—Deja de preocuparte —ordenó Bernard—. Siempre que hables ahora mismo con Gaius estaremos bien.
—¿Estás seguro? —preguntó Isana—. ¿Estás seguro de que esto no acabará en una batalla?
—Tan seguro como se pueda estar de ello —le aseguró Bernard a su hermana desde la puerta del dormitorio. La luz del sol matinal se deslizaba por el suelo en rayos dorados que penetraban por las ventanas estrechas—. No me apetece lo más mínimo ver cómo le hacen daño a más buena gente. Solo quiero asegurarme de que esos vord se quedan donde están hasta que lleguen las legiones.
Isana terminó de recogerse el cabello oscuro y con mechones plateados en una trenza espesa, y contempló su reflejo en el espejo del vestidor. Aunque llevaba su mejor vestido, sabía perfectamente que en Alera Imperia, la capital, su ropa iba a parecer risible, burda y falta de estilo. Pensó que su reflejo parecía flaco, inseguro y preocupado.
—¿Estás seguro de que no atacarán ellos?
—Parece que Doroga confía en que disponemos de algo de tiempo antes de que estén preparados para hacerlo —explicó Bernard—. Ha mandado a buscar a más hombres de su tribu, pero se encuentran en los pastos del sur y es posible que tarden dos o tres semanas en llegar.
—¿Y qué ocurrirá si el Primer Señor no ordena que nos ayuden las legiones?
—Lo hará —afirmó Amara con voz confiada al entrar en la habitación—. Tu escolta ha llegado, Isana.
—Muchas gracias. ¿Voy bien?
Amara ajustó la parte delantera de la manga de Isana y le limpió un poco de pelusilla.
—Encantadora. Gaius siente un gran respeto por Doroga y por tu hermano. Se tomará en serio su advertencia.
—Me presentaré de inmediato ante él —replicó Isana, aunque no le hacía ninguna gracia la idea de hablar con Gaius. Los ojos del anciano veían demasiado como para que ella estuviera cómoda—. Pero sé que hay todo un protocolo para conseguir una audiencia. Él es el Primer Señor. Yo solo soy una estatúder. ¿Estás segura de que podré llegar a él?
—Si no puedes, habla con Tavi —sugirió Amara—. Nadie te puede negar el derecho a visitar a tu sobrino, y Tavi sirve con frecuencia a Su Majestad como paje. Él conoce a los guardias y al personal del Primer Señor. Él te podrá ayudar.
Isana miró de reojo a Amara y asintió.
—Ya veo —comentó—. Dos años. ¿Lo reconoceré?
Amara sonrió.
—Tendrás que subir unos cuantos peldaños para mirarlo a los ojos. Ha ganado en altura y en músculos.
—Los chicos crecen —reconoció Isana.
Amara se quedó mirando a Isana durante un momento.
—A veces la Academia cambia a la gente para peor. Pero a Tavi no —comentó—. Es la misma persona. Una buena persona, Isana. Creo que tienes todo el derecho a estar orgullosa de él.
Isana sintió una oleada de gratitud hacia Amara. Aunque nunca había compartido palabras o emociones semejantes, Isana pudo sentir la sinceridad de la mujer con la misma facilidad que podía ver su sonrisa. Cursor o no, Isana podía decir que las palabras eran exactamente lo que parecían: un elogio honesto y tranquilizador.
—Muchas gracias, condesa.
Amara inclinó la cabeza en un gesto que igualaba la sensación de respeto que Isana sintió en la mujer más joven.
—¿Bernard? —lo llamó Amara—. ¿Te importa si intercambio unas palabras con la estatúder?
—En absoluto —respondió Bernard amigable.
Isana ahogó una carcajada que amenazó con salir de su boca.
Al cabo de un instante, Amara arqueó una ceja y dijo:
—¿En privado?
Bernard parpadeó y se puso en pie de inmediato.
