13

Corvus miraba fijamente el LED verde, paralizado por el miedo. ¿Cómo era posible que el desconocido hubiera burlado las medidas de seguridad del museo? ¿Qué coño quería?

La puerta, al abrirse, proyectó una franja de luz amarilla en el suelo, una franja que se fue ensanchando hasta que se posó en el esqueleto montado de un alosaurio, convirtiéndolo en un monstruo digno de Halloween. La sombra del perseguidor cruzó la barra de luz, creando formas raras en el dinosaurio. En cuanto dio un segundo paso, Corvus vio que llevaba un arma de cañón largo.

Fue este detalle el que le sacó de su pasividad. Tenía que hacer algo. Se volvió y se dirigió al fondo oscuro del almacén. El primer tramo, un estrecho pasillo con estanterías de hierro muy grandes en las dos paredes (llenas de huesos y de cráneos), lo cruzó como una exhalación. Frenó un poco, giró a la derecha y volvió a correr con todas sus fuerzas. Después de recorrer dos pasillos más, el segundo de los cuales iba hacia la izquierda, se puso en cuclillas detrás de un cráneo muy grande de centrosaurio, para ver si lo seguía. Jadeaba, y el corazón le latía tan deprisa que oía la pulsación de la sangre en los oídos. Se asomó a un agujero del collar óseo del monstruo y vio que su perseguidor seguía donde antes, como una silueta negra en la puerta abierta. Mientras miraba, el hombre levantó su arma y se apartó para dejar que la puerta se cerrase. La cerradura de seguridad se trabó automáticamente, devolviendo el almacén a las tinieblas.

Corvus pensó deprisa. Era una locura. Lo estaban persiguiendo en su propio museo. Tenía que ser por un asunto relacionado con el tiranosaurio de Nuevo México. Aquel individuo quería información, y estaba dispuesto a matar por ella.

Oyó una respiración pesada, pero se dio cuenta de que era la suya e intentó controlarse. Tras quitarse los zapatos sin hacer ruido, se internó aún más entre las hileras oscuras de fósiles, hacia el fondo del almacén, donde se guardaban los especímenes montados de mayor tamaño. Al estar tan cerca los unos de los otros, le sería más fácil esconderse. Pero ¿hasta cuándo? Por un lado, el almacén tenía las dimensiones de una nave industrial; por el otro, el desconocido disponía de casi toda la noche para hacer salir a Corvus.

Una voz serena y neutra resonó en la oscuridad.

—Me gustaría hablar con usted, profesor.

Corvus no contestó. Tenía que encontrar un sitio más seguro. Avanzó a gatas y a tientas, intentando no hacer ruido. Había recordado que al fondo había un torso enorme de triceratops envuelto en plástico. Podía esconderse dentro de su caja torácica. Aunque encendieran las luces, él gozaría de la protección de la tupida sombra del esqueleto, y el gran casco con cuernos del dinosaurio le haría de capucha. El triceratops estaba empaquetado entre varias decenas de dinosaurios parcialmente montados, todos con envoltorio de plástico. Corvus se puso a cuatro patas y empezó a gatear por el bosque de huesos, internándose entre los fósiles y reptando por debajo de las láminas de plástico que había colgadas. En un momento dado se paró a escuchar, pero no oyó nada, ni pasos ni movimiento.

Qué raro que el desconocido no hubiera encendido ninguna luz…

—Doctor Corvus, estamos perdiendo un tiempo muy valioso. Muéstrese, por favor.

Corvus se quedó helado. La voz ya no llegaba de la parte delantera del almacén, junto a la puerta, sino de otro punto más cercano, a la derecha. Su perseguidor se había movido en la oscuridad con el más absoluto sigilo.

Extremando la cautela, buscó a tientas los huesos montados de las patas de cada dinosaurio para tratar de identificarlo y situarlo en su mapa mental del almacén, repleto de esqueletos.

Chocó con algo. Un hueso hizo ruido al caer.

—Esto se pone aburrido.

La voz estaba más cerca que antes. Mucho más. Corvus tuvo ganas de preguntar «¿Quién es?», pero no lo hizo, sabía perfectamente quién era: un rival, un paleontólogo o alguien que trabajaba para un paleontólogo y que habría ido a robarle su descubrimiento. Todos los americanos eran unos delincuentes y unos bárbaros.

Corvus alcanzó una lámina de plástico con un crujido enorme. Se detuvo, aguantó un rato la respiración y siguió avanzando a tientas. Si pudiera identificar un dinosaurio, al menos sabría dónde estaba. ¡Ajá! ¡La fúrcula del ovirraptórido Ingenia! Se movió hacia la derecha, esquivando plásticos y buscando el camino con las manos hasta que encontró dos vértebras seguidas de la cola, así como la vara metálica curvada que las sostenía. Era el triceratops. Su mano, al subir, topó con una lámina de plástico muy gruesa. La levantó con muchísimo cuidado y se puso debajo. Una vez dentro, palpó las costillas y gateó hacia la parte delantera, donde estaría protegido por el enorme casco tricorne del dinosaurio, cuyo diámetro frisaba el metro y medio. Se encajó laboriosamente en la cavidad donde habían estado el corazón y los pulmones del animal. Ahí era casi invisible, incluso con la luz encendida. Su perseguidor podía tardar varias horas o toda la noche en encontrarlo. Se quedó encogido, sin moverse, con el corazón palpitando dentro de su propia caja torácica.

—Es inútil que se esconda. Me estoy acercando.

La voz seguía aproximándose. Corvus tuvo un calambre de miedo, como si se le hubiera metido un enjambre de abejas en la cabeza. Tenía grabada la imagen del arma. No era ninguna broma. Lo iban a matar.

Necesitaba un arma.

Palpó la caja torácica, encontró una costilla e intentó desprenderla, pero estaba demasiado bien pegada. Después de probar con unas cuantas más, dio con una que se movió un poco. Buscó con las manos la tuerca y el tornillo que sujetaban el hueso al armazón de hierro. Intentó girarlos, pero no se movían. Entonces desplazó las manos hacia el fondo y buscó la otra tuerca, pero tampoco se movía.

¡Maldición! Debería haber cogido un hueso suelto cuando aún estaba a tiempo. Así tendría un arma.

—Se lo repito, doctor Corvus: esto empieza a ser aburrido. Estoy a punto de llegar.

La voz estaba cada vez más cerca. ¿Cómo se movía tan silenciosamente por la oscuridad? ¿Cómo conocía tan bien la sala? Era como si flotara sin necesidad de luz. En un arrebato de desesperación, Corvus intentó con todas sus fuerzas soltar la tuerca. Sintió que se le clavaba el canto oxidado, y que empezaba a brotar sangre caliente, pero la tuerca no cedió.

La soltó y tragó saliva, moderando su respiración. Su corazón latía con tal fuerza que pensó que debía de oírse desde fuera. Claro que los latidos no se pueden oír… ¿O sí? Si se quedaba muy quieto, sin decir nada, su perseguidor no podría encontrarlo. Con esa oscuridad era imposible.

—¿Doctor Corvus? —dijo la voz—. Lo único que quiero es un dato sobre el Tyrannosaurus rex. Cuando lo tenga, ya no lo molestaré.

Corvus se encogió en posición fetal, temblando incontrolablemente. La voz no estaba a más de tres metros.