11

Amara estaba esperando cuando los caballeros Aeris enviados por la Corona descendieron desde las nubes de un color gris oscuro que tenía sobre la cabeza. La primavera tan al norte de la capital podía ser incómodamente fría y húmeda, pero la lluvia que anunciaba el retumbar ocasional de los truenos no había llegado aún. Amara reconoció al hombre que dirigía el contingente y por un momento consideró la posibilidad de hacer que las nubes cargadas de agua se vaciaran un poco antes sobre su enorme cabeza.

Sir Horatio volaba delante de la litera cerrada. Su armadura ornamentada hacía todo lo posible por brillar en el día nuboso, y la capa de terciopelo rojo estaba desplegada a su espalda. Un caballero con equipo de viaje volaba en cada esquina de la litera, soportando su peso, y cuatro más lo hacían en escolta alrededor de ella. El contingente descendió con más rapidez de la necesaria, y sus furias levantaron un ciclón en miniatura de vientos salvajes que revolvieron el cabello de Amara e hicieron que un rebaño de ovejas en un cercado cercano se arremolinaran en el extremo más alejado de este. Los habitantes de la propiedad que se afanaban en preparar alimentos y otros artículos para la cohorte de Bernard tuvieron que protegerse los ojos del polvo y la paja que había salido volando.

—Idiota —exclamó Amara con un suspiro, mientras colocaba a Cirrus entre ella y los escombros del vuelo.

Horatio tocó tierra con suavidad. Como subtribuno y caballero de la Legión de la Corona, se le permitía una filigrana de oro y plata en la armadura, y brillantes gemas tanto en el yelmo como en la empuñadura de la espada, pero el bordado dorado en la capa de terciopelo era una exageración. Horatio había amasado una fortuna ganando las Carreras del Viento, la competición anual de los artífices del viento durante el Final del Invierno, y se ufanaba de que todo el mundo lo supiera.

Por supuesto, le hacía mucha menos gracia que todo el mundo supiera que había perdido la mayor parte de sus riquezas durante el primer año en que Amara participó en el acontecimiento. Él nunca dejaría que ella se olvidase de aquello, aunque suponía que ella tampoco se sentía demasiado inclinada a que la educase alguien que también le había costado tanto dinero. Esperó hasta que los caballeros aterrizaron en el patio de la propiedad antes de acercarse a ellos.

—¡Buenos días, señor! —bramó Horatio con un tono metálico de barítono—. Oh, espera. No es un señor, ni mucho menos. Sois vos, condesa Amara. Perdonadme, pero desde allí parecíais un joven.

Unos años antes, el insulto a su físico le habría dolido de corazón. Pero eso fue antes de convertirse en cursor, y antes de Bernard.

—Es perfectamente comprensible, sir Horatio. Todos sabemos que los hombres de vuestra edad empiezan a sufrir ciertas deficiencias.

Amara le hizo una reverencia con gracia cortesana y se dio cuenta de las risitas en voz baja procedentes de los otros caballeros.

Horatio le devolvió la reverencia con una sonrisa amarga, y miró a los hombres que tenía detrás de él. Los ocho caballeros encontraron puntos en los que fijar la mirada y adoptaron expresiones aburridas y profesionales.

—Por supuesto. Supongo que nuestra pasajera está dispuesta para partir.

—En breve —informó Amara—. Estoy segura de que en la cocina tendrán algo caliente para que coman vuestros hombres mientras esperan.

—No es necesario, condesa —replicó Horatio—. Por favor, informad a la propietaria Isana de que esperamos su llegada para partir de inmediato.

—Esperaréis hasta que la estatúder Isana lo crea conveniente —recalcó Amara, y dejó que su voz recorriera todo el patio—. Y como invitado en su propiedad, subtribuno, espero que os comportéis con la cortesía que se espera de un caballero y soldado de la Legión de la Corona ante una ciudadana del Reino.

Horatio entornó los ojos, que ardían de rabia, pero asintió con la más leve de las reverencias.

