Amara llegó a Aricholt a mediodía. La columna se detuvo a poco menos de un kilómetro de los muros de la propiedad, en una elevación que dominaba el valle que contenía los muros y los edificios de la explotación en un cuenco de tierra verde. Bernard no hizo caso de las objeciones de su capitán de caballeros ni de su Primera Lanza y descendió hacia el recinto desierto en busca de cualquier amenaza potencial. Uno rato más tarde regresó con el ceño fruncido y la columna emprendió la marcha para atravesar el portón de Aricholt.
El lugar había cambiado para mejor desde la primera vez que lo viera Amara. Hacía unos años, bajo el mando de Kord, un esclavista y asesino, el lugar había sido poco más que una serie de edificios en ruinas alrededor de un refugio de una sola planta contra las tormentas, que daba cabida tanto a los residentes de la explotación como a sus animales. Desde entonces, Aric había atraído a trabajadores nuevos que se habían desplazado a una zona potencialmente rica y desde luego muy hermosa. Uno de los nuevos residentes había encontrado una pequeña veta de plata en las tierras de Aric, y los beneficios del hallazgo no solo habían pagado las deudas de su padre, sino que también le habían dejado dinero suficiente para toda su vida.
Pero Aric no había atesorado el dinero, sino que se lo había gastado en su gente y en su hogar. Una muralla nueva, tan gruesa y sólida como la de Isanaholt, protegía ahora los edificios del recinto, que eran de piedra sólida, incluido un establo grande para los animales, que podía albergar incluso los cuatro gargantes que compró Aric para el trabajo pesado que debía realizar en su propiedad si quería prosperar. En el transcurso de esos años, la explotación había cambiado. Lo que antes era un puñado de cabañas y cobertizos destartalados y cubiertos de malas hierbas, que albergaban a individuos miserables y esclavos patéticos, se había convertido en un hogar próspero y hermoso para más de un centenar de personas.
Por eso, al contemplarlo, la sensación era aún más espeluznante. No había ninguna señal de actividad dentro de las murallas ni en los campos cercanos. El humo no salía de las chimeneas. Ningún animal se movía en los cercados ni en los pastos cercanos al recinto. No había ningún niño corriendo o jugando. Ningún pájaro cantaba. Al oeste del asentamiento, la mole inmensa y oscura de la montaña llamada Garados se alzaba como una lúgubre amenaza.
Solo quedaba el silencio, tan espeso y profundo como el fondo del mar.
Casi todas las puertas de los edificios estaban abiertas, batiéndose adelante y atrás con el viento. Los portones de los cercados del ganado también estaban abiertos, así como las puertas del granero de piedra.
—Capitán —llamó Bernard en voz baja.
El capitán Janus, un veterano con canas de las legiones y un caballero Terra de habilidades portentosas, espoleó su caballo en la cabeza de la columna de caballeros que los había acompañado hasta Aricholt. Janus, el oficial superior de los caballeros bajo el mando de Bernard como conde de Calderon, era un hombre por debajo de la estatura media, pero tenía un cuello tan grueso como la cintura de Amara, y sus músculos desarrollados y marcados eran tremendamente poderosos incluso sin la ayuda del artificio de las furias para apoyarlos. Iba vestido con la cota de malla de un plateado oscuro y mate de las legiones, y sus rasgos marcados estaban atravesados por una cicatriz larga y fea que le cruzaba una mejilla y que le estiraba la comisura de la boca en una sonrisita perpetua y maliciosa.
—Señor —respondió Janus, con una voz que para su sorpresa tenía el tono de un tenor ligero y estaba marcada por la suave claridad de un acento refinado y educado.
—Informe, por favor.
Janus asintió.
—Sí, mi señor. Mis caballeros Aeris han sobrevolado toda la cuenca y no han encontrado ninguna presencia, ya sean los residentes o de cualquier otra persona. Los he dispuesto en un diamante suelto a algo más de un kilómetro del recinto, para que actúen como centinelas por si alguien intenta acercarse. Les he ordenado que extremen las precauciones.
—Muchas gracias. ¿Giraldi?
