Sally escaló la montaña inestable de rocas aguantando la cerilla con los dientes, mientras buscaba puntos de apoyo para las manos y los pies. A cada paso que daba sentía moverse las rocas. Algunas se desprendían y rodaban hasta el suelo. Parecía que temblaran todas a la vez.
La respiración de Sally era tan fuerte que apagó la cerilla con su aliento.
Tocó el interior de la caja. La última. Decidió reservarla.
—¡Que voy! —resonó la voz ronca por los túneles, con una distorsión febril.
Sally siguió trepando a oscuras, entre piedras que caían. De repente oyó un crujido de madera y rocas procedente de arriba, seguido de una cascada de piedrecitas. Otro paso. Otro crujido. Estaba a punto de derrumbarse todo, pero no había alternativa.
Levantó las manos, encontró un punto de apoyo, comprobó su resistencia y subió. Después, otro asidero, otro apoyo para el pie. Extremaba la prudencia, desplazando su peso poco a poco de una piedra a otra.
—¿Dónde estáaas, Saaally?
Le oyó chapotear por el túnel. Después de subir un poco más tocó una viga para ver si aguantaba su peso. La viga crujió y se movió un poco, pero parecía resistente. Tras una pausa en la que intentó no pensar cómo sería morir enterrada, subió a pulso. Otro crujido. Una lluvia de piedrecitas. Ya tenía la viga debajo. Levantó las manos y encontró un amasijo de madera astillada y piedras rotas.
Tendría que usar la última cerilla.
La cabeza rascó el lado de la caja y se encendió. Miró hacia arriba y vio el agujero oscuro por donde tenía que pasar. Aplicó la caja de cerillas a la llama hasta que se encendió. La llama era mucho más intensa, pero seguía sin iluminar el fondo del agujero.
Cogió la caja con una mano para subir a la siguiente viga, que se movía tanto como todas. Poco después estaba en la entrada del agujero negro, apoyada en un saliente no muy de fiar. La llama menguante de la caja de cerillas le permitió ver que el agujero llevaba a una grieta grande en forma de media luna que se desviaba unos treinta grados. Sus dimensiones parecían las justas para que pudiera pasar.
De repente oyó un golpe al fondo del túnel. Era una roca grande que se había caído del techo. La llama se apagó.
—¡Ah, estás aquí!
La luz de una linterna perforó la oscuridad, barriendo el montón de rocas que quedaban por debajo de ella. Sally levantó las manos y subió a pulso al encontrar un asidero. El haz de la linterna se movía por todas partes. Sally trepó a una velocidad rayana en la imprudencia. Al llegar a las dos superficies húmedas de piedra, se escurrió por la fisura que las separaba. La grieta, que subía un poco, tenía la anchura necesaria para embutirse en ella y avanzar despacio retorciendo todo el cuerpo. Sally no tenía cerillas, ni manera alguna de saber adonde iba o si la grieta llevaba a alguna parte. Siguió empujándose hacia arriba con sus manos y rodillas, a la vez que vaciaba un poco sus pulmones para ocupar menos sitio. De repente se dio cuenta de que el trayecto era de un solo sentido y sintió pánico. Ahora ya no podía dar media vuelta. A falta de apoyo en el que hacer palanca con los pies, no podría salir por donde había entrado.
—¡Sé que estás arriba, zorra!
Oyó piedras cayendo, señal de que había empezado a trepar. Levantar las rodillas y girar el torso le permitió soltar un brazo y deslizarlo hacia delante para palpar la grieta. No parecía que se estrechara más. Hasta era posible que se ensanchase. Si conseguía pasar al otro lado, quizá encontrara un túnel al final de la grieta.
Sacó todo el aire de sus pulmones y usó los pies como punto de apoyo para encajar un poco más su cuerpo entre las rocas, aunque se le rompió el bolsillo de la blusa y se le cayeron los botones. Otro empujón. Otra espiración para afinar el cuerpo. Hizo una pausa para respirar un poco, superficialmente. Era como morir aplastada. Mientras subía oyó más piedras cayendo.
Cuando estuvo firmemente apoyada, se lanzó con todas sus fuerzas por la grieta. El miedo de quedarse atascada en la oscuridad casi era más fuerte que ella. Las gotas de agua que caían le mojaban la cara. Comprendió que era imposible retroceder. Habría sido preferible morir de un balazo que en aquella brecha, aunque si conseguía llegar al otro lado de aquel cuello de botella no había que descartar que se ensanchara. Volvió a apoyarse y a empujar, rompiéndose la ropa en el esfuerzo. Otro empujón. Tanteó hacia delante. La grieta se estrechaba de golpe dos o tres centímetros. Movió la mano como una desesperada buscando algún punto más ancho, pero no había ninguno. Volvió a tantear, casi loca de miedo, pero estaba clarísimo: la brecha quedaba reducida a muy pocos centímetros en toda su extensión, con algunas rendijas todavía más estrechas que partían en varias direcciones. Deslizó las manos por todas partes, palpando toda la superficie de roca, pero era inútil.
Se había abierto la espita de un miedo indescriptible, y Sally no pudo dominarse. Intentó retroceder con todo el cuerpo, aplicando tanta fuerza que casi no podía respirar, pero le faltaba un buen punto de apoyo y musculatura en los brazos para alejarse a pulso de donde estaba. Se había quedado atascada. No podía avanzar. Retroceder tampoco.