Aunque se había pasado la mayor parte del día inconsciente, Isana se sentía extenuada cuando terminó de hacer el equipaje y se instaló en la litera cerrada.
Nunca había volado en una litera, ya fuera abierta o cerrada a los elementos, pero la experiencia le resultó demasiado familiar como para considerarse terrorífica. Se diferenciaba poco de cualquier otro vehículo cerrado, al menos en el interior, lo que hacía que fuera aún más desconcertante mirar por las ventanas y ver de vez en cuando un ave de presa o los tentáculos algodonosos de las nubes teñidas de un dorado oscuro con el final de la tarde. Durante un rato se quedó contemplando la llegada de la noche y la tierra que corría muy lejos bajo sus pies, mientras el corazón le latía desbocado.
—Lleva mucho tiempo anocheciendo —murmuró Isana, casi sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.
Serai levantó la mirada del bordado que tenía en el regazo y miró por la ventana. La luz coloreaba las perlas en el collar con sombras rosadas y doradas.
—Estamos volando hacia la puesta de sol, estatúder, muy alto y muy rápido. El sol se nos adelantará con el tiempo. Siempre me han gustado los atardeceres, aunque me gusta pasar más tiempo en ellos.
Isana volvió su atención a la mujer, estudiando su perfil. La presencia emocional de Serai casi no estaba presente, siendo algo ligera como una pluma y nebuloso. Cuando la esclava hablaba aparecían muy pocas de las profundas inflexiones emocionales que Isana estaba acostumbrada a percibir en quienes la rodeaban. Isana podía contar con los dedos de una mano las personas que habían conseguido ocultarle sus emociones.
Isana levantó los dedos hacia la parte delantera del vestido y tocó pensativa el anillo oculto que colgaba de la cadena. Estaba claro que Serai era mucho más formidable de lo que aparentaba.
—¿Voláis a menudo? —le preguntó Isana.
—De vez en cuando —contestó Serai—. El viaje puede durar hasta mañana a estas horas, o tal vez más. No nos detendremos hasta que los hombres de Rolf necesiten intercambiar los puestos de porteador, estatúder, y eso puede ser mucho después de anochecer. Deberíais descansar.
—¿Parezco enferma? —preguntó Isana.
—Amara me relató lo de vuestro encuentro de esta mañana —contestó Serai. Su expresión no cambió, y no se frenó el movimiento de la aguja, pero Isana sintió una ligera corriente de inquietud en el comportamiento de la cortesana—. Eso bastaría para dejar extenuada a cualquiera. Ahora estáis a salvo.
Isana miró a Serai en silencio durante un momento.
—¿Lo estoy? —preguntó.
—Estáis tan segura aquí como en vuestra casa —le aseguró Serai, dejando entrever un filo seco por debajo de las palabras pronunciadas con ligereza—. Yo permaneceré despierta y os despertaré si ocurre algo.
La voz, la presencia y la actitud de Serai transmitían el tono sutil de la verdad, algo que pocas personas honestas conseguían ocultar. Isana sintió cómo se relajaba, al menos durante un rato. La mujer quería protegerla, de eso estaba segura. Y Serai tenía razón. La impresión, la sorpresa y el miedo que se traslucían en el rostro del joven al que había matado seguían presentes en todos sus pensamientos. Reclinó la espalda y cerró los ojos.
No esperaba dormirse, pero cuando volvió a abrir los ojos una luz pálida inundaba la litera desde las ventanillas del lado opuesto, y sintió agarrotados los hombros y el cuello. Tuvo que parpadear durante un buen rato para ahuyentar el sueño inesperado.
—Ah —exclamó Serai—. Buenos días, estatúder.
—¿Buenos días? —preguntó Isana, mientras reprimía un bostezo y se sentaba. Tenía una capa enrollada bajo la cabeza y la cubría una sábana suave y pesada—. ¿Me he quedado dormida?
—Profundamente —le confirmó Serai—. No os despertasteis cuando nos paramos la pasada noche, y Rolf fue un encanto y os prestó la capa cuando reemprendimos la marcha.