—Mi señor —respondió el Primera Lanza, saliendo de las filas de la infantería para golpear con fuerza su peto en señal de saludo.
—Dispón una guardia en las murallas y colabora con el capitán Janus para convertir este lugar en un puesto defensivo. Quiero a veinte hombres divididos en grupos de cuatro para revisar cada una de las habitaciones en todos los edificios de esta explotación para asegurarnos de que están vacíos. Después de eso, recoge todas las reservas de alimentos que puedas encontrar y haz un inventario.
—Entendido, mi señor.
Giraldi asintió y volvió a saludar, antes de darse la vuelta para sacar el bastón que llevaba en el cinturón y empezar a ladrar órdenes a sus hombres. Janus se volvió hacia sus subordinados con una voz mucho más baja que la de Giraldi pero moviéndose con el mismo tipo de determinación y mando.
Amara se quedó atrás, mirando pensativa a Bernard. Cuando lo conoció, era un estatúder, y ni siquiera tenía la ciudadanía plena. Pero incluso entonces tenía el tipo de presencia que exigía obediencia y lealtad. Siempre había sido resolutivo, justo y fuerte. Pero nunca lo había visto en esta tesitura, en su nuevo papel como conde de Calderon, al mando de oficiales y soldados de la legión de Alera con la confianza tranquila que proporciona la experiencia y los conocimientos. Sabía que había servido en la legión, por supuesto, porque a todo varón de Alera se le exigía que sirviera al menos durante un turno de servicio que duraba de dos a cuatro años.
Le sorprendía porque había considerado que la decisión de Gaius de nombrar a Bernard como nuevo conde de Calderon era una maniobra política que principalmente pretendía demostrar la autoridad del Primer Señor. Pero era posible que Gaius hubiera visto mejor que ella el potencial de Bernard. Resultaba obvio que se sentía cómodo en su papel y trabajaba con la concentración de un hombre decidido a ejercer sus responsabilidades con toda su capacidad.
Podía ver la reacción de los hombres ante esa situación: Giraldi, un legionare veterano y con mucha experiencia, respetaba mucho a Bernard, como todos los hombres de su centuria. Ganarse el respeto de soldados profesionales y veteranos no era fácil, pero él lo había conseguido. Y lo que resultaba aún más sorprendente era que disfrutara del mismo respeto silencioso del capitán Janus, que consideraba claramente que Bernard era competente en su labor y tenía la voluntad de trabajar tan duro y enfrentarse exactamente a las mismas situaciones que exigía a sus hombres.
Pero pensó que lo importante quedaba en evidencia para todo el mundo que conocía a Bernard: era un hombre decente.
Amara sintió cómo la atravesaba una cálida corriente de orgullo. En los momentos que se podía permitir pensamientos ociosos, le seguía pareciendo un golpe de suerte sorprendente que hubiera podido encontrar un hombre amable y fuerte que estaba claro que deseaba su compañía.
«Lo tienes que dejar, por supuesto».
Las palabras amables e inflexibles de Serai ahogaron la oleada de calor e hicieron que se volviera a hundir en el fondo de su pecho. No podía refutarlas. Estaba claro que los deberes de Bernard hacia el Reino eran necesarios. Alera necesitaba todo artífice poderoso de las furias para sobrevivir en un mundo hostil, y sus ciudadanos y su nobleza representaban lo mejor de esa fuerza. La costumbre exigía que los ciudadanos y la nobleza por un igual buscasen esposas con la misma fuerza, si era posible. El deber y la ley exigían que la nobleza tomase esposas que pudieran proporcionar hijos con grandes dones. La fuerza de Bernard como artífice era formidable y con más de una furia por compartir. Era un artífice fuerte y un buen hombre. Iba a ser un buen marido. Un padre fuerte. Iba a hacer muy, pero que muy feliz a alguna mujer cuando se casase con ella.
Pero esa mujer no podía ser Amara.
Ella movió la cabeza para expulsar de sus pensamientos esa línea de razonamiento. Se encontraba allí para detener a los vord. Le debía a los hombres de la columna de Bernard que concentrase todos sus pensamientos en los objetivos que se debían alcanzar. Ocurriese lo que ocurriese, no iba a dejar que sus preocupaciones personales la distrajeran de hacer todo lo que estuviera en su poder para proteger las vidas de los legionares bajo el mando de Bernard, y para destruir lo que posiblemente era el peligro más letal contra el Reino.
