9

En ese instante, Tavi comprendió un hecho único y terrorífico: el destino del Primer Señor y, en consecuencia, de toda Alera se encontraba en sus manos.

Sabía que lo que hiciera a continuación tendría repercusiones por todo el Reino. Su impulso inmediato fue salir corriendo y gritando en busca de ayuda, pero se detuvo y, como le había enseñado el maestro Killian, se obligó a tranquilizarse y a dejar de lado sus emociones para enfrentarse al problema con una lógica fría.

No podía limitarse a salir a llamar a los guardias que, por supuesto, acudirían y avisarían a los médicos para que cuidaran del Primer Señor, pero entonces todo se haría público. Si se sabía que la salud del Primer Señor fallaba, podía resultar desastroso por una docena de motivos diferentes.

Tavi no estaba al tanto de los consejos privados del Primer Señor, pero no era duro de oído ni de mente. Por los fragmentos de conversaciones que había escuchado mientras estaba de servicio, sabía lo que estaba ocurriendo en el Reino. Gaius se encontraba en una situación comprometida ante numerosos Grandes Señores mucho más ambiciosos. Era un anciano sin heredero y, si lo empezaban a ver como un anciano decrépito sin heredero, se podía producir un levantamiento. Este podría consistir en un procedimiento oficial en el Senado y el Consejo de los Señores, pero también en una contienda militar a gran escala. Al fin y al cabo, ese era justo el motivo por el que Gaius había restaurado la Legión de la Corona: quería aumentar la seguridad de su reino y reducir las posibilidades de una guerra civil.

Pero aquello significaba también que quienquiera que estuviera decidido a arrebatarle el poder a Gaius se vería obligado a luchar casi con toda seguridad. Tavi había sido incapaz de comprender la misma idea de las legiones y de los Señores de Alera luchando entre ellos hasta que se desencadenó la segunda batalla de Calderon. Pero había visto qué resultados producían las furias cuando las lanzaban contra los ciudadanos y soldados de Alera, y esas imágenes todavía lo perseguían en sus pesadillas.

El chico sintió un escalofrío. Cuervos y furias, eso no. Otra vez no.

Tavi le hizo un reconocimiento al anciano. El corazón seguía latiendo, pero de manera desacompasada. La respiración era superficial, pero continuada. No podía hacer nada por él, lo que significaba que debía buscar la ayuda de alguien. Pero ¿en quién podía confiar? ¿En quién habría confiado Gaius?

—En sir Miles, so idiota —se oyó decir—. Miles es capitán de la Legión de la Corona. El Primer Señor confía en él, o de lo contrario Gaius no le habría concedido el mando de cinco mil hombres armados dentro de sus murallas.

Tavi no tenía más alternativa que abandonar al hombre caído para mandar a buscar al veterano capitán. Enrolló su manto bajo la cabeza de Gaius y después arrancó un cojín de la silla del Primer Señor para levantarle las piernas al anciano. A continuación se dio la vuelta y subió a toda prisa la escalera hasta el segundo cuerpo de guardia.

Pero mientras se acercaba, escuchó voces airadas. Tavi se detuvo con el corazón en la boca. ¿Alguien se había enterado ya de lo que había sucedido? Avanzó con precaución hasta que pudo ver la espalda de los guardias en el segundo cuerpo de guardia. Todos los legionares estaban de pie, y se llevaban las manos a las armas. Mientras miraba, Tavi pudo oír botas que golpeaban el suelo al unísono, y los hombres que hasta entonces dormían salieron del dormitorio con la armadura colocada a toda prisa.

—Lo siento, señor —estaba diciendo Bartos, el legionare superior al mando del puesto—. Pero no se puede molestar a Su Majestad mientras se encuentra en su cámara privada.

La voz que habló a continuación no era humana. Era demasiado profunda, demasiado resonante, y las palabras se retorcían y extendían de una manera extraña, como si las hubieran desgarrado y partido en la boca llena de colmillos en las que habían nacido.

Uno de los canim había bajado por la escalera y sobresalía por encima de los legionares en el cuerpo de guardia.

