Amara espoleó el caballo y se situó al lado del de Bernard bajo la luz del sol matinal.
—Algo va mal —murmuró.
Bernard frunció el ceño y la miró. Iban a la cabeza de la columna de legionares de Guarnición. Dos docenas de campesinos locales, veteranos de las legiones, cabalgaban con armas y armadura formando la caballería auxiliar. Dos docenas más llevaban los grandes arcos de caza habituales entre los habitantes de la región y marchaban en columna detrás de los legionares. Detrás de ellos traqueteaban un par de carros pesados tirados por gargantes, seguidos por Doroga en su enorme gargante y por la retaguardia en la que formaban la mayoría de los caballeros a quienes comandaba Bernard. Iban montados y serios.
Bernard había añadido el yelmo a la cota de mallas y sostenía cruzado en la silla el arco con una flecha dispuesta en la cuerda.
—Entonces te has dado cuenta.
Amara tragó saliva y asintió.
—No hay venados.
Bernard asintió con un gesto casi imperceptible. Sus labios casi no se movieron cuando habló.
—En esta época del año, la columna los debería estar asustando cada pocos centenares de metros.
—¿Y eso qué significa?
Los hombres de Bernard se movieron en un ligero encogimiento.
—Por lo general, pensaría que otro contingente de tropas los ha asustado y que están preparando un ataque por sorpresa.
—¿Y ahora? —preguntó Amara.
Apartó los labios, y dejó ver los caninos.
—Creo que esas criaturas ya los han espantado, y que es posible que estén preparando un ataque por sorpresa.
Amara se lamió los labios, mientras contemplaba las colinas suaves que les rodeaban.
—¿Qué vamos a hacer?
—Relajarnos. Confiar en los exploradores —respondió Bernard—. Tener los ojos abiertos. Pueden existir otras explicaciones para la ausencia de los venados.
—¿Cómo cuáles?
—Por ejemplo, es posible que los hombres de Aric hayan matado todos los que podían para preparar nuestra llegada y cubrir las necesidades alimentarias de las tropas. También cabe tener en cuenta los moas que se han quedado en el valle después de la batalla. Uno de ellos podría haber matado a las hembras mientras daban a luz durante el invierno. A veces lo hacen.
—¿Y si no ha ocurrido nada de eso? —preguntó Amara.
—Entonces prepárate para despegar —respondió Bernard.
—Estoy preparada para hacerlo desde antes de abandonar la propiedad —replicó con mala cara—. No me gusta sentir que soy la presa.
Bernard sonrió y compartió la calidez de la sonrisa con ella al encontrase con su mirada.
—No voy a dejar que me cacen en mi propia casa, querida condesa. Ni tampoco voy a permitir que cacen a mis invitados. —Hizo un gesto hacia la columna que les seguía con un leve ladeo de la cabeza—. Paciencia. Fe. Las legiones de Alera han salido adelante durante mil años en un mundo donde enemigos de todo tipo han intentado destruirlas. Nosotros también sobreviviremos a esto.
Amara suspiró.
—Lo siento, Bernard. Pero he visto demasiadas amenazas contra Alera en las que la legión no podía hacer nada en absoluto. ¿Cuánto falta para Aricholt?
—Llegaremos antes de mediodía —respondió Bernard.
—Supongo que querrás ver el campamento del que nos habló Aric.
—Desde luego —confirmó Bernard—. Antes de anochecer.
—¿Por qué no dejas que se ocupen los caballeros Aeris?
—Porque con arreglo a mi experiencia, jinete del viento, los caballeros Aeris no se enteran de casi nada de lo que ocurre bajo las ramas y la maleza porque se desplazan a varias docenas de metros por encima de ellas. —Volvió a sonreír—. Además, ¿qué iba a tener de divertido?
Amara alzó las cejas.
—Estás disfrutando con esto —le acusó.
Los ojos de Bernard volvieron a su revisión atenta y relajada de los bosques que les rodeaban, y se encogió de hombros.
—El invierno ha sido muy largo y, desde el momento en que me convertí en conde de Calderon, apenas he estado en el campo más que unas pocas horas. No me había dado cuenta de cuánto lo echaba de menos.
—Loco —replicó Amara.
