21

Tom probó todas las maneras de forzar el candado de la reja. Lo machacó con una piedra y le dio golpes con un tronco, pero no sirvió de nada. Dentro de la mina ya no se oía nada, ni siquiera los vagos ecos de antes. Tuvo la impresión de que el silencio lo haría enloquecer. A Sally podía estarle pasando cualquier cosa. Su vida y su muerte podían depender de un solo minuto, y aunque Tom diera gritos a través de la reja no conseguía llamar la atención del secuestrador.

Salió de la caseta para reflexionar. La luna acababa de salir por encima de los abetos de la cresta. Hizo un esfuerzo de concentración y de respiración. Había explorado aquella mina hacía años, y se acordaba de que no era la única. Quizá estuvieran conectadas. Las minas de oro solían tener varios accesos.

Subió al punto más alto de la cresta para ver el otro lado. ¡Bingo! A menos de doscientos metros había otra caseta más o menos al mismo nivel que la otra, con un largo reguero de escoria.

Seguro que estaban conectadas.

Corrió cuesta abajo, resbalando y saltando por encima de las rocas. Tardó poquísimo en llegar a la caseta. Tras sacar la pistola, echó la puerta abajo con el pie e iluminó el interior con la linterna. Había otra entrada de mina, pero sin reja. La cruzó sin miedo. Cuando estuvo al otro lado, su linterna iluminó un túnel largo y sin desniveles. Era tal la angustia de no llegar a tiempo, que casi se asfixiaba. Corrió por el túnel y se paró a escuchar en la primera bifurcación. Pasaron dos minutos. Tenía la sensación de estar enloqueciendo.

De repente oyó algo: el eco casi imperceptible de un grito. Las dos minas estaban conectadas.

Corrió por el túnel de donde procedía el ruido. La luz de la linterna iluminó una serie de conductos de ventilación en la pared izquierda. Al pasar una esquina descubrió otros dos túneles: uno subía y el otro bajaba. Se paró a escuchar. Durante la espera, su impaciencia alcanzó nuevas cotas. De repente oyó otro grito distorsionado.

Otra vez la voz de hombre. Enfadada.

Entró en el túnel de la izquierda, que en algunos puntos le obligó a bajar la cabeza para no chocar con el techo. Oyó más ruidos en el fondo. Seguían siendo simples ecos, pero más nítidos que antes.

Tras varios cambios bruscos de dirección, el túnel desembocaba en una sala central con cuatro túneles divergentes. Tom se paró jadeando, enfocó la linterna y descubrió algunas traviesas antiguas de ferrocarril, una vagoneta de oro estropeada, un montón de cadenas oxidadas y cuerdas de cáñamo roídas por las ratas. Antes de seguir tendría que esperar a oír algo.

Silencio. Decididamente acabaría loco. «¡Haced algún ruido, joder! ¡El que sea!».

Por fin: un grito muy lejano.

Corrió como una flecha por el túnel de donde había salido el eco. Se acababa enseguida en un conducto vertical rodeado por una barandilla. Era tan profundo que la luz de la linterna no llegaba hasta el fondo. No se podía bajar. No había escalerilla ni cuerdas.

Tras examinar los bordes irregulares del conducto, decidió jugársela: se quitó los zapatos italianos y los tiró al pozo con los calcetines. Contó cuánto tardaban en chocar con el fondo. Un segundo y medio. Casi diez metros.

Volvió a meterse la pistola en el cinturón. Luego se aferró a la barandilla, aguantando la linterna con los dientes, y empezó a bajar plantando los pies en la roca desnuda. Se deslizaba despacio, con el corazón a punto de explotar.

Cambió de pie y de asidero. De pronto sufrió un resbalón, y tuvo un miedo espantoso de caerse. Las rocas afiladas le hicieron cortes en los dedos del pie. Tras deslizarse hacia abajo un poco más con una lentitud exasperante, encontró el suelo. Aliviado, movió la linterna, recogió los zapatos y los calcetines y se los volvió a poner. Estaba en otro túnel que se adentraba en la montaña. Escuchó. Silencio absoluto.

Después de cien metros a paso ligero, se paró otra vez a escuchar. La luz de la linterna era cada vez más débil. Las pilas eran malas y empezaban a gastarse. Caminó un poco más y agudizó el oído, hasta que oyó una especie de grito amortiguado que venía de atrás. Apagó la linterna y aguantó la respiración. Era una voz. Aún estaba lejos, pero se oía mucho mejor que antes, tanto que hasta entendió qué decía.

—Sé que estás arriba. Baja o disparo.

Siguió escuchando con el pulso acelerado.

—¿Me oyes?

El alivio estuvo a punto de hacerle tropezar. Sally estaba viva y libre, a juzgar por todos los indicios. Extremó la máxima atención para saber de dónde llegaba la voz.

—Despídete, zorra.

Le enfureció de tal manera oírlo, que se quedó un momento sin respiración. Avanzó y retrocedió otros veinte metros para localizar el origen del sonido. Tenía la impresión de que la voz llegaba de abajo, como si se filtrara por las rocas, pero era imposible. Vio que el suelo de piedra del túnel se había resquebrajado aproximadamente tres metros a la derecha, hundiéndose un poco y cubriéndose de grietas. Se arrodilló para tocar una grieta. Salía aire frío. Aplicó la oreja al suelo.

De repente oyó el disparo de una pistola de gran calibre, seguido por un grito tan próximo a su oído que dio un respingo.