6

—¿Cuánto tiempo lleva así? —tronó una voz profunda y masculina.

«Mi hermano», pensó Isana. Bernard.

La otra voz era vieja y ligeramente rasposa. Isana reconoció la confianza tranquila de la vieja Bitte.

—Desde poco antes de mediodía.

—Está pálida —comentó otra voz masculina, esta vez más aguda y menos resonante—. ¿Estás seguro de que está bien?

—Todo lo seguro que puedo estar, Aric —contestó Bernard—. No tiene heridas. —Soltó el aire poco a poco—. Parece que ha sufrido un colapso, porque ha extendido demasiado su artificio. Ya he visto en otras ocasiones como su trabajo le ha provocado reacciones similares.

—También puede ser una reacción ante la lucha —intervino Amara—. Un shock.

Bernard asintió con un gruñido.

—A veces los legionares novatos hacen lo mismo después de su primera batalla. Las grandes furias saben lo terrible que es matar a alguien.

Isana sintió la mano ancha y cálida de su hermano sobre su cabello. Olía a caballos sudorosos, cuero y polvo del camino, y su voz sonaba ligeramente angustiada.

—Pobre Isana. ¿Podemos hacer algo más por ella?

Isana respiró hondo e hizo un esfuerzo para hablar, pero apenas le salió un susurro.

—Empieza por lavarte las manos, hermanito. Huelen.

Bernard dejó escapar un grito de alegría, y acto seguido se sintió medio aplastada en uno de sus abrazos de oso.

—Es posible que necesite la espalda entera, Bernard —jadeó, pero notó que sonreía al hacerlo.

Justo entonces él la dejó sobre la cama, poniendo mucho cuidado en la tarea.

—Lo siento, Isana.

Ella le puso la mano sobre el brazo y le sonrió.

—Estoy bien. En serio.

—Estupendo —remachó Bitte con tono rasposo.

Era una anciana delgada, de cabello blanco y encorvada, y más animosa que la mayoría. Ya era una institución en el valle mucho antes de que tuviera lugar la primera batalla de Calderon, por no hablar de los acontecimientos más recientes. Se puso en pie y empezó a gesticular para echar a todo el mundo de allí.

—Fuera, todo el mundo, fuera. Todos tenéis que comer, y apostaría a que Isana necesitará algunos momentos de intimidad.

Isana le lanzó a Bitte una sonrisa de agradecimiento.

—Bajaré dentro de unos minutos —le aseguró a Bernard.

—¿Estás segura de que deberías…? —empezó él.

Ella levantó una mano y le dijo con mayor firmeza:

—Todo irá bien. Estoy hambrienta.

—De acuerdo —aceptó Bernard de mala gana, y se retiró ante Bitte como un toro complaciente ante un perro pastor—. Pero comamos en el estudio —añadió—. Tenemos que hablar de algunas cosas.

Isana frunció el ceño.

—En ese caso, por supuesto. Allí estaré.

Se fueron, e Isana tardó unos instantes en centrarse mientras se refrescaba. El estómago se le retorció de asco cuando vio la sangre en la falda y la túnica. Se quitó la ropa con toda la rapidez de que fue capaz, y la arrojó al fuego que ardía en la habitación. Era un desperdicio, pero sabía que no se la podría volver a poner. No después de ver cómo la oscuridad se cernía sobre los ojos del joven.

Trató de no pensar en ese momento, y también se quitó la ropa interior. Se puso vestimentas limpias. Deshizo la trenza que le recogía el largo cabello oscuro, y pensó, ociosa, que tenía más mechones grises. Encima de una cómoda había un espejito. Se contempló pensativa mientras se peinaba el cabello. Estaba más canosa, pero al mirarla, por supuesto, nadie adivinaría su edad. Era delgada (demasiado para los cánones de belleza), y sus rasgos seguían siendo los de una muchacha de poco más de veinte años, que no era ni por asomo su edad real. Si tuviera la de Bitte, su aspecto sería el de una mujer de unos treinta y tantos años, a excepción del cabello canoso, que se negaba a teñirse. Tal vez se debiera a que entre el cuerpo demasiado delgado y el don de la apariencia juvenil que poseían los artífices del agua, las canas eran lo único que la señalaban como una mujer y no como una muchacha. Eran la dudosa insignia del valor por todo lo que había sufrido y perdido a lo largo de esos años, pero eran todo cuanto tenía.