—Lo siento —se disculpó Isana—. ¿Seguro que habéis descansado?
—Hasta ahora no —respondió la cortesana—. He estado aquí, tal como os dije que haría, excepto durante unos momentos necesarios, que me sustituyó Rolf hasta que regresé.
—Lo siento —repitió Isana, avergonzada y le ofreció la capa a Serai—. Tomad, por favor. Debéis descansar.
—¿Y dejaros sin conversación? —preguntó Serai—. ¿Qué tipo de compañera de viaje sería si hiciera algo así? —Le ofreció a Isana una leve sonrisa—. Tengo un toque de artificio del metal en la sangre de mi familia, y puedo pasarme unos pocos días sin dormir.
—Eso no significa que sea bueno para vos —replicó Isana.
—Debo confesar que, como regla general, siento una atracción malsana por todo lo que no sea bueno para mí —confesó—. Y en cualquier caso, deberíamos tardar menos de una hora en llegar a la capital.
—Pero creía que habíais dicho que tardaríamos al menos todo un día.
Serai frunció el ceño mientras miraba por la ventanilla. La luz de un azul blanquecino del amanecer, pura y clara, hizo que le brillara la piel. Sus ojos oscuros parecieron aún más insondables.
—Así debería ser, pero Rolf dice que hemos tenido la suerte de volar con un viento rápido y poco habitual que nos empujaba. Nunca había experimentado nada igual volando entre las ciudades, ni mucho menos volando desde las provincias más lejanas.
Isana reflexionó durante un momento. Aquella situación cambiaba las cosas. Apenas disponía de una hora para prepararse para llegar a la capital, y lo más probable era que fuera su última oportunidad de hablar con Serai con relativa intimidad. Apenas le quedaba tiempo para descubrir lo que pudiera de la mujer a través de la conversación, así que no tenía sentido andarse con sutilezas.
Isana respiró hondo y se dirigió a la cortesana.
—¿Viajáis con frecuencia por esta ruta?
—Varias veces cada estación. Mi amo encuentra todo tipo de razones para enviarme a visitar las diferentes ciudades.
—Vuestro amo. Queréis decir Gaius —afirmó Isana.
Serai frunció los labios, pensativa.
—Soy una súbdita leal de la Corona, por supuesto —confirmó—. Pero mi propietario es lord Forcius Rufus, que es el primo del Gran Señor de Forcia y tiene propiedades en la zona septentrional del valle.
—¿Vivís en el valle de Amarante? —preguntó Isana.
—Por el momento, sí —respondió Serai—. Echaré de menos los huertos en flor, lo que es una lástima, porque hacen que todo el valle huela como el paraíso. ¿Lo habéis visto?
Isana negó con la cabeza.
—¿Es tan hermoso como dice todo el mundo?
Serai asintió y suspiró.
—Y aún más. Aunque me gusta mucho viajar, echo de menos mi hogar. A pesar de eso, supongo que estoy contenta por viajar, y mucho más por regresar. Quizá sea dos veces afortunada.
—Suena como si fuera un lugar encantador. —Isana recogió las manos sobre el regazo—. Y una conversación igualmente encantadora y entretenida.
Serai le devolvió la mirada a Isana con una sonrisa.
—¿De verdad?
—Entonces, ¿sois una cursor?
—Querida, yo solo soy una esclava de placer encumbrada, que le hace a Gaius un favor por cuenta de su amo. Y aunque fuera libre, no creo que tuviera el temperamento que requiere la profesión. El heroísmo, el deber y todo eso. Agotador.
Isana arqueó una ceja.
—Supongo que una espía de la Corona no sería demasiado útil si lo fuera proclamando por ahí.
Serai sonrió.
—Esa parece una afirmación razonable, querida.
