legiones tampoco le habría preparado para el tipo de lucha sucia que se podía desplegar en las calles de la capital. Aunque Tavi confiaba en Max más que en otras tres o cuatro personas a quienes conocía, excepto quizás el Primer Señor, temía por su amigo.

Aun así, temía aún más por su tía. Tavi sabía que Isana había pasado toda la vida en el campo y tenía muy poca idea de lo traicionera que podía ser la capital. No podía imaginar que estuviera en compañía de una cortesana si conociera la profesión de la mujer. Tavi tampoco se podía imaginar que su tía llegase a la capital sin algún tipo de guardia o escolta, en especial si estaba aquí por invitación de Gaius. Seguramente, habría podido contar al menos con la compañía de su hermano menor, Bernard. Pensando en eso, ¿por qué el Primer Señor no le había asignado a Amara o uno de los cursores para que la acompañase mientras se encontraba en palacio? Gaius no tenía ninguna razón para llamarla a la capital con la única finalidad de permitir que le hicieran daño. Ella era un símbolo de su autoridad.

Todo aquello significaba que las comunicaciones habían quedado interrumpidas en algún nivel. Isana era vulnerable, y quizás estaba desprotegida, o tal vez bajo la guía de alguien que la conduciría hacia el peligro. En cuanto Tavi la encontrase, se la llevaría inmediatamente a la seguridad del palacio. Aunque no le pudiera decir nada de lo que le ocurría al Primer Señor, el hecho de protegerla favorecía el interés de Gaius, y Tavi estaba seguro de que podría convencer a Killian para que la alojara en las habitaciones de los invitados, donde la presencia de la Guardia Real la protegería de un peligro mortal.

Suponiendo que se encontrase bien.

Un escalofrío lo atravesó y le proporcionó aún más velocidad a sus piernas mientras corría incansable, concentrado y aterrorizado por la mujer que lo había criado como si fuera su hijo.

Cuando Renzo apareció por detrás de un carruaje aparcado y sin cochero, Tavi casi no tuvo tiempo de darse cuenta antes de que el enorme muchacho lo golpease con el movimiento de su brazo. Tavi se retorció y recibió el golpe en los dos brazos, pero la fuerza impulsada por las furias del chico mucho más grande fue imparable, y envió a Tavi tambaleándose contra el muro de piedra que rodeaba el terreno de otra gran mansión.

Consiguió evitar golpearse contra la pared o romperse el hombro con el impacto. Aparte de eso, lo único que pudo hacer Tavi fue caer al suelo. Pudo saborear la sangre en la boca. Renzo se cernió sobre él con su túnica marrón, los ojos de cerdo entornados y las dos manos cerradas en puños que tenían el tamaño de martillos.

Alguien dejó escapar una carcajada nerviosa, y Tavi volvió la cabeza para ver cómo Varien se acercaba desde el mismo escondite.

—Vaya, vaya —comentó Varien—. Míralo, creo que va a llorar.

Tavi probó los brazos y las piernas, antes de colocar las manos en el suelo para levantarse. Al hacerlo, los temores, las preocupaciones y la humillación se fundieron en algo que solo tenía bordes duros y filos aserrados. Su tía estaba en peligro. El Reino podía estar en peligro. Y aquellos dos idiotas arrogantes habían elegido este momento, de entre todos los momentos posibles, para interferir.

—Varien —replicó Tavi en voz baja—. No tengo tiempo para esto.

—No vas a tener que esperar mucho —le explicó Varien con tono burlón—. Nosotros hemos venido por delante, pero Brencis no tardará mucho en venir a hablar contigo sobre la grosería que supone el presentarte en una fiesta sin invitación.

Tavi se enderezó y se encaró con Varien y Renzo. Cuando habló, una voz extraña le salió de los labios, con un tono duro, frío y mandón.

—Apartaos de mi camino. Los dos.

La risita de Varien vaciló y sus ojos azules y acuosos parpadearon varias veces mientras miraba a Tavi. Después de una pausa dubitativa, empezó a hablar.

—Vuelve a abrir la boca —lo cortó Tavi con el mismo tono frío— y te romperé la mandíbula. Apártate.

Un relámpago de miedo atravesó la cara de Varien, seguida de una oleada de rabia.

—No me puedes hablar…

Tavi disparó la bota contra la barriga de Varien, y el golpe le impactó de lleno. El chico más alto se dobló con un jadeo y se agarró el vientre. Sin detenerse, Tavi lo agarró por el cabello y, con todo el peso de su cuerpo, precipitó al chico contra las piedras de la calle, de manera que el peso combinado de los dos impactó en un ángulo oblicuo en la barbilla de Varien. Se oyó un crujido terrible, y Varien dejó escapar un chillido de dolor.

