Willer y Hernández conducían muy deprisa por la nacional 84 en dirección al norte. Las luces de Española cada vez estaban más lejos, mientras el negro vacío del desierto crecía y crecía frente a ellos. Casi era medianoche. A Willer le desesperaba pensar que un estúpido como Biler hubiera conseguido hacerles perder tantas y tan valiosas horas.
Sacó un cigarrillo a medio consumir del bolsillo de la camisa y se lo puso entre los labios. En principio no se podía fumar dentro del coche patrulla, pero él pasaba bastante de esas cosas.
—A estas horas, Broadbent ya podría estar al otro lado de Cumbres Pass —dijo Hernández.
Willer se llenó los pulmones de humo.
—Imposible. Llevan un registro de todos los vehículos que han cruzado el puerto, y el de Biler no consta. Tampoco ha pasado por el control de carretera al sur de Española.
—Podría haber dejado el coche en algún parking perdido de Española y haberse escondido en un motel.
—Podría, pero no es el caso.
Willer pisó un poco el acelerador. El indicador de velocidad saltó de ciento setenta y cinco a ciento noventa. La noche pasaba como un soplo a ambos lados del coche, que se bamboleaba sobre el asfalto.
—Entonces, ¿qué ha hecho, según tú?
—Para mí que se ha ido al supuesto monasterio de Cristo en el Desierto, a ver al monje. Es adonde vamos.
—¿Por qué lo piensas?
Willer dio otra calada. Normalmente le gustaba que Hernández fuera tan preguntón, porque así lo ayudaba a tener en cuenta todas las posibilidades, pero esta vez lo único que conseguía era irritarlo.
—No sé por qué, pero me lo parece —replicó—. Aquí todos tienen algo que ver: Broadbent, su mujer y el monje. Y hay otro tío metido hasta el culo, que es el asesino. Han encontrado algo en los cañones y se han enzarzado en una lucha a vida o muerte. Lo único que sé es que es algo importante, tanto como para que Broadbent haya pasado de la policía y haya robado una camioneta. Pero ¡Hernández, por favor! Lo que tienes que preguntarte es qué puede ser tan importante como para que un tío así, que ya lo tiene todo, se arriesgue a pasar diez años en la cárcel de Santa Fe.
—Ah, ya…
—Además, aunque Broadbent no esté en el monasterio, me gustaría hablar un poco con el supuesto monje.