—Muy bien —tronó el maestro Gallus con su quejumbrosa voz de tenor—. Se acabó el tiempo.
La cabeza de Tavi se levantó de repente de la superficie de la mesa y parpadeó legañoso alrededor del aula. Cerca de doscientos academ estaban sentados en filas abarrotadas ante mesas bajas o en el suelo, y escribían furiosamente en largas hojas de papel.
—Tiempo —repitió Gallus con un tono de enojo en la voz—. Dejad de escribir. Si no habéis terminado ya de completar el examen, otros segundos de garabatos no os van a ayudar. Los papeles, a la izquierda.
Tavi se pasó la mano por la boca, limpiando la baba de los labios con la manga de la túnica gris. Los últimos centímetros de la página seguían visiblemente en blanco. Esperó a que le llegase la pila de papeles, añadió el suyo y se la pasó a Ehren.
—¿Cuánto tiempo he estado ausente? —murmuró.
—Las dos últimas —respondió Ehren, enderezando la pila con un gesto rápido de sus brazos escuálidos antes de pasarla.
—¿Crees que habré aprobado? —preguntó Tavi, quien sentía la boca pastosa, y le dolía todo de cansancio.
—Creo que deberías haber dormido anoche —contestó Ehren con remilgos—. Idiota. ¿Quieres suspender?
—No era mi intención —murmuró Tavi.
Ehren y él se pusieron en pie y empezaron a salir poco a poco del aula abarrotada, junto con los otros estudiantes.
—Lo digo en serio. ¿Crees que habré aprobado?
Ehren suspiró y se frotó los ojos.
—Es posible. En cualquier caso, lo más probable es que nadie, excepto yo y quizá tú, haya sabido responder a las dos últimas.
—Eso está bien —reconoció Tavi—. Supongo.
—El estudio del cálculo es importante —comentó Ehren—. En sentido amplio, resulta esencial para la supervivencia del Reino. Existe toda una serie de factores que lo hacen totalmente necesario.
Tavi dejó que la ironía le tiñera la voz.
—Quizá solo estoy cansado. Pero calcular la duración del viaje de un barco mercante o repasar el pago de impuestos de las provincias más alejadas me parece algo bastante trivial en este momento.
Ehren lo miró durante un instante con una expresión de auténtico ultraje, como si Tavi acabara de sugerir que iban a almorzar bebés dentro de una empanada.
—Estás bromeando —dijo por fin—. ¿Verdad que estás bromeando, Tavi?
Tavi suspiró.
Fuera del aula, los estudiantes estallaron en conversaciones, quejas, risas y alguna canción ocasional, y enfilaron el pasillo más cercano en dirección al patio principal, formando un río viviente de túnicas grises y mentes cansadas. Tavi se estiró en cuanto salió al aire libre.
—Ahí dentro hace demasiado calor después de un examen largo —le explicó a Ehren. El aire se estaba volviendo blando.
—Se llama humedad, Tavi —lo corrigió Ehren.
—Llevaba casi dos días sin dormir, y estaba blando.
Gaelle estaba esperando en el arco que conducía al patio. Se puso de puntillas en un esfuerzo inútil por mirar por encima de la multitud, hasta que vislumbró a Tavi y Ehren. La cara triste de la chica se iluminó cuando los vio. Se acercó a la carrera, murmurando un montón de disculpas mientras nadaba contra la corriente gris.
—Ehren, Tavi, ¿ha ido muy mal?
Tavi emitió un sonido a medio camino entre el gruñido y el quejido.
Ehren hizo rodar los ojos.
—Más o menos como me imaginaba —le respondió a Gaelle—. Lo harás bien. —Frunció el ceño y miró alrededor—. ¿Dónde está Max?
—No lo sé —contestó Gaelle, mirando de un lado al otro con gesto preocupado—. No lo he visto. Tavi, ¿lo has visto?
Tavi dudó durante un instante. No quería mentirles a sus amigos, pero había mucho en juego. No solo tenía que mentir, sino que también debía hacerlo bien.
—¿Qué? —preguntó somnoliento para disimular la pausa.