Tavi se puso en pie de un salto, mientras lo atravesaba una oleada de excitación y alegría salvajes. Renzo se adelantó y disparó el brazo contra Tavi en otro amplio golpe lateral. Tavi pasó por debajo y respondió con el puño que se movía en una extensión corta y vertical, formando con el brazo y el codo una sola línea, junto con la pierna que tenía adelantada. Hasta el último gramo de potencia en el cuerpo de Tavi impactó en la punta de la mandíbula de Renzo. La cabeza del chico mucho más grande salió disparada hacia atrás y hacia arriba, pero no cayó. Se tambaleó sobre los pies, con los ojos parpadeando en una confusión sorprendida y tiró hacia atrás el puño enorme para golpear de nuevo.

Tavi apretó los dientes, dio un paso a un lado y lanzó un patada hacia abajo contra la rodilla del muchacho. Con el crujido, Renzo dejó escapar un bramido y cayó, rugiendo, maldiciendo y aferrando con ambas manos la rodilla herida.

Tavi se puso en pie y bajó la mirada hacia los dos chicos que lo habían atormentado, mientras se retorcían y gritaban de dolor. Sus chillidos habían empezado a llamar la atención de las mansiones vecinas y de los transeúntes en la calle. Alguien estaba llamando ya a los legionares cívicos, y Tavi sabía que llegarían en cualquier momento.

Los chillidos de Varien se habían convertido en sollozos de dolor. Renzo no estaba en mejor disposición, pero consiguió apretar los dientes ante los sonidos de dolor, de manera que salían como los gritos de una bestia herida.

Tavi se los quedó mirando.

Había visto cosas horribles durante la segunda batalla de Calderon. Había presenciado cómo Doroga conducía su enorme toro a través de un mar de cadáveres marat quemados y ensangrentados, mientras los heridos gritaban su dolor hacia un cielo indiferente. Había visto cómo los cuervos de Alera, conscientes de la batalla, descendían en nubes para deleitarse con los ojos y las lenguas de los muertos y los moribundos, marat y aleranos por un igual, con una espantosa falta de preferencia entre cadáveres y heridos. Tavi había visto las murallas de Guarnición casi literalmente pintadas con sangre. Había visto cómo hombres y mujeres morían aplastados, apuñalados, atravesados y estrangulados mientras luchaban por sus vidas y había chapoteado a través de charcos de sangre aún caliente mientras atravesaba a la carrera toda esa carnicería.

Durante un tiempo lo habían perseguido las pesadillas. Se habían vuelto menos frecuentes, pero los detalles no se habían desvanecido de la memoria. Con demasiada frecuencia se daba cuenta de que miraba hacia atrás, contemplándolos con una especie de fascinada repulsión.

Había visto cosas terribles. Se había enfrentado a ellas. Las había odiado y aún lo seguían aterrorizando, pero se había enfrentado a la simple existencia de esa destrucción odiosa sin dejar que controlase su vida.

Pero aquello era diferente.

Tavi no le había hecho daño a nadie durante la segunda batalla de Calderon, pero el dolor que sufrían ahora Renzo y Varien se lo había provocado con sus propias manos, por su propia voluntad, por su propia elección.

No había dignidad alguna en lo que les había hecho. Ni tampoco había nada de lo que enorgullecerse. La alegría repentina que le había recorrido el cuerpo durante la lucha rápida y brutal se había diluido y desvanecido. De alguna manera siempre había ansiado este momento, el instante en que pudiera usar sus habilidades contra aquellos que siempre le habían hecho sentir tan pequeño e impotente. Esperaba sentir satisfacción y ansias de triunfo. Pero en su lugar solo sentía un vacío que se estaba llenando con unas náuseas repentinas y mareantes. Nunca había herido a nadie de tanta gravedad. Se sentía manchado, como si hubiera perdido algo valioso que no sabía que poseyera.

Les había hecho daño a los otros chicos, les había causado terribles heridas. Era la única manera en que los podía vencer. Todo lo que no hubiera sido una herida que los dejase fuera de combate les habría permitido utilizar sus furias contra él, y en ese caso no habría podido hacer nada más que sufrir lo que quisieran hacerle. Por eso les había hecho daño. Malherido. En el transcurso de unos pocos segundos, rememoró todas las humillaciones y el dolor que le habían sido inflingidos durante dos años por partida doble.

Había sido necesario.

Pero eso no significaba que fuera correcto.

—Lo siento —se disculpó Tavi en voz baja, aunque el hielo en su voz seguía marcando las palabras—. Siento haber tenido que hacer esto.

Empezó a añadir algo más, pero entonces movió la cabeza, se dio la vuelta y reemprendió la carrera hacia la mansión de sir Nedus. Una vez estuviera seguro de que su tía estaba a salvo ya se ocuparía de los cargos y los problemas legales con la Legión Cívica.