Tavi solo había visto una vez en dos años a uno de los enemigos mortales del Reino, y a cierta distancia. Por supuesto había escuchado historias sobre ellos, pero no le habían impresionado tanto como el efecto que producía la presencia de la criatura. No le hacían justicia en absoluto.

El cane desplegó toda su estatura, y el techo a tres metros de altura casi no lo podía albergar. Cubierto con una piel del color de las profundidades más oscuras de la noche, la criatura se alzaba sobre dos piernas con la masa de dos o tres legionares grandes. Los hombros parecían demasiado estrechos para la altura, y sus brazos eran muy largos para las proporciones humanas. Sus dedos largos y romos estaban coronados por garras oscuras. Tavi tenía la incómoda sensación de que la cabeza del cane le recordaba la del lobo gigante al que había acompañado al clan de los Lobos de los marat, aunque más ancha y con el morro más corto. Unos músculos duros rodeaban la línea de la mandíbula del cane, y Tavi sabía que sus dientes afilados que brillaban con un color blanco amarillento podían atravesar el brazo o la pierna de un hombre sin demasiado esfuerzo. Los ojos del cane eran de un amarillo ambarino en medio de un escarlata oscuro, lo que le daba a la criatura la apariencia de verlo todo a través de un velo de sangre.

Tavi estudió más de cerca a la criatura. Aquel cane lucía una ropa casi a la moda alerana, pero confeccionada con mucha más tela. Solo vestía tonos grises y negros, y por encima llevaba la extraña capa circular al estilo canim que caía por detrás y le llegaba hasta la mitad del pecho. Donde se veía el pelaje, algunas manchas y líneas blancas marcaban docenas de cicatrices de batalla. Una oreja triangular, cortada y con los bordes recortados a causa de viejas heridas, lucía un pendiente circular de oro brillante del que colgaba una calavera tallada en alguna piedra o gema de color sangre. Un anillo similar brillaba en medio del pelaje oscuro que le cubría la mano izquierda, y al costado del cane colgaba una de las enormes espadas de guerra parecidas a guadañas, de su raza.

Tavi se mordió los labios al reconocer al cane a partir de su ropa, su comportamiento y su apariencia. Era el embajador Varg, el jefe de manada de la embajada canim, y portavoz de su pueblo ante los aleranos.

—Quizá no me hayas oído, legionare —gruñó literalmente el cane, que mostró más dientes—. Necesito el consejo de tu Primer Señor, y me vas a llevar ante él ahora mismo.

—Con todos mis respetos, Señor Embajador —replicó Bartos, apretando los dientes al pronunciar cada palabra—. Su Majestad no me ha advertido de vuestra llegada, y tengo órdenes de no molestarlo durante sus meditaciones.

Varg bufó. Todos los legionares en la sala se apartaron ligeramente del cane, y eso que algunos se contaban entre los mejores hombres del Reino. Tavi tragó saliva. Si veteranos que se habían enfrentado a los canim en combate estaban atemorizados ante el embajador Varg, debían de tener muy buenas razones.

La rabia y el desprecio resonaron en las palabras gruñidas de Varg.

—Es obvio que Gaius no podía saber nada de mi llegada porque se trata de una visita inesperada. Vengo a tratar de un asunto importante para su pueblo y para el mío. —Varg respiró hondo, y retiró los labios de un arsenal de colmillos. Una mano llena de garras cayó sobre la funda de su hoja—. El comandante del primer puesto fue más educado. También sería un detalle por tu parte que te apartaras de mi camino.

La mirada de Bartos recorrió la sala como si estuviera buscando alternativas.

—Sencillamente no es posible —replicó el legionare.

—Hombrecillo —empezó Varg, cuya voz había quedado reducida a un murmullo casi inaudible—. No intentes probar mi determinación.

Bartos no respondió enseguida, y Tavi sabía, lo sabía por instinto, que era un error. Su vacilación era una declaración de debilidad, y hacer algo así ante un depredador agresivo era invitarlo al ataque. Si este se producía, la situación no haría más que empeorar.

Tavi tenía que actuar. El corazón le latía deprisa a causa del miedo, pero se obligó a adoptar una máscara de frialdad y entró con rapidez en el cuerpo de guardia.

—Legionare Bartos —llamó en voz alta—. El Primer Señor requiere la presencia inmediata de sir Miles.

