En el Museo de Historia Natural de Manhattan ya era de noche. Una brisa ligera hacía susurrar el follaje de los viejos sicomoros de Museum Park. Las gárgolas de piedra que habitaban los tejados se recortaban en silencio contra un cielo cada vez más oscuro. En las entrañas del sótano del edificio, la luz del laboratorio de mineralogía estaba encendida. Encorvada frente al microscopio stereozoom, Melodie Crookshank veía dividirse un grupo de células.
Hacía tres horas y media que el proceso estaba en marcha. Las partículas Venus habían desencadenado un crecimiento tan veloz como asombroso, una orgía de división celular. Al principio Melodie sopesó la posibilidad de que las partículas hubieran puesto en marcha un crecimiento cancerígeno, un amasijo indiferenciado de células malignas, pero enseguida se dio cuenta de que las células no se dividían como las cancerígenas. De hecho, ni siquiera lo hacían como las células normales de un cultivo.
No, aquellas células se estaban diferenciando.
El grupo de células había empezado a adoptar las características de un blastocito, la bola de células que se forma a partir de un embrión fertilizado. Mientras las células seguían dividiéndose, Melodie vio aparecer una franja oscura en el centro del blastocito, franja que había empezado a parecerse con exactitud a la llamada «línea primitiva» que se desarrolla en todos los embriones cordados. Dicha línea era lo que acababa formando la médula espinal y la columna vertebral del ser en desarrollo.
El ser…
Levantó la cabeza, al borde del agotamiento. Ignoraba a qué forma daría lugar el crecimiento, si de lagartija o de otra cosa. Por otro lado, el proceso ontológico aún se hallaba en una fase demasiado temprana para saberlo.
Tuvo un escalofrío. ¿Qué diantres estaba haciendo? Esperar a averiguarlo era una auténtica locura. Lo que estaba haciendo no era una simple imprudencia, sino un peligro enorme. Aquellas partículas tenían que estudiarse en condiciones de bioseguridad de nivel cuatro, no en un laboratorio abierto como el suyo.
Miró el reloj. Veía la esfera borrosa. Parpadeó, se frotó los ojos y los movió hacia los lados. Estaba tan cansada que casi tenía alucinaciones.
Ignoraba por completo qué eran, qué hacían y cómo funcionaban las partículas. Constituían una forma de vida extraterrestre que había hecho autoestop hasta la Tierra en el asteroide Chicxulub. Aquello la superaba…
Echó la silla hacia atrás. Al levantarse, sintió que perdía el equilibrio y tuvo que agarrarse a la mesa; las manos le temblaban. Empezó a pensar qué tenía que hacer. Al mirar a su alrededor, vio que en el almacén de productos químicos había una botella de ácido fluorhídrico al ochenta por ciento. Abrió el armario con llave, sacó la botella, la puso debajo de la campana de gases y vertió su contenido en el ácido clorhídrico. El ácido destruyó y disolvió al instante el asqueroso grumo de células en crecimiento, formando espuma y silbando hasta que no quedó nada.
Melodie suspiró profundamente de alivio. Era el primer paso, destruir el organismo del portaobjetos. Lo siguiente era destruir las propias partículas Venus sueltas.
Añadió una fuerte base al ácido para neutralizarlo, lo que provocó la precipitación de una capa de sal al fondo de la bandeja. Después encendió un mechero Bunsen debajo de la campana, puso la bandeja de cristal en el quemador y empezó a evaporar la solución. El líquido desapareció en pocos minutos, dejando una costra de sal. A continuación, Melodie puso la llama del mechero al máximo. Pasaron cinco minutos. Diez. La sal comenzó a ponerse al rojo, a medida que la temperatura se aproximaba al punto de fusión del cristal. Ninguna forma de carbono, ni siquiera un buckyball, podía sobrevivir a ese calor. Dejó la bandeja de Pyrex al rojo cinco minutos sobre el quemador. Luego apagó el gas y dejó que se enfriase.
Aún tenía que hacer una cosa, la más importante: acabar el artículo incorporando sus últimos descubrimientos. Tardó diez minutos en redactar dos párrafos finales donde usaba el lenguaje científico más seco que conocía para describir lo que acababa de observar. Guardó el archivo. Al releerlo le pareció bien.
Se reprochó en silencio su imprudencia. Aunque no supiera qué eran las partículas, estaba convencida de que podían ser muy peligrosas. No se podían prever sus efectos sobre un organismo vivo, como el ser humano. Se preguntó con un escalofrío si se habría infectado. Imposible. Las partículas eran demasiado grandes para transmitirse por el aire. Además, aparte de las que había desprendido meticulosamente de la roca, el resto estaba encerrado en piedra; un resto con una antigüedad de sesenta y cinco millones de años, pero a pesar de ello funcional.
Funcional.
Precisamente. Ahí estaba el quid: ¿cuál era su función? Nada más preguntárselo, Melodie supo que se tardarían meses en conocer la respuesta.
Hizo los preparativos para enviar el artículo como archivo adjunto en un e-mail y acercó al dedo a la tecla ENTER.
La pulsó.
Se apoyó en el respaldo, suspirando. De repente se sentía sin fuerzas. Pulsar la tecla había cambiado su vida. Irreversiblemente.