—Que si has visto a Max —repitió Gaelle con una voz cada vez más exasperada.
—Oh. La pasada noche dijo algo sobre una joven viuda —respondió Tavi, haciendo un gesto vago con la mano.
—¿La noche antes de un examen? —balbució Ehren—. Eso es… está muy mal… Creo que me tendría que tumbar un rato.
—Y tú también deberías hacerlo, Tavi —le recomendó Gaelle—. Tienes el aspecto de alguien que se va a quedar dormido de pie.
—Lo hizo durante el examen —confirmó Ehren.
—Tavi —ordenó Gaelle—. Vete a la cama.
Tavi se frotó los ojos.
—Me gustaría, pero no pude terminar toda la entrega de cartas antes de empezar el examen. Una más, y entonces me podré ir a dormir.
—¿Te pasas toda la noche despierto, después haces un examen, y aún te exige que repartas cartas? —se indignó Gaelle—. Eso es cruel.
—¿Qué es cruel? —preguntó Ehren.
Tavi empezó a responder, pero se precipitó contra la espalda de un estudiante. Tavi salió rebotado y aturdido por el impacto. El otro estudiante cayó, se puso en pie con una maldición y se volvió para encararse con Tavi.
Era Brencis. El cabello oscuro del arrogante joven estaba revuelto y grasiento después del examen. El enorme Renzo se alzaba sobre él un poco más atrás y hacia un lado. Varien se encontraba a la izquierda de Brencis, con los ojos brillando de expectación y malicia.
—El anormal —anunció Brencis con tono neutro—. El pequeño escriba. Oh, y su cerdita. Tendría que hundiros hasta el cuello en un pozo negro.
—Me sentiría complacido de ayudarte, mi señor.
Tavi se puso tenso. Brencis no iba a olvidarse de cómo lo había humillado Max la mañana del día anterior. Como no podía hacer gran cosa para vengarse de Max, tendría que encontrar otra víctima propiciatoria para su ira. Tavi, sin ir más lejos.
Brencis se acercó a Tavi y bufó.
—Puedes considerarte afortunado, anormal, porque hoy tengo cosas más importantes que hacer.
Se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás. Varien parpadeó durante un instante y lo siguió. Renzo hizo lo mismo, aunque sin cambiar su expresión siempre plácida.
—Uf —exclamó Tavi.
—Interesante —musitó Gaelle.
—Bueno, eso sí que no me lo esperaba —reconoció Ehren—. ¿Qué crees que le pasa a Brencis?
—Quizás haya madurado por fin —sugirió Gaelle.
Tavi intercambió una mirada escéptica con Ehren.
Gaelle suspiró.
—Sí, bueno. Puede ocurrir, ¿sabéis? Algún día.
—Mientras estamos conteniendo la respiración —se burló Tavi—. Voy a entregar la última carta y a dormir un poco.
—Bien —asintió Gaelle—. ¿Adónde la tienes que llevar?
—Uh. —Tavi se registró los bolsillos hasta que encontró el sobre y miró el nombre que había escrito—. Oh, malditos cuervos —maldijo con un suspiro—. Nos vemos luego.
Saludó con la mano a sus amigos y partió con un trote cansino en dirección al alojamiento del embajador Varg.
No se encontraba muy lejos de la Ciudadela, pero a Tavi le dolían las cansadas piernas, y le pareció que tardaba una eternidad en llegar al Salón Negro: un pasillo largo de piedras oscuras y mal cortadas que era muy diferente del resto de la fortaleza de mármol del Primer Señor. La entrada al salón disponía de un portón formado por barras de acero oscuro tan anchas y duras como el rastrillo de una fortaleza. Delante del portón se encontraban un par de soldados de la Guardia Real de rojo y azul; eran miembros jóvenes, como se dio cuenta Tavi, con la armadura y el armamento completos, como siempre. Estaban de cara al portón.
