Tavi miró a hurtadillas alrededor de la esquina del dormitorio de los muchachos en el patio central de la Academia, antes de dirigirse al joven que tenía a su lado.
—Vuelves a tener esa expresión en la cara.
Ehren Patronus Vilius, un joven de poco más de un metro veinte de altura, escuálido, pálido y de ojos oscuros, jugueteaba con el dobladillo de la túnica y el sobreveste gris y ancho de un academ.
—¿Qué expresión?
Tavi se retiró de la esquina y se alisó con despreocupación el uniforme de estudiante. Daba igual cuántas veces pidiera que le ajustaran la ropa: su cuerpo iba varios pasos por delante de la modista. Las prendas le apretaban demasiado en los hombros y el pecho, y las mangas ni se acercaban a las muñecas de Tavi.
—Ya lo sabes, Ehren. Esa que adoptas cuando estás a punto de darle un consejo a alguien.
—Más bien es la que pongo cuando estoy a punto de darle a alguien un consejo que sé con certeza que no va a seguir. —Ehren también miró a hurtadillas al otro lado de la esquina y añadió—: Tavi, están todos ahí. Será mejor que nos vayamos. Solo hay un camino hacia el comedor. Nos van a ver.
—No están todos —insistió Tavi—. No están los gemelos.
—No. Solo están Brencis, Renzo y Varien. Cualquiera de ellos nos podría arrancar la piel a los dos juntos.
—Es posible que seamos más duros de lo que creen —replicó Tavi.
El chico más pequeño suspiró.
—Tavi, solo es cuestión de tiempo que le hagan daño a alguien. Tal vez mucho daño.
—No se atreverán —aseguró Tavi.
—Son ciudadanos, Tavi. Y nosotros no lo somos. Es tan sencillo como eso.
—No es así como funciona.
—¿Has prestado atención alguna vez a tus lecciones de historia? —replicó Ehren—. Por supuesto que es así como funciona. Dirán que ha sido un accidente y que lo sienten mucho. Aun en el caso de que se llegue a los tribunales, el magistrado les obligará a pagar una multa a tus familiares. Mientras tanto, tú irás por ahí echando en falta un ojo o un pie.
Tavi apretó las mandíbulas y se dispuso a doblar la esquina.
—No me voy a perder el desayuno. He pasado toda la noche en la Ciudadela. Me obligó a subir y bajar esas malditas escaleras una docena de veces, y como me salte otra comida más me voy a volver loco.
Ehren lo agarró del brazo. Su cadetera, formada por un cordón blanco, uno azul y otro verde, le golpeó el escuálido pecho. Tres cordones daban a entender que los maestros de las furias de la Academia creían que Ehren carecía casi por completo de habilidades con el artificio de las furias.
Por supuesto, lucía tres cordones más que Tavi.
Ehren le sostuvo la mirada a Tavi y habló en voz baja.
—Si sales ahí solo es que ya estás loco. Por favor, espera unos minutos más.
Justo en ese momento sonó el tercer toque de campana de la mañana. Tres tañidos largos. Tavi le lanzó una sonrisita lúgubre al campanario.
—Última llamada. Si no nos ponemos en marcha ahora, no tendremos tiempo para comer. Si lo hacemos bien, podemos pasar a su lado cuando estén saliendo algunos alumnos. Puede que no nos vean.
—No sé dónde se ha metido Max —comentó Ehren.
Tavi miró de nuevo a su alrededor.
—No lo sé. Me fui al palacio poco antes del toque de queda, pero esta mañana he visto que no había dormido en su cama.
—Estuvo fuera toda la noche —murmuró Ehren—. No sé cómo espera aprobar si sigue así. Ni siquiera yo podré ayudarlo.
—Ya conoces a Max —replicó Tavi—. Hacer planes no se le da demasiado bien. —El estómago de Tavi se retorció a causa del hambre y emitió un gorgojeo—. Ya está —confirmó—. Tenemos que ponernos en marcha. ¿Vienes conmigo o no?
Ehren se mordió el labio y movió la cabeza.
—No tengo tanta hambre. ¿Nos vemos luego en clase?