Pero antes de recorrer unos pocos pasos, las piedras bajo sus pies se elevaron y lo lanzaron con dureza contra el muro de piedra más cercano. No estaba prevenido, y la cabeza le golpeó con fuerza contra la roca y el relámpago de una luz fantasmal le cegó. Sintió cómo caía e intentó levantarse, pero una mano áspera lo agarró y lo lanzó con una facilidad terrible. Voló por el aire y aterrizó en el empedrado, y cuando dejó de dar vueltas las estrellitas habían empezado a desaparecer de sus ojos.

Levantó la mirada para comprobar que se encontraba en un callejón oscuro y sin salida, entre una vinatería pequeña y cara y un orfebre. Inexplicablemente se había levantado la niebla y al parpadear se espesó y le cubrió la cara. Tavi se puso de rodillas para ver como Kalarus Brencis Minoris se cernía sobre él, vestido con un jubón gris y verde, una diadema de hierro con una piedra verde sobre las cejas y las joyas formales que le brillaban en los dedos y en el cuello. El cabello de Brencis iba estirado hacia atrás y recogido en la trenza que las ciudades del sur empleaban en sus guerreros de cabello largo, y del cinturón le colgaban una espada y una daga. Sus ojos crueles estaban entrecerrados y ardían con algo salvaje y desagradable a lo que Tavi no supo poner nombre.

—¿Así que pensaste que sería divertido burlarte de mí colándote en la fiesta de mi padre? —empezó Brencis en voz baja, a medida que la niebla seguía espesándose—. ¿Quizá para beber vino? ¿Para robar algo valioso?

—Estaba entregando una misiva del Primer Señor —consiguió decir Tavi.

Aunque a juzgar por el efecto que tuvieron sus palabras, se podría haber quedado callado.

—Y ahora has atacado y herido a mis amigos y compañeros de fatigas. Aunque supongo que dirás que tenías instrucciones del Primer Señor para hacerlo, ¿verdad, cobarde?

—Brencis —replicó Tavi a través de los dientes apretados—, esto no va contigo.

—Cuervos que no —bufó Brencis.

Para entonces la niebla se había convertido en una sábana espesa a su alrededor, y Tavi no podía ver mucho más que un par de pasos por delante.

—He soportado por última vez tu insolencia. —Brencis empuñó con indiferencia la espada que le colgaba a un lado y después blandió la daga con la mano izquierda—. Nunca más.

Tavi se quedó mirando la luz inquietante que bailaba en el fondo de los ojos de Brencis y se obligó a ponerse en pie.

—No lo hagas, Brencis. No seas idiota.

—¡No voy a permitir que me hable de esa manera un anormal sin furias! —bramó Brencis, y se abalanzó sobre Tavi, con la espada extendida por delante en un claro intento de alcanzar el vientre de Tavi.

Tavi sacó el cuchillo y consiguió detener el envite y desviarlo hacia un lado, de manera que la punta de la espada de Brencis le pasó de largo. Pero había sido una parada afortunada, y Tavi lo sabía. En cuanto Brencis empezase a fintar, su hoja pequeña no le serviría de nada, y Tavi dio un salto para alejarse del atacante, buscando a la desesperada una salida del callejón. Pero no había ninguna.

—Campesino estúpido —lo insultó Brencis con una sonrisa—. Siempre he sabido que eras un cerdito apestoso y sin agallas.

—Los legionares cívicos ya están de camino —replicó Tavi con voz temblorosa.

—Hay tiempo suficiente —precisó Brencis—. Nadie verá nada a través de la niebla. —Sus ojos brillaron con una diversión malvada—. Qué coincidencia más extraña que apareciera justo ahora.

Atacó de nuevo, y el acero brillante de su espada apuntó hacia el cuello de Tavi, que se agachó por debajo, pero la bota de Brencis se alzó para golpearlo en la cabeza. Tavi consiguió recibir parte de la patada en el hombro, pero la fuerza de Brencis ayudada por las furias se podía igualar con la de Renzo y se tambaleó hacia un lado. Solo la pared del orfebre impidió que cayera al suelo y el mundo giraba muy deprisa a su alrededor cuando Brencis levantó la espada para asestarle una poderosa estocada mortal de arriba abajo.

El instinto de Tavi le estaba chillando y de alguna manera consiguió tirarse hacia atrás cuando bajó la espada. Sintió una caliente punzada de dolor en el brazo izquierdo. Blandió la daga con la intención de cortar la mano de la espada de Brencis, pero el chico mucho más alto lo evitó con gran facilidad. Entonces Brencis levantó la mano y movió la muñeca, y una ráfaga de viento repentino lanzó al suelo a Tavi. Lo empujó de espaldas por el callejón hasta el muro que cerraba el final. Luchó para ponerse en pie, pero solo consiguió que el viento lo aplastase con la espalda contra la pared, donde unas manos feas y deformes surgieron limpiamente de las piedras y le atraparon por las muñecas y las piernas en un agarre demoledor.