Al otro lado del portón, una vela solitaria daba luz suficiente para mostrarle a Tavi un par de canim sentados sobre el trasero. Medio cubiertos por sus capas circulares, Tavi podía distinguir pocos rasgos más allá de los ángulos marcados de su armadura sobre los hombros y los codos y el brillo del metal en las empuñaduras de sus espadas y en las puntas de las lanzas. La forma de sus cabezas estaba medio oculta en las capuchas, pero se distinguían los morros lobunos, los dientes y el leve brillo rojo fuego de sus ojos inhumanos. Aunque estaban sentados en el suelo, su actitud era tan rígida, alerta y preparada como las de los guardias aleranos que tenían delante.
Tavi se acercó al portón y, al hacerlo, lo envolvió el olor de la embajada canim. Era almizclado, sutil y espeso, y le recordaba al mismo tiempo la herrería de su antiguo hogar y la guarida de un lobo gigante.
—Guardia —llamó Tavi—. Traigo una carta para Su Excelencia, el embajador Varg.
Uno de los aleranos miró hacia atrás y le hizo un gesto para que pasara. Tavi se acercó al portón. Al otro lado descansaba sobre el basto suelo un cesto de cuero en su lugar habitual, a una largada de brazo de los barrotes, y Tavi se inclinó hacia delante para dejar caer la carta en el cesto. Ya había completado la tarea en su imaginación, y esperaba dormir por fin.
Casi no vio cómo se movía el cane más cercano a él.
El guardia inhumano se deslizó hacia delante con una gracia repentina y sinuosa, y un brazo largo salió lanzado para atrapar a Tavi por la muñeca. El corazón le dio un vuelco, con una aprensión repentina que era demasiado vaga y cansada como para convertirse en pánico. Podría haber movido el brazo en círculo hacia el pulgar del cane para librarse de su mano, y echarse hacia atrás, pero si lo hubiera hecho seguramente se habría abierto el brazo en las garras del cane. No tenía ni la menor posibilidad de librarse del guardia si intentaba valerse de la fuerza bruta.
Todo eso pasó por su mente en el espacio de un latido. Detrás de él oyó los jadeos de los dos guardias aleranos y el sonido del acero rozando con el cuero cuando blandieron las espadas.
Tavi dejó el brazo donde estaba, agarrado por el cane, y levantó la mano libre hacia los guardias.
—Esperad —les indicó con la voz tranquila.
Entonces levantó la vista —levantó mucho la vista— para fijarla en el guardia cane con una mirada neutra.
—¿Qué quieres, guardia? —exigió Tavi con tono impaciente y perentorio.
El cane le lanzó una mirada salvaje e insondable, y le soltó la muñeca con un gesto lento y deliberado que dejó un rastro inocuo de la punta de las garras del cane sobre la piel de Tavi.
—Su Excelencia —gruñó el cane— exige que el mensajero le entregue la carta directamente en sus manos.
—Aléjate de él, perro —rugió el guardia alerano.
El cane alzó la vista, y enseñó sus colmillos amarillos en un gruñido silencioso.
—Está bien, legionare —indicó Tavi en voz baja—. Se trata de una petición perfectamente razonable. El embajador tiene derecho a recibir las cartas directamente del Primer Señor, si así lo desea.
Los dos canim dejaron escapar unos aullidos bajos y balbuceantes. El que había agarrado el brazo de Tavi abrió el portón. Tavi contempló durante un momento la facilidad con que el enorme cane abría el enorme portal de acero. Después tragó saliva, cogió una vela, recogió el sobre y entró en el Salón Negro.
El guardia cane siguió a Tavi, ligeramente detrás de él. Tavi se detuvo y se fue rezagando hasta que pudo ver al cane por el rabillo del ojo. El guardia avanzó, con pasos sinuosos y relajados, y miró a Tavi con lo que parecía una gran curiosidad mientras se dirigía hacia el final del Salón Negro. Pasaron delante de numerosas puertas abiertas e irregulares, pero las sombras que las ocupaban eran demasiado espesas para que Tavi pudiera ver lo que había más allá.
Al final del salón se encontraba la única puerta que había podido ver Tavi, fabricada en algún tipo de madera densa y pesada de un color oscuro que brillaba con tonalidades profundamente rojas y con matices púrpuras muy oscuros bajo la luz de la vela de Tavi.
