Weed Maddox vio que le ganaba terreno constantemente a Broadbent. Se había parado a disparar tres veces, pero siempre demasiado lejos, y la pausa solo había servido para que Broadbent recuperase el terreno perdido. Debía tener cuidado; Broadbent tenía algún tipo de arma de poco calibre que, sin estar a la altura de su Glock, podía ser peligrosa. Lo primero, antes de seguir persiguiéndola a ella, era cuidarse.
La cuesta se hizo más pronunciada y frondosa. Ahora Broadbent bajaba corriendo por un cauce seco. Iba deprisa, el muy jodido, pero Maddox tenía las de ganar. De algo tenían que servirle su formación militar, su régimen de ejercicios y su costumbre de correr y hacer yoga. Broadbent no se le iba a escapar.
Al ver que giraba hacia la izquierda, decidió ganarle más terreno trazando una diagonal. En pocos minutos tendría al muy hijo de puta a sus pies y con la cabeza abierta. Broadbent avanzaba en zigzag, intentando interponer el máximo de árboles entre él y su perseguidor, pero Maddox ya lo tenía a menos de treinta metros. El desenlace era inminente. Hiciera lo que hiciese, Broadbent estaba atrapado entre dos crestas que se cerraban como un torno sobre él. Quince metros.
Broadbent desapareció al otro lado de una espesa arboleda. Segundos después, Maddox rodeó el bosquecillo y vio unas rocas. Era un afloramiento muy escarpado, de unos doscientos metros de ancho, que formaba una uve en el punto por donde cruzaba el cauce seco. Tenía a Broadbent atrapado.
Se detuvo. No estaba.
Barrió la zona con la linterna. Ni rastro de Broadbent. El muy chalado había saltado por el precipicio; o eso, o lo estaba escalando hacia abajo. Maddox se asomó al borde para iluminarlo, podía ver casi toda la cara curva de la roca, a quien no vio, ni en la escarpadura ni al fondo, fue a Broadbent. De repente se puso furioso. ¿Qué había pasado? ¿Broadbent había dado media vuelta para volver corriendo cuesta arriba? Iluminó la ladera, pero entre los árboles no se movía nada. Regresó al precipicio e iluminó las rocas en busca de una forma humana.
A unos cinco metros de la escarpadura había un falso abeto. Maddox oyó el ruido de una rama al romperse, y vio moverse las ramas más bajas del otro lado.
El muy cabrón se había subido al árbol.
Cogió el rifle y se puso de rodillas para apuntar, pero ninguno de sus tres disparos, guiados por el movimiento y el ruido, surtieron el efecto deseado. Broadbent estaba bajando del árbol por el otro lado del tronco, usándolo de protección. Maddox evaluó la distancia. Cinco metros. Se necesitaba un buen sprint para cubrirlo de un salto, para lo cual, por otra parte, había que subir un poco por la cuesta. Y aun así el riesgo era grande. Para jugársela había que estar en una situación de vida o muerte.
Caminó deprisa por el borde del precipicio, en busca del mejor ángulo de tiro para cuando Broadbent saliera de la base del árbol. Se arrodilló, apuntó, aguantó la respiración y esperó.
Disparó justo cuando Broadbent se dejaba caer de la última rama. Al principio creyó que le había dado, pero el muy hijo de puta preveía el disparo y había rodado por el suelo. Ahora volvía a estar de pie, corriendo.
Mierda.
Maddox se colgó el rifle a la espalda y miró a su alrededor por si la veía a ella, pero ya hacía tiempo que se había ido. Permaneció en el borde del precipicio, desquiciado de rabia. Habían escapado.
Pero no del todo. Se dirigían al río Chama, una ruta que los obligaba a cruzar la zona de las mesas, con sus cincuenta inclementes kilómetros. Maddox dominaba las técnicas de la persecución. Había hecho la guerra en el desierto, y conocía bien las mesas. Los encontraría.
Dejarlos escapar equivalía a volver a la cárcel para la Gran Puta, cadena perpetua sin libertad condicional. O los mataba o moría en el intento.