8

Las piernas de Tavi le ardían en el tejado donde estaba acuclillado vigilando el Domus Malleus, un edificio que antes había sido una herrería enorme, y que ahora había sido reconvertido en una de las casas de comida más populares del barrio comercial de la ciudad de Alera. La penumbra asediaba el día, y las sombras habían empezado a llenar las calles. Las tiendas y los mercaderes estaban cerrando las ventanas y las puertas para pasar la noche y estaban guardando sus mercancías hasta que el mercado volviera a abrir a la mañana siguiente. El aroma a pan recién horneado y a carne asada llenaba el aire.

Las piernas de Tavi le daban tirones y le amenazaban con calambres. El silencio y la paciencia eran necesarias para cualquier cazador, y su tío le había enseñado todo lo que necesitaba saber para seguir un rastro y cazar. Tavi había rastreado a las enormes ovejas que criaba su tío a través de senderos de montaña, había atrapado caballos y terneros perdidos, sabía leer rastros, y había aprendido las costumbres de gatos salvajes y dientilargos que podían atacar los rebaños de su tío.

Como última lección, Bernard le había enseñado a cazar venados salvajes, unas criaturas tan silenciosas, alerta y rápidas que solo el más habilidoso y persistente de los cazadores tenía alguna posibilidad de abatirlos. Ese ladrón no era un ciervo de montaña, pero Tavi razonó que alguien tan astuto, tan difícil de atrapar incluso para legionares cívicos muy expertos, debía de poseer costumbres muy similares a las de los venados. El ladrón debía de ser muy receloso, precavido y rápido. La única manera de apresar a alguien así era determinar lo que necesitaba, y dónde lo conseguiría.

Así pues, Tavi se había pasado la tarde hablando con los oficiales de la Legión Cívica, informándose sobre dónde había actuado el ladrón y qué se había llevado. Los gustos del criminal eran muy eclécticos. Un joyero había perdido un valioso broche de plata para una capa y muchos peines de ébano, aunque no habían tocado objetos mucho más valiosos que se guardaban en el mismo lugar. A un sastre le habían sustraído tres capas valiosas. Un zapatero había perdido un par de botas de piel de garim. Pero lo más curioso era que una serie de casas de comida, tiendas de comestibles y panaderías habían sufrido frecuentes robos nocturnos.

Fuera quien fuese el ladrón, no buscaba dinero. De hecho, de la inmensamente variada lista de los objetos que había robado, parecía que se los llevaba por mero impulso, por simple diversión. Pero los robos reiterados en cocinas y despensas indicaban una característica en común con el ciervo de montaña del hogar salvaje de Tavi.

El ladrón tenía hambre.

En cuanto Tavi llegó a esa conclusión, el resto vino solo. Tan solo había esperado a que las casas de comida empezasen a preparar las cenas, y después siguió su olfato hasta el edificio del que emanaba el aroma más delicioso. Encontró un lugar desde donde podía vigilar la entrada de la cocina, y se instaló para esperar la llegada del venado para forrajear.

Tavi no oyó ni vio cómo llegaba el ladrón, pero se le erizó el vello de la nuca, y un escalofrío extraño y punzante le bajó por la espalda. Se quedó inmóvil, casi sin atreverse a respirar. Un momento después vio una figura lenta y silenciosa, cubierta por un manto oscuro, que se deslizaba sobre el tejado del Domus Malleus y descendía para saltar con ligereza al suelo al lado de la puerta de la cocina.

Tavi bajó hasta la calle y la atravesó como una flecha hasta el callejón detrás del restaurante. Penetró en la calleja y se ocultó en una zona de sombras espesas, esperando que reapareciera su presa.

El ladrón salió de la cocina un par de latidos más tarde, deslizando algo bajo el manto.

Tavi contuvo la respiración mientras el ladrón se iba acercando como un fantasma por el callejón hacia el lugar donde se encontraba, y pasó a una zancada larga de su escondite. Tavi esperó a que el ladrón pasara de largo antes de salir de las sombras, agarrarlo por el manto y tirar con todas sus fuerzas.

