Bob Biler encendió la radio del Chevrolet modelo del 57 y se movió por el dial con la esperanza de pillar su emisora favorita de canciones de siempre de Albuquerque, pero volvió a quedarse con las ganas. Solo captaba ruido y estática. Apagó la radio y se consoló con un trago de la media botella de Jim Beam que había en el asiento del copiloto. Después de relamerse de placer, volvió a tirar la botella al asiento, se pasó las manos por la barba de dos días del mentón y sonrió al pensar en la suerte que había tenido.
Biler ya había renunciado a explicarse el extraño incidente del Sunrise. Alguien le había robado el Dodge y le había dejado un Chevrolet antiguo que era una preciosidad. Tenía las llaves puestas, y valía como mínimo diez veces más que su carraca. Quizá hubiera debido llamar a la policía, pero en el fondo era lógico que si alguien le robaba la camioneta él se quedara con la del ladrón. Además, ya se había metido alrededor de media botella de Jim Beam entre pecho y espalda y no estaba en condiciones de avisar a la poli. La camioneta robada era de su propiedad. ¡Ni que el dueño de un vehículo robado tuviera la obligación de denunciarlo!
De repente los neumáticos derechos traquetearon en el arcén. Biler dio un golpe de volante hacia la izquierda y estuvo a punto de subirse al otro arcén. Tras corregir el rumbo con un pequeño chirrido de neumáticos, logró que la camioneta volviera a estar centrada en el carril. La línea amarilla discontinua se perdía en la oscuridad, completamente recta. Biler se puso encima para seguirla mejor. No pasaba nada. Si venía un coche en sentido contrario, vería los faros a un millón de kilómetros y le sobraría tiempo para apartarse. Robusteció su concentración con otro trago de Jim Beam. Cuando apartó la botella de la boca, sus labios hicieron un «pop» de lo más reconfortante.
Ya eran más de las diez. Llegaría a Española a las diez y media. ¡Dios, qué cansancio! Y qué hartón de kilómetros desde Dolores solo para ver a su hija y al inútil de su marido, que estaba en el paro… Al menos si pudiera sintonizar la emisora de Albuquerque y oír un poco a Elvis, que le levantaría el ánimo a base de bien… Encendió la radio y giró el botón barriendo todas las frecuencias hasta sintonizar una emisora que parecía de música, aunque se oía fatal. Tal vez cuando estuviera más cerca se oiría mejor.
Vio faros a lo lejos y se puso en su carril. Pasó un coche patrulla, que desapareció en una inmensa oscuridad. Biler se pegó un susto al ver que las luces rojas aumentaban bruscamente de intensidad. El poli había frenado. Siguió un parpadeo fugaz y unas luces blancas y más potentes: los faros del coche patrulla, que había dado media vuelta.
Mierda. Tiró al suelo la botella de Jim Beam y la envió de un taconazo debajo del asiento. La camioneta volvió a salirse del carril. Biler se concentró rápidamente en la carretera, haciendo algunas eses con la camioneta antes de corregir el rumbo. Mierda. Más le valía ir despacio y conducir como una viejecita. Su mirada saltó de la carretera al indicador de velocidad, y de este al retrovisor. Se mantenía a noventa por hora, y estaba casi seguro de que cuando se había cruzado con el poli no llegaba a los cien, o sea, más de cinco por debajo del máximo permitido. Como la mayoría de los conductores que bebían de toda la vida, Biler nunca infringía el límite de velocidad. Transcurridos unos minutos de infarto, empezó a tranquilizarse. El poli no había puesto la sirena. Tampoco aceleraba para situarse a su altura. Se conformaba con ir a la misma velocidad que Biler, pero con unos cuatrocientos metros de separación. Sería un state trooper patrullando. Biler centró las manos en el volante y miró la carretera sin moverse de los ciento y pico por hora.
Mejor no se podía conducir…