—Oh. De acuerdo, por supuesto. —Miró de la una a la otra con suspicacia—. Humm. Estaré en el granero. Debemos salir dentro de una hora. Me tengo que asegurar que Frederic… perdón, sir Frederic no haya salido y se haya olvidado la cabeza.
—Muchas gracias —repuso Isana.
Bernard le guiñó un ojo, tocó la mano de Amara y abandonó la habitación.
Amara cerró la puerta y apoyó los dedos en ella. Cerró los ojos durante un momento e Isana sintió de nuevo la extraña sensación de vacío en la habitación y se repitió la punzada de dolor en los oídos.
—Ya está —anunció Amara—. Discúlpame, pero tengo que asegurarme de que no nos oye nadie.
Isana notó cómo se le alzaban las cejas.
—¿Ahora crees que hay espías en mi casa?
—No. No, estatúder. Pero tengo que hablar contigo de algo personal.
Isana se puso en pie y ladeó ligeramente la cabeza.
—Por favor, explícate.
Amara asintió. Las ojeras eran más profundas que antes. Isana frunció el ceño mientras estudiaba a la joven. Solo hacía unos pocos años que Amara había salido de la Academia, aunque Isana estaba segura de que la cursor había llevada una vida mucho más difícil que la mayoría. Amara había envejecido con más rapidez de lo que sería esperable en una mujer joven, y a Isana la invadió un extraño sentimiento de compasión por ella. Con todo lo que había ocurrido, a veces se olvidaba de lo joven que era la condesa.
—Estatúder —empezó Amara—. No sé cómo preguntarte esto de otro modo que limitándome a preguntártelo. —Vaciló.
—Adelante —la animó Isana.
Amara cruzó los brazos y no levantó la mirada.
—¿Qué he hecho para caerte mal, Isana?
La sensación de dolor y desesperación que surgió de la muchacha se cerró alrededor de Isana como una nube de brasas brillantes. Se dio la vuelta y se alejó hasta el extremo más lejano de la habitación. Tuvo que hacer un esfuerzo significativo para no perder la compostura y para mantener la calma.
—¿Qué quieres decir?
Amara se encogió de hombros, e Isana sintió que la joven empezaba a sentirse avergonzada.
—Quiero decir que no te gusto. Nunca me has tratado mal. Ni has dicho nada. Pero sé que no soy bienvenida en tu hogar.
Isana respiró hondo.
—No sé lo que quieres decir, Amara. Por supuesto que eres bienvenida.
Amara negó con la cabeza.
—Gracias por intentar convencerme. Pero te he visitado en numerosas ocasiones durante los dos últimos años. Y nunca me has vuelto la espalda. Nunca te has sentado en la misma mesa que yo, ni has comido conmigo… En vez de eso, sirves a todo el mundo. Nunca me miras a los ojos cuando me hablas. Y hasta el día de hoy, nunca habías estado en una habitación a solas conmigo.
Isana frunció el ceño ante las palabras de la joven y empezó a contestar, pero se calló de repente. ¿Tenía razón la cursor? Isana recorrió los recuerdos de los últimos dos años.
—Furias. —Suspiró—. ¿Realmente he hecho todo eso?
Amara asintió.
—Creía que… que debía haber hecho algo para merecérmelo. Esperaba que el tiempo fuera limando asperezas, pero no ha sido así.
Isana le lanzó una sonrisa huidiza.
—Dos años no son demasiado tiempo cuando se trata de curar ciertas heridas. Puede llevar más tiempo. Toda una vida.
—Nunca tuve la intención de herirte, Isana. Por favor, créeme. Bernard te adora y nunca haría a propósito nada que pudiera hacerte daño. Si he dicho o hecho algo así, por favor, dímelo.
Isana recogió las manos sobre el regazo y se quedó mirando el suelo con el ceño fruncido.
—Nunca has hecho nada así. Nunca has sido tú.
La frustración se filtró en la voz de Amara.
—Entonces, ¿por qué?
Isana apretó los labios con fuerza.
—Eres una persona leal, Amara. Trabajas para Gaius. Le has jurado lealtad.
—¿Por qué te tendría que molestar eso?