El guardia de Tavi lo adelantó con esas zancadas largas y silenciosas de un cane adulto, y pasó las garras lentamente sobre la madera oscura. Fuera lo que fuese, la madera era dura. Las pesadas garras del cane arañaron con fuerza, pero no aparecieron ni muestras ni señales en la madera.
De dentro de la habitación surgió un gruñido, un sonido que hizo que un escalofrío repentino le recorriera la espalda a Tavi. El guardia contestó con un sonido similar, aunque algo más agudo. Se produjo un breve silencio, seguido de un gemido parecido a una risita ahogada, y al final tronó la voz de Varg:
—Hazlo entrar.
El guardia abrió la puerta y se alejó sin mirar a Tavi. El muchacho tragó saliva, respiró hondo y entró en la habitación.
Al cruzar el quicio de la puerta, una corriente de aire apagó la vela.
Tavi se quedó totalmente a oscuras. Oyó dos gruñidos muy bajos que procedían uno de cada lado, y Tavi fue muy consciente de lo vulnerable que era y del fuerte olor a almizcle y carne de la cámara. Era el hedor de un depredador.
Sus ojos tardaron un buen rato en acostumbrarse a la falta de luz, pero empezó a distinguir detalles de una leve luz escarlata y de sombras negras. En el centro del suelo había un lecho de brasas que casi no brillaban en medio de una leve depresión, y algún tipo de esteras pesadas fabricadas con un material que no pudo identificar rodeaban las brasas. La habitación tenía la forma de un cuenco puesto boca abajo, con las paredes que se iban uniendo hacia un techo que no era demasiado alto, y que Tavi casi podía tocar con las manos. A varios metros, y ocultos en las sombras, se encontraban los que Tavi tomó por dos guardias. No obstante, cuando miró de nuevo los identificó como unos maniquíes cubiertos con armaduras, aunque eran más altos y anchos que los que solían soportar las armaduras de los legionares que no estaban de servicio. Uno de los maniquíes lucía la silueta extraña de la armadura de los canim, pero el otro estaba vacío.
Procedente de la pared trasera de la sala, Tavi oyó el goteo del agua, y casi pudo ver el resplandor de la tenue luz roja en un estanque, cuya superficie quedaba perturbada por un goteo pequeño y regular.
Por instinto, Tavi se dio la vuelta y miró casi directamente detrás de sí.
—Embajador —saludó con un tono respetuoso—. Tengo un mensaje para vos, señor.
Otro gruñido bajo atravesó la habitación, extrañamente retorcido por la forma de las paredes, o por la composición de las piedras, de manera que rebotaba como si surgiera de varias fuentes a la vez. Un brillo de ojos rojos apareció más de medio metro por encima de Tavi y entonces Varg salió de la oscuridad y penetró en la luz de color sangre.
—Bien —respondió el cane, que seguía vestido con la capa y la armadura—. El uso controlado del instinto. Con demasiada frecuencia tu razón se deja llevar por él, o no le presta atención.
Tavi no tenía ni idea de cómo debía responder a eso, excepto ofreciéndole el sobre a Varg.
—Muchas gracias, Su Excelencia.
Varg cogió el sobre y lo abrió con un gesto rápido y descuidado de una garra que cortó el papel casi sin emitir ningún susurro. Abrió la misiva que contenía y la leyó. Lanzó otro gruñido.
—Vaya. No me van a hacer ni caso.
Tavi se lo quedó mirando con una expresión neutra.
—Yo solo entrego el mensaje, señor.
—¿De verdad? —preguntó Varg—. Entonces recaerá sobre vuestras cabezas.
—Ya veis, mi señor —siseó una voz ronca pero más aguda desde el quicio de la puerta—. No tienen ningún respeto por vos ni por nuestro pueblo. Nos tendríamos que deshacer de este lugar y regresar a las Tierras de Sangre.
Tavi y Varg se volvieron hacia la puerta, donde estaba acuclillado un cane al que Tavi no conocía. No llevaba armadura, pero iba envuelto en un manto largo de color escarlata oscuro. Las manos como patas eran bastante más delgadas y oscuras que las de Varg, y su pelaje rojizo parecía ralo y enfermizo. El morro era mucho más estrecho y puntiagudo, y su lengua colgaba de un lado, y se movía con nerviosismo.