Dejó el cabello suelto, en lugar de trenzarlo de nuevo, y frunció el ceño ante su imagen en el espejo. ¿Cenar en el estudio en lugar de hacerlo en la sala? Eso debía de significar que a Bernard —o lo más probable, Amara— le preocupaba que los pudieran oír. Y eso significaba que Amara llegaba con alguna noticia de la Corona.

El estómago de Isana se retorció de nuevo, esta vez de ansiedad. El asesino del establo había llegado en un momento bastante improbable. ¿Qué posibilidades había de que ocurriera algo así solo unas pocas horas antes de la llegada al valle de un mensajero de la Corona? Parecía bastante difícil que ambos hechos no estuvieran relacionados.

Y eso llevaba a la cuestión de quién le había enviado al asesino. ¿Los enemigos de la Corona?

O el propio Gaius.

La idea no era tan ridícula como pudieran pensar los demás, máxime teniendo en cuenta lo que sabía. Isana había conocido a Gaius y sentido su presencia. Sabía que era un hombre de acero y piedra, con la voluntad de gobernar, de engañar y, cuando era necesario, asesinar para proteger su posición y a su pueblo. No dudaría en ordenar que la mataran si se convertía en una amenaza para él. Y por lo que sabía, ella podía serlo.

Tembló y arrinconó sus preocupaciones y temores, obligándose a envolverlos con fuerza y confianza. Había guardado secretos durante veinte años, y sabía jugar la partida como haría cualquier otro en el Reino. Por mucho que le gustara Amara, y por mucho que le gustara ver que había hecho feliz a su hermano, Amara era una cursor, y leal a la Corona.

No se podía confiar en ella.

Las salas de piedra de la propiedad se enfriarían a medida que el atardecer cubriera el valle, así que se colocó sobre los hombros un mantón pesado de color rojo oscuro, que se añadía al vestido azul profundo, se enfundó las zapatillas y se movió en silencio a través de los pasillos en dirección al estudio de Bernardholt… No, al de Isanaholt. A su estudio.

La habitación no era grande, y, a esas profundidades, en las paredes de piedra del edificio no había ventanas. Dos mesas ocupaban la mayor parte del espacio, y una pizarra y unas estanterías cubrían las paredes. Durante el invierno, cuando tenían más tiempo libre, los niños de la propiedad aprendían aritmética básica, estudiaban los anales del artificio de las furias como guía en el uso de sus propias furias, y aprendían al menos a leer un poco. Ahora, Bernard, Amara y Aric, el estatúder más joven del valle, ocupaban una mesa, que estaba dispuesta con la cena.

Isana entró en silencio y cerró la puerta a su espalda.

—Buenas noches. Siento mucho que no estuviera disponible para saludaros como es debido, Vuestras Excelencias, estatúder.

—Tonterías —replicó Aric, quien se puso en pie y le sonrió—. Buenas noches, Isana.

Bernard también se levantó, y esperaron a que Isana se sentara antes de hacerlo ellos.

Mantuvieron una conversación tranquila mientras comían, charlando sobre cosas irrelevantes.

—Casi no has hablado, Aric —comentó Isana, una vez acabada la comida, mientras apartaban los platos y seguían sentados sorbiendo té caliente—. ¿Cómo habéis pasado el invierno los tuyos y tú?

Aric frunció el ceño.

—Me temo que por eso estoy aquí. Yo… —Se sonrojó un poco—. Bueno. Para serte sincero, tengo un problema y quería consultar contigo antes de molestar con él al conde Bernard.

Bernard también frunció el ceño.