Isana asintió, pero sus sentidos ampliados por el artificio continuaban ciegos a la presencia de Serai. Resultaba una sensación tremendamente frustrante. Estaba segura de que su compañera era una de las seguidoras del Primer Señor. ¿Por qué otra razón la habrían elegido los cursores para acompañar a Isana? Eso significaba que no podía bajar la guardia. El deber de Serai era proteger los intereses de Gaius, no los de Isana.
Pero al mismo tiempo, Isana no era tan tonta como para pensar que no necesitaba una escolta en Alera Imperia, capital de todo el Reino. Nunca había estado en una de las grandes ciudades que formaban el corazón de la sociedad de Alera. Sabía que durante el Final del Invierno las diversas facciones políticas y económicas de la capital no dejarían de conspirar. Había escuchado historias acerca de cómo dichos grupos se dedicaban al chantaje, la extorsión, el asesinato y cosas peores. La vida en el campo no la había preparado para hacer frente a semejante situación.
Isana era muy consciente de que al viajar a la capital se enfrentaba a un peligro mortal. Los enemigos de Gaius no la atacarían por sus actos, sino por lo que representaba. Isana simbolizaba el apoyo al Primer Señor. Los enemigos de Gaius ya habían decidido que iban a destruir ese símbolo. Y lo volverían a intentar.
Una sensación de náuseas y nervios atravesó el estómago de Isana, porque Tavi también era un símbolo.
Isana necesitaba una escolta para navegar por las aguas traicioneras de la capital, y Serai era su única guía y su aliada más vital. Si de verdad quería proteger a Tavi de cualquier conspiración mortal que se estuviera fraguando, Isana necesitaba asegurarse a toda costa el apoyo y la cooperación de la cortesana. No le bastaba con unos pocos momentos de sinceridad.
—Serai —volvió a hablar Isana—. ¿Tenéis familia?
El rostro y el comportamiento de la pequeña cortesana se volvieron opacos de repente.
—No, querida.
Isana no pudo sentir nada a través de Rill, pero sus ojos se abrieron de par en par con una intuición repentina.
—Queréis decir que ya no la tenéis.
Serai arqueó una ceja con expresión sorprendida, pero levantó la barbilla sin apartar la mirada.
—Ya no la tengo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Isana con suavidad.
Serai se quedó en silencio durante un rato.
—Nuestra explotación sufrió una epidemia. Se trataba de una enfermedad grave, que se llevó por delante las vidas de mi marido y de mi hija, que solo tenía tres semanas. Mi hermano y mis padres murieron también. Y los demás habitantes. Solo sobreviví yo, así que ya no tengo familia.
Serai apartó la mirada y contempló el exterior por la ventanilla. Se llevó una al vientre, y un estallido repentino de pura angustia golpeó a Isana como una ola de agua hirviendo.
—Lo siento —le dijo a la cortesana, y cabeceó—. Nunca habría pensado que fuerais del campo.
Serai sonrió sin mirar a Isana y sus ojos seguían secos.
—Entré a servir después de recuperarme. Para pagarles un entierro decente. Allí me convertí en una… —dejó pasar una pausa ligera pero deliberada— cortesana. A muchos les gustaba tal como era.
—Lo siento mucho —repitió Isana—. Lamento haberos recordado todo ese dolor.
—No es necesario que lo sintáis, querida. De eso hace mucho tiempo.
—No lo parece, a jugar por vuestro aspecto.
—Mi familia también tiene… tenía un toque de artificio del agua —reconoció Serai con una voz impregnada de una alegría que Isana sabía forzada—. Nada que se aproxime al vuestro, estatúder, pero puedo eliminar las arruguitas ocasionales.
La litera se tambaleó, e Isana sintió cómo la cabeza le daba vueltas. Miró desesperada por la ventanilla, pero solo vio una niebla blanca y espesa. Uno de sus pies se levantó ligeramente del suelo, y el miedo le heló el aliento en la garganta.
—Todo va bien —la tranquilizó Serai y puso una mano sobre la rodilla de Isana—. Estamos descendiendo. Casi hemos llegado. Aterrizaremos en unos instantes.
