Al acercarse a Española, Bob Biler vio parpadear las luces de la ciudad en el aire nocturno. Aún tenía detrás al policía, pero ya no estaba preocupado. Hasta se arrepentía de haber tirado la botella debajo del asiento en un momento de pánico. Había intentado sacarla varias veces con la punta de la bota, pero hacía demasiadas eses con la camioneta. Hubiera podido parar un momento para sacarla con la mano, pero no estaba seguro de que fuera legal salir de la carretera en ese tramo, y prefería no hacer nada que pudiera llamar la atención del policía. Al menos la emisora de canciones de siempre empezaba a sintonizarse bien. Subió el volumen y tarareó la música.
Cuatrocientos metros más adelante vio los primeros semáforos de la entrada de la ciudad. Si encontraba uno rojo tendría el tiempo justo para coger la botella. ¡Caray, qué sed que daba conducir!
Se acercó a los semáforos frenando suavemente y con cuidado, mientras vigilaba al coche patrulla por el retrovisor. En cuanto la camioneta estuvo parada, Biler se agachó y buscó debajo del asiento hasta que su mano pegajosa se cerró alrededor del frío cristal de la botella. La sacó, se agachó por debajo de la altura del asiento y desenroscó el tapón. Después se amorró al gollete y bebió cuanto pudo en el mínimo de tiempo.
De repente oyó un chirrido de neumáticos, mezclado con el sonido de sirenas que lo rodeaban como un coro de lamentos. Se levantó de golpe, olvidando que tenía la botella en la mano, y quedó deslumbrado por el torrente de luz blanca de un foco. Estaba rodeado de coches patrulla, todos con las lucecitas en marcha. No entendía nada. Estaba atónito. Parpadeó para intentar ver algo, mientras sus pensamientos pasaban de la simple confusión al pasmo más absoluto.
Oyó el sonido estridente de un megáfono, en el que alguien repetía:
—¡Salga del coche con las manos en alto! ¡Salga del coche con las manos en alto!
¿Se lo decían a él? Miró a su alrededor, pero solo veía la luz deslumbrante de las sirenas.
—¡Salga del coche con las manos en alto!
Sí, sí, se lo decían a él. Cegado por el pánico, buscó el tirador de la puerta, pero era de los que había que bajar, no que subir. Intentó abrir la puerta empujándola con el hombro. De repente cedió y se abrió de golpe. Biler rodó por el suelo; la botella de Jim Beam se le cayó de la mano y se rompió. Acabó encogido en el asfalto, al lado de la camioneta, demasiado atontado para poder levantarse.
Alguien, con una placa en una mano y una pistola en la otra, le tapó la luz.
—Detective Willer, de la policía de Santa Fe —dijo una voz severa—. No se mueva.
Durante unos instantes no pasó nada. Lo único que Biler veía era la silueta negra sobre un telón de luces. De fondo se oía la voz quejosa de Elvis cantando desde la camioneta, entre interferencias de estática: «You ain’t nothin’ but a hound dog…».
Tras un brevísimo compás de espera, la silueta se enfundó la pistola y se inclinó para verle la cara. Después se irguió, y Biler oyó otra vez su voz, pero se dirigía a otra persona, alguien fuera del campo de visión.
—¿Este quién coño es?