—Oh, venga ya —le reprochó Bernard—. Tienes que admitir que resulta emocionante. Una criatura nueva, misteriosa y peligrosa. Una posible amenaza para el Reino. La oportunidad de enfrentarnos a ella, y de derrotarla.
—Benditas furias —suspiró Amara—. Eres peor que un chiquillo.
Bernard rio con un sonido que tenía tanto de alegre como de desagradable. Los músculos que se le marcaban en el cuello se endurecían y relajaban con los movimientos del caballo, y sus grandes manos sostenían con firmeza el gran arco. Amara se sintió impresionada de nuevo por las dimensiones del hombre y recordaba muy bien el poder y las habilidades mortales que podía desplegar. En su comportamiento había algo lobuno, algo que sugería que su sonrisa tranquila era solo una máscara, que justo bajo la superficie habitaba algo mucho más terrible y mucho más dispuesto a probar la sangre.
—Amara —murmuró—. Algo amenaza mi hogar. Después de lo ocurrido hace un tiempo, sé lo que está en juego. Y no dejaría que nadie más se encargara de controlar esa amenaza. —Su ojos de color verde avellana reflejaban por igual la corteza y las hojas recién nacidas, peligrosos y brillantes—. Soy un cazador. Perseguiré a esas criaturas y las atraparé. Y cuando el Primer Señor envíe ayuda suficiente, las destruiré.
Su tono era tranquilo y objetivo, sin apenas relación con la ferocidad que ocultaba, y Amara se dio cuenta de que la reconfortaban hasta extremos irracionales. Los hombros se le relajaron un poco, y el temblor que le había estado amenazando las manos se calmó.
—Además —comentó Bernard arrastrando las palabras—, hace una mañana encantadora para cabalgar por el campo con una chica guapa. ¿Por qué no la vamos a disfrutar?
Amara puso los ojos en blanco y empezó a sonreír, pero las palabras de Serai resonaron en voz baja en su corazón.
«Lo tienes que dejar, por supuesto».
Respiró hondo y convirtió su expresión en una máscara neutra, antes de decir:
—Creo que lo mejor para todos es que elimine toda posible distracción, Su Excelencia. Debe estar concentrado en su deber.
Bernard parpadeó y la miró con la sorpresa marcada en la cara.
—¿Amara?
—Si me disculpáis, conde. —Se despidió en un tono educado y apartó el caballo de la fila, dejando que se entretuviese con la hierba nueva mientras esperaba a que pasase la columna. Durante un momento sintió los ojos de Bernard sobre ella, pero no le devolvió la mirada.
Esperó hasta que pasaron los carros y entonces espoleó al caballo para que se colocase al lado del gargante gigantesco de Doroga. El caballo se negó a acercarse a menos de seis metros del animal, a pesar de todos los esfuerzos de Amara.
—Doroga —llamó al jefe marat.
—Aquí estoy —le contestó mientras miraba divertido cómo luchaba con los nervios del caballo—. ¿Deseas algo?
—Hablar contigo —respondió Amara—. Esperaba… —Se calló cuando una rama baja le golpeó en la cara y se le clavó de manera casi imperceptible—. Esperaba hacerte unas preguntas.
Doroga estalló en una carcajada.
—Vas a perder la cabeza. Tu jefe Gaius vendrá a buscarla a mi choza. —Movió un brazo y lanzó una cuerda de cuero con nudos por un lado de la manta de montar, que quedó a metro y medio del suelo—. Sube.
Amara asintió y le pasó las riendas del caballo a uno de los hombres más cercanos, antes de desmontar y salir corriendo para igualar el paso del gargante de Doroga. Agarró la cuerda y se impulsó con cuidado hasta su lomo, desde donde Doroga la agarró por el antebrazo con un puño de hierro y la alzó hasta un asiento más estable.
—Ya veo que Bernard se ha comido la sopa equivocada —murmuró Doroga, mientras se daba la vuelta para mirar hacia delante.
Amara parpadeó.
—¿Qué?
Doroga sonrió.
—Cuando era joven y acababa de tomar a mi esposa como compañera, me desperté a la mañana siguiente, me acerqué al fuego y me comí la sopa que había allí. Proclamé a todo el campamento que era la mejor sopa que una mujer había cocinado nunca para un hombre.
