Amara sintió que una presión lenta y silenciosa se le instalaba en los hombros.
—¿Cuántos son?
Bernard se encogió de hombros bajo la cota de malla y se fue ajustando los cierres.
—Doscientos, o quizá más —respondió.
—Pero ¿no es demasiado pequeña para ser una fuerza hostil? —preguntó Amara.
—Tal vez.
Ella frunció el ceño.
—Seguramente no creerás que Doroga nos vaya a atacar, ni mucho menos con tan pocos efectivos.
Bernard se encogió de hombros, sacó la pesada hacha de guerra del armero y se pasó la correa por el hombro.
—Es posible que no sea Doroga. Si alguien lo ha sustituido de la misma manera en que él lo hizo con Atsurak, existe la posibilidad de un ataque, y no voy a poner en peligro las vidas de mis hombres ni las de los civiles. Nos preparamos para lo peor. Pásame el arco.
Amara se volvió hacia la chimenea y bajó el arco del armario que estaba colgado por encima de ella, una media luna tallada de madera oscura tan gruesa como su tobillo. Se lo pasó, y el hombre grande sacó del armero un carcaj de guerra de boca ancha. Entonces usó una pierna para apuntalar el arco y, sin ningún esfuerzo aparente, dobló los extremos curvados que solo habrían podido manejar con seguridad dos hombres, y colocó la pesada cuerda del arma.
—Muchas gracias.
Amara alzó las cejas ante el arco armado.
—¿Crees que será necesario?
—No. Pero si ocurre algo malo, quiero que lleves de inmediato la noticia a Riva.
Ella frunció el ceño. Odiaba abandonar a Bernard cuando se enfrentaba a un peligro, pero su deber como mensajera del Primer Señor no dejaba lugar a dudas.
—Por supuesto.
—¿Es necesario que te busque una cota de mallas? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—Ya estoy cansada del viaje de ida. Si tengo que volar, no quiero llevar más peso del imprescindible.
Bernard asintió y salió de la oficina, mientras Amara seguía sus pasos. Juntos atravesaron el patio oriental en dirección a la extensión enorme y amenazadora de la muralla que daba a las extensas llanuras de las tierras de los marat. La muralla tenía más de nueve metros de altura y de anchura, toda ella de basalto negro que parecía formado de un único bloque titánico de piedra. Las almenas se extendían sin interrupciones por la parte superior de la muralla. Una puerta lo suficientemente alta y ancha para dejar pasar al más grande de los gargantes estaba cerrada por una única lámina de un acero oscuro que Amara no había visto nunca, y que el Primer Señor en persona había llamado desde las profundidades de la tierra después de la batalla de hacía dos años.
Subieron la escalera hasta las almenas, donde los ochenta veteranos canosos de Giraldi, los hombres que habían sobrevivido a la segunda batalla de Calderon, se estaban reuniendo en buen orden. El galón rojo sangre de la Orden del León era evidente en el ribete de sus pantalones y aunque iban vestidos con sus mejores galas, todos los hombres llevaban sus armas de guerra, de buen acero templado en combate.
A lo lejos, en la llanura se movían siluetas que se iban aproximando a la fortaleza, poco más que borrones oscuros e indefinidos.
Amara se inclinó en el espacio entre dos almenas de piedra y levantó las manos. Llamó a Cirrus y la furia hizo un remolino entre sus manos, manipulando el aire para que formase una lámina de luz doblada que agrandaba la imagen de los viajeros distantes.
—Se trata de Doroga —le informó a Bernard—. Si no me equivoco, le acompaña Hashat.
—¿Hashat? —preguntó Bernard con el ceño fruncido—. La necesita patrullando los pantanos orientales, y para mantener a raya al clan de los lobos. Es peligroso que viajen juntos y con tan poca compañía.
Amara también frunció el ceño mientras los estudiaba.
—Bernard, Hashat va a pie. Su caballo cojea. Hay más miembros del clan de los caballos a pie. También llevan literas. Caballos y gargantes sin jinetes. Animales heridos.
Bernard profundizó el ceño fruncido y asintió con un gesto seco.
—Tenías razón, centurión —comentó—. Se trata de una partida de guerra.
Giraldi asintió.
