Maddox paró en el arcén, justo antes de la pista de tierra del Servicio Forestal que llevaba a Perdiz Creek. Habían aparecido dos faros por detrás, y antes de girar quería asegurarse de que no fueran los de Broadbent. Apagó el motor y las luces, y esperó a que el vehículo pasara.
Un camión se acercó a toda pastilla, frenó ligeramente y pasó de largo. Maddox dejó escapar un suspiró de alivio. Era un Dodge medio escacharrado. Arrancó para meterse por la pista y, tras cruzar traqueteando la reja para el ganado, siguió por los baches, súbitamente animado. Bajó las ventanillas para que entrara el aire. Era una noche tibia y fragante, las estrellas titilaban sobre el borde oscuro de las mesas. Su plan había funcionado a la perfección: tenía el cuaderno. Ya nada podría detenerlo. Durante algunos días, después de que Broadbent denunciara el secuestro de su mujer, la zona estaría sujeta a cierto ajetreo policial, pero Maddox estaría sano y salvo en Perdiz Creek, escribiendo su novela. Cuando fueran a hacerle preguntas, no encontrarían nada… ni el cadáver ni nada de nada. De hecho, el cadáver no lo encontrarían nunca. Ya había localizado el lugar idóneo para arrojarlo: un conducto inundado de una de las minas superiores. Los puntales de madera que aguantaban el techo que cubría la boca estaban completamente podridos. Cuando hubiera tirado el cadáver, pondría un poco de explosivo para tratar de hundir el techo, y adiós muy buenas. Desaparecida para siempre, como Jimmy Hoffa[4].
Miró su reloj: las diez menos veinte. Dentro de media hora estaría en Perdiz Creek. Tenía buenas razones para querer llegar.
Por la mañana llamaría a Corvus desde una cabina para darle la buena noticia. Miró su teléfono móvil, tentado de hacerlo enseguida… Pero no, no era el momento de equivocarse ni de correr riesgos.
Aceleró por los baches de la pista de tierra que subía por las colinas. En diez minutos llegó a la zona donde el bosque de pinos piñoneros daba paso a otros pinos más altos de la especie ponderosa, siluetas oscuras zarandeadas por el viento de la noche.
Por fin llegó a la fea tela metálica que rodeaba la finca. Salió, abrió con llave, metió el coche por la verja y volvió a cerrarla. Solo faltaban algunos centenares de metros para la casa. La luna aún no había salido. La vieja cabaña era una forma negra recortada sobre las estrellas. Maddox se dijo, con un escalofrío, que la próxima vez dejaría encendida la luz del porche.
Pensó en la mujer que lo esperaba en la oscuridad de la mina, y sintió un hormigueo en las entrañas.