La sala quedó en un silencio sorprendido. Bartos volvió la cabeza, y le parpadeó a Tavi con gesto de sorpresa. Tavi no les había hablado nunca a los legionares con ese tono. Ya se disculparía con Bartos más adelante.

—¿Y bien, legionare? —exigió Tavi—. ¿A qué se debe el retraso? Envía ahora mismo a un hombre en busca de Miles.

—Oh —respondió Bartos—. Bueno, aquí el embajador desea ver al Primer Señor lo más rápido posible.

—Muy bien —replicó Tavi—. Le informaré en cuanto regrese con sir Miles.

Varg dejó escapar un gruñido muy profundo que vibró contra el pecho de Tavi.

—Inaceptable. Me conducirás hasta la cámara de Gaius y me anunciarás.

Tavi se quedó mirando a Varg durante un momento largo y silencioso. Entonces arqueó lentamente una ceja.

—¿Y vos sois…?

Se trataba de un insulto calculado, dada la notoriedad del embajador en la Ciudadela, y Varg debía saberlo. Sus ojos ambarinos quemaron de rabia pero replicó:

—El embajador Varg de los canim.

—Oh —replicó Tavi—. Me temo que no he visto vuestro nombre en la lista de citas de esta noche.

—Humm —se oyó a Bartos.

Tavi hizo girar los ojos y miró a Bartos.

—El Primer Señor requiere la presencia de Miles ahora, legionare.

—Oh —replicó Bartos—. Por supuesto. Nils.

Uno de los hombres se deslizó alrededor del cane furioso, y partió escaleras arriba a paso ligero. Tavi sabía que lo iba a tener difícil con la armadura completa. Miles tardaría bastante tiempo en llegar.

—Que el capitán se presente ante el Primer Señor en cuanto llegue —ordenó Tavi, y se dio la vuelta.

Varg bufó y Tavi se giró a tiempo para ver cómo movía un brazo y apartaba a Bartos como si fuera un muñeco de trapo. El cane se movía a una velocidad sobrenatural, y de una sola zancada aterrizó al lado de Tavi y lo agarró con una mano llena de dedos y garras largas. Varg bajó la boca hasta la cara de Tavi, y la visión del muchacho se llenó de colmillos malvados. El aliento del cane era caliente, húmedo y olía vagamente a carne vieja. El propio cane desprendía un olor extraño, un aroma acre pero sutil que Tavi percibía por primera vez.

—Llévame ante él ahora, chico, antes de que te parta el cuello. Me estoy cansando de…

Tavi sacó con gran rapidez la daga que llevaba en el cinturón debajo de la capa, y apoyó con fuerza la punta de la hoja en el cuello del embajador Varg.

El cane guardó silencio, sorprendido durante un segundo, y sus ojos sanguinolentos se estrecharon hasta convertirse en unas rajas doradas.

—Podría partirte en dos.

Tavi mantuvo la voz con el mismo tono duro, mandón y fríamente educado.

—Desde luego. Y poco después moriríais desangrado, Señor Embajador. —Tavi sostuvo la mirada dura de los ojos de Varg. Estaba aterrorizado, pero sabía que no se podía permitir demostrarlo—. Serviréis mal a vuestro señor si morís de una manera tan ignominiosa. Muerto a manos de un cachorro humano.

—Llévame ante Gaius —repitió Varg—. Ahora.

—Aquí gobierna Gaius —le recordó Tavi—. No vos, embajador.

—No son las garras de Gaius las que descansan cerca de tu corazón, cachorro humano.

Tavi sintió cómo las garras del cane presionaban contra su carne.

Tavi mostró los dientes en una sonrisa sin alegría. Apretó la daga con un poco más de fuerza contra el pelaje espeso bajo el morro de Varg.

—Tanto yo como los legionares de Su Majestad obedecemos sus órdenes sin importarnos los inconvenientes que nos pueda causar. Me vais a soltar, Señor Embajador. Llevaré vuestra petición a Su Majestad a la primera oportunidad, y os traeré en persona su respuesta en cuanto me indique que lo haga. O, si lo preferís, os puedo cortar el cuello, vos me podéis partir en dos, y los dos moriremos sin ninguna necesidad. Vos decidís.