Vio cómo Bernard se arrodillaba en el suelo, colocando la palma extendida sobre la tierra. Cerró los ojos y murmuró:
—Brutus.
El suelo a su lado tembló ligeramente antes de que la tierra se ondease y rompiese como la superficie de un estanque al paso de una piedra. A partir de esas ondas surgió del suelo un perro enorme, más grande que algunos ponis y formado totalmente de piedras y tierra, que se acarició la ancha cabeza de piedra contra la mano estirada de Bernard. Este sonrió y pellizcó ligeramente al perro en la oreja. Entonces Brutus se sentó muy atento con los ojos verdes —esmeraldas de verdad— fijos en Bernard.
El conde murmuró algo más, y Brutus abrió la boca en lo que pareció un ladrido. El sonido que surgió de la furia de tierra fue similar al de un gran deslizamiento de tierra. La furia se hundió de inmediato en la tierra, mientras Bernard se quedó quieto y agachado, con la mano sobre el suelo.
Amara se acercó a él en silencio y se detuvo a varios pasos.
—¿Condesa? —susurró Bernard al cabo de un momento, aunque sonaba algo distraído.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.
Se produjo otro leve temblor en la tierra, esta vez pronunciado y breve. Amara sintió cómo surgía bajo sus botas.
—Intento ver si por ahí fuera se mueve alguien. En un buen día puedo rastrear cualquier cosa que esté a cinco o seis kilómetros de distancia.
—¿De verdad? ¿Tan lejos?
—Vivo aquí desde hace mucho tiempo —respondió Bernard—. Conozco este valle. Por eso es posible. —Gruñó, y frunció el ceño durante un instante—. Eso no está bien.
—¿Qué es lo que no está bien?
—Hay algo… —De repente Bernard se puso en pie con la cara pálida y gritó—: ¡Capitán! ¡Frederic!
Al instante unas botas resonaron en las piedras del patio y Frederic se acercó a la carrera desde el exterior de los muros, donde la columna de gargantes, en compañía de Doroga, esperaba a que registrasen el recinto en busca de peligros ocultos antes de entrar. Unos segundos más tarde el capitán Janus saltó de la muralla de la propiedad directamente al patio, absorbiendo el golpe de la caída con su fuerza ampliada por un artificio de las furias, y corrió hacia ellos sin demora ni dificultad.
—Capitán —explicó Bernard—, hemos encontrado una cámara en los cimientos de la explotación. Estaba abierta y, después, sellada.
Los ojos de Janus se abrieron de par en par.
—¿Una cámara sellada?
—Eso será —respondió Bernard—. Las furias de la explotación la intentan mantener sellada, y hay demasiada piedra para que la pueda mover solo porque todas se oponen a mí.
Janus asintió con un gesto seco y se quitó los guantes. Se arrodilló en el suelo, apretó las manos contra las piedras del patio y cerró los ojos.
—Frederic —indicó Bernard con voz dura y controlada—, cuando haga un gesto con la cabeza quiero que abras un camino hacia esa cámara, que sea lo suficientemente grande como para que pase un hombre a pie. El capitán y yo contendremos a las furias de la propiedad para que no te molesten.
Frederic tragó saliva.
—Eso es un montón de roca, señor. No estoy seguro de que pueda.
—Ahora eres un caballero del Reino, Frederic —replicó Bernard con una voz cargada de autoridad—. No pienses si lo puedes hacer. Hazlo.
Frederic tragó saliva y asintió, mientras una pátina de sudor le cubría el labio superior.
Bernard se volvió hacia Amara.
—Condesa, necesito que estéis dispuesta para poneros en marcha —le indicó.
Amara frunció el ceño.
—¿Qué debo hacer? No sé a qué os referís cuando decís que se trata de una cámara sellada.
—Se trata de algo que ha ocurrido algunas veces en una explotación que está sufriendo un ataque —explicó Bernard—. Alguien crea una cámara en los cimientos de la propiedad, y después cierra la piedra a su alrededor.