—Solo que no han venido para luchar contra nosotros. Cabe la posibilidad de que los persiga alguien.
—No. Su paso es demasiado lento —replicó Bernard—. Si los persiguiese alguien, ya los habría atrapado. Bajad las armas, y ordena que los sanadores ocupen sus puestos.
—Sí, señor.
El centurión le hizo una señal a sus hombres para que bajasen las armas y empezó a berrear órdenes, enviando a los soldados para que fueran a buscar las bañeras que debían llenar de agua y convocando a los artífices del agua de Guarnición para que se ocupasen de los heridos.
La partida de heridos de Doroga tardó más de una hora en llegar a la fortaleza. Para entonces, los cocineros ya habían llenado el aire con el aroma a carne asada y pan recién horneado. Además, habían colocado mesas de caballete cargadas de comida y reunido una pequeña montaña de heno para los gargantes. Por último, habían llenado de comida y agua los abrevaderos cercanos a los establos. Los legionares de Giraldi despejaron una zona amplia en uno de los almacenes, y extendieron mantas con sábanas para los heridos.
Bernard abrió las puertas y salió para recibir a la partida marat. Amara permaneció a su lado. Avanzaron hasta unos seis metros del gargante enorme, negro y con heridas de guerra que montaba Doroga, y el olor penetrante y terroso de la bestia se les metió en la nariz.
El marat también era un hombre enorme, alto y de constitución fuerte incluso para los de su raza. Bajo su piel se deslizaban unos bloques de anchos músculos. Su áspero cabello blanco iba recogido hacia atrás en una trenza de combate, y tenía un corte en el pecho que se había cerrado bajo una gruesa costra de sangre. Sus rasgos eran brutales, pero los ojos oscuros brillaban con inteligencia y contemplaron a Bernard bajo sus pesadas cejas. Vestía la túnica que los estatúder de Calderon le habían entregado después de la batalla, aunque la había abierto por delante y le había arrancado las mangas para dejar sitio para sus brazos. No parecía que el viento frío le provocase ninguna incomodidad.
—Doroga —saludó Bernard.
Doroga le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.
—Bernard. —Movió el pulgar por encima del hombro—. Heridos.
—Estamos preparados para ayudar. Hazlos entrar.
La boca ancha de Doroga se abrió en una sonrisa que mostró dientes cuadrados y fuertes. Le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza a Bernard y entonces desató un morral grande con correas cruzadas para llevarlo a la espalda, que tenía colgado de una cuerda que pendía de la manta de montar del gargante. Después agarró una cuerda de cuero con nudos y bajó del lomo de la bestia. Se acercó a Bernard y se saludaron al estilo marat, las manos cerrándose sobre el antebrazo del otro.
—Me siento agradecido. Algunos de los heridos están más allá de nuestras habilidades. Pero quizá tu pueblo tenga la voluntad de ayudarnos.
—Me siento honrado.
Bernard le hizo una señal a Giraldi para que se ocupase de los marat heridos, mientras que los mozos de cuadra se adelantaron para examinar a los caballos y gargantes, así como a un par de lobos ensangrentados.
—Tienes buen aspecto —comentó Bernard.
—¿Cómo está tu sobrino? —murmuró Doroga.
—Fuera, aprendiendo —respondió Bernard—. ¿Y Kitai?
—Fuera, aprendiendo —contestó Doroga, mirando a Amara—. Ah, la chica que vuela. Tienes que comer más, muchacha.
Amara rio.
—Lo intento, pero el Primer Señor me mantiene muy ocupada llevando mensajes.
—Correr demasiado hace eso —reconoció Doroga—. Búscate un hombre. Ten algunos bebés. Siempre funciona.
Una pequeña punzada de dolor atravesó las entrañas de Amara, pero hizo todo lo posible por mantener la sonrisa en la cara.
—Pensaré en ello.
—Oh —bufó Doroga—. Bernard, ¿quizá tengas algo roto en los pantalones?
La cara de Bernard se ruborizó hasta alcanzar un color escarlata.
—Uh. No.
Doroga se dio cuenta de la vergüenza del conde y estalló en una carcajada estruendosa.