Brencis recorrió con suma tranquilidad el callejón mientras miraba a Tavi con una expresión petulante. Enfundó la daga y lo abofeteó con desdén a un lado de la cara y después al otro al aprovechar la inercia del revés. Los golpes, aunque descargados con la mano abierta, le alcanzaron como puños pesados, y el mundo se redujo a un túnel totalmente ocupado por los rasgos delgados y arrogantes de Kalarus Brencis Minoris.

—No me puedo creer que seas tan idiota. ¿Creías que me podías insultar y desafiar una y otra vez? ¿Creías que podías sobrevivir a algo así? No eres nada, Tavi. No eres nadie. No eres un artífice. Ni siquiera un ciudadano. Solo eres la mascota favorita de un viejo chocho.

Brencis presionó la punta de la espada contra la mejilla de Tavi, que sintió otra punzada de dolor y notó cómo la sangre le corría sobre la mandíbula. Brencis miró a Tavi a los ojos. Los ojos del joven noble eran… extraños. Las pupilas estaban demasiado dilatadas, y su cara brillaba con el resplandor del sudor. El aliento le apestaba a vino.

Tavi tragó saliva e intentó pensar con claridad.

—Brencis —dijo en voz baja—. Estás bebido. Intoxicado. Has tomado drogas. No te controlas.

Brencis lo abofeteó dos veces más con pequeños golpes desdeñosos.

—Me parece que disiento.

Tavi se sintió desorientado y su estómago le dio vueltas y retortijones.

—Brencis, debes parar y pensar. Si…

Y entonces Brencis lanzó el puño contra el vientre de Tavi y, aunque el muchacho consiguió endurecer el abdomen y dejó escapar un fuerte jadeo cuando recibió el puñetazo, amortiguando el impacto, lo descargó con más fuerza de la que Tavi había sentido nunca y lo dejó sin respiración.

—¡No me digas lo que tengo que hacer! —chilló Brencis con el rostro pálido de rabia—. Hago lo que me da la gana. Vas a morir porque yo lo quiero. —Se lamió los labios y apretó la mano alrededor de la empuñadura de la espada—. No tienes ni idea del tiempo que llevo esperando que suceda esto.

En algún punto de la niebla a espaldas de Brencis se oyó el chirrido del metal cuando la espada sale de su funda.

—Curioso —comentó Max, y el amigo de Tavi salió de la niebla con una espada de legionare en la mano—. Eso mismo estaba pensando yo.

Brencis se quedó helado y aunque no retiró la punta de la espada de la mejilla de Tavi, miró hacia atrás.

—Apártate de él, Brencis —ordenó Max.

Los labios de Brencis se retorcieron en una mueca burlona.

—El bastardo. No, Antillar. Te vas tú. Vete ahora mismo, o mataré a tu amiguito campesino.

—Acabas de decir que lo quieres matar de todas formas —replicó Max—. ¿Tan estúpido te parezco?

—¡Lárgate! —chilló Brencis—. ¡Lo voy a matar! ¡Ahora mismo!

—Estoy seguro de ello —reconoció Max con expresión ausente—. Pero entonces yo te mataré a ti. Tú lo sabes. Yo lo sé. Sé listo, Brencis, date por vencido.

Tavi vio cómo el cuerpo de Brencis empezaba a templar y miraba rápidamente de Tavi a Max y de Max a Tavi. Sus ojos, demasiado abiertos, demasiado inyectados en sangre, ardían con un fuego desesperado y extraño, y de repente se entornaron.

—¡Max! —gritó Tavi en un intento por avisar a su amigo.

Al mismo tiempo, Brencis se alejó de Tavi, se giró, extendió la mano y el fuego llenó el estrecho callejón en una tormenta letal y repentina que salió de ninguna parte y se dirigía contra Max.

Durante un segundo, Tavi no pudo ver nada, pero entonces percibió una sombra entre las llamas, una silueta oscura agachada y con un brazo levantado como si se quisiera proteger los ojos. La llama se desvaneció de repente y dejó a Max agachado con una rodilla en tierra, el antebrazo izquierdo levantado por protegerse los ojos y la espada en la mano. La punta de la espada brillaba con un color rojo cereza, y la ropa de Max estaba ennegrecida y quemada en muchos puntos, pero se puso de nuevo en pie, aparentemente ileso y empezó a andar hacia Brencis.

—Tendrás que hacerlo mejor —anunció en voz baja.