—Por amor a las furias, Aric. Sigo siendo el mismo hombre que hace dos años, con o sin título. No debería preocuparte si me molestas cuando se trata de asuntos de las explotaciones.

—No, señor —replicó Aric—. No lo haré, Vuestra Excelencia, señor.

—Bien.

El joven se volvió hacia Isana antes de decir:

—Se han presentado algunos problemas, y es posible que pueda necesitar la ayuda del conde.

Amara se tapó la boca con la mano hasta que pudo ocultar la sonrisa detrás de la taza que estaba bebiendo. Bernard se reclinó con una sonrisa tolerante, pero Isana sintió algo más en él: una punzada repentina de ansiedad.

Aric escanció un poco más de vino y se retiró de la mesa. Era un hombre enjuto, todo brazos y piernas, demasiado joven aún como para tener la constitución musculosa y pesada de la madurez. No obstante, se consideraba que tenía una inteligencia poco común, y en los últimos dos años había trabajado muy duro en sus dos propiedades para romper todos los vínculos con lo que por lo general se consideraba una desafortunada relación sanguínea con su difunto padre, Kord.

—Algo ha estado de caza en la propiedad oriental —comentó con voz seria—. Le hemos perdido la pista a casi a un tercio del ganado que soltamos para que pastase libremente durante el invierno, y hemos llegado a la conclusión de que los debieron capturar dientilargos o incluso moas. Pero hemos perdido dos vacas más en los cercados desde que las recogimos.

Isana frunció el ceño.

—¿Quieres decir que las han matado?

—Quiero decir que las hemos perdido —recalcó Aric—. Por la noche se encontraban en los pastos. Por la mañana no estaban. Sin rastro. Sin sangre. Sin cadáveres. Solo desaparecidas.

Isana notó que se le alzaban las cejas.

—Eso es… raro. ¿Ladrones de ganado?

—Eso pensé —reconoció Aric—. Tomé a dos de mis artífices de la madera y fuimos a las colinas para rastrear a quienquiera que fuese. Buscamos su campamento y lo encontramos. —Aric tomó un buen trago de vino—. Parecía que podría haber unos veinte hombres, pero habían desaparecido. Las hogueras estaban apagadas, pero había un espetón con carne quemada sobre una de ellas. Había ropa, armas, mantas y herramientas desperdigadas por todas partes, como si se hubieran levantado y se hubieran ido sin llevarse nada.

La marca del ceño de Bernard se profundizó, y Aric se volvió para mirarlo muy serio.

—Estaba… mal, señor. Daba miedo. No conozco otra manera de describíroslo, pero hacía que se te erizase el vello de la nuca. Y estaba anocheciendo, así que cogí a mis hombres y volvimos con toda la rapidez que nos fue posible al recinto de la propiedad. —Su rostro palideció un poco más—. Uno de ellos, Grimard… ¿lo recordáis, señor, el hombre de la cicatriz sobre la nariz?

—Sí. Legionare de Ática, creo, retirado aquí con su primo. Lo vi destrozar a un par de guerreros lobos en la segunda batalla en Guarnición.

—Ese mismo —confirmó Aric—. No consiguió regresar al recinto.

—¿Por qué? —preguntó Isana—. ¿Qué ocurrió?

Aric negó con la cabeza.

—Íbamos en fila, conmigo en medio. Él se encontraba a unos cinco metros. En un momento estaba allí, pero cuando me di la vuelta para mirar un instante más tarde, había desaparecido. Solo… desaparecido, señor. Ni un sonido. Ningún rastro. Ninguna señal de él. —Aric bajó la mirada—. Me asusté y corrí. No lo debería haber hecho.

—Cuervos, muchacho —replicó Bernard con el ceño aún fruncido—. Por supuesto que debías hacer precisamente eso. Eso me habría asustado hasta la médula.

Aric levantó los ojos para mirarlo y los volvió a bajar, con la vergüenza aún marcada en sus rasgos.

