Si el principio de la sabiduría radica en que seamos conscientes de que no sabemos nada, entonces el principio de la comprensión reside en que nos demos cuenta de que todas las cosas existen en función de una única verdad: las cosas grandes están formadas por cosas más pequeñas.
Las gotas de tinta dan forma a las letras, las letras forman palabras, las palabras forman frases, y las frases se combinan para expresar pensamientos. Lo mismo ocurre con el crecimiento de las plantas que nacen de las semillas, al igual que los muros construidos con muchas piedras. Lo mismo ocurre con la humanidad, cuando las costumbres y las tradiciones de nuestros progenitores se funden para formar los cimientos de nuestras ciudades, de nuestra historia y de nuestra forma de vida.
Ya sea piedra muerta, carne viva o mar rugiente; ya sean tiempos tranquilos o acontecimientos de tales proporciones que conmuevan el mundo, días de mercado o batallas desesperadas, todas las cosas se ajustan a esta ley:
Las cosas grandes están formadas por cosas más pequeñas.
El significado es acumulativo, pero no siempre resulta obvio.
DE LOS ESCRITOS DE GAIUS SECONDUS,
PRIMER SEÑOR DE ALERA
El viento aullaba sobre la sucesión de colinas casi peladas de las tierras encomendadas a los marat, el Uno y Muchos Pueblos. Unos copos de nieve duros y toscos volaban huidizos delante de él y, aunque El Único cabalgaba alto en el cielo, las nubes le ocultaban el rostro.
Kitai empezó a sentir frío por primera vez desde la primavera. Se volvió para mirar a sus espaldas, e hizo visera con una mano para protegerse del aguanieve. Vestía un trozo de tela escasa alrededor de las caderas, un cinturón para sostener el cuchillo y la bolsa de caza, y nada más. El viento hacía revolotear su cabello blanco y espeso alrededor de la cara, y su color se fundía con la nieve que llevaba el vendaval.
—¡Date prisa! —gritó.
En respuesta se oyó un bufido que surgía de lo más profundo de un pecho, y apareció una forma maciza. Caminante el gargante era una bestia enorme, incluso para su especie, y sus hombros se elevaban casi a la altura de dos hombres puestos uno encima del otro. El greñudo pelaje invernal ya se había vuelto espeso y negro, de manera que no le prestaba atención a la nieve. Sus garras, todas ellas más largas que un sable alerano, se hundían en la tierra helada sin ninguna dificultad ni prisa.
El padre de Kitai, Doroga, se sentaba a lomos del gargante, y se movía indolente sobre la manta de montar. Iba vestido con un taparrabos y una túnica alerana de color rojo desvaído. El pecho, los brazos y los hombros de Doroga estaban tan cargados de músculos que se había visto obligado a arrancarles las mangas a la túnica roja, pero como se la habían regalado y tirarla habría sido una grosería por su parte, había trenzado una cuerda con las mangas y las llevaba atadas alrededor de la frente, de modo que fijaban el cabello pálido y peinado hacia atrás.
—Debemos apresurarnos porque el valle huye de nosotros. Ya veo. Quizá nos tendríamos que haber quedado a sotavento.
—No eres tan divertido como te imaginas —replicó Kitai, molesta por la burla de su padre.
Doroga sonrió, y con ello remarcó sus rasgos anchos y cuadrados. Se agarró a la cuerda que colgaba de la silla de Caminante y se deslizó hasta el suelo con una agilidad que contradecía su enorme tamaño. Le dio una palmada a una de las patas delanteras del gargante, que se sentó tranquilo, rumiando el forraje con placidez.
Kitai se dio la vuelta y siguió adelante, penetrando en el viento. Aunque su padre no emitió sonido alguno, ella sabía que la seguía de cerca.
Unos instantes después alcanzaron el borde de un risco que caía a pico hacia un abismo. La nieve le impedía ver el valle que se extendía a sus pies, pero en los remansos entre ráfagas podía ver toda la distancia que los separaba del pie del risco, allá abajo.