El ladrón reaccionó con la velocidad de un gato precavido. Se volvió mientras Tavi tiraba de la capa y estrelló una olla de cerámica con sopa hirviendo en su cabeza. Tavi se apartó hacia un lado y el ladrón le lanzó una bandeja cargada con los restos de un asado, y le golpeó con fuerza en el pecho. Se tambaleó y cayó, después de perder el equilibrio. El ladrón se dio la vuelta y empezó a correr por la acera.

Tavi recuperó el equilibrio y emprendió la persecución. El ladrón tenía los pies ligeros, y el muchacho casi no pudo mantener el ritmo. Corrían en silencio por calles y callejones oscuros, entrando y saliendo de las esferas cálidas de las luces creadas por las furias. El ladrón tiró un barril cuando pasó por delante del taller de un tonelero, y Tavi tuvo que saltar por encima. Ganó terreno y se lanzó contra la espalda del ladrón. Falló pero agarró al hombre de una pierna y se la retorció, lo que le hizo perder el equilibrio hasta que cayó al suelo.

Se produjo una lucha loca y muda que solo duró unos segundos. Tavi intentó atrapar los brazos del ladrón a su espalda, pero su oponente fue demasiado rápido y se retorció hasta que pudo lanzar un codo contra la cabeza del chico. Este se agachó, pero el ladrón se dio la vuelta y le golpeó en la barbilla con el canto de la mano. Ante los ojos de Tavi aparecieron estrellitas y soltó al ladrón, quien se puso en pie y se desvaneció en la oscuridad antes de que Tavi pudiera reaccionar.

Reemprendió la persecución, pero fue en vano. El ladrón había conseguido huir.

Tavi soltó un improperio y salió a toda prisa del callejón oscuro hacia el Domus Malleus. Pensó que al menos se merecía una cena decente para compensar todas las molestias que se había tomado.

Regresó a la calle con el ceño fruncido y tropezó con un transeúnte de grandes dimensiones.

—¿Tavi? —exclamó Max con un tono sorprendido—. ¿Qué haces por aquí?

Tavi se quedó parpadeando ante su compañero de habitación.

—¿Qué haces tú por aquí?

—Me está atacando un academ furioso procedente del valle de Calderon —respondió Max con tono jovial. Movió la capa para colocársela con firmeza sobre los hombros y se sacudió la túnica.

La niebla de última hora de la tarde se estaba volviendo espesa y fría. Tavi sintió que empezaba a temblar cuando el frío se abrió camino hasta su piel sudorosa. Movió la cabeza.

—Lo siento. Supongo que no iba demasiado despierto. Pero en serio, ¿qué estás haciendo por aquí?

Max sonrió.

—A un par de calles vive una joven viuda que se siente muy sola durante las noches de niebla.

—En esta época del año, todas las noches son neblinosas —le informó Tavi.

La sonrisa de Max se ensanchó.

—De eso también me he dado cuenta.

—La gente tiene buenos motivos para odiarte.

—Los celos son habituales entre los hombres inferiores —asintió Max, condescendiente—. Me toca. ¿Qué haces tú por aquí? No sería propio del niño mimado de Gaius que lo pescasen por ahí después del toque de queda.

—He quedado con alguien —respondió Tavi.

—Seguro que sí —asintió Max, amistoso—. ¿Quién?

—No eres el único que desaparece de la Academia después del anochecer.

Max estalló en una carcajada estruendosa.

Tavi le frunció el ceño.

—¿Qué es lo que te divierte?

—Está claro que no vas a ver a una chica.

—¿Cómo lo sabes? —exigió Tavi.

—Porque incluso alguien virgen como tú intentaría tener mejor aspecto. Ropa limpia, cabello peinado, recién bañado… Todo eso. Parece como si te hubieras estado revolcando por la calle.

Tavi se ruborizó de vergüenza.

—Cállate, Max. Ve a ver a tu viuda.

En su lugar, Max se apoyó en la pared de la casa de comidas y cruzó los brazos.

—Te podría haber dado en la cabeza en lugar de dejar que tropezaras conmigo. Y nunca habrías sabido qué te había ocurrido —explicó Max—. Esto no es propio de ti. ¿Estás bien?