—¿Crees que le tengo miedo a la muerte? —preguntó el cane.

Los orificios nasales de Varg se abrieron y siguió estudiando la cara de Tavi, mientras le mostraba los dientes.

Tavi le devolvió la mirada, rezando para que no le empezasen a temblar las manos, y mantuvo la presión de la punta del cuchillo.

—Creo que vuestra muerte aquí, de esta manera, no le servirá de nada a vuestro pueblo.

Un gruñido subrayó las palabras de Varg.

—¿Qué sabrás tú de mi pueblo?

—Que tiene mal aliento, señor, si vos sois un buen ejemplo.

Las garras de Varg se contrajeron.

Tavi se quería gritar por aquella idiotez, pero mantuvo firmes la máscara y la daga.

La cabeza de Varg se alzó, y lanzó un sonido parecido a un ladrido. Soltó a Tavi. El muchacho dio un paso atrás y bajó el cuchillo con el corazón desbocado.

—Hueles a miedo, chico —comentó Varg—. Y eres un enano, incluso para tu especie. Y un loco. Pero al menos conoces tu deber.

El cane ladeó la cabeza hacia un lado, y mostró un trozo del cuello. El gesto parecía extremadamente extraño, pero a Tavi le recordó, en cierto sentido, un gesto respetuoso.

Él bajó ligeramente la cabeza en su propia reverencia, sin apartar la mirada, y guardó la daga.

El cane pasó la mirada por los legionares con una expresión de desprecio.

—Lo lamentaréis. Todos. Pronto.

Y dicho eso, Varg se ajustó la capa, salió de la sala y emprendió la ascensión de la escalera de caracol. Volvió a emitir el mismo sonido parecido a un ladrido, pero no miró atrás.

A Tavi le temblaban las piernas con fuerza. Se tambaleó hacia un banco apoyado en caballetes y se dejó caer.

—¿De qué cuervos iba todo esto? —tronó Bartos un segundo más tarde—. Tavi, ¿a qué crees que estás jugando?

Tavi movió la mano, intentando que no temblase.

—Bartos, señor, lo siento. No debería haberle hablado de esa manera. Le presento mis excusas, pero me pareció necesario aparentar que era vuestro superior.

El legionare intercambió miradas con algunos de sus compañeros.

—¿Por qué? —preguntó.

—Vacilasteis. Os habría atacado.

Bartos frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabes?

Tavi buscó las palabras.

—Aprendí un montón en el campo. Una de las cosas que aprendes es a tratar con los depredadores. No les puedes mostrar ninguna duda ni temor, pues en tal caso irán a por ti.

—¿Y crees que le estaba demostrando miedo? —exigió Bartos—. ¿Se trata de eso? ¿Qué estaba actuando como un cobarde?

Tavi negó con la cabeza y evitó mirar al legionare.

—Creo que el cane estaba interpretando vuestro comportamiento de esa manera, eso es todo. Para ellos son muy importantes el lenguaje corporal, la actitud y el comportamiento. No solo las palabras.

Bartos se sonrojó, pero uno de los legionares dijo:

—El chico tiene razón, Bar. Siempre intentas templar gaitas cuando tienes la impresión de que se prepara una pelea estúpida. Intentas encontrar la manera de evitarla. Tal vez hoy fuera una actitud equivocada.

El legionare se quedó mirando durante un momento al que había hablado, y suspiró. Se acercó al barril de cerveza, cogió un par de jarras y le ofreció una a Tavi. El muchacho asintió agradecido, y bebió el líquido amargo con la esperanza de que lo calmase.

—¿Qué quiso decir? —preguntó Tavi—. Cuando dijo que lo íbamos a lamentar.

—Parece bastante evidente —respondió Bartos—. Yo me andaría con cuidado durante algún tiempo si paseara solo por sitios oscuros, muchacho.

—Debería volver con el Primer Señor —comentó Tavi—. Parecía preocupado. ¿Le podríais pedir a sir Miles que se dé prisa?

—Desde luego, chico —respondió Bartos, y dejó escapar una carcajada—. Cuervos y furias, qué huevos tienes. ¡Sacar ese cuchillo!