Brencis le dio la espalda a Tavi y se encaró con Max emitiendo un gruñido. Hizo un gesto y los adoquines delante de sus pies se liberaron del suelo y volaron hacia Max en una nube pesada y letal.

Max alzó la mano izquierda y la cerró en un puño con expresión lúgubre. Una de las paredes de piedra del callejón fluyó de repente como si fuera agua y se extendió entre Max y las piedras que le habían lanzado, que golpearon la pared que se había formado delante de Max, convirtiéndose en gravilla con el impacto. Un segundo después, la pared volvió a su posición original. Max bajó el brazo y siguió avanzando.

Brencis volvió a gruñir y una gran zona de piedras empezó a surgir del suelo, pero Max hizo un gesto seco hacia una pila de leña casi vacía que se apilaba contra una pared y una docena de leños, cada uno de ellos del tamaño del muslo de Tavi, se flexionaron de repente y saltaron hacia Brencis.

Brencis liberó las piedras que había empezado a levantar y su espada se convirtió en una red de acero que interceptó cada leño y lo partió limpiamente, de manera que los trozos se alejaron inofensivos. Max cargó hacia delante con la espada en la mano y con un grito de rabia frustrada y miedo, mientras Brencis avanzó para encontrarse con él. Las hojas resonaron con dureza en el callejón, el acero chirrió y las chispas salieron volando en una llovizna de fuego cada vez que se encontraban las espadas. Los dos se atacaron y fintaron, pasaron de largo y se dieron la vuelta para atacarse una y otra vez con movimientos gráciles y suaves como si fueran un par de bailarines.

Tavi vio la sorpresa dibujada en la cara de Max durante un segundo, después del tercer envite. Tavi sabía que era un espadachín consumado, pero estaba claro que había subestimado a Kalare Brencis. El otro muchacho estaba a su altura, y otro par de envites dieron lugar a más entrechocar de acero y nada de sangre.

Y entonces Brencis miró a Tavi, le lanzó a Max una sonrisa muy fea, alzó la mano y la movió hacia Tavi. El fuego surgió de la punta de sus dedos y se precipitó hacia el chico indefenso.

—¡No! —gritó Max, que se giró con un movimiento de la mano y una ráfaga de viento se levantó delante de Tavi, conteniendo las llamas y protegiéndolo del fuego, aunque el aire se calentó lo suficiente como para hacerle daño en los pulmones.

—¡Max! —chilló Tavi.

Brencis clavó su espada reluciente en la espalda de Max, y la punta le salió por el vientre.

El rostro de Max palideció, y sus ojos se abrieron de par en par por la sorpresa.

Brencis retorció la hoja una, dos veces y entonces la sacó.

Max soltó el aire con lentitud, y cayó de manos y rodillas. Un silencio repentino llenó el callejón.

—Sí —exclamó Brencis, jadeando y con los ojos brillantes—. Sí. Por fin.

Hizo un gesto con la mano, y una malvada ráfaga de viento formó sobre la espalda de Max una línea tan fina que atravesó su camisa y abrió un surco largo y sangriento en su piel.

—Bastardo. Tan engreído. Tan seguro de ti mismo.

Brencis movió la muñeca una y otra vez, abriendo las cicatrices en la espalda de Max y convirtiéndolas en nuevas fuentes de dolor y sangre.

Max dejó escapar un gemido y cada golpe lo empujaba más contra el suelo. Pero cuando levantó la mirada hacia Tavi, su cara mostraba una determinación desafiante además de dolor y miedo. Tavi sintió que sus ataduras en muñecas y tobillos se empezaban a soltar de repente, y su miedo y rabia frustrados alcanzaron un nuevo cenit cuando comprendió qué intenciones tenía Max.

Brencis no le prestaba ninguna atención a Tavi, que estaba totalmente concentrado en seguir azotando a Max, sin dejar de gruñir ni de maldecirlo. Max dejó escapar un gemido muy fuerte y se derrumbó casi por completo sobre el suelo. Tavi quedó abruptamente liberado de la piedra.

Afirmó los pies en el suelo, le dio la vuelta a la empuñadura del cuchillo, atrapó la parte plana de la hoja entre los dedos y, con un movimiento instintivo y practicado, lo lanzó contra el cuello de Brencis. Dio vueltas en el aire y Brencis no se dio cuenta de que llegaba hasta que ya era demasiado tarde. Se agachó para evitar el cuchillo, pero su hoja impactó con fuerza, chorreó sangre de la mejilla de Brencis, y se clavó por completo en la oreja del chico. Brencis chilló ante el dolor repentino.