—Solo estoy demasiado ocupado —se excusó Tavi—. Después del examen de esta mañana me he pasado todo el día haciendo deberes de cálculo…

Max se estremeció.

—Siento mucho lo ocurrido, Tavi. Puede que Killian sea capaz de utilizar su artificio de las furias para arreglárselas a pesar de ser ciego, pero estoy jodidamente seguro de que no ve tus fortalezas.

Tavi se encogió de hombros.

—Esperaba que fuera más o menos así. Y esta noche tengo que asistir a Gaius.

—¿Otra vez? —se sorprendió Max.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no estás en el dormitorio planchando un poco la oreja?

Tavi empezó a mover vagamente la mano, pero entonces entornó los ojos y sonrió.

—¡Ajá! ¿Por qué no estás corriendo hacia tu viuda ansiosa, Max?

—Es temprano. Esperará —respondió Max con el ceño fruncido.

—¿Esperará hasta que completes la prueba que te ha puesto Killian? —preguntó Tavi.

Los hombros de Max se quedaron rígidos.

—¿De qué estás hablando?

—Tu propia prueba —explicó Tavi—. Killian te ha puesto una. Te envió a descubrir qué estoy haciendo.

Max no pudo ocultar una expresión de sorpresa y puso los ojos en blanco.

—Lo más probable es que Killian te dijera que te guardases tus secretos, sean cuales sean.

—Por supuesto. Y no, no te los voy a revelar.

—Cuervos, Calderon. Cuando te pones tan listillo desearía darte un buen puñetazo en la cara.

—Los celos son habituales entre los hombres inferiores —declamó Tavi con una pequeña sonrisa. Max amagó un puñetazo y Tavi apartó un poco la cabeza—. ¿Cuánto tiempo hace que me sigues?

—Un par de horas. Te perdí cuando dejaste de ir por el tejado.

—Si Killian se entera de que te he visto, te suspenderá en el acto.

Max se encogió de hombros con gesto desdeñoso.

—Solo es una prueba. Voy aprobando exámenes, del tipo que sea, desde que tengo recuerdo.

—El Gran Señor Antillus no quedará muy complacido si suspendes.

—Ahora sí que estoy seguro de que no podré conciliar el sueño —gruñó Max arrastrando las palabras.

Tavi esbozó una media sonrisa.

—¿Existe realmente esa viuda?

Max sonrió.

—Si no existiera, estoy seguro de que podría conocer a alguna. O fabricarla, llegado el caso.

Tavi bufó.

—Entonces, ¿qué planes tienes para esta noche?

Max frunció los labios.

—Te podría seguir un poco más, pero no me parece justo. —Dibujó una equis sobre la barriga—. Palabra de honor. Te dejaré en paz en lugar de hacerte perder una hora de sueño intentando darme esquinazo.

Tavi asintió y le lanzó a su amigo una sonrisa de agradecimiento. Max había jurado que diría la verdad, una antigua costumbre norteña. Nunca se podría plantear romper una promesa formulada bajo palabra de honor.

—Gracias —dijo Tavi.

—Pero descubriré en qué andas metido —le recordó Max—. No lo hago por Killian, sino porque es necesario que alguien te demuestre que no eres ni mucho menos tan listo como crees.

—Entonces será mucho mejor que te vayas a la cama, Max. Eso solo va a ocurrir en tus sueños.

Los dientes de Max brillaron en la penumbra cuando Tavi aceptó el desafío. Se golpeó ligeramente el pecho con el puño, el saludo de un legionare, y desapareció en la noche neblinosa.

En cuanto Max se fue, Tavi se masajeó el pecho dolorido, donde le había golpeado la bandeja que le habían lanzado. A juzgar por la sensación que tenía, le iba a salir un cardenal. Uno grande. Pero al menos iba a conseguir una comida decente por sus dolencias, y apareció en la entrada del Domus Malleus.

El enorme carillón situado en lo alto de la Ciudadela empezó a dar la hora. Cada tañido emitía una presión baja y vibrante que podía agitar el agua en un cuenco, acompañado de una lluvia de tonos altos, hermosos y, en cierto modo, tristes.

