Los remolinos de polvo provocados por el colapso llenaban el interior de los establos de Isanaholt, y hacían que la luz del sol se deslizase aquí y allí a través del tejado para mostrar unos rayos de luz suaves y dorados. Isana se quedó mirando la viga enorme en los establos de la propiedad. Se había roto y caído, sin previo aviso, justo después de que hubiera entrado en el recinto para repartirle la comida a los animales. Si hubiera tomado otro camino, o si hubiera ido más lenta, ahora estaría muerta. Sería ella quien estuviera en lugar de los cuerpos aplastados y sangrientos de un par de gallinas desafortunadas, y no estaría sobresaltada por el susto.
Lo primero que pensó fue si le habría pasado algo a su gente. ¿Estaba alguno de ellos en el establo, o en el altillo? No lo quisieran las furias, pero ¿estaría alguno de los niños jugando allí dentro? Isana alargó la mano para llamar a su furia y, con la ayuda de Rill, creó un sortilegio que se deslizó a través del aire de los establos… Pero el recinto estaba vacío.
«Esa debía de ser la idea», pensó de repente al reparar en una posible explicación del accidente. Se puso en pie, aún temblando, y se acercó a la viga caída para examinarla.
Uno de los extremos de la viga estaba roto, arrancado con puntillas retorcidas y astillado por toda la superficie. El otro extremo estaba mucho más liso, casi tan limpio como si lo hubieran cortado con una sierra. Pero eso no lo había hecho ninguna hoja. La madera estaba quebradiza y polvorienta, como si la hubiera atacado un ejército de termitas. Un artificio de las furias, pensó Isana. Un artificio deliberado.
No había sido un accidente. No había sido en absoluto un accidente.
Alguien había intentado matarla.
De repente, Isana fue muy consciente de que estaba sola en los establos. Casi todos los habitantes de la explotación se encontraban en los campos, porque solo disponían de unos pocos días más para arar y sembrar, y los pastores estaban muy ocupados controlando los ciclos de apareamiento y asistiendo al nacimiento de corderos, terneros, niños y un par de gargantes. Incluso la cocina, el edificio más cercano al establo, estaba vacío en ese preciso instante, mientras las trabajadoras comían en la sala central.
En resumen, no era probable que nadie hubiera oído el estruendo de la viga al caer, y mucho menos que nadie la pudiera oír si pedía ayuda. Por un momento, Isana deseó desesperadamente que su hermano viviera todavía en la explotación. Pero Bernard no estaba. Tendría que cuidarse por sí misma.
Respiró hondo para tranquilizarse, y dio un par de pasos hasta la pared donde una horca colgaba de una viga. Descolgó la herramienta, tratando de no hacer ningún ruido, mientras ordenaba a la presencia de Rill que siguiera rastreando el establo. El artificio de las furias había sido bastante preciso. Aunque el asesino se escondiera cerca, si era un hombre lo suficientemente endurecido, tal vez careciera de la emotividad necesaria para que Rill lo pudiera detectar. Pero aquello era mejor que nada.
Cuando era necesario, los artífices de la madera podían extender el poder de sus furias para ocultar su presencia a los ojos de los demás, si disponían de suficiente vegetación como para poder utilizarla. A petición de un artífice de la madera, los árboles cambiaban sus sombras, la hierba se retorcía y se curvaba para esconderlos, y todo tipo de ilusiones sutiles de la luz y las sombras los podían ocultar a ojos entrenados y atentos. Y el establo casi estaba hundido hasta los tobillos en los juncos que se habían esparcido para mantenerlo caliente durante el invierno.
Isana se quedó quieta y en silencio durante un buen rato. Esperaba alguna señal de la presencia de otra persona. Tendría que hacer acopio de paciencia, porque no pasaría demasiado tiempo hasta que los hombres que regresaban del campo para la comida de mediodía llenasen la propiedad. Si su atacante siguiera allí, ya habría ido a por ella, al creerla vulnerable. Lo peor que podría hacer era perder la cabeza y correr de lleno hacia un ataque mucho menos sutil.
En el exterior se oyó el ruido de cascos que se acercaban al galope a la explotación, y alguien entró montado a caballo. El animal bufó y pataleó durante unos instantes, y entonces resonó la voz de un hombre joven:
—¡Hola, a todos! ¿Estatúder Isana?
Isana contuvo el aliento durante un momento. Después lo dejó escapar lentamente, y se relajó un poco. Había llegado alguien. Bajó la horca y dio un paso hacia la puerta por donde había entrado.