—Además —prosiguió Amara—, recomiendo encarecidamente que vuestros hombres descansen y coman mientras tengan la oportunidad. Si el tiempo empeora, necesitarán hacer acopio de todas sus fuerzas.

—No acepto órdenes de vos sobre la disposición de mi mando, condesa —cortó Horatio.

—Dios santo —exclamó una voz de mujer desde el interior de la litera—. Quizás os podamos entregar un garrote a cada uno, y así os podéis aporrear hasta la muerte. No se me ocurre ninguna otra manera más rápida de acabar con esta actitud indecorosa. Rolf, si eres tan amable…

Uno de los caballeros se acercó de inmediato a un lateral de la litera, abrió la puerta y ofreció una mano cortés para ayudar a una mujer pequeña a salir a la luz grisácea. Tal vez midiera metro y medio. Aun así, parecía frágil y delicada, de huesos tan ligeros como una golondrina de Parcia. Tenía la piel del color de la miel oscura y un cabello fino y brillante más oscuro que el carbón mojado. Su vestido era de seda de gran calidad, con tonalidades sutiles en marrón y gris, y el escote se hundía a mucha más profundidad de lo que se podría considerar adecuado para cualquier mujer en cualquier estación del año. Tenía unos rasgos encantadores e inolvidables, con unos ojos oscuros casi demasiado grandes para su cara. Engarzadas en el cabello llevaba dos tiras gemelas de perlas con los colores de la puesta de sol, procedentes de los mares cercanos a su provincia natal. Hacían juego con un segundo par de collares que lucía alrededor del cuello.

Las perlas del collar eran hermosas y de un valor incalculable, pero no ocultaban el hecho de que estaban montadas sobre un elegante collar de esclava.

—Amara —saludó la mujer con una amplia sonrisa marcada en la boca—. Te pasas apenas unos pocos años alejada del sur civilizado, y te conviertes en una salvaje. —Extendió las manos—. Lo más probable es que te hayas olvidado de mí.

Amara notó que sonreía al contestar.

—Serai —devolvió el saludo, avanzando para coger sus manos. Como siempre que se encontraba delante de la belleza exquisita de Serai, se sentía alta y torpe pero, como siempre, no le importaba en absoluto—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Los ojos de Serai brillaron con una risa silenciosa, y se tambaleó un poco sobre los pies.

—Oh, querida, tan solo estoy muerta de cansancio. Creía que iba a estar bien, pero de un tiempo a esta parte me siento muy frágil. —Se apoyó en el brazo de Amara y le lanzó a Horatio una mirada que habría fundido el corazón de un mercader de Amarante—. Subtribuno, le pido disculpas por mi debilidad, pero ¿le parece bien si me siento durante un rato, y tal vez me tomo un refrigerio antes de partir?

Horatio pareció frustrado durante un momento y le lanzó una mirada enfurecida a Amara antes de contestar.

—Por supuesto, lady Serai.

Serai le sonrió con calidez.

—Se lo agradezco, mi señor. Odio ver que vuestros hombres y vos sufrís por mi causa. ¿No os uniréis a mí en la mesa?

Horatio hizo girar los ojos y suspiró.

—Supongo que un caballero no puede hacer otra cosa.

—Por supuesto que no —reconoció Serai, mientras le acariciaba un brazo con una mano pequeña y recorría las perlas que le rodeaban el cuello—. Las obligaciones del cargo no hacen sino esclavizarnos. —Se volvió hacia Amara y dijo—: ¿Hay algún sitio donde me pueda refrescar, querida?

—Por supuesto —respondió Amara—. Por aquí, lady Serai.

—Bendita seas —se lo agradeció Serai—. Subtribuno, me uniré dentro de un momento a vuestros hombres y a vos en el comedor.

Serai se alejó con la mano sobre el brazo de Amara y repartió una sonrisa encantadora entre los caballeros Aeris mientras pasaba a su lado. Los hombres le devolvieron la sonrisa y lanzaron miradas expectantes al paso de la esclava.