—Mal aliento —dijo otro de los legionares, y la sala estalló en una carcajada general.

Tavi sonrió, dejó que media docena de soldados le revolvieran el cabello y salió todo lo rápido que pudo. A continuación bajó la escalera a toda prisa y trató de regresar al lado del Primer Señor.

No había llegado a mitad de camino cuando resonaron por la escalera, encima de él, unas botas lentas y pesadas. Se refrenó, y al momento apareció sir Miles, que bajaba los escalones de seis en seis. Tavi tragó saliva. El paso debía de ser tremendamente doloroso para la pierna herida de Miles, pero se trataba de un poderoso artífice del metal, y la habilidad para hacer caso omiso del dolor era una disciplina del artificio de las furias que desarrollaban con frecuencia los más fuertes entre ellos.

Tavi empezó a bajar a toda velocidad y consiguió llegar al pie de la escalera justo detrás de Miles, quien se detuvo sorprendido y se quedó mirando la silueta inmóvil de Gaius en el suelo. Se acercó a su lado, le tocó el cuello al Primer Señor, y después se apartó un poco para levantarle los párpados y verle los ojos.

Gaius no se movió.

—Cuervos sangrientos —exclamó Miles—. ¿Qué ha ocurrido?

—Se derrumbó —jadeó Tavi—. Dijo que lo había intentado con todas sus fuerzas y no había sido suficiente. Me mostró como un pueblo quedaba engullido por el océano a causa de una tormenta. Estaba… Nunca lo había viso así, sir Miles. Chillaba. Como si no estuviera…

—Como si no se pudiera controlar —terminó Miles en voz baja.

—Sí, señor. Y tosía. Y bebía vino especiado.

Miles hizo un gesto de dolor.

—No es vino especiado.

—¿Qué es?

—Es un tónico medicinal que toma. Una droga que amortigua el dolor y no te deja sentir el cansancio. Estaba sobrepasando sus límites, y lo sabía.

—¿Se pondrá bien?

Miles levantó la mirada y movió la cabeza.

—No lo sé. Es posible que se recupere después de descansar un poco. O es posible que no sobreviva a esta noche. Aunque lo haga, es posible que no despierte.

—Cuervos —exclamó Tavi. Una punzada de dolor le atravesó las entrañas—. Cuervos, no he hecho lo correcto. Debería haber mandado a buscar a un sanador.

Las cejas de Miles se alzaron de repente.

—¿Qué? No, muchacho, has hecho justo lo correcto. —El veterano soldado se pasó los dedos por el cabello—. Nadie debe saber lo que ha ocurrido aquí, Tavi.

—Pero…

—Quiero decir nadie —repitió Miles—. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor.

—Killian —murmuró Miles—. Y… que se lo lleven los cuervos, no sé si hay alguien más que pueda ayudar.

—¿Ayudar, señor?

—Vamos a necesitar a un sanador. Killian no domina el artificio del agua, aunque posee algunas habilidades como médico y se puede confiar en él. Pero yo tengo que preparar la legión para el desfile del Final del Invierno. Provocaría demasiadas preguntas si no lo hago. Y Killian no se puede ocupar de Gaius solo.

—Yo le ayudaré —se ofreció Tavi.

Miles le lanzó una breve sonrisa.

—Ya me lo imaginaba. Pero no puedes desaparecer de repente de la Academia durante la semana de tus exámenes finales. La ausencia del paje favorito del Primer Señor no pasaría desapercibida.

—Entonces necesitamos más ayuda —afirmó Tavi.

Miles frunció el ceño.

—Lo sé. Pero no conozco a nadie más en quien se pueda confiar sin reservas.

—¿A nadie? —preguntó Tavi.

—Todos murieron hace veinte años —respondió Miles con amargura en la voz.

—¿Y los cursores? —sugirió Tavi—. Seguramente se pueda confiar en ellos.

—¿Cómo en Fidelias? —escupió Miles—. Solo me arriesgaría con la condesa Amara, pero no está aquí.

Tavi se quedó mirando al Primer Señor, que seguía inconsciente.

—¿Confiáis en mí?

Miles arqueó una ceja.

—Decidme lo que necesitáis. Quizá conozca a alguien que nos pueda ayudar.