—¡Aleranos! Todo el mundo se aparea —explicó Doroga—. A todo el mundo le gusta. Pero solo tu gente finge no hacer ninguna de las dos cosas.
Amara disfrutaba con el sonrojo de Bernard, aunque el dolor que le habían provocado las palabras de Doroga evitaba que ella se ruborizase también. Lo más probable era que Bernard la considerase demasiado cosmopolita como para avergonzarse con tal facilidad.
—Doroga —intervino para cambiar de tema—, ¿cómo te has hecho esa herida? ¿Qué le ha ocurrido a tu pueblo?
La sonrisa del jefe marat se desvaneció, y miró hacia atrás en dirección a la llanura con semblante lúgubre.
—Me la hice por idiota —respondió—. El resto solo os lo comentaré a solas. Deberíamos entrar.
Bernard frunció el ceño y le hizo un gesto de asentimiento a Doroga antes de indicarle que pasase. Entraron juntos en Guarnición y regresaron a la oficina de Bernard.
—¿Quieres algo de comer? —preguntó Bernard.
—Después de que haya comido mi gente —respondió Doroga—. También sus chala. Sus animales.
—Comprendo. Toma asiento si quieres.
Doroga negó con la cabeza y empezó a pasear por la oficina. Abrió el armero, contempló los ladrillos de la chimenea, y extrajo muchos de los libros del modesto estante para ojearlos.
—Tu pueblo —comentó—. Es muy diferente del mío.
—En cierto sentido —asintió Bernard—. Pero similar en otros muchos.
—Sí. —Doroga pasó las páginas de Las Crónicas de Gaius, y se detuvo en los grabados de una de ellas—. Mi pueblo no sabe muchas de las cosas que conoce el tuyo. No tenemos estos… ¿cómo se llaman?
—Libros.
—Libros —repitió Doroga—. Ni el lenguaje de dibujos que tu pueblo usa en ellos. Pero somos un pueblo viejo, y no carecemos de conocimientos propios. —Hizo un gesto hacia su herida—. El polvo de planta sombría y hierba de arena se llevó el dolor, coaguló la sangre y cerró la herida. Vosotros habríais necesitado puntos de sutura, o vuestra magia.
—No pongo en duda ni la experiencia ni los conocimientos de tu pueblo, Doroga —reconoció Bernard—. Sois diferentes. Pero eso no os hace inferiores.
Doroga sonrió.
—No todos los aleranos piensan como tú.
—Es cierto.
—Nosotros tenemos nuestra sabiduría —prosiguió—, que pasa de generación en generación desde el primer amanecer. Le cantamos a nuestros hijos, y ellos a los suyos, y así recordamos lo que ha sido. —Se acercó a la chimenea y removió las brasas con un atizador. La luz anaranjada lanzó sombras inquietantes sobre el contorno de sus músculos e hizo que su expresión pareciera salvaje—. Pero he sido un gran idiota. Nuestra sabiduría me avisó, pero yo he sido demasiado idiota como para reconocer el peligro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Amara.
Doroga respiró hondo.
—El Bosque de Cera. ¿Has oído hablar de él, Bernard?
—Sí —respondió—. He ido una o dos veces. No he bajado nunca.
—Sabio gesto —reconoció Doroga—. Era un lugar mortal.
—¿Era?
El marat asintió.
—Ya no existe. Las criaturas que vivían allí se han ido.
Bernard parpadeó.
—¿Ido? ¿Adónde?
Doroga negó con la cabeza.
—No estoy seguro. Todavía. Pero nuestra sabiduría nos advierte contra ellas, y nos avisa de lo que van a hacer.
—¿Quieres decir que tu pueblo ha visto antes a esas cosas?
Doroga asintió.
—En el pasado lejano, nuestro pueblo no vivía donde ahora. Llegamos aquí desde otro lugar.
—¿Del otro lado del mar? —preguntó Amara.
Doroga se encogió de hombros.
—Del otro lado del mar. Del otro lado del cielo. Estábamos en otro sitio, y después nos encontramos aquí. Nuestro pueblo ha vivido en muchas tierras. Nos dirigimos hacia un nuevo lugar. Nos aliamos con lo que vive allí. Aprendemos. Crecemos. Cantamos las canciones de sabiduría a nuestros hijos.