—Sarl —gruñó Varg—. No te he llamado.
El cane se retiró la capucha de la cabeza y la movió hacia un lado en un gesto exagerado que Tavi comprendió de repente. El cane le estaba ofreciendo su cuello a Varg en un gesto inequívoco de deferencia o respeto.
—Disculpas, mi poderoso señor —replicó Sarl—. Pero he venido para informaros de que han llegado noticias, y el cambio de guardia se producirá dentro de dos días.
Tavi frunció los labios. Nunca había oído a un cane hablar en alerano, excepto a Varg. No podía imaginar por qué se había dirigido Sarl a su superior en una lengua que Tavi podía comprender perfectamente.
—Muy bien, Sarl —gruñó Varg—. Fuera.
—Como deseéis, mi señor —respondió Sarl, quien le ofreció de nuevo el cuello y se inclinó.
El cane se retiró andando de espaldas y arañando el suelo, y desapareció a toda prisa por el pasillo.
—Mi secretario —explicó Varg.
Aunque solo eran suposiciones, a Tavi le dio la impresión de que el gruñido del embajador era entre pensativo y divertido.
—Se ocupa de los asuntos que cree que se me escapan.
—Estoy familiarizado con el concepto —reconoció Tavi.
Los dientes de Varg aparecieron cuando dejó abierta la boca.
—Sí. Me lo imagino. Eso es todo, cachorro.
Tavi empezó a hacer una reverencia, pero entonces lo asaltó una idea. El gesto no podía tener el mismo significado desde el punto de vista del cane. Lo que entre los aleranos era una muestra de respeto podía ser algo muy diferente en una sociedad cuyos miembros luchaban entre sí y se arrancaban el cuello con los dientes, como si fueran lobos. Un lobo que se agachaba y bajaba la barbilla se estaba preparando para luchar. Desde luego, Varg era consciente de las diferencias gestuales, porque estaba claro que no consideraba las reverencias como un preliminar del combate, pero a Tavi le pareció que de todos modos era una falta de educación realizar un gesto que debía de soliviantar los instintos del embajador cada vez que lo veía.
En su lugar, Tavi ladeó un poco la cabeza, imitando el gesto que el propio Varg había realizado antes.
—Entonces me despido, Excelencia.
Empezó a pasar al lado de Varg, pero de repente el cane alzó una pesada mano parecida a una garra y le bloqueó el paso.
Tavi tragó saliva y alzó la mirada hacia el cane. Durante un instante se encontró con los ojos del embajador.
Varg lo miró con los colmillos reluciendo antes de decir:
—Enciende tu vela en mi fuego antes de irte. Tu visión nocturna es débil. No quiero que tropieces en mi pasillo y empieces a gimotear como un cachorrillo.
Tavi dejó escapar el aire poco a poco y volvió a ladear la cabeza.
—Sí, señor.
Varg movió los hombros en un gesto extraño y regresó hacia el estanque.
Tavi se acercó a las brasas y encendió la vela, esta vez protegiendo la llama con la mano. Contempló cómo el cane se agachaba, tan cómodo a cuatro patas como erguido, y bebía directamente del estanque. Pero no se atrevió a quedarse mirando, pese a lo fascinante que resultaba. Tavi se dio la vuelta y salió deprisa.
Justo antes de atravesar el quicio de la puerta, Varg gruñó:
—Alerano.
Tavi se detuvo.
—Tengo ratas.
Tavi parpadeó.
—¿Señor?
—Ratas —repitió Varg con un gruñido, y giró la cabeza para mirar por encima de un hombro blindado.
Tavi podía ver poco más que el resplandor de colmillos y ojos rojos.
—Las oigo por las noches. Hay ratas en mis paredes.
Tavi frunció el ceño.
—Oh.
—Fuera —ordenó Varg.