—Por qué haría alguien algo… —Amara frunció el ceño—. Así esconden a sus hijos —jadeó, comprendiendo de repente—, para protegerlos de quienes estén atacando el recinto.
Bernard asintió lúgubre.
—Y la cámara no es demasiado grande para contener mucho aire. Nosotros abriremos un camino hasta la cámara y lo mantendremos abierto, pero no podremos resistir demasiado. Baja con algunos de los hombres y saca a toda prisa a todos los que puedas.
—Muy bien.
Bernard le tocó el brazo.
—Amara —empezó—. No sé decir cuánto tiempo llevan encerrados ahí dentro. Puede ser una hora. Puede ser un día. Pero no puedo sentir ningún movimiento.
Ella sintió una punzada en el vientre.
—Es posible que hayamos llegado tarde.
Bernard sonrió sin alegría y le apretó el brazo. Después se acercó al lado de Janus y se arrodilló, colocando las manos en el suelo junto a las del capitán.
—¡Centurión! —llamó Amara—. ¡Necesito diez hombres para ayudar a los posibles supervivientes de la propiedad!
—Sí, mi señora —respondió Giraldi. Al instante, diez hombres se colocaron detrás de Amara… y diez más, con las armas dispuestas, a su lado—. Solo en caso que no sean residentes, mi señora —gruñó Giraldi en voz baja—. No hace ningún daño ser precavido.
Amara sonrió y asintió.
—Muy bien. ¿Crees realmente que puedan ser enemigos?
Giraldi negó con la cabeza.
—¿Sellados en la roca durante un tiempo que solo las furias conocen? Dudo mucho que tenga demasiada importancia aunque se trate de los vord. —Respiró hondo y dijo—: No es necesario que bajéis cuando abran, condesa.
—Sí —replicó Amara—, lo es.
Giraldi frunció el ceño pero no dijo nada más.
Bernard y Janus hablaron en voz baja durante unos instantes.
—Casi estamos —anunció Bernard con voz tensa—. Preparaos. No lo podremos mantener abierto durante mucho tiempo.
—Estamos listos —confirmó Amara.
Bernard asintió.
—Ahora, Frederic —ordenó.
El suelo volvió a temblar y se oyó un sonido chirriante y quejumbroso. Justo delante de los pies de Frederic las piedras del patio empezaron a agitarse de repente y se hundieron, como si el suelo que había debajo de ellas se hubiera convertido en una sopa lodosa. Amara se acercó al agujero y percibió la visión más bien inquietante de las piedras fluyendo como si fueran agua, alisándose hasta formar una rampa inclinada y resbaladiza que bajaba al interior de la tierra.
—Allí —indicó Bernard—. Deprisa.
—Señor —llamó Frederic con un gruñido angustiado—. No lo puede tener abierto durante mucho tiempo.
—Resiste todo lo que puedas —aulló Bernard, con el rostro enrojecido y empezando a sudar.
—Centurión —gritó Amara, y empezó a descender por la rampa.
Giraldi rugió las órdenes y el sonido de las pesadas botas golpeando la piedra siguieron a los talones de Amara.
La rampa se hundía algo más de seis metros y terminaba en una abertura baja que daba a una habitación pequeña y en forma de huevo. El aire olía a cerrado, denso y demasiado húmedo. Había siluetas en la penumbra de la sala: bultos de ropa inmóviles. Amara se acercó al más cercano y se arrodilló: un niño, demasiado pequeño para poder andar.
—Son niños —le gritó a Giraldi.
—Fuera con ellos —ladró Giraldi—. Movedlos, muchachos, ya habéis oído a la condesa.
Los legionares entraron en tropel en la cámara, cogieron las formas inmóviles al azar y salieron a toda prisa. Amara fue la última en abandonar la habitación y justo en ese momento el suelo liso de piedra se lanzó de repente hacia arriba a la vez que el techo se hundía. Amara lanzó una mirada hacia atrás y tuvo una visión incómoda que le recordaba las fauces hambrientas de un lobo gigante cuando el lecho de roca fluyó y se movió como un ser vivo. La abertura hacia la cámara se contrajo y las paredes a ambos lados de la rampa se acercaron de repente.