El carillón sonó nueve veces y Tavi escupió una maldición. No tenía tiempo para pararse a comer. Si salía a buen paso en ese momento, tardaría cerca de una hora en abrirse camino a través de las calles de Alera hasta la Ciudadela del Primer Señor, y después descender hacia las profundidades, debajo de la fortaleza. Llegaría sucio y manchado de su misión, cubierto de sudor y más de una hora tarde para hacerse cargo de sus deberes con el Primer Señor.

Y tenía un examen de historia por la mañana.

Y aún no había atrapado al ladrón de Killian.

Tavi movió la cabeza y atravesó la capital, de regreso. Solo había recorrido un centenar de metros cuando los cielos rugieron y empezó a caer una cortina de lluvia lenta y pesada.

—Eres un héroe del Reino —murmuró Tavi para sí mismo y partió para atender al Primer Señor.

Jadeando, sucio y tarde, Tavi se detuvo ante la puerta de la cámara del Primer Señor. Intentó estirar la capa y la túnica, pero se las quedó mirando impotente. Ni una legión de expertos en limpieza conseguiría que estuviera presentable. Se mordió los labios, se apartó de la cara el cabello oscuro y mojado, y entró.

Gaius estaba de nuevo encima del remolino de colores de las baldosas del mosaico. Se inclinó, como si se viera asaltado por un gran cansancio o dolor. Tenía la cara pálida, y la barba incipiente solo parecía contener el vello que se había vuelto blanco. Pero lo peor eran los ojos. Estaban hundidos como pozos oscuros, con el blanco inyectado en sangre alrededor de unas pupilas cuyo color se había difuminado y ensombrecido. En su interior brillaban unos fuegos enfermizos y turbios, que no procedían de la determinación, el orgullo y la fuerza a los que se había acostumbrado Tavi, sino de algo mucho más quebradizo y que daba mucho más miedo.

Gaius lo miró con el ceño fruncido y le espetó:

—Llegas tarde.

Tavi inclinó profundamente la cabeza y no dio ninguna explicación.

—Sí, sire. No tengo excusa, y os presento mis disculpas.

Gaius se quedó en silencio durante un momento antes de empezar a toser. Movió una mano irritada hacia las baldosas, dispersando las formas y los colores que surgían de ellas, y se sentó ante el pequeño escritorio que tenía en la pared hasta que se le pasó el ataque de tos. El Primer Señor estaba sentado con los ojos cerrados y la respiración demasiado rápida y superficial.

—Acércate al armario, chico. Mi vino especiado.

Tavi se puso inmediatamente en pie y se acercó al armario cercano al banco en la antecámara. Tavi escanció y le ofreció una copa, y Gaius se la bebió con una mueca. Estudió a Tavi con una expresión de amargura.

—¿Por qué has llegado tarde?

—Exámenes finales —respondió Tavi—. Me han ocupado demasiado tiempo.

—Ah —replicó Gaius—. Parece que recuerdo muchos incidentes similares durante mi educación. Pero eso no es excusa para no ocuparte de tus deberes, muchacho.

—No, sire.

Gaius volvió a toser con un gesto de dolor y extendió la copa para que Tavi la volviera a llenar.

—¿Sire? ¿Os encontráis bien?

El relámpago amargo y quebradizo de rabia regresó a los ojos de Gaius.

—Bastante.

Tavi se lamió los labios con nerviosismo.

—Bueno, sire, parece que estáis… un poco mal.

La expresión del Primer Señor se afeó.

—¿Qué sabrás tú? Creo que el Primer Señor sabe mejor que un aprendiz bastardo de pastor si se encuentra bien o no.

Las palabras de Gaius golpearon a Tavi con más fuerza que un puño. Se apartó un paso y desvió la mirada.

—Os pido perdón, sire. No pretendía ofenderos.

—Por supuesto que no —replicó Gaius. Dejó a un lado la copa de vino con tanta fuerza que partió el pie—. Nadie pretende nunca ofender a alguien dotado de poder. Pero tus palabras han dejado muy claro tu falta de respeto por mi juicio, mi posición y mi persona.

—No, sire, no quería decir que…

La voz de Gaius se rompió a causa del enojo. Como reacción a ello tembló el propio suelo.