—Mira —le señaló.
Doroga apareció a su lado y, con gesto de descuido, deslizó un enorme brazo alrededor de sus hombros. Kitai no habría dejado nunca que su padre se diera cuenta de sus escalofríos, no bajo una simple aguanieve otoñal, pero se reclinó sobre él, y le agradeció en silencio su calidez. Vio cómo su padre miraba hacia abajo, esperando que el viento les diera un respiro para ver el lugar que los aleranos llamaban el Bosque de Cera.
Kitai cerró los ojos, y recordó el lugar. Los árboles muertos estaban cubiertos de croach, una sustancia espesa y gelatinosa, que se extendía capa sobre capa, como si El Único lo hubiera bañado todo en la cera de muchas velas. Todo el valle estaba cubierto de croach, incluidos el suelo y buena parte de las paredes. Por doquier se veían pájaros y animales atrapados en el croach; vivos aún, yacían inmóviles hasta que se ablandaban y se disolvían como la carne hervida a fuego lento. Unas criaturas pálidas del tamaño de perros salvajes, y parecidas a unas arañas con muchas patas, yacían tranquilas en el croach, casi invisibles, mientras que otras recorrían el suelo del bosque, silenciosas, rápidas y extrañas.
Kitai tembló al recordarlo, y después se obligó a quedarse quieta, mordiéndose el labio. Levantó la mirada hacia su padre, pero él bajó la suya mientras fingía que no se había dado cuenta.
El valle que se extendía a sus pies no había estado nunca cubierto de nieve; al menos, hasta donde alcanzaba a recordar su pueblo. Todo el lugar estaba cálido al tacto, incluso en invierno, como si el propio croach fuera una especie de bestia enorme y el calor de su cuerpo llenase el aire que lo rodeaba.
El Bosque de Cera estaba cubierto de hielo y podredumbre. Los árboles viejos y muertos estaban recubiertos de algo que parecía una brea marrón y enfermiza. El suelo estaba helado, aunque aquí y allí se podían ver trozos de croach putrefacto. Muchos árboles habían caído. Y en el centro del bosque se había derrumbado el montículo hueco, al que la putrefacción estaba disolviendo con un hedor tan intenso que llegaba hasta donde se encontraban Kitai y su padre.
Doroga guardó silencio durante un momento antes de decir:
—Deberíamos bajar. Descubrir lo que ha ocurrido.
—Yo lo he hecho —comentó Kitai.
Su padre frunció el ceño.
—Ha sido una locura por tu parte hacerlo sola.
—De los tres que estamos aquí, ¿quién ha bajado más veces y ha vuelto para contarlo?
Doroga soltó un gruñido que parecía una carcajada, y bajó la mirada hacia ella. Había calidez y afecto en sus ojos oscuros.
—Quizá no estés equivocada. —La sonrisa desapareció, y el viento y el aguanieve golpearon de nuevo el valle—. ¿Qué has descubierto?
—Guardianas muertas —contestó—. Croach muerto. Sin calor. Sin movimiento. Las guardianas eran cáscaras huecas. El croach se convertía en ceniza al tocarlo. —Se lamió los labios—. Y algo más.
—¿Qué?
—Huellas —respondió en voz baja—. Se alejaban desde el otro extremo. Conducían hacia el oeste.
Doroga gruñó.
—¿Qué huellas?
Kitai movió la cabeza.
—No eran frescas. Quizá marat o aleranas. Encontré más guardianas muertas a lo largo del camino. Como si se hubieran puesto en marcha y fueran muriendo una a una.
—La criatura —retumbó Doroga—. Se desplaza hacia los aleranos.
Kitai asintió con expresión preocupada.
Doroga la miró.
—¿Qué más? —preguntó.
—Su morral. La bolsa que el chico del valle perdió en el Bosque de Cera durante nuestra carrera. La descubrí en la senda, junto a la última araña muerta, y aún conservaba su olor. Empezó a llover. Perdí el rastro.
La expresión de Doroga se volvió más sombría.