—¡Deprisa! —le gritó al hombre que tenía delante.
—No puedo —gruñó Frederic.
Los legionares subieron corriendo la rampa, pero la piedra se estaba hundiendo hacia dentro con demasiada rapidez. Casi sin notar el peso del niño inmóvil que llevaba en brazos, Amara llamó a Cirrus y su furia bajó aullando por el hueco en la piedra como si fuera un huracán. Vientos violentos y peligrosos barrieron abruptamente la rampa por debajo y detrás de ellos, y después se precipitaron hacia la superficie como si fueran un gargante enloquecido. Los vientos empujaron a Amara contra la espalda del legionare que tenía delante, antes de atrapar también al hombre y continuar la carga, lanzándolos a ambos contra el hombre que iba delante en la fila, hasta que un total de media docena de legionares subieron volando la rampa y se alejaron del puño de piedra que se iba cerrando.
El suelo volvió a crujir con un sonido duro y odioso, y la piedra se cerró sin juntura para adquirir la forma anterior, atrapando la punta de la trenza de Amara. La trenza la sujetó con la fuerza de una cuerda y el viento que la impulsaba le hizo perder pie y saltar en el aire cuando el cabello quedó atrapado por la ropa. Cayó de espaldas sobre el suelo liso y se quedó sin aliento mientras la recorría un dolor inmovilizante.
—¡Artífices del agua! —bramó Giraldi—. ¡Sanadores!
Alguien cogió con suavidad al niño de brazos de Amara, y fue vagamente consciente de las presencias de los artífices del agua de la infantería y de bastantes soldados veteranos con bolsas de sanadores colgadas del hombro corriendo hacia ellos.
—Tranquila, tranquila —dijo Bernard desde algún lugar cercano y su voz sonaba cansada.
Amara sintió su mano sobre el hombro.
—¿Están bien? —jadeó—. ¿Y los niños?
—Se están ocupando de ellos —respondió Bernard con suavidad, mientras sus manos le tocaban brevemente la cabeza y después recorrían la nuca, tanteando—. ¿Te has dado en la cabeza?
Amara negó con la cabeza.
—No. La roca ha atrapado la trenza.
Oyó cómo Bernard dejaba escapar un leve suspiro de alivio, y después sintió como recorría la trenza. Cuando llegó a la punta, comentó:
—Solo son unos cuatro centímetros, justo en el lazo.
—Estupendo —reconoció Amara.
Oyó el chasquido de la daga de Bernard al salir de su cinturón, antes de aplicar la hoja afilada a la punta de su trenza y cortarla para liberarla de la roca.
Amara suspiró al cesar la presión sobre el cuero cabelludo.
—Ayúdame a sentarme —le pidió.
Bernard le dio la mano y tiró de ella hasta que quedó sentada en el patio. Amara intentó recuperar el aliento y empezó a deshacer metódicamente la trenza suelta antes de que se convirtiera en una maraña de nudos.
—¿Señor? —se anunció Janus—. Parece que hemos llegado a tiempo.
Bernard cerró los ojos.
—Gracias a las grandes furias. ¿Qué tenemos aquí?
—Niños —informó Janus—. Ninguno de ellos de más de ocho o nueve años, y dos bebés. Cuatro chicos, cinco chicas y una dama joven. Están inconscientes, pero respiran, y el pulso es fuerte.
—¿Una dama joven? —preguntó Amara—. La cuidadora de la propiedad.
Bernard entornó los ojos a causa del sol y asintió.
—Tiene sentido.
Se puso en pie y se acercó a las formas tendidas de los niños y de la joven. Amara se levantó, se detuvo hasta que recuperó el equilibrio y lo siguió.
Bernard sonrió sin alegría.
—Es Heddy. La esposa de Aric.
Amara bajó la mirada hacia una mujer joven de aspecto frágil con un cabello rubio pálido y piel muy clara, que solo estaba ligeramente marcada por el sol y el viento.
—Los sellaron ahí dentro —murmuró—. Y dispusieron a sus furias para asegurarse de que no pudieran salir. ¿Por qué iban a hacer algo así?