Tavi sabía que solo disponía de unos segundos antes de que Brencis se recuperase y los matase a los dos. Salió disparado hacia delante, saltó por encima de Max y golpeó el pecho de Brencis con su hombro. Ambos cayeron, y Brencis intentó alcanzar la daga, pero Tavi le metió el pulgar en el ojo con una desesperación feroz y Brencis volvió a chillar.

No había tiempo para pensar, ni para técnicas, ni para tácticas complejas. La lucha era demasiado fea, elemental y brutal. Brencis agarró a Tavi del cuello con la mano que tenía libre y empezó a apretar. Trataba de partirle la tráquea con su fuerza impulsada por las furias, pero Tavi contraatacó mordiéndole el antebrazo hasta que la boca se le llenó de sangre. Brencis chilló. Tavi empezó a golpear al muchacho, descargando los puños como si fueran pesados mazos, mientras Brencis intentaba sin éxito blandir la espada en el cuerpo a cuerpo de la pelea.

Tavi gritó y no cedió, con la fuerza que le proporcionaban el terror y la rabia. Brencis intentó alejarse a gatas, pero Tavi lo agarró por el cuello y empezó a golpearle la cara al chico contra las piedras del suelo. Una y otra vez precipitó la cara de Brencis contra los adoquines, con todo su peso sobre la espalda del otro, hasta que el cuerpo que tenía debajo se quedó flojo de repente.

Y entonces un martillo lo golpeó en la cabeza, y lo tiró hacia atrás y lejos de Brencis.

Tavi aterrizó hecho un revoltijo. Apenas podía ver. Aun así levantó la mirada, con la cabeza latiéndole en punzadas que le provocaban arcadas, y vio cómo un hombre salía de la niebla, vestido de verde y gris. Tavi lo reconoció vagamente como el Gran Señor Kalare. El hombre miró con desprecio a Tavi, y después se acercó a Brencis. Movió a su hijo con la punta de la bota.

—Levántate —ordenó Kalare con una voz que temblaba de rabia y amargura.

Tavi vio detrás de él las siluetas patéticas y encorvadas de Varien y Renzo, que se apoyaban el uno en el otro para no caer.

Brencis se revolvió y después empezó a levantar la cabeza poco a poco. Se sentó y su cara era un amasijo de cortes, sangre y magulladuras. Tenía abierta la boca ensangrentada, y Tavi pudo ver los dientes rotos.

—Eres patético —le recriminó Kalare y en su voz no había compasión ni preocupación por su hijo—. Los tenías y has permitido que este… pequeño don nadie anormal te venza.

Brencis intentó decir algo, pero se limitó a emitir una masa de sonidos y sollozos carentes de significado.

—No hay excusas —prosiguió Kalare—. Ninguna. —Levantó la mirada hacia los dos chicos al fondo del callejón—. Nadie debe saber nunca que tú, mi hijo, caíste derrotado a manos de este campesino. Nunca. No podemos permitir que la noticia de esta humillación salga de aquí.

El corazón le dio un vuelco a Tavi. Max seguía respirando, pero yacía inmóvil en un charco formado por su propia sangre. Tavi intentó ponerse en pie, pero no pudo hacer ninguna otra cosa por evitar vomitar. Sabía que el Gran Señor Kalare estaba a punto de matarlos. Contempló impotente cómo Kalare levantaba una mano, y la tierra empezó a temblar a su alrededor.

Pero entonces la luz inundó el callejón, una luz dorada y cegadora que alejó la niebla con la misma rapidez con la que el sol se habría elevado sobre Alera Imperia. La luz le hizo daño en los ojos y Tavi levantó una mano para protegerse de ella.

Placida Aria, Gran Señora de Placida, apareció en la entrada del callejón con media centuria de la Legión Cívica detrás de ella. Tenía levantado un brazo delgado con la muñeca paralela al suelo y sobre ella descansaba la silueta de un halcón cazador formada por un fuego puro y dorado. Esa luz caía sobre el callejón y lo iluminaba todo.

—Vuestra Gracia —saludó Placida y su voz resonaba con la claridad de una trompeta de plata, tranquila y con una fuerza inconfundible—. ¿Qué pasa aquí?

Los temblores del suelo cesaron de repente. Kalare miró a Tavi durante un momento con ojos vacíos, y después se volvió hacia Lady Placida y los legionares.

—Un asalto, Vuestra Gracia. Antillar Maximus ha atacado y malherido a mi hijo y a sus compañeros de la Academia.

Lady Placida entornó los ojos.

—¿De verdad? —Pasó la mirada de Kalare a los chicos en el suelo, a Brencis, Renzo y Varien—. ¿Y vos habéis presenciado este asalto?

—La última parte —respondió Kalare—. Se cruzaron espadas. Antillar estaba intentando matar a mi hijo después de haber apalizado de gravedad a estos muchachos. Mi hijo y sus amigos pueden prestar testimonio sobre los hechos.