—Se lo explicaremos al señor del valle de Calderon. Puede que no sea nada.
—O puede que sí. Iré yo —afirmó Kitai.
—No —replicó Doroga.
—Pero padre…
—No —repitió en tono tajante.
—¿Y si esa cosa lo está buscando?
Su padre permaneció en silencio durante un rato antes de decir:
—Tu alerano es listo. Rápido. Es capaz de cuidarse solo.
Kitai frunció el ceño.
—Es menudo. Y tonto. E irritante.
—Valiente. Desinteresado.
—Débil. Y ni siquiera tiene la magia de su pueblo.
—Te salvó la vida —le recordó Doroga.
Kitai sintió cómo fruncía aún más el ceño.
—Sí. Es irritante.
Doroga sonrió.
—Incluso los leones vienen al mundo siendo cachorros.
—Lo podría partir por la mitad —gruñó Kitai.
—Por el momento, quizá.
—Lo desprecio.
—Por ahora, quizá.
—No tiene ningún derecho.
Doroga movió la cabeza.
—Él no tiene nada más que decir que tú.
Kitai cruzó los brazos.
—Lo odio.
—Así que quieres que lo avise alguien. Ya veo.
Kitai se ruborizó, y el calor le llegó a las mejillas y a la garganta.
Su padre fingió que no se había dado cuenta.
—Lo que está hecho, hecho está —murmuró. Se volvió hacia ella y le cubrió la mejilla con su enorme mano. Le ladeó la cabeza durante un momento, estudiándola—. Me gustas cuando pones esos ojos. Como esmeraldas. Como la hierba nueva.
Kitai notó que los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas. Los cerró, y le besó la mano a su padre.
—Quería un caballo.
Doroga soltó una carcajada retumbante.
—Tu madre quería un león. Recibió un zorro. No lo lamentó.
—Lo quiero para irme.
Doroga bajó la mano. Se dio la vuelta para volver al lado de Caminante, y no apartó el brazo de Kitai.
—No lo harás. Tendrás que hacer guardia.
—No quiero.
—Es la costumbre de nuestro pueblo —replicó Doroga.
—No quiero.
—Cachorro testarudo. Te quedarás aquí hasta que alguien te inculque un poco de sentido común en la cabeza.
—No soy un cachorro, padre.
—Actúas como uno. Te quedarás con los sabot-ha.
Llegó al lado de Caminante, y la elevó sin ningún esfuerzo a mitad de camino de la cuerda de la silla de montar.
Kitai acabó de subir hasta el ancho lomo de Caminante.
—Pero padre…
—No, Kitai. —Subió detrás de ella y le chasqueó la lengua a Caminante. El gargante se puso en pie con placidez, y empezó a regresar por el mismo camino por donde había venido—. Tienes prohibido ir. Está decidido.
Kitai cabalgó en silencio detrás de su padre; pero allí sentada, miraba al oeste, con el rostro preocupado vuelto hacia el viento.
La vieja herida de Miles le hacía daño mientras bajaba por la larga escalera en espiral que conducía a las profundidades de la tierra por debajo del palacio del Primer Señor, pero no le prestó atención. El latido constante y ardiente de su rodilla izquierda no le preocupaba más que el dolor de sus pies cansados, o las contracturas musculares en hombros y brazos después de un día duro de instrucción. Los desdeñó con el rostro tan inmutable y lejano como la funda desgastada de la espada que colgaba del cinturón.
Ninguno de sus achaques lo distrajo tanto como la idea de que estaba a punto de mantener una conversación con el hombre más poderoso del mundo.
Miles alcanzó la antecámara al pie de la escalera y contempló su reflejo distorsionado en un escudo pulido que colgaba de la pared. Estiró el dobladillo de su sobreveste roja y azul, los colores de la Guardia Real, y se pasó los dedos por el cabello despeinado.