—Para impedir que nadie llegara a ellos excepto las personas que los pusieron allí —explicó Bernard.
—Pero ¿por qué?
Bernard se encogió de hombros.
—Quizá los adultos pensaron que si no estaban por aquí para sacar a sus hijos, no querían que quienquiera que los atacase tuviera la oportunidad de hacerlo.
—¿Aunque muriesen?
—Hay cosas peores que la muerte —intervino Doroga.
Su tono profundo sorprendió a Amara que dio un respingo de tensión. El enorme jefe marat se había colocado a sus espaldas más silencioso que un león de las praderas de Amarante.
—Algunas de ellas son mucho peores.
Uno de los bebés empezó a llorar y dejó escapar un gritito de queja y un instante después se vio acompañado por los sollozos exhaustos de otro niño. Amara levantó la mirada y vio que todos los niños se empezaban a mover.
El artífice del agua de Giraldi, un veterano llamado Harger, se levantó del lado del niño cercano a Heddy y se arrodilló al costado de la joven. Colocó las puntas de los dedos suavemente sobre las sienes de Heddy y cerró los ojos durante unos instantes. Después levantó la mirada hacia Bernard.
—Su cuerpo está completamente extenuado —informó—. Tampoco sé si su mente funciona demasiado bien en estos momentos. Quizá lo mejor sea darle la oportunidad de dormir.
Bernard frunció el ceño y miró a Amara con una ceja levantada.
Ella sonrió sin ganas.
—Tenemos que hablar con ella y descubrir lo que ha ocurrido.
—Quizá nos lo pueda explicar alguno de los niños —sugirió Bernard.
—¿Crees que habrán comprendido lo que estaba pasando?
Bernard los miró, con el ceño aún más fruncido y negó con la cabeza.
—Tal vez no. No lo suficiente como para arriesgar más vidas por lo que recuerde un niño pequeño.
Amara asintió.
—Despiértala, Harger —ordenó Bernard con suavidad—. Con todo el cuidado que puedas.
El viejo artífice del agua asintió, con sus dudas claramente visibles en los ojos, pero se volvió hacia Heddy, tocó de nuevo sus sienes y frunció el ceño concentrado.
Heddy se despertó al instante y violentamente, gritando un lamento duro y torturado. Sus ojos azul pálido se abrieron de golpe, tan abiertos como los ojos aterrados de un animal que está seguro de que su hambriento perseguidor se dispone a matarlo. Agitó salvajemente los brazos y las piernas, y una brisa repentina y fría, fuerte pero sin dirección, barrió el patio y giró violentamente, levantando polvo, paja y piedrecitas.
—¡No! —chilló Heddy—. ¡No, no, no!
Siguió gritando la misma palabra una y otra vez, y sonaba como si se estuviera destrozando la garganta al hacerlo.
—¡Heddy! —la llamó Bernard, con los ojos medio entornados ante el vendaval de desechos—. ¡Heddy! Todo va bien. ¡Estás a salvo!
Ella siguió gritando, luchando y pateando, y mordió la mano de un legionare que se había arrodillado al lado de Harger y Bernard en un intento por contenerla. Luchaba con una fuerza nacida del miedo, que era tan intensa que parecía producto de la locura.
—¡Malditos cuervos! —gruñó Harger—. Tendremos que sedarla.
—Espera —intervino Amara y se arrodilló al lado de la joven—. Heddy —dijo con la voz más suave que pudo para que la oyera por encima de los gritos—. Heddy, todo está bien. Heddy, los niños están bien. Ha llegado el conde con los soldados de Guarnición. Estáis a salvo. Los niños están a salvo.
Los ojos aterrorizados de Heddy volaron hacia Amara y por primera vez desde que se había despertado se fijaron en algo. Sus gritos se refrenaron un poco, pero su expresión siguió siendo torturada y desesperada. Amara se sintió conmovida al ver tanto dolor en la mujer, pero mantuvo la voz suave, repitiendo las palabras tranquilizadoras a la joven aterrorizada. Cuando Heddy se calmó un poco más, Amara colocó la mano sobre la cabeza de la joven, y le apartó una y otra vez de la frente el cabello fino como una telaraña.