—Eres una mujer malvada —murmuró Amara, cuando ya no las podían oír—. Horatio no te perdonará nunca que lo hayas manipulado de esa manera en público.

—Horatio solo conserva el mando por el talento de sus subordinados —respondió Serai, con una sonrisa bailando en sus palabras. Un brillo pícaro le pasó por los ojos—. En el caso de Rolf, un gran talento.

Amara sintió cómo se le ruborizaban las mejillas.

—¡Serai!

—Bueno, querida, ¿qué esperabas? Bastante difícil resulta ser una cortesana sin dejarte llevar por ciertas incorrecciones. —Se tocó los labios con la lengua—. En el caso de Rolf, no deja de ser un capricho. Basta con decir que Horatio no supone ninguna amenaza para mí, y él lo sabe muy bien. —La sonrisa de Serai se desvaneció—. Casi me gustaría que Horatio intentase algo. Sería una diversión placentera.

—¿Qué quieres decir?

Serai levantó la mirada hacia ella con unos ojos opacos.

—En público no, querida.

Amara frunció el ceño, se quedó en silencio y condujo a Serai al interior del edificio, hasta las habitaciones para los invitados situadas encima de la sala principal. Dejó a Serai unos minutos sola en la habitación, y después entró y le pidió a Cirrus que sellara el cuarto ante posibles testigos. En cuanto el aire se espesó a su alrededor, Serai se sentó en una silla y dijo:

—Me alegro de volver a verte, Amara.

—Y yo —respondió Amara. Se arrodilló en el suelo al lado de Serai, de manera que sus ojos quedaban al mismo nivel—. ¿Qué haces aquí? Esperaba que el legado de los cursores enviara a Mira o Casandra.

—A Mira la asesinaron hace tres días en Kalare —respondió Serai. Recogió las manos, pero no antes de que Amara pudiera ver cómo temblaban los dedos de la cortesana—. Casandra desapareció hace unos cuantos días en Parcia. Se supone que o bien ha muerto o bien la han capturado.

Amara sintió como si alguien la hubiera golpeado en la barriga.

—Grandes furias —jadeó—. ¿Qué ha ocurrido?

—La guerra —contestó Serai—. Una guerra silenciosa que se libra en callejones y pasillos de servicio. A los cursores nos están cazando y asesinando.

—Pero ¿quién? —volvió a jadear Amara.

Serai movió los hombros en un leve encogimiento.

—¿Quién? La posibilidad más evidente es Kalare —respondió.

—Pero ¿cómo sabe dónde golpear?

—Traición, por supuesto. A los nuestros los han matado en la cama, y en los baños. Quienquiera que sea esa gente, alguien que nos conoce les está diciendo dónde deben atacar.

—Fidelias —anunció Amara. La palabra tenía un sabor amargo.

—Es probable —reconoció Serai—. Pero tenemos que dar por hecho que hay alguien más entre los cursores, y eso significa que no podemos confiar en nadie, sea cursor o no.

—Grandes furias —exclamó Amara—. ¿Y el Primer Señor?

—Las comunicaciones han quedado muy afectadas en las ciudades del sur. Nuestros canales con el Primer Señor han quedado en silencio.

—¿Qué?

—Lo sé —reconoció Serai, presa de un escalofrío—. Mis órdenes iniciales del legado de los cursores consistían en enviarte un agente para escoltar a la estatúder Isana hasta el Festival. Pero cuando empezaron a sucederse estos acontecimientos quedó claro que cualquier intento de ponerme en contacto con otro cursor iba a ser muy peligroso. Tenía que hablar con alguien en quien confiase, de modo que aquí me tienes.

Amara tomó las manos de Serai entre las suyas y las apretó con fuerza.

—Muchas gracias.

Serai respondió con una sonrisa encantadora.

—Debemos dar por hecho que al Primer Señor no le han llegado noticias relativas a este asunto.

—Pretendes usar a Isana para que lo informe en persona —sugirió Amara.

—Exacto. No se me ocurre ningún medio más seguro para acceder a él.