Había un chico sentado en el banco, junto a la puerta cerrada. Era un muchacho larguirucho y desgarbado, un joven que acababa de pegar el estirón, por lo que los dobladillos de los pantalones y de las mangas estaban demasiado subidos y le mostraban las muñecas y los tobillos. Un mechón de cabello oscuro le caía sobre la cara. Tenía un libro abierto en el regazo, con un dedo que seguía señalando una línea del texto aunque el chico estaba claramente dormido.
Miles se detuvo y murmuró:
—Academ.
Se removió en sueños y el libro cayó de su regazo al suelo. El chico se enderezó con los ojos parpadeantes y tartamudeó:
—Sí, señor, qué…, uh…, sí…, señor. ¿Señor?
Miles colocó una mano sobre el hombro del muchacho antes de que se pudiera levantar.
—Tranquilo, tranquilo. Se acercan los exámenes finales, ¿verdad?
El chico se ruborizó y bajó la cabeza mientras se agachaba para recuperar el libro.
—Sí, sir Miles. No he tenido demasiado tiempo para dormir.
—Lo recuerdo —reconoció—. ¿Sigue dentro?
El muchacho asintió de nuevo.
—Por lo que yo sé, señor. ¿Quiere que lo anuncie?
—Por favor.
El chico se puso en pie, estirando su túnica de academ gris y arrugada. Después llamó suavemente a la puerta y la abrió.
—¿Señor? —preguntó el muchacho—. Sir Miles desea verlo.
Se produjo una pausa larga, y después respondió una amable voz masculina.
—Gracias, academ. Hazlo pasar.
Miles entró en la cámara de meditación del Primer Señor, y el chico cerró la puerta a prueba de sonido. Miles hincó una rodilla en el suelo e inclinó la cabeza, esperando que el Primer Señor lo saludara.
Gaius Sextus, Primer Señor de Alera, estaba de pie en el centro del suelo enlosado. Era un hombre alto, de rostro severo y unos ojos cansados. Aunque su habilidad con el artificio del agua lo hacía aparentar un hombre en su quinta década de vida, Miles sabía que doblaba esa edad. Su cabello, que había sido oscuro y lustroso, se había cubierto aún más de gris durante el último año.
En las baldosas que había a los pies de Gaius se arremolinaban y cambiaban los colores, formando figuras que se desvanecían una y otra vez, en una transformación constante. Miles reconoció una porción de la costa meridional de Alera, cerca de Parcia, que permaneció quieta durante un instante antes de convertirse en un sector de las tierras montañosas y salvajes que solo se podían encontrar en el lejano norte, cerca de la Muralla del Escudo.
Gaius movió la cabeza y pasó la mano a través del aire que tenía ante sí.
—Basta —murmuró.
Los colores se desvanecieron por completo, y las baldosas recuperaron sus habituales tonalidades apagadas y fijas. Gaius se dio la vuelta y se hundió con una exhalación lenta en una silla apoyada en la pared.
—Esta noche llegas tarde, capitán.
Miles se puso en pie.
—Estaba en la Ciudadela y le quería presentar mis respetos, señor.
Los ojos grises de Gaius se alzaron.
—¿Has bajado quinientos escalones para presentar tus respetos?
—No los he contado, señor.
—Y si no me equivoco, pretendes inspeccionar el mando de la nueva legión mañana al amanecer. Vas a dormir muy poco.
—Desde luego. Casi tan poco como vos, mi señor.
—Ah —replicó Gaius. Alargó la mano y cogió una copa de vino del escritorio ubicado al lado de la silla—. Miles, eres un soldado, no un diplomático. Di lo que estás pensando.
Miles dejó escapar el aire poco a poco, y asintió.
—Gracias. No dormís lo suficiente, Sextus. Acabaréis teniendo el aspecto de una mierda de gargante durante las ceremonias iniciales del Final del Invierno. Tenéis que iros a la cama.
El Primer Señor movió una mano.
—De momento, quizá.
—No, Sextus. No vais a apartarlo con un gesto. Habéis bajado aquí todas las noches durante las últimas tres semanas, y se os nota. Necesitáis una cama caliente, una mujer suave y descansar.