Isana cubrió la mano de Serai con la suya. Sintió los dedos de la cortesana calientes, como febriles. La mano de Isana debía de estar helada.
—No queda mucho tiempo.
—¿Qué queréis decir?
Isana se obligó a no mirar el espectáculo mareante que veía a través de la ventanilla. En vez de eso, miró a la otra mujer.
—Serai —empezó con voz temblorosa—, si los pudierais traer de vuelta, ¿lo haríais?
A Serai se le abrieron los ojos de par en par; pero la sorpresa inicial no tardó en convertirse en una rabia fría y dura como el ágata.
—¿Qué preguntas son esas, querida? —contestó sin cambiar el tono—. Por supuesto que lo haría.
Isana cubrió la mano de Serai con las dos manos, se inclinó hacia delante y la miró directamente a los ojos.
—Por eso vengo al Festival. Mi familia está en peligro. No me importa Gaius. No me importa el hombre que está sentado en el trono. No me importan ni la política ni las conspiraciones ni el poder. Solo me preocupa que el niño a quien he criado está en peligro, y mi hermano corre peligro de muerte si no soy capaz de enviarle ayuda. Ellos son todo lo que tengo en este mundo.
Serai inclinó la cabeza hacia un lado, en una pregunta sin formular.
Isana sintió cómo le temblaba la voz al hablar.
—Ayudadme.
Serai se enderezó lentamente a medida que comprendía y se le iluminaban los ojos.
Isana le apretó la mano.
—Ayudadme.
La presencia de Serai se volvió claramente dolorosa, pero su rostro y sus ojos permanecieron tranquilos.
—Ayudaros, ¿a expensas del deber con mi amo?
—Llegado el caso, sí —reconoció Isana—. Haré todo lo que sea necesario por ayudarlos. Pero no sé si lo podré hacer yo sola. Por favor, Serai. Ellos son mi familia.
—Estatúder, lamento que vuestra familia esté en peligro. Pero los sirvientes de la Corona son la única familia que conozco. Cumpliré con mi deber.
—¿Cómo podéis decir eso? —preguntó Isana—. ¿Cómo podéis permanecer tan indiferente?
—No es indiferencia —replicó Serai—. Sé lo que está en juego… mucho mejor que nadie. Si por mí fuera, haría caso omiso de los altos intereses del Reino para salvarles las vidas a vuestros familiares.
Una verdad plateada resonaba en ese susurro, pero también su decisión. Otra dolorosa punzada de miedo por su familia atravesó el pecho de Isana, que bajó la cabeza y cerró los ojos, intentando desenmarañar el laberinto complejo y oculto de emociones de la cortesana.
—No lo entiendo.
—Si por mí fuera, os ayudaría. Pero no depende de mí —contestó Serai con voz compasiva e inflexible—. He jurado que me dedicaría al servicio del Reino. El mundo de Carna es un lugar frío y cruel, mi señora. Está lleno de peligros y enemigos de nuestro pueblo. El Reino es lo que les da seguridad.
Un desprecio repentino y amargo le llenó de llamas la garganta. Isana dejó escapar el aire que no llegó a convertirse en una carcajada burlona.
—Qué irónico es que alguien a quien el Reino no pudo proteger esté dispuesta a sacrificar otras familias en su servicio.
Serai retiró la mano de la rabia fría y controlada de Isana que se reflejaba ahora en su voz y en su comportamiento.
—Si no existiera un Reino que las protegiera, no habría familias.
—Si no existieran las familias —escupió Isana—, el Reino no tendría nada que proteger. ¿Cómo decís eso cuando es posible que tengáis el poder de ayudarlos?
El comportamiento y el tono de Serai siguieron siendo distantes y difíciles de interpretar.
—Como mujer acostumbrada a utilizar su poder para sacar a la luz el momento más difícil de mi vida en un intento de manipular mi voluntad, Isana, no creo que estéis en posición de criticarme.
Isana cerró las manos, muy frustrada.
—Solo pedía ayuda para proteger a mi familia.