—Tal vez no sea tan seguro —replicó Amara—. Ayer por la mañana intentaron matar a la estatúder Isana. El asesino usaba un cuchillo de Kalare.

Los ojos de Serai se abrieron de par en par.

—Grandes furias.

Amara asintió con una sonrisa lúgubre.

—Y ella se ha pasado toda la vida en provincias. No puede llegar a la capital sin un guía. Tendrás que orientarla entre los círculos políticos. —Dejó escapar el aire—. Y debes tener mucho cuidado, Serai. Intentarán eliminarla antes de la ceremonia de presentación.

Serai se mordió el labio.

—No soy una cobarde, Amara, pero tampoco soy una guardaespaldas. No tengo ninguna posibilidad de protegerla de un asesino bien entrenado. En tal caso, necesito que vengas con nosotras.

Amara negó con la cabeza.

—No puedo. La situación se ha complicado en el plano local. —Le explicó lo que Doroga les había contado de los vord—. No podemos permitir que se extiendan y multipliquen. La guarnición local va a necesitar a todo artífice que pueda conseguir para asegurarse de que las criaturas no vuelven a escapar.

Serai arqueó una ceja.

—Querida, ¿estás segura de todo esto? Quiero decir que sé que has tenido algunos contactos con esos bárbaros, pero ¿no crees que pueden estar exagerando?

—No —respondió Amara en voz baja—. Por lo que he visto, se les da fatal exagerar. Doroga llegó ayer con menos de doscientos supervivientes de una fuerza de dos mil.

—Oh, venga ya —replicó Serai—. Eso debe de ser una burda mentira. Incluso la moral de una legión quedaría hecha añicos ante algo así.

—Los marat no son legionares —le aclaró Amara—. No son como nosotros. Pero piensa en esto: luchan juntos hombres, mujeres y niños, al lado de sus familiares y amigos. No los abandonan, aunque ello signifique que morirán a su lado. Consideran que los vord son una amenaza, no solo contra su territorio sino también contra sus familias y sus vidas.

—Aun así —insistió Serai—. No eres una artífice de combate, Amara. Eres una cursor. Deja que quienes son llamados para cumplir sus deberes como soldados cumplan con su trabajo. Pero tú debes servir a tu vocación. Ven conmigo a la capital.

—No —se negó Amara.

Se acercó a la ventana y, durante un momento, miró por ella. Bernard y Frederic estaban levantando un par de cubas enormes con alimentos en conserva para colocarlos en los soportes de transporte a ambos lado de un gargante de carga. El toro bostezó, prácticamente sin darse cuenta de lo que debía de ser una carga de media tonelada que los dos artífices de la tierra acababan de colocar en su lugar.

—La guarnición local perdió a casi todos sus caballeros Aeris en la segunda batalla de Calderon, y ha sido difícil sustituirlos. Es posible que Bernard me necesite para llevar mensajes o realizar vuelos de reconocimiento.

Serai dejó escapar un pequeño jadeó.

Amara se dio la vuelta con el ceño fruncido para descubrir que la pequeña cortesana la estaba mirando con la boca abierta.

—Amara —la acusó Serai—. Eres su amante.

—¿Qué? —exclamó Amara—. Eso no tiene nada que…

—No intentes negarlo —la interrumpió Serai—. Lo estabas mirando ahí fuera, ¿o no?

—¿Qué tienes eso que ver con todo lo demás? —preguntó Amara.

—He visto tus ojos —le explicó Serai—. Cuando lo has llamado Bernard. Estaba ahí fuera haciendo algo muy masculino, ¿o lo vas a negar?

Amara sintió cómo se ruborizaba de nuevo.

—¿Cómo lo…?

—Sé de estas cosas, cariño —contestó con frivolidad—. Eso es lo que hago. —La mujercita cruzó la habitación para mirar por la ventana hacia el patio y arqueó una ceja—. ¿Quién es?

—Túnica verde —respondió Amara, apartándose de la ventana—. Cargando el gargante. Cabello oscuro, barba, algo canoso.