Amara frunció el ceño.
—¿Quieres decir… que por eso hay diferentes tribus en tu pueblo?
Doroga parpadeó como habrían hecho sus maestros en la Academia ante estudiantes tardos en entendimiento, y asintió.
—Por los chala. Por los tótem. Nuestra sabiduría nos explica que hace mucho tiempo, en otro lugar, nos encontramos con una criatura. Que esta criatura robó el corazón y la mente de nuestro pueblo. Que ella y su progenie pasó de docenas a millones. Nos aplastó. Destruyó nuestras tierras y nuestros hogares. Robó nuestros hijos, y nuestras mujeres dieron a luz a su descendencia.
Bernard se sentó en una silla junto al fuego con el ceño fruncido.
—Es un demonio que puede adoptar muchas formas —continuó el marat—. Prueba la sangre y adopta la forma de la criatura que ha probado. Da a luz a su propia camada de criaturas. Transforma a sus enemigos en… cosas. Cosas de su propia creación, que luchan por la criatura. Sigue tomando. Matando. Procreando. Hasta que ya nada lucha contra ella.
Bernard entrecerró los ojos, concentrado en Doroga. Amara dio unos pocos pasos para colocarse detrás de su silla con una mano sobre su hombro.
—No se trata de un cuento alrededor de un fuego de campamento, alerano —explicó Doroga en voz baja—. No se trata de un error. La criatura es real. —El gran marat tragó saliva con una expresión cenicienta—. Puede adoptar muchas formas y dimensiones, y nuestra sabiduría nos advierte de que no confiemos tan solo en su apariencia para alertarnos de su presencia. En eso estribó mi error. No vi lo que era la criatura hasta que fue demasiado tarde.
—El Bosque de Cera —intervino Bernard.
Doroga asintió.
—Cuando tu sobrino y Kitai regresaron del Juicio, algo los siguió.
—¿Estás hablando de arañas de la cera? —preguntó Bernard.
Doroga negó con la cabeza.
—Algo más grande. Algo más.
—Espera —intervino Amara—. ¿De cuántas criaturas estás hablando? ¿De una sola?
—Sí —respondió Doroga—. Eso es lo que la convierte en una Abominación ante El Único.
Amara estuvo a punto de gruñir de frustración. Lo que pasaba era que el marat no utilizaba el lenguaje de la misma forma que los aleranos, ni siquiera cuando hablaba en alerano.
—No creo que haya oído hablar nunca de nada parecido por aquí, Doroga.
Doroga se encogió de hombros.
—No. Por eso he venido. Para avisaros. —Se acercó un paso, se acuclilló y susurró—: La Abominación está aquí. La sabiduría nos enseña el nombre de sus descendientes. Los vordu-ha. —Tembló, como si enfermara por el hecho de pronunciar el nombre—. Y también nos dice el nombre de la propia criatura. Es el vord.
Durante un momento se extendió un silencio pesado.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bernard.
Doroga hizo un gesto con la cabeza hacia el patio.
—Ayer al amanecer presenté batalla contra un nido vord con dos mil guerreros.
—¿Dónde están ahora? —preguntó Amara.
La expresión del marat no se alteró y siguió fija en el fuego.
—Aquí.
Amara notó que se le abría la boca por la sorpresa.
—Pero ¿solo has traído doscientos con…?
Los rasgos de Doroga todavía eran salvajes y pétreos, mientras las palabras se difuminaban en el silencio.
—Pagamos con sangre la destrucción del vord en ese nido. Pero la sabiduría nos dice que cuando los vord abandonan un nido, se dividen en tres grupos para construir nidos nuevos. Para extender su especie. Rastreamos y destruimos uno de esos grupos. Pero hay dos más. Creo que uno de ellos está aquí, en tu valle, escondido en las laderas de la montaña llamada Garados.
Bernard frunció el ceño.
—¿Y dónde está el otro?
Como única respuesta, Doroga metió la mano en el morral y sacó una mochila de cuero, vieja y desgastada, que lanzó al regazo de Bernard.
Amara sintió cómo todo el cuerpo de Bernard se ponía rígido mientras contemplaba la mochila.
—Grandes furias —murmuró Bernard—. Tavi.