Tardó cerca de media hora, pero los gritos de Heddy se convirtieron en sollozos, después en gemidos y por último en una serie de gimoteos lastimeros. Mantuvo la mirada fija en la cara de Amara, como si estuviera desesperada por encontrar algún punto de referencia. Con un temblor final, Heddy se quedó en silencio y se le cerraron los ojos, rebosantes de lágrimas.
Amara levantó la vista hacia Bernard y Harger.
—Creo que ahora está bien. Quizá los caballeros me deberían dejar un rato a solas con ella. Dejad que la cuide.
Harger asintió de inmediato y se puso en pie. Bernard parecía menos seguro, pero también le asintió a Amara, y se fue junto al capitán Janus y el centurión Giraldi para hablar en voz baja.
—¿Me puedes oír, Heddy? —preguntó Amara en un susurro.
La chica asintió.
—¿Me puedes mirar, por favor?
Heddy gimoteó y empezó a temblar.
—De acuerdo —la tranquilizó Amara—. Está bien. No es necesario. Puedes hablar conmigo con los ojos cerrados.
La cabeza de Heddy hizo un gesto seco de asentimiento y siguió temblando con sollozos silenciosos. Las lágrimas le corrían por las mejillas y caían en las piedras del patio.
—Anna —dijo al cabo de un momento y levantó de golpe la cabeza del suelo, mirando hacia el sonido de una niña llorando—. Anna está llorando.
—Chist, tranquila —la calmó Amara—. Los niños están bien. Nos estamos ocupando de ellos.
Heddy se volvió a tender, temblando a causa del esfuerzo que había tenido que realizar para medio incorporarse.
—De acuerdo.
—Heddy —la llamó Amara, manteniendo la voz suave y baja—. Necesito saber lo que te ha ocurrido. ¿Me lo puedes explicar?
—B-Bardos —respondió Heddy—. Nuestro nuevo herrero. Hombre grande. Barba rojiza.
—No lo conozco —admitió Amara.
—Buen hombre. El mejor amigo de Aric. Él nos envió a la cámara. Dijo que se aseguraría de que no nos… —La cara de Heddy se retorció en un terrible gesto de dolor—. No nos tomaran, como a los demás.
—¿Tomados? —preguntó Amara en voz baja—. ¿Qué quieres decir?
La voz de la joven se convirtió en el dolor rasgando la garganta.
—Tomados. Cambiados. Siendo ellos y no siendo ellos. Aric, no. Aric, no. —Se enroscó con fuerza—. Oh, mi Aric. Ayúdanos, ayúdanos, ayúdanos.
Una mano enorme y amable apareció en su hombro y Amara levantó la mirada para ver el gesto preocupado y silencioso de Doroga.
—Déjala —indicó.
—Tenemos que saber lo que ha ocurrido.
Doroga asintió.
—Yo te lo diré. Déjala descansar.
Amara le frunció el ceño al gran marat.
—¿Cómo lo sabes?
Se puso en pie y miró alrededor del recinto.
—Rastros en el exterior —explicó— que se alejan. Zapatos, sin zapatos, hombre y mujer. Vacas, ovejas, caballos, gargantes. —Hizo un gesto alrededor del lugar—. Los vord llegaron hace dos o tres días. Tomaron al primero. Al principio, no a todos. Primero, unos pocos.
Amara movió la cabeza con la mano aún sobre la forma enroscada de la joven llorosa.
—Tomar. ¿Qué quieres decir?
—Los vord —explicó Doroga—. Entran dentro de ti. Entran por la boca, la nariz y las orejas. Se abren camino. Entonces mueres, pero tienen tu cuerpo. Tienen tu aspecto. Pueden actuar como tú.
Amara miró a Doroga asqueada.
—¿Qué?
—No sé qué aspecto tienen exactamente —siguió explicando Doroga—. Los vord tienen muchas formas. Algunos son como las Guardianas del Silencio. Como arañas. Pero pueden ser pequeños, como un bocado. —Movió la cabeza—. Los Tomadores son pequeños, para que puedan entrar en ti.