Tavi sintió una oleada de decepción, pero le dio una palmada a Ehren en el brazo. Podía comprender la reticencia del muchacho. Ehren había crecido entre la tranquilidad de los libros y las mesas de sus padres, donde su gran memoria y su habilidad con las matemáticas habían compensado su falta de fuerza en el artificio de las furias. Antes de entrar en la Academia, Ehren no se había enfrentado nunca al tipo de crueldad despreocupada y caprichosa que los artífices de las furias jóvenes y poderosos podían mostrar con sus inferiores.
Tavi, por su parte, llevaba toda la vida enfrentándose a ese problema en particular.
—Nos vemos luego en clase —le aseguró a Ehren.
El muchacho más pequeño jugueteó con sus cadeteras. Tenía los dedos manchados de tinta.
—¿Estás seguro?
—No te preocupes. Todo irá bien.
Dicho esto, Tavi dobló la esquina y enfiló el patio en dirección al comedor.
Unos segundos más tarde, Tavi escuchó unas pisadas a la carrera y Ehren apareció jadeante a su lado, con expresión nerviosa pero decidida.
—Debería comer más —comentó—. Podría detener mi crecimiento.
Tavi le sonrió, y los dos atravesaron el patio.
La luz del sol primaveral, más cálido que el aire de montaña que cubría la capital de Alera, se derramaba sobre los terrenos de la Academia. El patio era un jardín muy bien cuidado que disponía de senderos de piedras blancas y lisas que lo atravesaban en una serie de trazados sinuosos. Las primeras flores habían acompañado a la hierba verde que había surgido de la tierra después de las heladas invernales, y sus colores, rojos y azules, decoraban el patio. Los estudiantes descansaban en los bancos, donde hablaban, leían y desayunaban, todos ellos vestidos con el uniforme gris. Los pájaros subían y bajaban a través de la luz del sol, y se posaban en los aleros de los edificios que rodeaban el patio. Después caían en picado para atrapar los insectos surgidos de sus agujeros para recoger las migajas que dejaban caer los academ descuidados.
Todo parecía pacífico, sencillo y encantador, más allá de cualquier cosa que se pudiera imaginar fuera de la poderosa capital de Alera.
Tavi lo odiaba.
Kalarus Brencis Minoris y sus matones se habían instalado en el lugar habitual, junto a una fuente situada ante la entrada del comedor. A Tavi le bastó con mirar al otro muchacho para que se le echara a perder la mañana. Brencis era un joven alto y guapo, de porte real y cara estrecha. Lucía un cabello con largos rizos, que se consideraban decadentes y a la moda en las ciudades del sur; en especial, en su hogar, Kalare. Su uniforme de academ estaba confeccionado con las telas más finas, cortadas para ajustar a la perfección, y bordadas con hebras de oro fino. Su cadetera brillaba con cuentas de piedras semipreciosas en lugar de vidrio barato, y descansaba pesada sobre su pecho con representantes múltiples de los seis colores, uno para cada faceta del artificio de las furias: rojo, azul, verde, marrón, blanco y plata.
Cuando Tavi y Ehren se acercaron a la fuente, un grupo de estudiantes de Parcia, cuyas pieles marrones y doradas brillaban bajo el sol matinal, empezó a pasar entre ellos y los matones. Tavi apretó el paso. Solo necesitaban pasar inadvertidos durante una decena de metros más.
No lo consiguieron. Brencis se levantó de su asiento situado junto a la fuente, con los labios dibujando una sonrisa amplia y alegre.
—Bueno, bueno —exclamó—. El pequeño escriba y su mascota han salido a dar una vuelta. No estoy seguro de que dejen entrar al anormal en el comedor si no le pones una correa, escriba.
Tavi ni se molestó en mirar a Brencis, y siguió adelante sin aminorar el paso. Cabía la posibilidad de que el muchacho no se preocupase en seguir molestándolos si no le prestaban atención.
Sin embargo, Ehren se detuvo y miró a Brencis. El muchacho se relamió los labios y dijo, con tono crispado:
—No es anormal.
La sonrisa de Brencis se ensanchó al acercarse.
—Por supuesto que lo es, escribanillo. La mascota del Primer Señor. En cierta ocasión realizó un truco, y ahora Gaius lo quiere ir enseñando por ahí, como si fuera un animal amaestrado.
—Ehren —llamó Tavi—. Vamos.