—A expensas de mi lealtad —recordó Serai con voz tranquila—. No es que no quiera ayudaros, estatúder. Ni a vuestra familia. Pero en el Reino hay muchas mujeres con familia y, si pudiera salvar a diez mil de ellas mediante el sacrificio de la vuestra, lo haría. No sería correcto, pero sería necesario. Y es mi deber. He aceptado un juramento como sirvienta del Reino, y no seré una perjura.
Isana miró por la ventanilla.
—Ya es suficiente. Comprendo. —Después de un momento, añadió—: Y tenéis razón. Os pido disculpas, señora. No debería haber intentado usar contra vos el dolor de vuestra pérdida.
—Quizá —replicó Serai con un tono profesional—. O quizá no. He enterrado a toda una familia, estatúder. Duele más de lo que nadie pueda imaginarse. Es posible que tampoco fuera muy diferente si intentase protegerlos.
—Estoy aterrada. ¿Y si no lo puedo hacer sola?
Serai sonrió de repente.
—No hará falta, querida. Escuchadme. —Se inclinó hacia delante con la mirada fija en Isana—. Cumpliré con mi deber con respecto a mi amo. Pero moriré antes de permitir que os hagan daño a vos o a los vuestros. Este es el juramento que os hago.
La sinceridad resonaba en sus palabras en un tono claro y plateado de verdad que ni siguiera el gesto de Serai podía contener en su totalidad.
—No es necesario que juréis eso —comentó Isana.
—No —reconoció Serai—. No lo es. Pero en cualquier caso, no supone ninguna diferencia. No podría vivir conmigo misma si permitiera que le ocurriera a otra familia. Ni lo desearía. —Movió la cabeza—. Sé que no es lo que queríais oír, pero es todo cuanto puedo hacer. Por favor, creed que no haré menos.
—Os creo —confirmó Isana en voz baja—. Muchas gracias.
Serai asintió con expresión serena y su presencia volvió a ser tranquila y contenida.
—Señoras —llamó una voz desde el exterior de la litera.
Uno de los caballeros de escolta apareció en la ventanilla, un hombre joven con rasgos marcados y ojos oscuros e intensos. Iba sin afeitar y parecía muy cansado.
—Las corrientes pueden ser impredecibles mientras descendemos. Hay un par de cinturones de seguridad, y les recomiendo que se los pongan.
Serai levantó la vista con una sonrisa.
—Sí, Rolf. Me parece recordar que ya hemos mantenido antes esta conversación. ¿Dónde está el subtribuno?
El caballero sonrió e hizo una reverencia con la cabeza. Entonces se acercó y susurró.
—Está durmiendo en el techo. Se cansó durante la noche y casi se cae del cielo.
—Qué humillante para el gran campeón de las carreras si llega en semejantes condiciones. ¿No te indicó que lo despertaras antes de entrar en la capital? —preguntó Serai.
—Resulta extraño —respondió Rolf—. No lo recuerdo. Yo también estoy muy cansado. —Le lanzó una mirada despectiva al techo de la litera y añadió—: Por favor, señoras, poneos los cinturones. Ya casi estamos.
Serai le mostró a Isana cómo tenía que ajustarse con un nudo los cinturones fuertemente trenzados. Un momento después la litera empezó a dar saltos, tumbos y tirones. Fue una sensación terrible, pero Isana cerró los ojos y se agarró con ambas manos a los cinturones. Se produjo un golpe repentino que les hizo temblar hasta los huesos, e Isana se dio cuenta de que por fin estaban en el suelo.
Serai dejó escapar un suspiro de alegría y metió la costura en un bolso de tela pequeño. Soltaron los cinturones y salieron de la litera hacia una luz del sol dorada y cegadora.
Isana miró a su alrededor a Alera Imperia, el corazón de todo el Reino.