—¿Cómo… una especie de gusano? Un parásito.
Doroga ladeó la cabeza y una gran trenza se le deslizó por el hombro.
—Parásito. No conozco esa palabra.
—Es la criatura que se une a otra criatura —explicó Amara—. Como un piojo o una pulga. Se alimentan de la criatura huésped para sobrevivir.
—Los vord no son así —replicó Doroga—. La criatura huésped no sobrevive. Solo se quedan con su aspecto.
—¿Qué quieres decir?
—Digamos que un vord se mete en mi cabeza. Doroga muere. El Doroga que se encuentra aquí. —Se dio un golpecito en la cabeza con el pulgar—. Lo que Doroga siente, desaparece. Pero este Doroga —se golpeó ligeramente el pecho con la mano— sigue existiendo. Tú no lo sabes, porque solo conoces como el verdadero Doroga —se tocó la cabeza— al que puedes ver y con el que puedes hablar. —Se tocó el pecho.
Amara sintió un escalofrío.
—Entonces, ¿qué ha ocurrido aquí?
—Lo que le ocurrió a mi pueblo —respondió Doroga—. Llegaron los tomadores. Tomaron a unos pocos. Miraron alrededor, quizá decidiendo cuál sería el siguiente al que tomarían. Después los tomaron. Hasta que hubo muchos más tomados que libres. Tomaron a más de setecientos del clan del lobo de esa manera. Una manada, de golpe.
—¿Y luchaste contra eso? —preguntó Amara—. ¿Marat tomados?
Doroga asintió con los ojos velados.
—Primero ellos, y después encontramos el nido. Luchamos contra las Guardianas del Silencio. Como grandes arañas. Y sus guerreros. Más grandes y más rápidos. Mataron a mi gente, a nuestros chala. —Inhaló lentamente—. Y después nos ocupamos de la reina vord en aquel nido. Una criatura que… —Movió la cabeza y Amara vio algo que no creyó que vería nunca en Doroga: la sombra del miedo en sus ojos—. La reina fue la peor. De ella nacen todos los demás: guardianas, tomadores y guerreros. Teníamos que seguir, o de lo contrario la reina habría escapado para fundar otro nido y empezar de nuevo.
Amara frunció los labios y asintió.
—Por eso luchasteis hasta el final.
Doroga asintió.
—Y por eso hay que encontrar y destruir a la reina que está cerca de este lugar. Antes de que le nazcan nuevas reinas.
—¿Qué crees que ha ocurrido aquí? —preguntó Amara.
—Llegaron tomadores —respondió Doroga—. Eso es lo que quería decir con que eran ellos y no eran ellos. Ese Aric del que ha hablado es uno de los que tomaron. Ese hombre que los selló en la piedra debía estar libre. Quizás uno de los últimos de su pueblo que siguió libre.
—Entonces, ¿dónde está ahora? —preguntó Amara.
—Tomado, o muerto.
Amara movió la cabeza.
—Esto no es… Esto es demasiado increíble. Nunca había oído nada igual. Nadie había visto nunca nada igual.
—Nosotros sí —murmuró Doroga—. Hace mucho tiempo. Hace tanto tiempo que apenas circulan historias al respecto. Pero lo hemos visto.
—Pero no puede ser —replicó Amara en voz baja—. No puede ser así.
—¿Por qué no?
—No es posible que tomaran a Aric. Fue él quien vino a avisar a Bernard. Si ahora es uno de esos vord, entonces sabrán…
Amara sintió que la punzada lenta y dolorosa de una certidumbre helada se le alojaba en el pecho.
Los ojos de Doroga se estrecharon hasta convertirse en una rendija. Entonces se dio la vuelta hacia un lado y cogió el enorme garrote de guerra que había dejado apoyado en el muro.
—¡Calderon! —rugió y al otro lado de la muralla del recinto, su gargante respondió con un resonante mugido de alarma—. ¡Calderon! ¡A las armas!
Amara se puso en pie tambaleante y miró rápidamente a su alrededor en busca de Bernard.
Y fue en ese momento cuando oyó que los legionares empezaron a chillar.