—No sé lo que le voy a decir a la esposa de Grimard. Albergamos la esperanza de que siga vivo, señor, pero… —Aric movió la cabeza—. Pero no lo creo. No nos enfrentamos a bandidos o a los marat. No se me ocurre ninguna explicación. Solo es…

—Instinto —concluyó Bernard—. No dejes de contar con él, muchacho. ¿Cuándo ocurrió todo eso?

—La pasada noche. He dispuesto que los niños permanezcan dentro de las murallas de la propiedad, y que nadie salga si no es en grupos de al menos cuatro. Partí a primera hora de la mañana para hablar con Isana.

Bernard soltó el aire poco a poco, y miró a Amara. La cursor asintió, se puso en pie y se acercó a la puerta. Isana oyó cómo susurraba algo mientras tocaba la madera de la puerta y sus oídos le hicieron daño durante un breve instante y después se despejaron con un pequeño estallido.

—Ahora podemos hablar libremente —indicó Amara.

—¿Hablar libremente de qué? —preguntó Aric.

—Sobre algo de lo que Doroga me ha informado esta mañana —explicó Bernard—. Dice que existe una especie de criatura a la que llama vord, y que moraba en el Bosque de Cera, y que ocurrió algo que la obligó a abandonar su hogar.

Isana frunció el ceño mientras escuchaba cómo Bernard relataba el resto de lo que Doroga le había confiado sobre la criatura.

—No lo sé, señor —intervino Aric con la voz dubitativa—. Nunca he oído nada parecido. ¿Una criatura que cambia de forma y bebe sangre? Habríamos oído hablar de semejante cosa, ¿o no?

—Según Doroga, cuando oyes algo sobre ella, es muy posible que ya sea demasiado tarde —respondió Bernard—. Si está en lo cierto sobre la localización del nido en Garados, eso podría explicar las desapariciones en tu propiedad, Aric.

—¿Estás seguro de que no está contando ningún cuento? —preguntó Aric.

—Vi cómo nuestros sanadores remendaron a doscientos marat y, al menos, al mismo número de animales, Aric. No lo hicieron para gastarnos ninguna broma. Si Doroga dice que perdió casi dos mil guerreros, le creo. —A continuación relató el resto de la historia que le había contado Doroga.

Isana se cruzó de brazos y tembló.

—¿Qué hay del tercer nido?

Bernard y Amara intercambiaron otra de esas miradas, y no necesitó ninguno de los dones de su artificio de las furias para saber que su hermano mentía cuando le dijo:

—Doroga tiene a rastreadores siguiendo una pista. En cuanto lo encontremos, lo atacaremos. Pero primero me quiero concentrar en el nido que ya hemos localizado.

—Dos mil hombres —murmuró Aric—. ¿Qué vas a hacer para asaltar ese nido? No hay tantos hombres en todo el valle, Bernard.

—Los marat no tenían a los caballeros. Nosotros sí. Creo que al menos seremos capaces de contener a esos vord hasta que lleguen los refuerzos de Riva.

—Si llega ayuda de Riva —intervino Isana.

Bernard la miró fijamente.

—¿Qué quieres decir?

—Ya has visto la reacción de Aric cuando le desvelaste tu fuente de información, y él conoce a Doroga. Que no te sorprenda si el Gran Señor de Riva no tiene en cuenta en absoluto la palabra de un bárbaro.

Amara se mordió los labios con los ojos entornados.

—Puede que tenga razón. Riva odia a los marat por varias razones.

—Pero han muerto aleranos, Amara —replicó Bernard.

—Tu argumento es razonable —reconoció Amara—. Es posible que Riva no lo sea. Ya va muy corto de fondos después de la reconstrucción de Guarnición y de ayudar a la reparación de las propiedades. Se quedará con los bolsillos vacíos si lo obligan a movilizar a sus legiones. Intentará evitarlo hasta que no sea totalmente necesario, y lo más seguro es que se quede quieto en lugar de perder dinero con las historias de fantasmas de un bárbaro sin furias. Incluso es posible que ya haya partido para asistir a las ceremonias del Final del Invierno en la capital.

—También es posible que no lo haya hecho.

Amara levantó la mano en un gesto pacificador.