—Bien —reconoció Serai—. Pero no viejo. Yo diría que las canas le han salido pronto. Eso siempre hace atractivo a un hombre. Significa que tiene poder suficiente como para ostentar responsabilidades, y conciencia como para preocuparse por ellas. Y… —Se detuvo y parpadeó—. Es bastante fuerte, ¿verdad?

—Lo es —reconoció Amara—. Y su puntería con el arco es sorprendente.

Serai la miró de reojo.

—Sé que resulta frívolo y típico, pero existe una innegable atracción primaria en un hombre fuerte. ¿No estás de acuerdo conmigo?

La cara de Amara ardía.

—Bueno. Sí. Encaja con él. —Respiró hondo—. Y puede ser muy amable.

Serai le lanzó una mirada abatida.

—Oh, pobre de mí. Es peor de lo que me temía. No eres su amante. Estás enamorada.

—No lo estoy —replicó Amara—. Quiero decir que lo veo con bastante frecuencia. He sido la correo de Gaius a esta región desde la segunda batalla de Calderon y… —Su voz se perdió—. No lo sé. No creo que haya estado enamorada nunca.

Serai se volvió de espaldas a la ventana. Amara pudo ver de refilón a Bernard dándoles instrucciones a un par de hombres para que enganchasen unos caballos de tiro a un carromato con suministros, y comprobando después los cascos de los animales.

—¿Lo ves con la frecuencia suficiente? —preguntó Serai.

—Yo… No me importaría estar más a menudo cerca de él.

—Hummm —murmuró Serai—. ¿Qué es lo que más te gusta de él?

—Sus manos —respondió Amara de inmediato. La respuesta surgió antes de que pudiera pensar en ella. Sintió que se ruborizaba de nuevo—. Son fuertes. La piel es un poco basta. Pero son cálidas y amables.

—Ah —dijo Serai.

—O su boca —balbuceó Amara—. Quiero decir que sus ojos son de un color encantador, pero su boca es… Quiero decir que puede…

—Sabe besar —afirmó Serai.

Amara tartamudeó en silencio y se limitó a asentir.

—Bien —concluyó Serai—. Llegados a este punto, creo que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que sabes lo que se siente cuando se ama.

Amara se mordió el labio.

—¿Lo crees de veras?

La cortesana sonrió con un poco de melancolía.

—Por supuesto, querida.

Amara vio cómo en el patio un par de niños, de no más de seis o siete años, saltaban de su escondite en el carromato a espaldas de Bernard. El hombre grande rugió, fingiendo una gran indignación, y se dio la vuelta durante unos instantes intentando atraparlos, hasta que los chicos perdieron pie y cayeron al suelo, tambaleándose un poco mareados y riendo. Bernard les sonrió, les desordenó el cabello y les obligó a apartarse con un movimiento de la mano. Amara se dio cuenta de que estaba sonriendo.

La voz de Serai adoptó un tono muy bajo y muy suave.

—Lo tienes que dejar, por supuesto.

Amara notó que se le envaraba la espalda. Miró por la ventana, más allá de la mujer.

—Eres una cursor —explicó Serai—. Alguien en quien confía el Primer Señor en persona. Y has jurado que dedicarás tu vida a su servicio.

—Lo sé —reconoció Amara—. Pero…

Serai negó con la cabeza.

—Amara, no le puedes hacer esto si lo amas de verdad. Bernard es ahora un par del Reino. Tiene deberes y responsabilidades. Uno de ellos será tomar esposa. Una esposa cuya primera lealtad debe estar con él.

Amara se quedó mirando a Bernard y a los dos niños. De repente se le nubló la vista a causa de las lágrimas.

—Él tiene sus deberes —prosiguió Serai, en un tono compasivo pero decidido—. Y entre ellos se cuenta el de engendrar hijos para que la fuerza de la furia en su sangre fortalezca al Reino.