Se encontraban encima de una plataforma de mármol blanco, más grande que todo el recinto amurallado de Isanaholt. El viento soplaba con auténtica fuerza, e Isana tuvo que protegerse los ojos. A su alrededor estaban descendiendo otras literas, las más grandes de las cuales llevaban una docena de artífices del viento. Los caballeros Aeris iban vestidos con las libreas brillantes de los Grandes Señores de cada ciudad, y de ellas salían hombres y mujeres vestidos con telas inmensamente caras, que relucían con las joyas engarzadas y con los bordados en oro y plata, mientras que las ráfagas de viento no alcanzaban sus peinados ni vestimentas.
Muchos hombres con túnicas marrones corrían alrededor de las literas en cuanto tocaban tierra. Las recogían de inmediato con la fuerza del artificio de las furias, y las conducían hacia una amplia escalera que bajaba de la plataforma, de modo que pudieran aterrizar otras. También llegaron otros hombres con túnica marrón que portaban comida y bebida para los caballeros recién llegados, muchos de los cuales, entre ellos Rolf y los otros caballeros que habían transportado a Isana y Serai, estaban sentados en la plataforma, totalmente extenuados.
—Isana —la llamó Serai a través del fuerte viento. Estaba de puntillas para hablarle al oído a otro hombre con túnica marrón, que asentía y aceptaba unas cuantas monedas brillantes de manos de la cortesana con una cortés reverencia. Serai le hizo una seña—. Isana, venid conmigo. Es por aquí.
—Pero ¿y mi bolsa…? —objetó Isana a gritos.
Serai se acercó y se estiró. Profirió un grito ahogado.
—La entregarán en la casa. Tenemos que salir de la plataforma antes que alguien aterrice sobre… ¡Isana!
Serai se lanzó de repente contra el costado de Isana. Con gran sorpresa, Isana cayó al suelo y vio cómo una daga corta y pesada atravesaba el espacio donde un instante antes había estado su cabeza.
Se produjo un crujido lo suficientemente fuerte como para superar el rugido constante del viento. Todas las cabezas se volvieron hacia ellos. El pomo de la daga voladora había golpeado un lateral de la litera con tanta fuerza que había destrozado la madera laqueada y la había dejado cubierta de astillas y grietas.
Serai echó un rápido vistazo a su alrededor y señaló hacia la espalda de otro hombre con túnica marrón que desaparecía por la escalera.
—¡Rolf!
El caballero levantó la vista de donde estaba sentado, agotado, y quedó desorientado durante un segundo. Después se puso en pie algo tambaleante.
—¡Cuervos y malditas furias! —rugió una voz furiosa desde la parte superior de la litera.
Horatio se sentó, se resbaló y se cayó del techo de la litera, profiriendo maldiciones a voz en grito.
Rolf corrió hacia la escalera, jadeando al cabo de unos pocos pasos, y miró hacia abajo durante un momento. Se volvió para mirar a Serai y negó con la cabeza, con expresión frustrada.
—¡Te degradaré por esto! —rugió Horatio, mientras intentaba ponerse en pie.
A su alrededor, los ciudadanos del Reino señalaban al subtribuno medio dormido, entre sonrisas y carcajadas. Pocos se habían dado cuenta de que alguien acababa de intentar perpetrar un asesinato sangriento.
La cara de Serai estaba pálida e Isana pudo ver y sentir el terror en ella. Serai se puso en pie y le ofreció la mano a Isana.
—¿Os encontráis bien?
—Sí —respondió Isana, pero se tambaleó y casi perdió el equilibro con las rachas de viento huracanado, y casi golpeó a una mujer alta que lucía un vestido rojo y una capa negra—. Disculpadme, señora. Serai, ¿quién era?
—No lo sé —respondió Serai, a la que le temblaban las manos y tenía los ojos muy abiertos—. Vi manchas en su túnica. No me di cuenta hasta el último instante que era sangre.
—¿Qué?
—Luego os lo cuento. Quedaos cerca.
—¿Qué vamos a hacer?
Los ojos de la cortesana se convirtieron en rendijas y el miedo fue sustituido por un desafío férreo.
—Darnos prisa, estatúder —respondió Serai—. Mantened los ojos abiertos y venid conmigo.