—Solo estoy diciendo que va a ser difícil conseguir ayuda basándonos en las observaciones de un jefe de horda marat. Riva no le tiene mucha simpatía a Doroga.

—Prefiero hacer algo a no hacer nada. Y en cualquier caso, ya he enviado al mensajero. Está hecho. No hay tiempo que perder.

—¿Por qué no? —preguntó Aric.

—Según Doroga, el nido crecerá y se dividirá en tres más al cabo de una semana. Si no atrapamos este ahora, es posible que los vord se extiendan con tal rapidez que no seremos capaces de encontrarlos y destruirlos. Y en ese caso, si Riva no responde de inmediato, nos tendremos que defender solos.

Aric asintió, aunque no parecía demasiado feliz.

—¿Cómo te puedo ayudar?

—Regresa a tu propiedad —respondió Amara—. Empieza a llenar cubas con agua potable, prepara bañeras para los sanadores, vendas y cosas por el estilo. Utilizaremos Aricholt como base de operaciones mientras localizamos el nido.

—Muy bien —asintió Aric, levantándose de la mesa—. En ese caso, quiero regresar de inmediato.

—Puede ser peligroso después de anochecer —advirtió Amara.

—Daré un gran rodeo alrededor de la montaña —informó Aric—. Mi lugar está con mi gente.

Bernard lo miró durante un momento y después asintió.

—Ten cuidado, estatúder.

Murmuraron una despedida, y Aric abandonó el estudio.

Después de cerrar la puerta, Amara se volvió hacia Isana y le ofreció un sobre.

—¿Qué es esto? —preguntó Isana.

—Una invitación para el Final del Invierno, de parte de la Corona.

Isana alzó las cejas.

—Pero eso será dentro de unos días.

—Me han dado a entender que Su Majestad ya ha dispuesto a numerosos caballeros Aeris para que te lleven volando.

Isana negó con la cabeza.

—Me temo que eso no es posible —respondió—. Sobre todo hasta que no resolvamos el asunto de los vord. Se necesitarán sanadores.

Amara frunció el ceño.

—No se trata precisamente de una petición, estatúder Isana. Se te necesita en la capital. Te has convertido en objeto de discordia.

Isana parpadeó.

—¿De verdad?

—Desde luego. Al elevarte a una posición de igualdad con los miembros masculinos de la clase propietaria, Gaius ha declarado tácitamente una situación de igualdad entre hombres y mujeres. En consecuencia, muchas personas se lo han tomado como un permiso para establecer una serie de igualdades que antes se les negaban a las mujeres. Y otros se han aprovechado sin vergüenza alguna de la oportunidad. Varias ciudades han empezado a establecer impuestos de la misma cuantía para la venta de esclavas que de esclavos. El Consorcio Esclavista está furioso, y exige que la legislación restablezca las condiciones anteriores, y la Liga Diánica se ha alineado en su contra.

—No veo relación alguna entre eso y mi asistencia al Festival en la capital.

—El equilibro de poderes ha empezado a cambiar en el Senado. Gaius necesita el apoyo de la Liga Diánica si no quiere perder el control. Y por eso te necesita allí, en el Festival, para que te vea todo el Reino, y de ese modo demuestres que lo apoyas con todas tus fuerzas.

—No —se negó Isana en redondo—. Aquí tengo deberes mucho más perentorios.

—¿Más perentorios que proteger la estabilidad del Reino? —preguntó Amara en tono suave—. Debes de estar muy ocupada.

Isana se puso en pie de golpe, entornó los ojos y bufó:

—No necesito que una niña me diga en qué consisten mis deberes.

Bernard se puso en pie y se quedó mirando sorprendido a Isana.

—Isana, por favor.

—No, Bernard —se negó Isana—. No soy la mascota de Gaius que se sienta o pasa por el aro cada vez que él chasquea los dedos.

—Por supuesto que no —intervino Amara—. Pero eres la única persona que le puede dar la ventaja que necesita para evitar que el Reino caiga en una guerra civil. Por ese motivo dispusieron tu muerte, ¿o acaso no habías pensado en ello todavía?