—Y yo estoy maldita —susurró Amara. Apretó la mano sobre el bajo vientre, y casi pudo sentir las cicatrices invisibles de las picadas que había dejado la enfermedad. Percibió en la lengua el sabor amargo de la hiel—. Yo no le puedo dar hijos.

Serai negó con la cabeza y se dio la vuelta para mirar por la ventana hacia el patio. Frederic conducía otro par de gargantes enormes por el patio, y empezó a colocar el arnés para sujetar la carga con ayuda de Bernard, mientras que otros hombres iban y venían en un flujo constante, colocando sacos y cajas en el suelo para que las cargasen en los animales cuando estuvieran dispuestos. Entonces Serai se puso de puntillas y, con suavidad, bajó un toldillo.

—Lo siento, querida.

—Nunca había pensado a fondo en ello —reconoció Amara, mientras le caían más lágrimas—. Quiero decir que era tan feliz que nunca…

—El amor es fuego, Amara. Si te aproximas demasiado, te quemarás. —Serai se acercó a Amara y le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. Sabes lo que tienes que hacer.

—Sí.

—Entonces lo mejor será que lo hagas rápido. Con limpieza. —Serai suspiró—. Sé de lo que estoy hablando. Cuánto lo siento, querida.

Amara cerró los ojos y desconsolada inclinó la cabeza contra la caricia de Serai. No podía detener las lágrimas. Ni lo intentó.

—Están ocurriendo muchas cosas, y todas a la vez —comentó Serai después de un momento—. No puede ser ninguna coincidencia. ¿O sí?

Amara negó con la cabeza.

—No creo que lo sea.

—Furias —jadeó Serai y sus ojos expresivos parecían poseídos.

—Serai —intervino Amara en voz baja—, creo que aquí existe una amenaza real contra el Reino. Me voy a quedar.

Serai parpadeó.

—Querida, por supuesto que te vas a quedar. No necesito a una guardaespaldas que está prendada de un hombre como ese… Para mí resultas inútil.

Amara se atragantó con la carcajada que le provocaron las palabras de Serai, y colocó los brazos alrededor de la cortesana en un fuerte abrazo.

—¿Estarás bien?

—Por supuesto, querida —respondió Serai.

Pero a pesar de la voz cálida y divertida, Amara notó que la pequeña cortesana estaba temblando. A cambio, Serai sintió probablemente el temblor de Amara.

Amara se retiró, dejó las manos sobre los hombros de Serai y la miró a los ojos.

—Deber. Es posible que los vord estén dentro de la capital. Ahora mismo es probable que haya más asesinos buscando a la estatúder. Están asesinando a los cursores. Y si la Corona no envía refuerzos a la guarnición local, morirán muchos más civiles y legionares. Y tal vez yo con ellos.

A Serai se le cerraron los ojos durante un momento e inclinó la cabeza con un leve asentimiento.

—Lo sé. Pero… Amara, tengo miedo… Miedo de no estar preparada para este tipo de situaciones. Yo trabajo en grandes salones y dormitorios con vino y perfume, no en callejones oscuros con capas y cuchillos. No me gustan los cuchillos. Ni siquiera sé de cuchillos. Y mis capas son demasiado caras como para arriesgarme a que se manchen de sangre.

Amara le apretó los hombros con suavidad y sonrió.

—Bueno. Quizá no lleguemos a eso.

Serai le devolvió a Amara una sonrisa temblorosa.

—Espero que no. Sería de lo más incómodo. —Movió la cabeza y suavizó la ansiedad de su expresión—. Mírate, Amara. Ahora eres muy alta y fuerte. No tienes nada que ver con la chica del campo a quien vi volar sobre el mar.

—Parece como si hubiera pasado mucho tiempo —reconoció Amara.

Serai asintió y retiró un mechón de cabello que le había caído sobre la mejilla. Su expresión se volvió profesional.

—¿Vamos allá?

Amara levantó la mano y se desvaneció la presión del aislamiento impuesto por Cirrus.

—Isana debería estar preparada para partir dentro de poco tiempo. Sé precavida y rápida, Serai. Nos estamos quedando sin tiempo.