Los ojos oscuros de Ehren se endurecieron de repente y le tembló el labio inferior. Pero el muchacho levantó la barbilla y no apartó la mirada de Brencis.
—No es un anormal —insistió Ehren.
—¿Me estás llamando mentiroso, escriba? —preguntó Brencis. Su sonrisa se tornó malvada, y flexionó los dedos—. Y yo que pensaba que habías aprendido a respetar a los que son mejores que tú…
Tavi apretó los dientes de pura frustración. No era justo que idiotas como Brencis pudieran desplegar su fuerza con tal despreocupación, mientras que gente decente como Ehren siempre se llevaba la peor parte. Estaba claro que Brencis no los iba a dejar pasar sin provocar un incidente.
Tavi miró a Ehren y negó con la cabeza. Para empezar, el muchacho más pequeño no estaría allí si no hubiera seguido a Tavi. Eso hacía que este fuera responsable de todo lo que le ocurriera. Se dio la vuelta para encararse con Brencis.
—Brencis, por favor, déjanos tranquilos. Solo queremos desayunar algo —le rogó.
Brencis se puso la mano alrededor de la oreja, y su rostro reflejó una sorpresa fingida.
—¿Habéis oído algo? Varien, ¿has oído algo?
Detrás de Brencis, el primero de sus dos lacayos se puso en pie y se acercó. Varien era un chico de altura media y constitución recia. Su ropa no era tan fina como la de Brencis; aun así era mucho mejor que la de Tavi. La grasa adicional le otorgaba a la cara de Varien un aspecto petulante y consentido, y su cabello rubio y fino como el de un bebé era demasiado ralo como para rizarse de manera adecuada, que era el caso de Brencis. Su cadetera lucía numerosas cuentas en blanco y verde que no hacían juego con sus ojos turbios de color avellana.
—Creo que he oído cómo chillaba una rata.
—Es posible —reconoció Brencis, serio—. Entonces ¿qué, escriba? ¿Prefieres barro o agua?
Ehren tragó saliva y dio un paso atrás.
—Espera. No busco problemas.
Brencis siguió al muchacho más pequeño. Sus ojos se convirtieron en rendijas, y agarró a Ehren por la túnica de academ.
—¿Barro o agua, cerdito sin arrestos?
—Barro, mi señor —lo animó Varien, con los ojos iluminados con un brillo malévolo—. Mételo hasta el cuello y deja que esos sesos tan listos se cuezan un rato al sol.
—¡Suéltame! —gritó Ehren, y alzó la voz hasta convertirla en un chillido de pánico.
—Que sea el barro —confirmó Brencis.
Señaló al suelo con una mano, y la tierra se balanceó y tembló. Durante un momento no ocurrió nada, pero entonces el suelo se empezó a mover, se ablandó y se alzó una burbuja creada mediante la mezcla repentina de tierra y de agua llamada por las furias, que provocó un «blup» repentino.
Tavi miró a su alrededor en busca de ayuda, pero no se veía a nadie. Ninguno de los maestros estaba presente en aquel momento y, con la excepción de Max, a ninguno de los estudiantes le apetecía desafiar a Brencis cuando este se divertía a expensas de los demás.
—¡Espera! —gritó Ehren—. Por favor, ¡estos son los únicos zapatos que tengo!
—Estupendo —replicó Brencis—. Parece que tu insignificante familia de campesinos tendrá que ahorrar durante otra generación antes de enviar a alguien aquí.
Tavi tenía que desviar de Ehren la atención de Brencis, y solo pudo pensar en una forma de conseguirlo. Se inclinó, recogió un puñado de tierra húmeda en la palma de la mano y se lo lanzó a Brencis a la cabeza.
El joven kalaran dejó escapar un corto resoplido de sorpresa cuando el barro le alcanzó la cara. Brencis se limpió el lodo y se sorprendió al ver sus dedos manchados. De repente se oyó un estallido de risitas ahogadas procedentes de los estudiantes que estaban presenciando el incidente, pero cuando Brencis miró a su alrededor, todos evitaron su mirada y ocultaron las sonrisas detrás de las manos levantadas sobre la boca. Brencis se fijó en Tavi con los ojos llenos de rabia.