Bernard puso una mano cálida sobre el hombro de Isana para tranquilizarla, pero las palabras de Amara la golpearon como una copa de agua helada.

—¿Guerra civil? ¿Hasta ese punto hemos llegado?

Amara se apartó el cabello con cansancio.

—Cada día parece más probable. El Consorcio Esclavista dispone del apoyo de muchas de las ciudades del sur, y las ciudades del norte y del Muro del Escudo están al lado de la Liga Diánica. Gaius necesita mantener el control sobre la mayoría del Senado, y para ello necesita a la Liga Diánica. Mis órdenes consistían en entregarte esta información, y después acompañaros a ti y a tu hermano a la capital.

Isana se sentó poco a poco.

—Pero ahora han cambiado.

Amara asintió.

—Si lo que dice Doroga sobre los vord es cierto, estos pueden ser una amenaza letal. Hay que actuar contra ellos sin demora, así que Bernard y yo nos quedaremos para ocuparnos de eso, y nos uniremos a ti cuando podamos.

Bernard añadió:

—Y creemos saber adónde va el tercer grupo de vord.

Isana arqueó una ceja.

Bernard metió la mano en una bolsa que había llevado consigo, y sacó una mochila de cuero vieja y desgastada.

—Los exploradores de Doroga encontraron esto en el rastro que conducía a la capital.

Isana parpadeó ante la mochila.

—¿No es esa la vieja mochila de Fade?

—Sí —asintió Bernard—. Pero Fade se la dio a Tavi antes de entrar en el Bosque de Cera. Tavi la perdió durante la lucha allí abajo. Está impregnada de su olor.

—Sangre y cuervos —juró Isana—. ¿Me estás diciendo que esta criatura lo está siguiendo?

—Eso parece —respondió Amara—. Los caballeros Aeris llegarán por la mañana. Isana, tienes que ir a la capital y conseguir una audiencia con Gaius con toda la rapidez que puedas. Háblale de los vord, y arréglatelas para que te crea. Tiene que encontrar su nido y detenerlos.

—¿Por qué no le puedes enviar un correo?

—Porque es demasiado arriesgado —respondió Bernard—. Si el correo se retrasa o si Gaius está ocupado con los preparativos, mejor será que enviemos a alguien que nos pueda conseguir la ayuda adicional.

Amara asintió.

—A ti te querrá ver, estatúder Isana. Tal vez seas la única capaz de sortear el protocolo y acceder directamente a él.

—De acuerdo, lo haré. Hablaré con él —aceptó Isana—. Pero antes quiero asegurarme de que Tavi está bien.

Amara sonrió sin alegría y asintió.

—Muchas gracias. Mandarte sola al nido de serpientes no entraba dentro de mis planes. Hay un montón de personas interesadas en ti. Algunas de ellas pueden ser mendaces y peligrosas. Te puedo proporcionar un guardaespaldas, un hombre en quien confío; se llama Nedus. Se encontrará contigo en la Ciudadela y podrá ayudarte.

Isana asintió en silencio y se puso en pie.

—Gracias, Amara. Lo conseguiré. —Dio un paso hacia la puerta y se tambaleó, a punto de caer, pero Bernard la atrapó antes.

—¡Cuidado! ¿Te encuentras bien?

Isana cerró los ojos y movió la cabeza.

—Solo necesito descansar un poco. Por la mañana estaré bien. —Abrió los ojos y le frunció el ceño a su hermano—. ¿Tendrás cuidado?

—Tendré cuidado —le aseguró—. Si me prometes que tú también lo tendrás.

Ella le lanzó una media sonrisa.

—Hecho.

—No te preocupes, Isana —retumbó—. Me aseguraré de que todo el mundo esté a salvo. Sobre todo, Tavi.

Isana asintió y se encaminó hacia la puerta con algo más de firmeza.

—Lo haremos.

Siempre y cuando, por supuesto, ya no fuera demasiado tarde.