—Cállate, chico. No toleraré de buen grado más interrupciones. Tú no sabes nada de lo que tengo que hacer. De todo lo que tengo que sacrificar para proteger al Reino. Este Reino cuyos Grandes Señores ahora dan vueltas a mi alrededor como una manada de chacales. Como cuervos. Sin gratitud. Sin piedad. Sin respeto.

Tavi no dijo nada, pero las palabras del Primer Señor se arrastraban tanto en tono y dicción que empezó a tener problemas para comprender el discurso de Gaius. Nunca había escuchado hablar a Gaius con semejante falta de compostura.

—Aquí —prosiguió Gaius, quien agarró el cuello de Tavi con una fuerza repentina y terrorífica. Arrastró al muchacho detrás de sí hacia la cámara y en medio del mosaico de baldosas cuyo remolino de luces y colores latía y bailaba, y creó una nube de luces y sombras que formaban una imagen de las tierra del Reino.

En el centro del mosaico, Gaius levantó la otra mano en el aire, y los colores del mapa se mezclaron para aclararse de manera abrupta con la imagen de una tormenta terrible que se abatía sobre una desafortunada aldea costera.

—¿Ves? —gruñó Gaius.

El miedo de Tavi se disolvió un poco ante su fascinación. La imagen del pueblo se volvió más nítida, como si se estuvieran acercando. Vio a los habitantes corriendo tierra adentro, pero el mar los alcanzó con brazos de aguas negras. Las aguas cubrieron la aldea, y todos ellos desaparecieron.

—Cuervos —susurró Tavi. La barriga de Tavi dio un vuelco y se retorció, y dio gracias por no haber comido. Casi no podía hablar—. ¿No los podéis ayudar?

Gaius chilló. Su voz surgió como el rugido furioso de una bestia. Las lámparas de furias emitieron una luz brillante y el aire de la cámara giró en un pequeño ciclón. El corazón de piedra de la montaña tembló y se agitó ante la rabia del Primer Señor, agitándose con tanta fuerza que Tavi cayó al suelo.

—¡Qué crees que estoy haciendo, muchacho! —aulló Gaius—. ¡Día! ¡Noche! ¡Y NO ES SUFICIENTE!

Se dio la vuelta con gran rapidez y gruñó algo en un tono salvaje, y la mesa y la silla a un lado de la sala hicieron algo más que estallar en llamas: se produjo un aullido, un relámpago de luz y calor y las ascuas abrasadas de los muebles de madera atravesaron la sala como una flecha, golpeando las paredes y dejando un fino rastro de cenizas en el aire.

—¡TODO SE HA IDO! ¡TODO! ¡NO ME QUEDA NADA QUE PUEDA SACRIFICAR, Y NO ES SUFICIENTE!

La voz del Primer Señor se quebró en ese momento y cayó sobre una rodilla. El viento, las llamas y las piedras se calmaron de nuevo. De repente volvió a ser solo un anciano, con la apariencia de alguien que hubiera envejecido demasiado deprisa y maltratado por un mundo muy agreste. Sus ojos se habían hundido aún más y temblaba, y Gaius se agarró del pecho con las dos manos, presa de un ataque de tos.

—Mi señor —jadeó Tavi y se acercó al anciano—. Sire, por favor. Deje que vaya a buscar ayuda.

La tos se calmó, aunque Tavi pensó que se debía más al debilitamiento de los pulmones de Gaius que a una mejora de su estado. El anciano se quedó mirando la imagen de la aldea costera con ojos nublados.

—No puedo. He intentado protegerlos. Ayudarlos. Lo he intentado con todas mis fuerzas. He perdido tanto. Y he fracasado —comentó.

Tavi descubrió que tenía lágrimas en los ojos.

—Sire.

—Fracasado —murmuró Gaius—. Fracasado.

Sus ojos se pusieron en blanco. Su respiración era rápida, superficial y rasposa. Sus labios parecían cortos y secos.

—¿Sire? —jadeó Tavi—. ¿Sire?

Se produjo un largo silencio en el que Tavi intentó levantar al Primer Señor, llamándolo tanto por el título como por el nombre.

Pero Gaius no respondió.