—N… no —tartamudeó Tavi—. Eso no es lo que ha ocurrido.

—Chico —le cortó Kalare con voz furiosa—. Esto es asunto de ciudadanos. Refrena esa lengua.

—¡No! Vos no sois… —El aire se espesó de repente en la garganta de Tavi, obligándole a callar y levantó la mirada para ver cómo Kalare fruncía ligeramente el ceño.

—Chico —intervino lady Placida con voz helada—. Refrena esa lengua. El Gran Señor tiene razón, esto es un asunto de ciudadanos. —Miró a Tavi durante un segundo, y Tavi creyó ver cómo una expresión le pasaba por la cara, una disculpa. Sus siguientes palabras fueron más tranquilas y menos heladas—. Aquí debes permanecer en silencio. ¿Comprendes?

La presión de su garganta se relajó, y Tavi pudo respirar de nuevo. Se quedó mirando a lady Placida durante un momento y asintió.

Lady Placida le devolvió el gesto, y después se volvió hacia el hombre que se encontraba a su lado.

—Capitán, con vuestro permiso, atenderé de inmediato las heridas de los implicados, antes de que os llevéis detenidos a los acusados.

—Por supuesto, mi señora —aceptó el legionare a su lado—, y estamos muy agradecidos de vuestra ayuda.

—Muchas gracias —replicó y empezó a recorrer el callejón hacia Tavi y Max.

Kalare se dio la vuelta para encararse con ella, y se interpuso a las claras en su camino.

Placida era algunos centímetros más alta que Kalare, y lo miró desde arriba con una expresión serena y distante. El halcón de fuego que llevaba sobre la muñeca y que seguía muy presente, movió las alas inquieto, lanzando chispas que planearon hasta el suelo.

—¿Sí, Vuestra Gracia?

Kalare respondió en voz muy baja.

—No me querréis como enemigo, mujer.

—Teniendo en cuenta lo que sé de vos, Vuestra Gracia, no veo qué otra cosa podríais ser.

—Vete —le ordenó con voz de mando.

Lady Placida se rio de él con un sonido alegre y burlón.

—Qué extraño me parece que Antillar Maximus infligiese todas esas heridas con las manos. No sé si sabéis que posee una fuerza considerable con el artificio de las furias.

—Es el hijo bastardo de un bárbaro apestoso. Es lo que cabría esperar —replicó Kalare.

—Lo mismo que las heridas en sus nudillos después de semejante barbaridad. Pero tiene las manos ilesas, y todas las heridas que tiene Antillar están en su espalda.

Kalare la miró con una rabia silenciosa.

—Resulta extraño que las manos del otro chico presenten un aspecto tan terriblemente desastroso, Vuestra Gracia. Nudillos despellejados en ambas manos. Parece raro, ¿no creéis? Parecería como si el chico de Calderon hubiera vencido no solo a vuestro hijo, sino también a sus compañeros. —Frunció los labios con gesto burlón, como si estuviera pensando—. ¿El chico de Calderon no es el que no tiene ninguna capacidad en el artificio de las furias?

Los ojos de Kalare brillaron de rabia.

—Zorra arrogante, te voy a…

Los ojos grises de lady Placida siguieron tan tranquilos y duros como unas montañas distantes.

—¿Qué vais a hacer, Vuestra Gracia? ¿Me vais a retar en juris macto?

—Os esconderíais detrás de vuestro marido —respondió Kalare.

—Al contrario —replicó lady Placida—. Me enfrentaré a vos aquí y ahora si es el deseo de Vuestra Gracia. Los duelos no me resultan ajenos, como recordaréis de mi duelo por la ciudadanía.

La mejilla de Kalare empezó a temblar rítmicamente.

—Sí —señaló lady Placida—, lo recordáis. —Miró a Brencis y a sus compañeros—. Cuidad de vuestro hijo, Vuestra Gracia. Este asalto se ha terminado. Así que por favor, ¿querréis apartaros para que pueda asistir a los heridos…? —La pregunta fue muy educada, pero sus ojos no se apartaron de Kalare.

—Esto no lo voy a olvidar —murmuró Kalare, mientras se apartaba—. Os lo prometo.

—No os podríais creer lo poco que me importa —replicó lady Placida, y pasó a su lado sin lanzarle ni una mirada, mientras que el halcón de fuego dejaba a su paso una ristra de chispas que caían al suelo.

Llegó al lado de Tavi y Max, y dejó el halcón en el suelo a su lado, con una expresión muy profesional. Tavi contempló cómo Kalare ayudaba a su hijo a ponerse en pie y se fue con él y con sus compañeros.

Tavi soltó el aire poco a poco.

—Se han ido, Vuestra Gracia —comentó.