Amara alzó las cejas.
—¿No la había cocinado tu esposa?
—No lo había hecho —confirmó Doroga—. Era de Hashat. Y después de nuestra noche de bodas, me pasé los siete días siguientes durmiendo en el suelo delante de nuestra tienda para pedirle perdón.
Amara rio.
—No te puedo imaginar en esa tesitura.
—Era muy joven —le recordó Doroga—. Y deseaba con fervor que ella volviera a ser feliz conmigo. —Miró hacia atrás—. De la misma manera que Bernard desea que seas feliz con él.
Amara movió la cabeza.
—No se trata de eso.
—Sí. Porque Bernard no sabe que se ha comido la sopa equivocada.
Amara suspiró.
—No. Porque no estamos casados.
Doroga bufó.
—Sois pareja.
—No, no de esa manera.
—Os habéis apareado —le explicó con paciencia, como si hablara con una niña pequeña—. Eso os convierte en pareja.
Amara se ruborizó.
—Nosotros… lo hemos hecho. Lo hacemos. Pero no lo somos.
Doroga se volvió para mirarla con una expresión que se había transformado en la viva imagen del escepticismo.
—Tu pueblo lo hace todo demasiado complicado. Dile que se ha comido la sopa equivocada, y da el tema por zanjado.
—No se trata de nada que Bernard haya hecho.
—¿Tú te has comido la sopa? —preguntó Doroga.
—No —respondió Amara, exasperada—. No había ninguna sopa. Doroga, Bernard y yo… no podemos seguir juntos.
—Oh —replicó Doroga, y movió la cabeza en un gesto de desconcierto. Durante un instante se puso la mano sobre los ojos, como si fuera un ciego—. Ya veo.
—Tengo obligaciones con Gaius —explicó Amara—. Al igual que él.
—Ese Gaius —comentó Doroga—. Me pareció listo.
—Sí.
—Entonces debería saber que ningún jefe puede mandar sobre el corazón. —Doroga asintió—. Si se interpone en ese camino, acabará aprendiendo que el amor es el amor y que lo único que puede hacer al respecto es matar a todo el mundo o apartarse. Tú también lo deberías aprender.
—¿Aprender el qué? —preguntó Amara.
Doroga se golpeó la cabeza con un dedo.
—La cabeza no tiene nada que ver con el corazón. Tu corazón quiere lo que quiere. La cabeza debe aprender que puede matar al corazón o apartarse de su camino.
—¿Quieres decir que apartarme de Bernard me matará el corazón? —preguntó Amara.
—Tu corazón. Y también el suyo. —Doroga se encogió de hombros—. Debes elegir.
—Los corazones rotos se curan con el tiempo —replicó Amara.
Algo cruzó por el rostro de Doroga, e hizo que pareciera más pesado y más triste. Levantó una mano hacia una de sus trenzas, donde había trenzado su cabello pálido con mechones rojizos que Amara supuso que estaban teñidos.
—A veces lo hacen. A veces no lo hacen. —Se volvió para mirarla—. Amara, tienes algo que no todo el mundo encuentra. Los que lo pierden estarían dispuestos a morir para volver a encontrarlo. No lo rechaces a la ligera.
Amara guardó silencio. Se movía al ritmo de los pasos largos y lentos del gargante.
Resultaba difícil aceptar las palabras de Doroga. Nadie le había hablado del amor en esos términos. Por supuesto que siempre había creído en él. Su padre y su madre habían estado muy enamorados, o eso le parecía en su infancia. Pero cuando se unió a los cursores, el amor se convirtió en un medio para alcanzar un fin, en el actor principal de una tragedia sobre la pérdida y el deber. El único amor que se podía permitir un cursor era el que sentía por el señor y el Reino. Amara lo sabía desde antes de acabar su formación. Es más, había creído en ello.
Pero en los dos últimos años las cosas habían cambiado. Ella había cambiado. Bernard no se había convertido en una persona importante para ella, sino en una parte fundamental de su ser. Formaba parte de sus pensamientos, como el respirar, el comer y el dormir. A la vez presente y ausente, inolvidable cuando estaba ausente y colmándola con una sensación de plenitud cuando lo tenía delante.