Miles soltó lentamente el aire.

—No. Tavi, eres listo y Gaius confía en ti, pero eres demasiado joven para saber lo peligroso que es esto.

—¿Hasta qué punto será peligroso si no conseguimos que nos ayude nadie, señor? ¿Lo dejamos aquí tendido y esperamos un golpe de suerte? ¿Es eso menos peligroso que correr el riesgo conmigo?

Miles abrió la boca y la cerró apretando los dientes.

—Cuervos. Tienes razón. Me fastidia, pero tienes razón.

—Entonces, ¿qué necesitáis?

—Una enfermera. Alguien que lo pueda atender y alimentar durante todo el día. Y un doble, si conseguimos uno.

—¿Un doble?

Miles se lo aclaró.

—Un impostor. Alguien que pueda aparecer en los actos a los que asistiría Gaius. Para que lo vean en público, para que se coma los desayunos del Primer Señor y se asegure de que todo el mundo crea que todo sigue como siempre.

—Así que necesitáis a un artífice del agua muy poderoso. Alguien que pueda alterar su apariencia.

—Sí. Y no hay muchos hombres que tengan esa habilidad con el agua. Aunque tengan el talento. Es demasiado… No es masculino.

Tavi se sentó sobre los talones de cara a Miles.

—Conozco a dos personas que pueden ayudar.

Miles arqueó las cejas.

—El primero es un esclavo. Se llama Fade. Trabaja en la cocina y en los jardines de la Academia —le contó Tavi—. Lo conozco desde que nací. No parece muy brillante, pero no habla casi nunca y se las arregla muy bien para pasar desapercibido. Gaius lo trajo aquí conmigo.

Miles frunció los labios.

—¿De verdad? Estupendo. Haré que lo trasladen para que me ayude con las tareas de última hora. Nadie se dará cuenta de algo así antes del Final del Invierno. ¿Y el otro es…?

—Antillar Maximus —respondió Tavi—. Tiene casi tantas cuentas de agua en su cadetera como cualquier otro en la Academia, y ha perdido un montón de ellas.

—¿El bastardo del Gran Señor de Antillus? —preguntó Miles.

—Sí, señor —asintió Tavi.

—¿Crees realmente que puedes confiar en él, Tavi?

Tavi respiró hondo.

—Con mi vida, señor.

Miles soltó una carcajada rasposa.

—Sí. Me refería justo a eso. ¿Es lo suficientemente habilidoso como para cambiar de forma?

Tavi sonrió.

—Le estáis preguntando a la persona equivocada sobre el artificio de las furias, señor. Pero casi nunca practica su artificio, y a pesar de eso consigue las notas más altas de la clase. También podríais considerar que me pusiera en contacto…

—No —le interrumpió Miles—. Ya sería demasiada gente al corriente de lo que sucede. Nadie más, Tavi.

—¿Estáis seguro?

—Estoy seguro. No le puedes decir nada a nadie, Tavi. Asegúrate de que nadie se acerque lo suficiente como para darse cuenta de lo que ha ocurrido. Adopta todas las medidas necesarias para hacerlo. —Volvió la cara hacia Tavi y los ojos fríos de Miles le helaron hasta los huesos—. Y yo haré justo lo mismo. ¿Entendido?

A Tavi lo recorrió un escalofrío y bajó la mirada. Miles no había puesto la mano sobre la espada para darle más énfasis a sus palabras. No le hacía falta.

—Comprendo, señor.

—¿Estás seguro de que quieres que tus amigos se vean implicados en esto?

—No —respondió Tavi en voz baja—. Pero el Reino los necesita.

—Sí, muchacho. Así es. —Miles suspiró—. Pero ¿quién sabe? Con un poco de suerte, incluso es posible que no tengamos problemas.

—Sí, señor.

—Ahora me quedaré aquí. Tú ve a buscar a Killian y a los demás. —Se volvió a arrodillar al lado del Primer Señor—. Es posible que el Reino dependa de nosotros, chico. Mantén a todo el mundo alejado de él. No se lo digas a nadie.

—Mantendré a todo el mundo alejado de él —repitió Tavi con diligencia—. Y no se lo diré a nadie.