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Iain Corvus, que esperaba en un taxi delante del museo, vio el cuerpo delgado e infantil de Melodie bajando por la rampa desde la salida de seguridad. Miró su reloj: medianoche. Se lo había tomado con calma. La menuda silueta de Melodie giró a la izquierda por Central Park West, hacia la parte alta de la ciudad… sin duda volvía a algún miserable estudio de Upper West Side, junto a las vías del tren.

Corvus volvió a reprocharse su estupidez. La magnitud de su error se había hecho patente desde el principio de la conversación telefónica de aquella tarde. Le había puesto uno de los descubrimientos científicos más importantes de todos los tiempos en bandeja a Melodie, y ella lo había cogido al vuelo. Naturalmente, el primer nombre del artículo sería el de Corvus, por ser el más acreditado de los dos autores, pero la que se llevaría casi todo el mérito sería ella. Nadie se engañaría. Melodie nublaría la gloria de Corvus y, en el peor de los casos, la eclipsaría.

Por suerte el problema tenía fácil solución. Corvus se felicitó por haber tenido la idea antes de que fuera demasiado tarde.

Esperó a que Melodie se hubiera fundido con la oscuridad de Central Park West para tirarle un billete de cincuenta al taxista y bajar. Sin perder ni un segundo, cruzó la calle y la entrada de seguridad, saludó con la cabeza a los vigilantes, enseñó la tarjeta de cualquier manera, y diez minutos después estaba en el laboratorio de mineralogía, concretamente frente al armario de especímenes de Melodie. Lo abrió con la llave maestra, y cuál no fue su alivio al ver un montón de CD-ROM, disquetes y las láminas del espécimen bien ordenadas. Le sorprendió lo mucho que Melodie había trabajado en solo cinco días. Otro científico menos capacitado habría tardado un año en obtener toda esa información del espécimen, si es que lo conseguía.

Cogió los CD, cada uno de ellos estaba etiquetado y clasificado. En ese caso, más que en ningún otro, lo que contaba era tener los discos y los especímenes. Sin ellos Melodie carecería de base para presentarse como la autora de la investigación. El mérito recaería legítimamente en Corvus, que a fin de cuentas era quien se lo jugaba todo —incluida su libertad— al pedir el fósil del tiranosaurio para el museo. Era él quien se lo había quitado de las manos a un traficante del mercado negro, y quien le había puesto la oportunidad en bandeja a Melodie. Si él no se hubiera arriesgado, Melodie seguiría con las manos vacías.

Tendría que resignarse a que fuera él quien llevara el control de la investigación. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Pelearse con él? Sería condenarse a no ser contratada por ninguna universidad. No se trataba de un robo, sino de corregir los parámetros del mérito y dar al César lo que era del César.

Corvus guardó el material con gran cuidado dentro de su maletín y encendió el ordenador para consultar los archivos de Melodie, registrándose en la cuenta de administrador del sistema. Nada. Le había hecho caso y lo había borrado todo. Se volvió, dispuesto a marcharse pero de repente se le ocurrió una idea. Debía consultar el diario. Para usar un equipo tan caro como el de aquel laboratorio había que anotar las horas de inicio y final de sesión, junto con la finalidad de esta última. Se preguntó si Melodie había cumplido el requisito y cómo. Volvió a la sala de microscopía electrónica de barrido y abrió el diario para echarle un vistazo. Para su alivio, Melodie había hecho exactamente lo que había que hacer: registrarse con su nombre y apuntar las horas, pero dando respuestas falsas en la casilla «finalidad», cumplimentada con una miscelánea de encargos de otros conservadores.

Magnífico.