—Por desgracia, no es muy probable que tenga ninguna de las tres.
—Cojones —exclamó Miles. Cruzó los brazos y afirmó los pies—. Sois el Primer Señor de Alera. Podéis conseguir lo que os propongáis.
Los ojos de Gaius brillaron con una sombra de sorpresa y enojo.
—No es muy probable que mi cama se caliente mientras Caria siga en ella, Miles. Ya sabes cómo están las cosas entre los dos.
—¿Qué esperabais? Os casasteis con una maldita niña, Sextus. Ella esperaba vivir un romance épico, y en su lugar se encontró con un político que parece una araña vieja y seca.
Gaius se mordió la lengua. El enojo era cada vez más evidente en sus ojos. El suelo de piedra de la sala se onduló, y el temblor hizo arrastrarse la mesa que había al lado de la silla.
—¿Cómo te atreves a hablarme así, capitán?
—Vos me lo habéis ordenado, mi señor. Pero antes de despedirme, pensad en ello. Si no tuviera razón, ¿os habríais enfadado tanto? Si no estuvierais tan cansado, ¿habríais dejado que vuestro enojo se mostrase con tanta facilidad?
El suelo se calmó, y la mirada de Gaius se volvió más cansada y menos airada. Miles sintió una punzada de decepción. En el pasado, el Primer Señor no se habría rendido tan fácilmente ante el cansancio.
Gaius tomó otro sorbo de vino.
—¿Qué te gustaría que hiciera, Miles? Dímelo.
—La cama —respondió Miles—. Una mujer. Dormir. El Festival empieza dentro de cuatro días.
—Caria no va a dejar abierta su puerta para mí.
—Entonces, tomad una concubina —sugirió Miles—. Maldita sea, Sextus, necesitáis relajaros, y el Reino necesita un heredero.
El Primer Señor sonrió con tristeza.
—No. Es posible que no haya tratado bien a Caria, pero no la voy a avergonzar tomando una amante.
—Entonces, fortificad su vino con aphrodin y abridla como un maldito arado, hombre.
—No había reparado en lo romántico que eres, Miles.
El soldado bufó.
—Estáis tan tenso que el aire cruje cuando os movéis. Las llamas saltan al doble de su altura cuando pasáis por una habitación. Cada furia en la capital lo siente, y lo último que queréis es que los Grandes Señores que vengan para el Final del Invierno sepan que estáis preocupado.
Gaius frunció el ceño y se quedó mirando el vino durante un momento antes de decir:
—Los sueños han vuelto, Miles.
La preocupación alcanzó a Miles como un golpe físico, pero evitó como buenamente pudo que se trasluciese en su cara.
—Sueños. No sois un niño para temer un sueño, Sextus.
—Estos son más que simples pesadillas. La fatalidad llegará con el Final del Invierno.
Miles forzó una nota de burla en su voz.
—¿Ahora sois un adivino, mi señor, que prevé la muerte?
—No necesariamente la muerte —replicó Gaius—. He utilizado la palabra antigua. Fatalidad. Destino. Las Parcas. El destino corre hacia nosotros con el Final del Invierno, y no puedo ver más allá.
—No existe ningún destino —afirmó Miles—. Los sueños aparecieron hace dos años, y ningún desastre destruyó el Reino.
—Gracias a la obstinación de un aprendiz de pastor y el valor de esos estatúderes. Estuvimos muy cerca. Pero si no te complace el destino, llámalo una hora desesperada —respondió Gaius—. La historia está llena de ellas. Momentos en los que el destino de miles de personas cuelga del fiel de la balanza, que muy bien podría caer hacia un lado o el otro por medio de las manos y la voluntad de quienes están implicados. Está llegando. Este Final del Invierno va a marcar el curso del Reino, y que me maldigan si puedo ver cómo. Pero está llegando, Miles. Está llegando.
—Entonces nos ocuparemos de ello —replicó Miles—. Pero cada cosa a su tiempo.