—Vamos, Ehren —ordenó Tavi, mientras arrastraba al chico más pequeño detrás de él en dirección al comedor.
Ehren tropezó, pero corrió a toda prisa en esa dirección. Tavi empezó a seguirlo sin darle la espalda a Brencis.
—Tú —gruñó Brencis—. ¿Cómo te atreves?
—Déjalo, Brencis —replicó Tavi—. Ehren no te ha hecho nada.
—Tavi —siseó Ehren, en claro tono de advertencia.
Tavi sintió la presencia detrás de él justo en el mismo instante en que hablaba Ehren, y se agachó. Se inclinó hacia un lado a tiempo para evitar un par de fuertes bofetadas por parte de Renzo, el segundo matón de Brencis.
Renzo era enorme. Lo era a lo ancho, y a lo alto, y estaba construido a la misma escala de graneros y almacenes: grande, espacioso y simple. Tenía el cabello oscuro y el vello desaliñado del principio de una barba, con unos ojos pequeños en medio de una cara cuadrada. La túnica académica de Renzo estaba confeccionada en tela sencilla, pero su tamaño significaba que debía de costar el doble que un atuendo normal. Renzo solo tenía gran cantidad de pesados cordones marrones en su cadetera. Dio otro paso hacia Tavi y lanzó hacia delante un puño enorme.
Tavi dio un salto para apartarse de la trayectoria de ese nuevo golpe.
—¡Ehren, encuentra al maestro Gallus! —le urgió.
Ehren lanzó un grito de sorpresa, y Tavi miró hacia atrás y vio que Varien agarraba por detrás al pequeño escriba y lo retorcía hasta hacerle daño.
Distraído, Tavi fue incapaz de evitar la siguiente acometida de Renzo. El muchacho grande y silencioso lo levantó del suelo y lo lanzó a la fuente sin más ceremonias.
Tavi cayó al agua, y la impresión que le produjo el frío hizo que se le saliera el aliento de los pulmones. Pataleó durante un minuto, intentando discernir dónde estaba arriba y dónde estaba abajo, y más o menos consiguió alzarse sobre el medio metro de agua de la fuente. Se quedó sentado, escupiendo agua.
Brencis se cernió sobre la fuente con el barro goteándole por una oreja y manchando su preciosa tela. Su bello rostro estaba contorsionado en una expresión de fastidio. Levantó una mano y la giró con gesto lánguido.
El agua que rodeaba a Tavi se alzó por voluntad propia. El vapor, un calor lacerante, atravesó la superficie del agua de la fuente, y Tavi dejó escapar una exhalación ahogada, haciendo visera con una mano, mientras que con la otra se mantenía erguido. La oleada de calor pasó con la misma rapidez con que había llegado.
Tavi descubrió que no podía moverse en absoluto. Miró a su alrededor y, a medida que se aclaraba la nube de vapor, vio que el agua de la fuente se había transformado en hielo sólido. Un momento después, el frío empezó a atravesarle la piel, e intentó respirar hondo a través del abrazo del hielo.
—¿C… cómo…? —murmuró, mirando a Brencis—. ¿Cómo has hecho esto?
—Es una aplicación del artificio de las furias, anormal —respondió Brencis—. Al fin y al cabo, el artificio del fuego solo consiste en repartir el calor. Solo he sacado todo el calor del agua. Se trata de una aplicación avanzada, por supuesto. Tampoco pretendo que entiendas cómo funciona.
Tavi miró alrededor del patio. Varien seguía agarrando a Ehren con una llave dolorosa. El escriba estaba respirando con inhalaciones cortas y difíciles. Ya se habían ido muchos de los estudiantes que estaban allí unos minutos antes. De la media docena que se habían quedado, ninguno estaba mirando hacia la fuente, concentrados de repente en sus libros, sus desayunos o en los detalles de los techos que había al otro lado del recinto.
Los dientes fríos se convirtieron en colmillos dolorosos. Los brazos y las piernas de Tavi latían de dolor y le resultaba difícil respirar. Le recorrió una oleada de miedo que hizo que se le acelerase el corazón.
—Brencis —empezó Tavi—. No lo hagas. Los maestros…
—No se van a preocupar por ti, anormal. —Miró a Tavi con una expresión relajada y calculadora—. Soy el hijo mayor de un Gran Señor de Alera. Tú no eres nadie. No eres nada. ¿Todavía no te has enterado?