Era muy delicado para tratarse de un hombre tan fuerte. Cuando sus manos, sus brazos y su boca le rozaban el cuerpo, se movía como si temiera que ella fuera a romperse si él la apretaba demasiado. Las noches que habían pasado juntos habían sido y seguían siendo una hoguera de pasión, porque él era un amante perversamente paciente que se deleitaba con las respuestas que ella le ofrecía. Pero la cosa iba más allá, y él la abrazaba en las tranquilas horas posteriores, mientras los dos estaban cansados, contentos y adormilados. Ella se perdía en sus abrazos y no sentía ni preocupación ni tristeza ni ansiedad. Solo sentía belleza, deseo y seguridad.
Seguridad. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para conjurar las lágrimas. Sabía muy bien que el mundo era un lugar muy poco seguro. Conocía los muchos peligros que amenazaban al Reino, y hasta qué punto un único error tenía el potencial de destruirlo. No podía dejar que las emociones nublaran su juicio.
No importaba hasta qué punto las deseara.
Era una cursor. Vasallo por juramento de la Corona, una sirvienta del Reino de Alera, depositaria de sus secretos más ocultos, y guardiana contra sus enemigos más insidiosos. Su deber exigía muchos sacrificios para que los demás pudieran seguir seguros y libres. Hacía mucho tiempo que había abandonado la idea de una vida de seguridad. Su deber le exigía renunciar a semejantes lujos, al igual que al amor.
¿O no era así?
—Pensaré en lo que me has dicho —le comentó a Doroga en voz baja.
—Bien —respondió él.
—Pero ahora no es el momento más indicado —replicó Amara. Sus emociones ya la estaban distrayendo. Tenía que saber más sobre el peligro al que se enfrentaban ahora y por el momento Doroga era su única fuente de información—. Tenemos un problema más inmediato.
—Así es —asintió Doroga—. El viejo enemigo. La Abominación ante El Único.
Amara miró con el ceño fruncido del jefe marat hacia el sol.
—Ante El Único. ¿Quieres decir ante el sol?
Doroga la miró sin entender.
—El sol —explicó Amara con un gesto—. Eso es lo que quieres decir cuando mencionas a El Único, ¿o no?
—No —respondió Doroga con tono divertido—. El sol no es El Único. No has entendido nada.
—Entonces explícamelo —exigió Amara exasperada.
—¿Por qué? —preguntó Doroga.
La pregunta era sencilla, pero las palabras iban cargadas de un gran peso. Eso hizo que Amara dudara y se lo pensara antes de responder.
—Porque quiero comprenderte —contestó—. Quiero saber más sobre tu pueblo y sobre ti. Qué hace que seáis como sois. Qué compartimos y qué no.
Doroga frunció los labios. Entonces asintió una vez para sí mismo, se dio la vuelta para encararse con Amara y cruzó las piernas. Puso las manos en el regazo, y al cabo de un momento empezó a hablar en un tono que le recordó a Amara a algunos de los mejores maestros en la Academia.
—El Único son todas las cosas. Es el sol, sí. Y la luz del sol entre los árboles. Y la tierra y el cielo. Es la lluvia en primavera, el hielo del invierno. Es el fuego y las estrellas de la noche. Es el trueno y las nubes, el viento y el mar. Es el ciervo, el lobo, el zorro y el gargante. —Doroga colocó una mano grande sobre el pecho—. Él es yo. —Entonces extendió la mano y tocó la frente de Amara con un dedo—. Y él es tú.
—Pero he visto como tu gente se refiere a El Único y señala el sol con un gesto.
Doroga movió una mano.
—¿Tú eres Gaius?
—Por supuesto que no —respondió Amara.
—Pero eres su sirviente por juramento, ¿verdad? ¿Su mensajera? ¿Sus manos? ¿Y a veces das órdenes en su nombre?
—Sí —reconoció Amara.
—Lo mismo ocurre con El Único —explicó Doroga—. Del sol procede la vida, al igual que de El Único. El sol no es El Único, pero es como le presentamos nuestros respetos.
Amara movió la cabeza.
—Nunca he oído nada igual de tu pueblo.