—Exacto —reconoció Gaius. Se levantó de la silla, se acercó al mosaico de teselas y le indicó a Miles que hiciera lo mismo—. Deja que te lo muestre.
Miles frunció el ceño y contempló cómo el Primer Señor pasaba de nuevo la mano sobre las baldosas. Miles sintió el susurro de un poder sutil que fluía a través de las losas, pues eran las furias de todos los rincones del Reino que respondían a la voluntad del Primer Señor. Surgiendo de las baldosas, percibió el efecto completo del mapa forjado por el artificio de las furias, de manera que los colores se elevaban a su alrededor hasta que le pareció que se alzaban como un gigante sobre la imagen fantasmal de la ciudadela de Alera Imperia, capital de Alera. Le falló el equilibrio cuando la imagen se emborronó, corriendo a toda velocidad hacia el oeste, hacia las laderas suaves y ricas del valle de Amarante, y más allá, sobre las colinas Negras y hasta la costa. La imagen se intensificó, y se fijó como una imagen real en movimiento sobre el mar, donde las enormes olas se desplegaban bajo el azote de una tormenta maliciosa.
—Ahí —indicó Gaius—. El octavo huracán de esta primavera.
Después de un momento de sobrecogimiento, Miles comentó:
—Es enorme.
—Sí. Y este no es el peor. Los pueden hacer más grandes.
Miles levantó la mirada y la fijó en el Primer Señor.
—¿Alguien está invocando estas tormentas?
Gaius asintió.
—Creo que los ritualistas canim. Nunca habían desplegado tanto poder a través del mar. El embajador Varg lo niega, por supuesto.
—Perro mentiroso —escupió Miles—. ¿Por qué no les pedís ayuda a los Grandes Señores de la costa? Con suficientes artífices del viento pueden deshacer las tormentas.
—Ya están ayudando —contestó Gaius en voz baja—. Aunque no lo saben. He estado rompiendo las tormentas y dejando que los Grandes Señores protejan sus territorios cuando se quedan con un tamaño manejable.
—Entonces, pedid más ayuda —sugirió Miles—. Seguramente Riva o Placida puedan prestarles artífices del viento a las ciudades costeras.
Gaius hizo un gesto y el mapa se volvió a emborronar hasta situarse sobre el lejano norte del Reino, a lo largo de las piedras sólidas y pulidas de la Muralla del Escudo. Miles frunció el ceño y se inclinó hacia delante, para ver más de cerca. A algunas leguas de la muralla podía ver muchas figuras en movimiento, en su mayoría veladas por nubes de nieve en polvo. Empezó a contar, y no tardó en darse cuenta de la enorme cantidad que había.
—Los Hombres de Hielo. Pero han estado tranquilos durante años.
—Ahora ya no —confirmó Gaius—. Se están reuniendo. Antillus y Frigia ya han rechazado dos asaltos a lo largo de la Muralla del Escudo, y la situación empeora por momentos. El deshielo de primavera se ha retrasado lo suficiente como para que la cosecha sea escasa. Eso significa que los sureños tendrán la oportunidad de esquilmar las ciudades del Escudo a cambio de alimentos. Si tenemos en cuenta lo tensas que están las cosas, es posible que eso ocasione más inconvenientes.
Miles frunció el ceño aún más.
—Pero si se abaten más tormentas sobre los sureños, eso arruinará sus cosechas.
—Precisamente —reconoció Gaius—. Las ciudades del norte sufrirán una hambruna y los sureños no estarán preparados para enfrentarse a los Hombres de Hielo que pasen por encima de la muralla.
—¿Es posible que los canim y los Hombres de Hielo estén colaborando? —preguntó Miles.
—Que no lo permitan las grandes furias —contestó Gaius—. Debemos tener la esperanza de que sea una mera coincidencia.
Miles apretó los dientes.
—Y mientras tanto, Aquitania se asegura de que llegue a oídos de todo el mundo que todo esto se debe a vuestra incompetencia.
Gaius esbozó una media sonrisa.