Añadió algunas entradas a su nombre, con una letra clara e inclinada. En el apartado «Espécimen» puso «Mesas altas / Desierto del río Chama, Tyrannosaurus rex.» Tras pensárselo un poco, puso en «Comentarios»: «Tercer examen de fragmentos vertebrales muy notables de Tyrannosaurus rex. ¡Fabuloso! Esto hará historia». Firmó y anotó la fecha y la hora. Después retrocedió algunas páginas, encontró varias líneas en blanco al pie y añadió dos entradas similares con fechas y horas apropiadas. Hizo lo mismo con otros diarios de instrumentos de alta tecnología.

Estaba en la puerta de la sala de microscopía electrónica de barrido, a punto de salir, cuando sintió el impulso de ver el espécimen. Abrió el maletín para sacar la caja de las láminas y coger una. La giró lentamente, dejando que la superficie pulida con oro de veinticuatro quilates captara los reflejos de la luz. Después encendió el aparato y, mientras se calentaba, introdujo uno de los trozos de espécimen en la cámara de vacío de la base del visor. En pocos minutos apareció ante sus ojos una micrografía de electrones del tejido esponjoso del dinosaurio, con las células y los núcleos claramente visibles. Se quedó estupefacto. Una vez más, no tuvo más remedio que admirar la pericia de Melodie. Las imágenes eran muy nítidas, rozaban la perfección. Al subir los aumentos a dos mil, una sola célula ocupó toda la pantalla. Vio que contenía una de las partículas negras, las que Melodie había bautizado como «partículas Venus». ¿Qué demontre serían? Bien mirado, tenían una apariencia bastante ridícula: una esfera con un brazo tubular rudimentario que sobresalía en un lado como una cruz. Lo que lo sorprendió fue su magnífico estado de conservación, no tenía los agujeros y las grietas, propios del deterioro, que cabría esperar. La partícula había capeado bien los últimos sesenta y cinco millones de años.

Sacudió la cabeza. Él era paleontólogo especialista en vertebrados, no microbiólogo. La partícula era interesante, pero no pasaba de ser un simple apéndice del principal atractivo, el dinosaurio en sí; un dinosaurio que había muerto víctima ni más ni menos que del impacto del asteroide Chicxulub. Electrizado por la idea, hizo un esfuerzo de moderación. Aún faltaba mucho para que el fósil estuviera sano y salvo en el museo. La prioridad número uno era conseguir el maldito cuaderno, so pena de pasarse la vida caminando sin rumbo por las mesas y los cañones. Retiró el espécimen de la bandeja con un escalofrío interno y apagó la máquina. Después guardó los CD y los especímenes en su maletín y dio una última vuelta por el laboratorio para comprobar que no quedara ningún rastro. Se puso la americana y salió del laboratorio, apagando las luces y cerrando la puerta con llave.

Frente a él se extendía el pasillo del sótano, con su pobre hilera de bombillas de cuarenta vatios y sus tuberías de agua húmedas. Un sitio horrible para trabajar. Le extrañó que Melodie pudiera soportarlo. Hasta los conservadores adjuntos tenían ventanas en sus despachos del cuarto piso.

Se paró justo antes de la primera esquina con un hormigueo en la nuca, como si lo observaran, pero se volvió y no vio a nadie. Se recriminó ser tan asustadizo como Melodie.

Las puertas de los demás laboratorios estaban cerradas con llave. Cuando llegó al otro lado de la esquina vaciló. Estaba seguro de haber oído el suave roce de un zapato en el cemento. Esperó para ver si oía otro paso, o si aparecía alguien por donde había venido él, pero no pasó nada. Soltó una palabrota entre dientes. Probablemente se trataba de un vigilante que hacía su ronda.

Con el maletín bien sujeto, avanzó a grandes zancadas hasta que llegó a la doble puerta de entrada del gran almacén de huesos de dinosaurio. Se detuvo. Esta vez sí había oído algo.

—¿Eres tú, Melodie?

El eco de su voz en el pasillo sonó muy poco natural.

No hubo respuesta.

