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Entre el instante en que vio cómo la gente de la estatúder Isana la encontraba viva y el momento de la puesta de sol, Fidelias había recorrido más de dos centenares de kilómetros y había dejado atrás el valle de Calderon. Las piedras imbuidas con un artificio de las furias de la calzada prestaron su fuerza a su propia furia de tierra y a través de ella a Fidelias. Aunque casi contaba con tres veintenas de años, la larga carrera le había costado un esfuerzo comparativamente pequeño. Frenó cuando el hostal apareció a la vista, y caminó el último centenar de metros, jadeando y con las piernas y los brazos ardiendo ligeramente a causa del esfuerzo. Unas nubes grises cruzaban las llamas del anochecer, y empezó a llover.

Fidelias colocó sobre su cabeza la capucha del manto. Su cabello había raleado aún más durante los últimos años. Si no se cubría, la lluvia fría iba a ser tan molesta como poco saludable. Ningún espía que se preciase se permitiría pescar un resfriado. Se imaginó las consecuencias mortales de un estornudo o una tos mientras se encontraba dentro del establo con Isana y con su asesino en potencia.

No le importaba la idea de morir durante una misión, pero prefería atarse él mismo a una estaca para que lo devoraran los cuervos antes que permitir que ocurriera por un error estúpido.

El hostal era el establecimiento típico en la mitad septentrional del Reino: una muralla de tres metros de alto que rodeaba una sala, unos establos, un par de barracones de alojamiento y una herrería de dimensiones modestas. Pasó de largo por la sala, donde los viajeros debían de estar encargando la comida. Su estómago protestó. La música, el baile y la bebida no empezarían hasta más avanzada la velada, y hasta entonces no se iba a arriesgar a que lo reconocieran unos comensales aburridos que no tenían otra cosa que hacer que observar y conversar con los demás viajeros.

Subió con discreción por la escalera del segundo barracón de alojamiento, abrió la puerta de la habitación más alejada de la entrada y la atrancó a sus espaldas. Miró la cama durante un momento y le dolieron los músculos y las articulaciones, pero el deber era antes que la comodidad. Suspiró, le dio vida al fuego dispuesto en la chimenea, dejó a un lado el manto y vertió agua de una jarra en un cuenco bastante ancho. Entonces sacó un frasquito del morral, lo abrió y escanció en el cuenco unas pocas gotas procedentes de los profundos manantiales situados bajo la Ciudadela en Aquitania.

El agua en el cuenco se removió casi de inmediato, formó ondas, y una larga gota de líquido sobresalió de la superficie, componiendo poco a poco la silueta en miniatura de la mujer vestida con ropa de noche. Era más llamativa que hermosa, y aparentaba veintitantos años.

—Fidelias —saludó la forma femenina. Su voz sonaba débil, suave y muy lejana—. Llegas tarde.

—Mi señora Invidia —le respondió Fidelias a la imagen, con una inclinación de cabeza—. Me temo que la oposición no ha sido demasiado considerada con nuestras limitaciones de tiempo.

Ella sonrió.

—Se ha enviado a un agente. ¿Te ha informado de algo que no supieras?

—Nada sólido como la piedra. Pero llevaba un cuchillo carnicero de Kalare, y sabía lo que hacía —respondió Fidelias.

—Un cuervo de sangre de Kalare —explicó la imagen—. Entonces los rumores son ciertos. Kalarus tiene su propia estirpe de cursores.

—Eso parece.

Ella rio.

—Solo un hombre de gran integridad se puede resistir a decir: «Ya te lo dije».

—Muchas gracias, mi señora.

—¿Qué ha ocurrido?

—Hemos estado cerca —respondió Fidelias—. Cuando falló su primer plan, se dejó llevar por el pánico y salió detrás de ella con esa hoja de carnicero.

—¿Ha muerto la estatúder?

—No. Lo detectó antes de que la pudiera acuchillar, y ella lo mató con una horca.

Las cejas de la imagen se alzaron sorprendidas.

—Impresionante.

—Es una mujer formidable, mi señora, dejando de lado el artificio del agua. Si puedo preguntar, mi señora, ¿cuáles han sido los resultados de la cumbre de la Liga?

La imagen de la mujer ladeó la cabeza y lo miró pensativa.

—Han decidido apoyar y promover la posición de la estatúder Isana —le informó.

Fidelias asintió.

—Ya veo.

—¿De verdad? —preguntó la imagen—. ¿Ves realmente lo que puede significar? ¿Cómo puede afectar esto al curso de nuestra historia?

Fidelias frunció los labios.