—No lo hace. Pero Gaius, sí.
Los labios de Amara se convirtieron en una línea.
—¿Te ha mostrado algo más que generosidad y agradecimiento?
Una punzada de odio caliente y amargo atravesó a Isana, y sus palabras se quebraron con ella.
—Hoy casi me matan a causa de su gratitud y generosidad. Solo soy una chica de campo normal y corriente, Amara, pero no una idiota. Gaius me está usando como arma para dividir a sus enemigos. El nombramiento de Bernard como conde de Calderon por encima de las cabezas de los nobles de las Casas de Riva les sirve de recordatorio de que quien gobierna en Alera no es Rivus, sino Gaius. Somos unas simples herramientas.
—Eso no es justo, Isana —replicó Amara, pero su voz sonó apocada.
—¿Justo? —exigió Isana—. ¿Él ha sido justo? La posición y el reconocimiento que nos otorgó hace dos años no fueron ninguna recompensa. A mi hermano y a mí nos creó un pequeño ejército de enemigos, y después se llevó a Tavi a la Academia bajo su patronazgo, donde estoy segura de que mi sobrino ha conocido a otros que lo odian a muerte y que lo martirizan.
—Tavi está recibiendo la mejor educación en Alera —afirmó Amara—. No creo que estés molesta por eso. Está sano y bien. ¿Qué daño le ha hecho?
—Estoy segura de que está sano. Y bien. Y aprendiendo. Se trata de una manera maravillosamente educada de retener a Tavi como rehén —replicó Isana. Las palabras le dejaron un sabor amargo en la boca—. Gaius sabía cuánto deseaba Tavi ir a la Academia. Sabía que alejarse de aquí lo destruiría. Gaius nos manipuló. Nos dejó una sola alternativa: apostarlo todo por él si queríamos sobrevivir.
—No —replicó Amara—. No, no me puedo creer que él hiciera eso.
—Por supuesto que no. Le eres leal.
—Pero no lo soy a ciegas —recalcó Amara—. No sin razonarlo. Lo he visto. Lo conozco. Es un hombre decente, y tú interpretas sus acciones bajo la peor luz posible.
—Tengo razón —concluyó Isana. Una parte de ella se sintió sorprendida por el veneno y el hielo en su voz—. Tengo razón.
La expresión y la postura de Amara vaciló de preocupación, pero su voz permaneció amable.
—Lo odias.
—Odiar es una palabra demasiado suave.
Amara parpadeó varias veces, desconcertada.
—¿Por qué?
—Porque Gaius mató a… mi hermana menor.
Amara movió la cabeza.
—No. Él no es así. Es un Señor fuerte, pero no un asesino.
—No lo hizo directamente —reconoció Isana—. Pero él tuvo la culpa.
Amara se acarició el labio inferior.
—Lo haces responsable de lo que le ocurrió.
—Él es responsable. Sin él, Tavi no habría perdido a su madre. Ni a su padre.
—No lo entiendo. ¿Qué les ocurrió?
Isana se encogió de hombros.
—Mi familia era pobre, y mi hermana no se casó en su vigésimo cumpleaños. La enviaron al campamento de la Legión de la Corona para cumplir un término de servicio doméstico. Conoció a un soldado, se enamoró y le dio un hijo. Tavi.
Amara asintió lentamente.
—¿Cómo murieron?
—Política —contestó Isana—. Gaius le ordenó a la Legión de la Corona que se trasladase al valle de Calderon. Estaba presionando a Riva durante una época de tumultos, y amenazando al Senado al enviar una legión para detener una invasión de una horda marat mientras que al mismo tiempo advertía al Señor de Riva de que tenía la legión a mano.
Amara soltó un leve sonido siseante.
—La primera batalla de Calderon.
—Sí —asintió Isana en voz baja—. Los padres de Tavi estuvieron allí. Ninguno de ellos sobrevivió.