Empezó a mosquearse. No sería el primer doctorando o conservador visitante a quien pillaban in fraganti intentando robar datos de localización. Incluso era posible que buscaran los suyos. Podía ser una persona que estuviera al corriente de la existencia del tiranosaurio. Tampoco había que descartar que Melodie se lo hubiera contado a alguien. De repente Corvus se alegró de haber tenido la prudencia de llevarse los especímenes y la información.

Esperó, aguzando los oídos.

—Oiga, no sé quién es, pero no consiento que me siga —dijo con dureza.

Dio un paso con la intención de volver atrás, girar la esquina y plantar cara a su perseguidor, pero le faltó el valor. Se dio cuenta de que tenía miedo.

La situación era sumamente ridícula. Miró a su alrededor, vio el brillo de las puertas metálicas del almacén de huesos, se acercó a ellas y deslizó con sigilo su tarjeta por el lector magnético. El piloto de seguridad pasó de rojo a verde y la puerta se abrió con un clic casi inaudible. La empujó y, al volver a cerrarla, oyó que el pestillo electrónico de seguridad volvía a su posición anterior.

La puerta tenía una ventanita de cristal blindado por donde se veía el pasillo. Ahora podría identificar a su perseguidor, y fuera quien fuese, elevaría una queja contundente. Eran intrigas que no se podían permitir.

Al cabo de un minuto, la ventana se oscureció de golpe. Había aparecido una cara de perfil, que bruscamente se giró y miró por el cristal.

Corvus se pegó un susto. Corrió a esconderse en la oscuridad del almacén, pero estaba seguro de que el hombre lo había visto. Atrincherado en una oscuridad total, observó la cara del hombre. Estaba iluminada por detrás, parcialmente en sombras, pero se formó una idea general de los rasgos: pómulos marcados, piel tersa, una mata de pelo azabache, una nariz pequeña y perfectamente formada y unos labios que parecían dos rollitos de arcilla. No consiguió verle lo ojos. Eran dos manchas oscuras debajo de la frente. No le sonaba de nada. Doctorando no era, ni tampoco empleado del museo. Si se trataba de un paleontólogo visitante, debía de tener muy poco prestigio para que Corvus no lo conociera, porque era un campo pequeño.

Le costaba respirar. Por alguna razón, la calma absoluta de la expresión del desconocido le ponía los pelos de punta. También sus labios grises, como de muerto. El hombre seguía en la ventana, inmóvil. De repente se oyó un ruido de fricción seguido por un ligero clic. El pomo interior de la puerta giró suavemente un cuarto de circunferencia, antes de regresar a su posición inicial.

Corvus no daba crédito: el muy cabrón pretendía entrar. Pues lo tenía negro. Al depósito de dinosaurios, que contenía especímenes por valor de millones de dólares, solo tenían acceso media docena de personas, y entre ellas no figuraba aquel personaje. Corváis sabía que la puerta se componía de dos planchas de acero inoxidable de más de medio centímetro de grosor y un núcleo de titanio que rodeaba una cerradura prácticamente imposible de forzar.

Otro ruido de fricción y dos clics sucesivos. El piloto de seguridad interior de la puerta seguía en rojo. No le extrañó. Casi tenía ganas de burlarse con una carcajada, pero la tenacidad de aquel tipejo le producía una mezcla de sorpresa y alarma. ¿Qué diantres quería?

De repente se acordó del teléfono que había al fondo del almacén, cerca de las mesas de estudio, y decidió llamar a seguridad para que detuvieran a aquel desgraciado. Se volvió, pero estaba todo tan oscuro, la sala era tan grande y había tantos anaqueles y dinosaurios exentos, que comprendió que la única manera de ir al fondo era encender las luces. Pero entonces el hombre se iría corriendo… Sacó el móvil de la americana. No, claro, a tanta profundidad no había cobertura. El desconocido seguía jugando con el pomo, haciendo clics y ruidos diversos. Era increíble.

Más ruiditos, un che más seco… y Corvus se quedó literalmente de piedra.

El piloto de seguridad de la puerta acababa de ponerse en verde.