Lady Placida asintió con calma. Sus ojos se entornaron durante un momento al ver las cicatrices que se habían abierto en la espalda de Max. También descubrió la estocada a través de la parte baja de la espalda e hizo una mueca de dolor.

—¿Vivirá? —preguntó Tavi en voz baja.

—Eso creo —contestó ella—. Él mismo ha conseguido cicatrizar la peor parte, pero no está fuera de peligro. Ha resultado un golpe de suerte que siguiera a Kalare cuando se fue.

Lady Placida movió la mano y la colocó encima de la herida, y después deslizó la otra mano por debajo de Max, cubriendo la herida que había producido la espada al salir por el otro lado. Cerró los ojos durante dos o tres momentos silenciosos y después retiró las manos con mucho cuidado. La herida de la espalda se había cerrado, dejando una cicatriz cubierta de piel rosada y costra.

Tavi parpadeó poco a poco ante lo que acababa de ver.

—Ni siquiera habéis usado una bañera.

Lady Placida sonrió levemente.

—No tenía una a mano. —Echó una mirada hacia atrás en dirección a los legionares y preguntó—. ¿Qué ha ocurrido de verdad?

Tavi le explicó la pelea con toda la tranquilidad y concisión que pudo.

—Vuestra Gracia —suplicó—, es muy importante que Max regrese conmigo a la Ciudadela. Por favor, no lo pueden detener esta noche.

Ella negó con la cabeza.

—Lo siento, pero eso es imposible, joven. Un Gran Señor y tres ciudadanos han acusado a Maximus de haber cometido un crimen. Estoy segura de que cualquier tribunal razonable lo declarará inocente, pero no se puede evitar el proceso judicial.

—Pero no puede. Ahora mismo, no.

—¿Y por qué no? —preguntó lady Placida.

Tavi la miró con una frustración impotente.

—Tú estás bastante a salvo, al menos de una acusación legal —le explicó lady Placida—. No existe ninguna posibilidad de que Kalare deje que su hijo te acuse de dejarlo medio muerto.

—Eso no es lo que me preocupa —replicó Tavi.

—Entonces, ¿qué te preocupa?

Tavi sintió cómo se ruborizaba y apartó la mirada de lady Placida.

Ella suspiró.

—Te ruego que estés agradecido de que los dos estéis vivos —comentó—. Esto se parece bastante a un milagro.

—¿Tavi? —llamó Max con voz débil y cansada.

Tavi se volvió de inmediato hacia su amigo.

—Estoy aquí. ¿Te encuentras bien?

—He estado peor —murmuró Max.

—Maximus —intervino lady Placida con firmeza—. Debes permanecer en silencio hasta que te traslademos a una cama en condiciones, aunque sea en una celda. Estás malherido.

Max negó levemente con la cabeza.

—Tengo que decírselo, Vuestra Gracia. Por favor. A solas.

Lady Placida arqueó una ceja ante Max, pero después asintió y se puso en pie. Hizo un gesto y el halcón de fuego voló hacia ella, desvaneciéndose en la nada mientras lo hacía. Regresó con tranquilidad hacia los legionares y empezó a hablar con ellos.

—Tavi —empezó Max—. Fui hasta la casa de sir Nedus.

—¿Sí? —Tavi se inclinó sobre él con el corazón latiéndole al mismo ritmo que la cabeza.

—Los atacaron delante de la casa. Sir Nedus está muerto, al igual que el cochero y la cortesana. También los sicarios.

A Tavi le dio un vuelco el corazón.

—¿Tía Isana?

—No la vi, Tavi. Desaparecido. Había un rastro de sangre. Tal vez se la llevaron a algún sitio. —Empezó a decir algo más, pero puso los ojos en blanco y después los cerró.

Tavi se quedó mirando estupefacto a su amigo mientras los legionares se reunían a su alrededor y se lo llevaban a la cárcel. Después se acercó a la mansión de sir Nedus y descubrió que la Legión Cívica ya estaba presente en la macabra escena. Los cuerpos estaban dispuestos en una fila y ninguno de ellos era su tía.

Había desaparecido. Tal vez la habían secuestrado. Era muy posible que ya estuviera muerta.

Max, la única persona que podía mantener la ilusión de un Gaius fuerte, estaba en prisión. Sin su presencia como doble de Gaius, el Reino se podía encaminar hacia una guerra civil que permitiría que sus enemigos lo destruyesen por completo. Y había sido una decisión de Tavi lo que había provocado aquel despropósito.

Tavi se dio la vuelta y empezó a andar lenta y dolorosamente por las calles que conducían a la Ciudadela. Tenía que contarle a Killian lo que había pasado, porque ya no podía hacer nada más por su familia, ni por su amigo ni por su señor.