Tavi correteó por el vestíbulo, de regreso hacia la Ciudadela propiamente dicha. Caminaba sin prisas, rumiando las palabras del embajador. Estaba claro que no hablaba de un simple problema con las ratas. Por supuesto, los roedores podían ser un fastidio, pero estaba seguro de que el cane podía solucionarlo solo. Aún más sorprendente era la referencia a las paredes. Las paredes de las estancias de los canim en el Salón Negro eran de piedra. Las ratas eran unas tuneladoras pertinaces, y podían atravesarlo casi todo, pero eran incapaces de horadar la roca sólida.
A Tavi le parecía que Varg era el tipo de individuo que no decía ninguna palabra de más. Tavi ya se había dado cuenta de que el embajador era el tipo de guerrero que luchaba con una eficacia simple y mortal. Por eso parecía razonable concluir que si tenía alternativas, Varg no iba a perder más tiempo en hablar que en derramar sangre.
Los ojos de Tavi bajaron hacia la llama de la vela. Después se dirigieron a las paredes. Dio un par de pasos rápidos para situarse al lado del muro más cercano y bajó la mano.
A pesar del aire quieto del pasillo, la llama parpadeó y se inclinó muy ligeramente.
El corazón le empezó a latir con más rapidez, y Tavi siguió la dirección de la llama, moviéndose poco a poco a lo largo del muro. Al cabo de un momento encontró la fuente de la pequeña corriente de aire en una estrecha abertura en la pared, que no había visto antes. Colocó la palma de la mano sobre ella y empujó.
Una sección de piedras se deslizó sin hacer ruido y dejó libre una abertura, de manera que lo oculto fue visible de repente. Tavi levantó la vela. Justo al otro lado del pasillo secreto, una escalera bajaba por las piedras.
Los canim tenían una entrada a las Profundidades.
Tavi estaba demasiado lejos de la entrada del Salón Negro como para ver a los guardias con claridad, y solo cabía esperar que ellos tampoco pudieran distinguirlo. Protegiendo una vez más con la mano la llama de la vela, se acercó hasta la escalera y bajó por ella haciendo el mínimo ruido posible.
Unas voces que surgían delante de él lo obligaron a detenerse y a escuchar.
Tavi estaba seguro de que el primero que hablaba era un cane, Sarl, porque reconoció el tono servil de su voz ronca.
—Y os digo que todo está preparado. No hay nada que temer.
—Hablar no cuesta nada, cane —replicó una voz humana, tan bajo que Tavi casi no la podía oír—. Muéstramelo.
—Eso no formaba parte del acuerdo —protestó el cane y se produjo un sonido de aleteo, como cuando un perro mueve la cola—. Debéis creer en mis palabras.
—¿Se cree que no lo hago? —preguntó el otro.
—Ahora es demasiado tarde para que cambiéis de opinión —respondió Sarl, con un siseo desagradable—. No discutamos por lo que no puede… —El cane guardó silencio de repente.
—¿Qué ocurre? —preguntó la segunda voz.
—Un olor —respondió Sarl, con un pequeño gañido hambriento—. Hay alguien cerca.
El corazón de Tavi se desbocó y subió rápidamente por la escalera con todo el silencio que le permitían sus cansadas piernas. Una vez en el pasillo, salió corriendo en dirección a la Ciudadela. Cuando se acercó, los guardias canim se pusieron en pie, gruñendo y con los ojos fijos en él.
—Su Excelencia me ha despedido —jadeó Tavi.
Los guardias intercambiaron una mirada, y uno de ellos abrió el portón. En cuanto salió Tavi y oyó cómo se cerraba a sus espaldas, se movieron las sombras y apareció Sarl en el Salón Negro, que atravesó a toda prisa. Sus orejas puntiagudas se aplastaron contra el cráneo cuando vio a Tavi. El cane se agachó un poco, mientras los labios se retiraban un poco de los colmillos a un lado de la boca.
Tavi le devolvió la mirada al cane. No necesitaba la intuición para comprender el brillo de odio puro y hambriento que vio en los ojos del secretario canim.
Sarl se dio la vuelta y regresó a las sombras, con movimientos muy controlados. Tavi huyó. Las piernas le temblaban a causa del miedo, y trató de poner toda la distancia posible entre él y los residentes en el Salón Negro.