—Pero Isana —razonó Amara—, el Primer Señor no dispuso sus muertes. Expuso a la legión a un peligro cierto. Para eso existen. Fue una trágica pérdida, pero no puedes hacer responsable a Gaius por no haber previsto la horda marat que sorprendió incluso a sus comandantes.
—Estaban allí por orden suya. Él tuvo la culpa.
Amara cuadró los hombros y afirmó la mandíbula.
—Grandes furias, estatúder. Su propio hijo murió en la batalla.
—Lo sé —escupió Isana. De su boca intentaban salir más palabras, pero movió la cabeza y las detuvo. Fue una lucha feroz, porque la marea de odio que agitaba su corazón era muy intensa—. No es lo único de lo que le hago responsable. —Cerró los ojos—. Existen otras razones.
—¿Cuáles son? —preguntó Amara.
—Las mías.
La cursor se quedó en silencio durante un largo rato, y después asintió.
—Entonces… supongo que debemos estar de acuerdo en que no estamos de acuerdo en este tema, estatúder.
—Ya lo sabía antes de empezar esta conversación, Amara —reconoció Isana. La oleada repentina de rabia se estaba desvaneciendo, retirándose y dejándola cansada e infeliz a su paso.
—Lo conozco como un señor disciplinado y capaz. Y como un hombre honorable y sincero. Ha sacrificado mucho por el bien del Reino… incluso a su propio hijo. Me siento orgullosa de servirle lo mejor que puedo.
—Y yo no lo perdonaré nunca —recalcó Isana—. Nunca.
Amara asintió envarada, e Isana pudo sentir su aflicción bajo la expresión educada que mantenía en el rostro.
—Lo siento, estatúder. Después de lo que ocurrió ayer… Lo siento. No debería haberte presionado.
Isana negó con la cabeza.
—Está bien, condesa. Es mejor que todo esto haya salido a la luz.
—Lo supongo —reconoció Amara. Tocó la puerta y la presión que tensaba el aire de la habitación se desvaneció—. Me aseguraré de que tu litera esté dispuesta, y de que la escolta haya comido.
—Espera —le pidió Isana.
Amara se detuvo con la mano sobre la puerta.
—Haces muy feliz a Bernard —le confió Isana en voz muy baja—. Más feliz de lo que le he visto en muchos años. No me quiero interponer entre vosotros, Amara. No es necesario que estemos de acuerdo sobre el Primer Señor para que estés con él.
Amara asintió y le lanzó una sonrisa silenciosa antes de abandonar la habitación.
Isana se miró en el espejo durante un momento y se puso en pie. Se acercó al arcón al pie de la cama y lo abrió. Sacó una pila de sábanas, el par de zapatos de reserva, una almohada y una pequeña caja de madera que contenía algunas joyas de plata que había comprado a lo largo de los años. Entonces apretó con fuerza a un lado del fondo de la caja, pidiendo a Rill que retirara el agua de la madera en aquel punto, que se encogió y soltó. Retiró las tiras de madera secas y dejó al descubierto un pequeño compartimento secreto debajo de ellas.
Sacó una pequeña bolsa de seda para llevar joyas. La desató, la abrió y vació el contenido sobre la palma de la mano.
Un elegante anillo de plata brillante unido a una delgada cadena de plata le cayó en la palma. Era pesado y frío. El anillo llevaba una gema solitaria que por algún motivo cambiaba de un brillante azul diamante hasta un rubí rojo sangre en el centro. Dos águilas de plata grabadas, una ligeramente más grande que la otra, se acercaban entre sí para formar el engarce, y sostenía la gema entre sus alas.
El dolor y la pérdida antiguos la llenaron mientras miraba el anillo. Pero no le pidió a Rill que detuviera sus lágrimas.
Se pasó la cadena por encima de la cabeza y la escondió dentro del vestido. Se miró en el espejo durante un momento, y eliminó el enrojecimiento de sus ojos. No podía perder más tiempo mirando hacia atrás.
Isana levantó la barbilla, compuso la expresión y se fue para ayudar a la familia a la que amaba con todo su corazón, y al hombre que odiaba con toda su alma.