Doroga asintió.
—Pocos aleranos lo han hecho. El Único es todo lo que es, todo lo que fue, todo lo que será. Los mundos, los cielos… todo forma parte de El Único. Todos nosotros formamos parte de El Único. Cada uno de nosotros lo hace con un propósito y una responsabilidad.
—¿Qué propósito? —preguntó Amara.
Doroga sonrió.
—El gargante, para cavar. El lobo, para cazar. El ciervo, para correr. El águila, para volar. Todos estamos hechos para cumplir un propósito, alerana.
Amara arqueó una ceja.
—¿Y cuál es el tuyo?
—El mismo que el de todo mi pueblo —respondió Doroga—: Aprender. —Casi de manera inconsciente apoyó una mano sobre el lomo del gargante que seguía con su paso regular—. Cada uno de nosotros siente una llamada que lo une a otra pieza de El Único. Crecemos con ella. Empezamos a sentir lo que siente, y a saber lo que sabe. Caminante piensa que todo ese metal oxidado que lleva tu pueblo apesta, alerana. Pero también huele las manzanas de invierno en los carromatos y cree que debería hacerse con un barril. Se alegra de que la primavera llegue con rapidez, porque está cansado del heno. Quiere cavar hasta encontrar las raíces de algunos árboles jóvenes para almorzar, pero sabe que para mí es importante que sigamos adelante. Así que sigue andando.
Amara parpadeó lentamente.
—¿Sabes todo eso de tu gargante?
—Los dos formamos parte de El Único, y por eso ambos somos más fuertes y sabios —explicó Doroga y sonrió—. Y Caminante no es mío. Somos compañeros.
El gargante dejó escapar un mugido atronador y movió los colmillos, haciendo que la manta de montar se desplazara adelante y atrás. Doroga dejó escapar una carcajada que también fue estruendosa.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Amara un poco turbada.
—No se trata tanto de decir —explicó Doroga—. Pero… me ha hecho saber cómo se siente. Caminante piensa que solo seremos compañeros hasta que esté demasiado hambriento. Y en ese caso le puedo dar de comer o apartarme de esas manzanas.
Amara se dio cuenta de que estaba sonriendo.
—Y las otras tribus están…
—Unidas —terminó Doroga.
—¿Unidas con sus tótems?
—Caballo con caballo, Lobo con lobo, Moa con moa, sí —confirmó Doroga—. Y otros muchos más. Así es como aprende mi pueblo. No se trata solo de la sabiduría de la mente —se puso el puño sobre el pecho—, sino de la sabiduría del corazón. Ambas son igual de importantes. Las dos forman parte de El Único.
Amara movió la cabeza. Las creencias de los bárbaros eran mucho más complejas de lo que había creído posible. Y si Doroga estaba explicando literalmente la verdad sobre la unión de los marat con sus animales, eso significaba que podían ser mucho más fuertes de lo que los aleranos habían creído hasta entonces.
Por ejemplo, Hashat, la jefa del clan de los caballos, lucía en el cinturón de su sable los cierres de las capas de tres guardias reales. Amara había dado por supuesto que los habría saqueado después del primer día de la primera batalla de Calderon, pero ahora ya no estaba tan segura. Si la mujer marat, que por aquel entonces debía de ser una joven guerrera, se había enfrentado a caballo a la guardia personal del príncipe, su unión con la montura debió de otorgarle una ventaja decisiva, incluso sobre los artífices del metal aleranos. Durante la segunda batalla de Calderon, el gargante de Doroga había pasado a través de unas murallas que se habían erigido para soportar la presión de todo tipo de batallas, desde los grandes arietes impulsados por la fuerza de los artífices de la tierra hasta las lluvias de fuego y los huracanes de viento impulsados por las furias.
—Doroga —preguntó Amara—, ¿por qué tu gente no ha guerreado con más frecuencia contra Alera?
Doroga se encogió de hombros.
—No había ninguna razón para hacerlo —respondió—. Solemos luchar entre nosotros. Es una prueba que nos presenta El Único para saber quién es más fuerte. Y tenemos diferencias de pensamiento y creencias, al igual que tu pueblo. Pero no luchamos hasta que una parte ha muerto. En cuanto queda demostrada la fuerza, el combate cesa.