—Aquitania es un oponente bastante agradable, aunque peligroso. Por lo general es muy directo. Me preocupan más Rodas, Kalare y Forcia: ya no plantean quejas ante el Senado, y eso me hace sospechar.
El soldado asintió. Guardó silencio durante un momento, y la preocupación que había sentido antes anidó en él y empezó a crecer.
—No me había dado cuenta.
—Nadie lo ha hecho. Dudo que nadie más disponga de información suficiente como para comprender la magnitud del problema —explicó Gaius. Pasó de nuevo la mano sobre las teselas del mosaico, y la imagen fantasmal del mapa se desvaneció—. Y debe seguir siendo así. El Reino se encuentra en una posición precaria, Miles. Una reacción de pánico, un solo paso en falso puede llevar a la división entre las ciudades y dejar Alera abierta a la destrucción en manos de los canim o de los Hombres de Hielo.
—O de los marat —añadió Miles, sin preocuparse por ocultar la amargura de su voz.
—Por ese frente no me tengo que preocupar, de momento. Parece ser que el nuevo conde de Calderon tiene muy avanzado el establecimiento de relaciones amistosas con muchas de sus tribus más grandes.
Miles asintió, pero no dijo nada más sobre los marat.
—Tenéis muchas cosas en la cabeza.
—Todo esto y más —confirmó Gaius—. Están las presiones habituales del Senado, la Liga Diánica, la Alianza Esclavista y el Consorcio Comercial. Muchos han visto mi reactivación de la Legión de la Corona como una señal de creciente debilidad, o de posible senilidad. —Respiró hondo—. Mientras tanto, a todo el Reino le preocupa el que yo haya podido ver mi último invierno y aún no haya nombrado ningún heredero para que me suceda… mientras los Grandes Señores, como Aquitania, parecen dispuestos a nadar hacia el trono a través de un río de sangre, si es necesario.
Miles guardó silencio, y durante un momento pensó en todas las implicaciones de lo que acababa de decir.
—Cojones.
—Hummm —murmuró Gaius—. Cada cosa a su tiempo.
Durante un instante pareció muy viejo y muy cansado. Miles contempló cómo el anciano cerraba los ojos, recomponía los rasgos y enderezaba los hombros agotados, calmando la voz hasta adquirir su cadencia habitual, brusca y directa al grano.
—Tengo que controlar esa tormenta durante unas horas más. Después dormiré lo que pueda, Miles. Pero no puedo dedicarle demasiado tiempo.
El soldado inclinó la cabeza.
—Mis palabras fueron precipitadas, mi señor.
—Pero honestas. No me debería haber enfadado contigo por eso. Mis disculpas, Miles.
—No es nada.
Gaius dejó escapar un suspiro reprimido y asintió.
—Haz algo por mí, capitán.
—Por supuesto.
—Dobla la guardia de la Ciudadela mientras dure el Festival. No tengo pruebas para apoyarme en ellas, pero no resulta descabellado que alguien pretenda desplegar la diplomacia de la daga durante el Final del Invierno. En especial desde que nos abandonó Fidelias. —Dicho esto, la mirada del Primer Señor se nubló, y Miles le hizo una mueca que pretendía ser comprensiva—. Él conoce la mayoría de los pasadizos en la Ciudadela y en las Profundidades.
Miles se encontró con los ojos de Gaius Sextus y asintió.
—Me ocuparé de ello.
Gaius asintió y bajó los brazos. Miles lo tomó como una despedida y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo delante de ella y miró hacia atrás.
—Descansad. Y pensad en lo que he dicho sobre un heredero, Sextus. Por favor. Una línea de sucesión clara puede despejar muchas de las preocupaciones.
Gaius asintió.
—Me estoy ocupando de eso. Es todo cuanto puedo decir.
Miles le hizo una reverencia a Gaius, se dio la vuelta y abrió la puerta. Un zumbido chirriante se deslizó al interior de la cámara de meditación.
—Vuestro paje ronca muy fuerte —observó Miles.
—No seas demasiado duro con él —comentó Gaius—. Lo criaron para ser pastor.