Tavi sabía que el chico quería hacerle daño, sacarlo de sus casillas, y había elegido sus palabras con sumo cuidado. Sabía que Brencis lo estaba manipulando de manera deliberada, pero no parecía que eso supusiera ninguna diferencia. Las palabras le hacían daño. Durante la mayor parte de su joven vida, Tavi había soñado con dejar la propiedad de su tío y de su tía para ingresar en la Academia, con el objetivo de convertirse en alguien a pesar de su total ausencia de capacidad para el artificio de las furias.
Parecía que el destino le había descargado el golpe más cruel al concederle su deseo.
El frío hacía que fuera difícil hablar, pero Tavi lo intentó.
—Brencis, los dos vamos a recibir deméritos si los maestros ven esto. Déjame salir. Siento lo del barro.
—¿Qué lo sientes? Como si eso me importase —comentó Brencis—. Renzo.
Renzo echó el puño hacia atrás y golpeó a Tavi en la boca. El dolor lo atravesó como un rayo, sintió cómo se le abría el labio inferior y paladeó el sabor metálico de la sangre en la lengua. La rabia se unió al miedo, y tartamudeó:
—¡Qué te lleven los cuervos, Brencis! ¡Déjanos en paz!
—Sigue teniendo dientes, Renzo —señaló Brencis.
Renzo no dijo nada, pero golpeó de nuevo a Tavi, esta vez con más fuerza. Tavi intentó apartar la cabeza del golpe, pero el hielo lo mantenía bien sujeto, y no lo podía evitar de la misma manera que no podía dar una voltereta lateral. El dolor hizo que se le emborronara la vista con las lágrimas que intentaba contener con todas sus fuerzas.
—¡Suéltalo! —jadeó Ehren, pero nadie lo escuchó.
El dolor en las extremidades de Tavi fue a más, y sintió cómo se le entumecían los labios. Intentó gritar pidiendo ayuda, pero el sonido apenas fue perceptible, y no recibió ningún auxilio.
—Bien, anormal —continuó Brencis—. Querías que te dejara en paz. Creo que lo haré. Me pasaré después del almuerzo a ver si tienes algo más que decir.
Tavi levantó la mirada y vio que se acercaba una oportunidad, pero solo si conseguía captar la atención del matón. Fijó la mirada en Brencis y gruñó algo en voz muy baja.
Brencis inclinó la cabeza hacia un lado y dio un paso al frente.
—¿Qué ha sido eso?
—He dicho que eres patético —respondió Tavi con voz áspera—. Eres un hijo de mamá, demasiado cobarde para enfrentarse a nadie que sea lo suficientemente fuerte como para hacerle daño. Te fijas en gente como Ehren y yo porque eres débil. No vales nada.
Brencis entrecerró los ojos, mientras se inclinaba hacia delante con lentitud.
—¿Sabes, anormal? No es necesario que te deje solo.
Colocó una mano sobre el hielo, que se empezó a retorcer y mover, y dejó escapar crujidos y chirridos. Tavi sintió una aguda punzada de dolor en un hombro, que atravesó la agonía que le estaba produciendo el hielo.
—Si quieres —prosiguió Brencis—, me puedo quedar aquí contigo.
—¡Brencis! —balbuceó Varien.
—Adelante, hijito de mamá —gruñó Tavi mientras se inclinaba hacia delante—. Adelante, hazlo. ¿De qué tienes miedo?
Los ojos de Brencis brillaron de rabia, y el hielo se movió aún más.
—Tú lo has querido, paleto.
Tavi apretó los dientes para evitar un grito de dolor.
—¡Buenos días! —bramó una voz tempestuosa.
Un joven grande y musculoso, con el cabello cortado al cepillo como un legionare, se cernía sobre la espalda de Brencis y como si fuera por casualidad lo agarró por la parte trasera del manto y del cabello largo. Sin más preámbulos, el joven precipitó contra el hielo la cabeza de Brencis y la frente golpeó la superficie helada cerca de Tavi, lanzando un ruido sordo y contundente. Entonces el joven levantó a Brencis y lo arrojó lejos de la fuente, de manera que el joven señor aterrizó desmadejado en la hierba verde.