—Pero hace dos años mataste a Atsurak durante la batalla —le recordó Amara.
La expresión de Doroga se tiñó de algo que parecía tristeza.
—Atsurak se había vuelto demasiado salvaje. Demasiado sediento de sangre. Había traicionado su propósito ante El Único. Había dejado de aprender, y había empezado a olvidar quién y qué era. Su padre murió en el Campo de los Locos, lo que mi tribu llama la primera batalla de Calderon, y se convirtió en un hombre sediento de venganza. Condujo a otros muchos en esta locura. Él y sus seguidores mataron a toda una tribu de mi pueblo. —Doroga acarició de nuevo la trenza y movió la cabeza—. Yo albergaba la esperanza de que al madurar aprendiera a olvidar su odio. Pero no lo hizo. Durante un tiempo temí que lo odiaría por lo que me había hecho. Pero ahora se acabó, y ya está hecho. No estoy orgulloso de lo que le hice a Atsurak. Pero no podía hacer nada más y seguir sirviendo a El Único.
—Mató a tu compañera —afirmó Amara en voz baja.
Doroga cerró los ojos y asintió.
—A ella no le gustaba pasar el invierno con mi tribu en las tierras del sur, en las dunas junto al mar. Decía que se dormía demasiado. Ese año se quedó con su gente.
Amara movió la cabeza.
—No quiero faltarles al respeto a tus creencias, pero debo preguntarte una cosa.
Doroga asintió.
—¿Por qué luchas para destruir al antiguo enemigo si todos formamos parte de El Único? ¿Ellos no forman parte del mismo como tu pueblo o el mío?
Doroga guardó silencio durante un momento.
—El Único nos creó a todos para ser libres —respondió—. Para aprender. Para encontrar una causa común con los demás y volvernos más fuertes y sabios. Pero el antiguo enemigo pervierte esa unión de fuerzas. Con el enemigo no existe ni elección ni libertad. Ellos arrebatan. Fuerzan la unión de todas las cosas, hasta que no queda nada más.
Amara sintió un escalofrío.
—¿Quieres decir que se unen con ellos como vosotros os unís a vuestros tótems?
La cara de Doroga se contorsionó con una mueca de asco y Amara vio con una sensación de gran incomodidad la primera muestra de miedo que veía en el rostro de un marat.
—Más profunda. Más dura. Unirte al enemigo es dejar de ser. Una muerte en vida. No seguiré hablando de ello.
—Muy bien —se conformó Amara—. Muchas gracias.
Doroga asintió y se dio la vuelta para mirar hacia delante.
Amara desató la cuerda que colgaba de la manta de montar y la dejó caer por el costado del gargante, disponiéndose a bajar cuando la orden de parar recorrió la columna. Amara levantó la vista y vio a Bernard calmando a su caballo nervioso con una mano levantada.
Uno de los exploradores apareció por el camino con el caballo corriendo a galope tendido en dirección a la columna. Al acercarse el jinete y refrenar, Bernard le hizo un gesto, y los dos recorrieron la columna uno al lado del otro, hasta que se aproximaron al gargante de Doroga.
—De acuerdo —asintió Bernard, haciendo un gesto del explorador a Amara y Doroga—, que lo escuchen.
—Aricholt, señor —jadeó el hombre—. Acabo de estar allí.
Amara vio cómo Bernard apretaba la mandíbula.
—¿Qué ha ocurrido?
—Está vacío, señor —contestó el explorador—. Solo… vacío. No hay nadie. No hay fuegos. No hay ganado.
—¿Una batalla? —preguntó Amara.
El explorador negó con la cabeza.
—No, señora. No hay nada roto ni sangre. Es como si se hubieran ido.
Bernard frunció el ceño ante esas palabras y levantó la vista hacia Amara. No lo mostró en la cara, pero ella pudo ver la preocupación en el fondo de sus ojos, que era similar a la preocupación y el miedo que sentía ella. ¿Desaparecidos? ¿Toda una explotación? Había más de un centenar de hombres, mujeres y niños que consideraban que Aricholt era su hogar.
—Es demasiado tarde para salvarlos —murmuró Doroga—. Así es como empieza.