A su espalda se oyó un leve ruido sordo y un canto rodado dio un salto y cayó en el heno. Rill la avisó de repente de que justo detrás de ella había una oleada de pánico.
Isana se dio la vuelta, levantando la horca por instinto, y solo pudo vislumbrar el vago contorno de alguien que se ocultaba entre las sombras del establo. Vio un relámpago de acero, una sensación caliente en una de sus caderas, y sintió cómo los dientes de la horca se hundían con fuerza en carne viva. Dejó escapar un grito de terror y desafío, y empujó con fuerza la horca hacia delante, poniendo encima todo el peso de su cuerpo. Empujó al atacante de espaldas contra la pesada puerta de uno de los compartimentos de los caballos, y sintió con todo lujo de detalles el estallido repentino de dolor, sorpresa y terror puro que acometió a su atacante.
Los dientes se clavaron con fuerza en la puerta de madera, y el artificio de ocultamiento del atacante se tambaleó y desvaneció.
No era lo suficientemente joven como para llamarlo joven, pero tampoco era lo suficientemente viejo como para considerarlo un adulto. Al parecer, se encontraba en la edad más peligrosa, cuando la fuerza, la habilidad y la confianza se citan con la ingenuidad y el idealismo; cuando los jóvenes hábiles dotados con los artificios de la violencia se pueden manipular para que utilicen sus habilidades con una eficacia brutal… y sin hacer preguntas.
El asesino la miró durante un momento con los ojos muy abiertos, y la cara ya pálida. El brazo que sostenía el arma sufrió un temblor y dejó escapar la espada, una hoja extraña ligeramente curvada en lugar del gladio típico. Empujó los dientes de la horca, pero sus dedos ya no tenían fuerza. Parecía como si uno de los dientes de acero le hubiera cortado una artería de la barriga, porque una parte de su mente seguía actuando con un distanciamiento clínico. Era lo único que lo podría haber incapacitado con tanta rapidez. De no ser así, la podría haber atacado de nuevo con la espada, aunque estuviera herido.
Pero el resto de ella sentía que estaba a punto de sollozar de pura angustia. El lazo de Isana con Rill estaba demasiado abierto y era demasiado fuerte como para que resultara fácil no tenerlo en cuenta. Todo lo que sentía su atacante fluía hacia sus pensamientos y percepciones con una claridad sencilla y agónica. Ella percibía los latidos de dolor de sus heridas, así como la sensación de pánico y desesperación al darse cuenta de lo que había ocurrido y de que no podía evitar su destino.
Notó que sus temores y el dolor se iban difuminando en una sensación de sorpresa tenue y desconcertante, un reproche silencioso lleno de cansancio y pesadez. Asustada, retiró sus sentidos del joven, y sus pensamientos le gritaron a Rill que rompiera la conexión con el joven asesino. Lloró de alivio cuando las sensaciones que experimentaba desaparecieron de su interior, y lo miró a la cara.
El joven la observó durante un momento. Tenía los ojos del color de las nueces, y una pequeña cicatriz sobre la ceja izquierda.
Su cuerpo se tambaleó y el peso arrancó de la puerta los dientes de la horca. Entonces su cabeza cayó hacia delante y un poco ladeada. Sus ojos se tranquilizaron. Isana tembló y contempló cómo moría. Cuando estuvo muerto, tiró de la horca. No quería salir, y tuvo que poner un pie sobre el pecho del joven para conseguir el apoyo suficiente como para liberarla. Cuando por fin salió, unos perezosos hilos de sangre manaron de los agujeros en la barriga del cadáver. El cuerpo cayó hacia un lado, y sus ojos vidriosos se quedaron mirando a Isana.
Había matado al joven. Lo había matado. No era mayor que Tavi.
Era demasiado. Cayó de rodillas y su barriga perdió el control de su contenido. Se encontró mirando el suelo del establo y temblando mientras la atravesaban oleadas de disgusto, asco y miedo.
Unos pasos entraron en el establo, pero carecían de significado para ella. Isana se dejó caer hacia un lado cuando su estómago dejó de rebelarse. Se quedó allí tendida con los ojos cerrados, mientras los habitantes de la propiedad entraban en el establo. Tan solo estaba segura de una cosa: si ella no hubiera matado a aquel hombre, él la habría matado a ella.
Alguien que tenía los recursos suficientes para contratar a un asesino profesional la quería ver muerta.
Isana cerró los ojos, demasiado cansada como para hacer nada más, y se sintió contenta de hacerles caso omiso a todos los que la rodeaban. Dejó que el olvido aliviase su angustia y terror.