—¡Max! —gritó Ehren.
Renzo lanzó un torpe golpe contra la nuca de Max, pero el joven alto se inclinó por debajo de él y descargó un duro puñetazo contra la enorme barriga de Renzo. La respiración de este salió de su pecho como una explosión, e hizo que se tambaleara. Max agarró uno de sus brazos y lanzó a Renzo, quien se espatarró al lado de Brencis.
Max miró a Varien y entrecerró los ojos.
El joven noble palideció, soltó a Ehren y empezó a recular con las manos extendidas delante de él. Renzo y él pusieron en pie a Brencis, que estaba conmocionado, y los tres matones salieron del patio. Los murmullos y susurros emocionados de los academ presentes en el patio se alzaron cuando desaparecieron.
—Furias, Calderon —llamó Max a Tavi, lo suficientemente fuerte como para que lo oyese cualquiera que no fuera sordo—. Qué torpe estoy por las mañanas. Mira que tropezar directamente con esos dos…
Sin más dilación, se acercó a la fuente y contempló el aprieto de Tavi. Max asintió una vez, respiró hondo y estrechó los ojos en concentración. Entonces echó el puño hacia atrás, y lo descargó contra el hielo cerca de Tavi. Una telaraña de grietas explotó a través de este, y algunas esquirlas afiladas golpearon contra la piel entumecida de Tavi. Max descargó el puño muchas veces más con su fuerza asistida por las furias que le ayudó a pulverizar el hielo que aprisionaba a Tavi. Al cabo de medio minuto, Tavi pudo sentir cómo se liberaba de sus ataduras de hielo, y Ehren y Max lo ayudaron a levantarse de la fuente y regresar al suelo firme.
Tavi se quedó tendido durante un momento. Jadeaba y le castañeteaban los dientes, mientras el frío entumecedor seguía presente en las extremidades y era incapaz de hablar.
—Cuervos —juró Max despreocupado y empezó a masajear con fuerza las extremidades de Tavi—. Un poco más y se congela.
Tavi sintió cómo se le retorcían brazos y piernas a medida que las punzadas y los aguijonazos furiosos empezaban a recorrerle la piel. En cuanto pudo recuperar la voz, jadeó:
—Max, olvídate de eso. Llévame a desayunar.
—¿Desayunar? —se sorprendió Max—. Estás de broma, Calderon.
—Voy a conseguir un d… d… desayuno decente aunque me vaya la vida en ello.
—Oh. Entonces ya estás bastante bien —observó Max, y ayudó a Tavi a ponerse en pie—. Gracias por distraerlo hasta que lo tuve a tiro. Por cierto, ¿qué ha ocurrido?
—B… Brencis —escupió Tavi—. De nuevo.
Ehren asintió, muy serio.
—Me iba a enterrar de nuevo hasta el cuello, pero Tavi le lanzó un poco de barro a la cara.
—¡Ja! —se rio Max—. Me habría gustado verlo.
Ehren se mordió el labio, miró de reojo al chico grandote y dijo:
—Si no hubieras estado fuera toda la noche, quizá lo habrías hecho.
El academ más grande se ruborizó. Tavi pensó que los rasgos de Antillar Maximus no eran hermosos se mirase como se mirase. Pero eran marcados, duros y fuertes. Tenía los ojos grises lobunos de las Grandes Casas del norte, y combinaba la constitución recia con una gracia felina y despreocupada. Aunque lo normal era que se afeitase escrupulosamente todos los días, estaba claro que aquella mañana no había tenido tiempo, y la sombra del vello le otorgaba a sus facciones una apariencia rocosa que iba a juego con las marcas de la nariz que se había roto por dos veces. La ropa de Max era sencilla y estaba arrugada, y a duras penas podía contener los hombros y el pecho. Su cadetera, que contaba con un buen número de cuentas de colores, estaba anudada sin cuidado en todos los lugares por donde se había roto.
—Lo siento —murmuró Max, mientras ayudaba a un Tavi tambaleante que se dirigía hacia el comedor—. Tan solo ocurrió. Hay cosas que un hombre no se debería perder.
—Antillar —murmuró una voz femenina con un ronroneo bajo y gutural que arrastraba las consonantes con un acento ático.