—Supongo que a largo plazo puede implicar la paridad legal y política entre géneros. Intento no pensar en términos históricos, mi señora. Solo en causas y efectos prácticos.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que el efecto más inmediato será económico y, por tanto, político. El establecimiento de una mujer como ciudadana plena por derecho propio tendrá efectos inmediatos sobre el comercio de esclavos. Si se vuelve tan costoso comprar y vender a las esclavas como a los esclavos, eso perjudicará la economía de las ciudades del sur. Tal vez por eso enviase Kalarus a un agente para eliminar a Isana de Calderon.

—El Gran Señor Kalarus es un cerdo depravado —replicó Invidia con tono desapasionado—. Estoy segura de que sufrió algún tipo de ataque cuando escuchó la noticia sobre la estatúder Isana.

Fidelias entornó los ojos.

—Ah. El Primer Señor estaba muy seguro de cómo iba a reaccionar el Gran Señor Kalarus.

La boca de Invidia se curvó en una sonrisa irónica.

—Desde luego. Gaius ha dividido en dos a sus enemigos al plantear este tema. Están la alianza de mi esposo en el norte, y la de Kalarus en el sur. Si la estatúder aparece para darle su apoyo, es posible que también le arrebate a mi esposo el de la Liga Diánica.

—¿No seguirán vuestro liderazgo, mi señora?

La imagen de Invidia hizo un gesto con la mano.

—Me halagas, pero no controlo la Liga hasta ese punto. Nadie puede. Mi esposo tan solo comprende las ventajas que le proporciona el apoyo de la Liga, y ellos ven lo que ganan a cambio. Nuestra relación es de beneficio mutuo.

—Supongo que vuestros asociados y aliados son conscientes de la situación.

—Muy conscientes —respondió Invidia—. El destino de la mujer será una demostración de la competencia de mi esposo. —Movió la cabeza, cansada—. El resultado de esta situación es absolutamente decisivo, Fidelias. Nuestro éxito consolidará las alianzas de mi esposo mientras debilita la fe de los seguidores de Kalarus. Un fracaso podría cercenar sin remedio nuestros planes para el futuro.

—A mi juicio, el momento parece prematuro para que se produzca un enfrentamiento con Kalarus.

Ella asintió.

—Desde luego yo no habría elegido este momento y lugar, pero al otorgarle la ciudadanía a esta mujer, Gaius ha forzado la mano ante Kalarus. —Movió la mano en un gesto desdeñoso—. No obstante, el enfrentamiento con la facción de Kalarus era inevitable.

Fidelias asintió.

—¿Cuáles son mis órdenes, mi señora?

—Debes venir de inmediato a la capital para el Final del Invierno.

Fidelias se quedó mirando la imagen durante un momento.

—Estáis bromeando —dijo por fin.

—No —replicó Invidia—. Isana será presentada formalmente al Reino y al Senado al concluir el Final del Invierno, como muestra de apoyo público a Gaius. Debemos evitarlo.

Fidelias se quedó mirando la imagen durante un momento, mientras la frustración se le acumulaba en el pecho con tal fuerza que no la pudo eliminar del todo de su voz.

—Soy un hombre buscado. Si me identifican en la capital, donde muchos conocen mi cara, me capturarán, interrogarán y matarán. Sin mencionar que la mujer me reconocerá en cuanto me vea.

La imagen lo miraba fijamente.

—¿Y?

Él no perdió la compostura.

—Y esto puede obstaculizar mi capacidad para moverme por la ciudad.

—Fidelias —le reprendió la imagen—, eres uno de los hombres más peligrosos que conozco. Y desde luego eres el que tiene más recursos. —La imagen le dirigió una mirada muy directa, casi hambrienta—. Eso es lo que te hace tan atractivo. Lo conseguirás. Te lo estamos ordenando mi esposo y yo.

Fidelias apretó los dientes, pero inclinó la cabeza.

—Sí, mi señora. Yo… pensaré en algo.

—Excelente —respondió la imagen—. El apoyo de Isana a Gaius puede costarle a mi esposo el apoyo de la Liga Diánica. Tienes que evitarlo a toda costa. Nuestro futuro, y el tuyo, dependen de ello.

La imagen acuosa se deslizó limpiamente de vuelta al cuenco y se desvaneció. Fidelias le dirigió una sonrisa lúgubre durante un momento, después maldijo y lo lanzó al otro lado de la habitación. El cuenco de cerámica se hizo añicos contra las piedras de la chimenea.

Fidelias se pasó la mano por la cara. Imposible. El Señor y la Señora de Aquitania le estaban pidiendo un imposible. Aquello lo arrastraría a la muerte.

Fidelias sonrió. No tendría ningún sentido intentar descansar esa noche, e incluso había perdido el apetito a causa de la tensión que le había producido la conversación con lady Invidia.

Se puso ropa seca, cogió el manto y sus pertenencias, y volvió a salir a la noche.