Tavi abrió los ojos para ver a una joven deslumbrante, con el cabello oscuro recogido en una larga trenza que caía sobre el hombro izquierdo. Era sorprendentemente encantadora y sus ojos oscuros brillaban con una sensualidad que hacía tiempo que había enamorado a casi todos los hombres jóvenes de la Academia. Su uniforme de academ no conseguía ocultar del todo las curvas exuberantes de sus pechos, y las sedas sureñas con las que estaba confeccionado se ceñían a sus caderas y marcaban las formas de sus muslos mientras atravesaba el patio.
Max se dio la vuelta y le hizo una pequeña reverencia galante.
—Buenos días, Celine.
Celine sonrió, con una expresión de promesa perezosa, y permitió que Max le besase la mano. Dejó que su mano descansara en la de Max y suspiró.
—Oh, Antillar. Sé que te divierte dejar inconsciente a mi prometido, pero eres mucho… más grande que él. No me parece justo.
—La vida no es justa —intervino una segunda voz femenina. Una segunda belleza, indistinguible de Celine excepto por el cabello trenzado que le caía sobre el otro hombro, se unió a ellos. Deslizó una mano sobre el hombro contrario de Max, y añadió—: Mi hermana es muy romántica.
—Lady Celeste —murmuró Max—. Solo intento enseñarle modales. Es por su propio bien.
Celeste lanzó a Max una mirada de reojo.
—Eres un bruto malvado —le espetó.
Max retiró el brazo mientras les dedicaba una reverencia galante a las dos nobles.
—Celeste —replicó—. Celine. Confío en que durmieseis bien la pasada noche. Casi no llegáis al desayuno.
Las dos bocas se curvaron en una sonrisita idéntica.
—Bestia —comentó Celine.
—Sinvergüenza —añadió su hermana.
—Señoras. —Max les dedicó otra reverencia y contempló cómo se alejaban, mientras seguía al lado de Tavi y Ehren.
—Me p… pones enfermo, Max —comentó Tavi.
Ehren miró a las gemelas de refilón, y después a Max con una expresión desconcertada.
—¿Ahí es donde te metiste toda la noche? —preguntó parpadeando de sorpresa—. ¿Con las dos?
—Comparten habitación. No habría resultado muy educado tener solo a una y dejar a la otra abandonada —respondió Max con voz piadosa—. Solo hice lo que habría hecho cualquier caballero.
Tavi miró hacia atrás y sus ojos se vieron atraídos por el balanceo lento de las caderas de las muchachas mientras se alejaban.
—Enfermo, Max. Me pones enfermo.
Max rio.
—De nada.
Los tres entraron en el comedor a tiempo para conseguir los restos de la comida preparada en las cocinas aquella misma mañana, pero cuando encontraron sitio en una de las mesas redondas, se acercaron unos pasos a la carrera. Una chica que no era mucho mayor que Tavi, baja, fornida y sencilla, se detuvo delante de su mesa, mientras un repiqueteo de cuentas verdes y azules brillaban bajo un rayo de luz solar sobre la tela gris. Su cabello fino y castaño claro formaba una corona alrededor de su cabeza con los finos mechones que se le habían escapado de la trenza.
—No hay tiempo —jadeó—. Engullid eso y venid conmigo.
Tavi se quedó mirando su plato, que ya iba cargado de lonchas de jamón y rebanadas de pan recién horneado, y le frunció el ceño a la muchacha.
—No te vas a creer todo lo que he tenido que pasar para conseguir esto, Gaelle —le explicó—. Yo de aquí no me muevo hasta que no esté vacío.
Gaelle Patronus Sabinus miró furtivamente a su alrededor y se inclinó sobre la mesa para murmurar:
—El maestro Killian dice que nuestro examen final de combate va a empezar de inmediato.
—¿Ahora? —tartamudeó Ehren.
Max lanzó una mirada intensa hacia su plato también rebosante y preguntó:
—¿Antes de desayunar?
Tavi suspiró y echó hacia atrás la silla.
—Malditos cuervos y carroña sangrienta. —Se puso en pie, estremeciéndose con los latidos de brazos y piernas—. De acuerdo todo el mundo. Allá vamos.