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Maddox aparcó el Range Rover delante del Sunrise Liquor Mart y miró su reloj. Las nueve y veintiuno. En el escaparate de cristal blindado, media docena de anuncios de cerveza proyectaban un calidoscopio de luz fluorescente en el capó polvoriento de su coche. Aparte del encargado no había nadie. La luna aún no había salido. Gracias a sus investigaciones preliminares, Maddox sabía que desde ese punto se veían los faros de los coches que venían del sur dos minutos y cuarenta segundos antes de que pasaran.

Salió, se apoyó en el coche con las manos en los bolsillos, se llenó los pulmones de aire fresco del desierto, cerró los ojos, murmuró su mantra, y consiguió reducir los latidos de su corazón a algo más próximo a la frecuencia normal. Abrió los ojos. La carretera aún estaba oscura. Las nueve y veintidós. Hacía once minutos que había adelantado al Chevrolet de Broadbent. En principio, si iba por donde le había dicho Maddox, giraba deprisa y mantenía la velocidad, faltaban poco más de seis minutos para que sus faros aparecieran por el norte.

Se compró un trozo de pizza hecho hacía diez horas y un vaso gigante de café, y le dio al vendedor la cantidad exacta en calderilla. Salió de la tienda, volvió a su coche, apoyó una bota en el parachoques y miró la oscuridad de la carretera. Dos minutos más. Otra mirada a la tienda lo informó de que el chaval estaba enfrascado en un tebeo. Tiró el café al asfalto y el trozo de pizza a un cactus cholla que ya estaba rodeado de basura. Miró su reloj y su móvil. Había buena cobertura.

Subió al coche y esperó con el motor en marcha.

Las nueve y veintiséis.

Las nueve y veintisiete.

Las nueve y veintiocho.

Bingo: dos faros emergieron del mar de oscuridad, al norte. El tamaño e intensidad de los faros aumentaba despacio a medida que el coche se acercaba por la carretera de un solo carril. De repente, la camioneta pasó de largo como una mancha turquesa, las luces traseras se alejaron hacia el sur, y se perdieron en la oscuridad. Las nueve y media y cuarenta segundos.

Esperó con los ojos en el reloj, y exactamente un minuto después pulsó el botón de marcado rápido de su móvil.

Contestaron enseguida.

—¿Diga?

—Escúchame bien. Sigue igual de deprisa. No frenes ni aceleres. Baja la ventanilla de la derecha.

—¿Y mi mujer?

—Dentro de nada la tendrás. Tú haz lo que te digo.

—Ya he bajado la ventanilla.

Maddox vigiló el segundero de su reloj.

—Cuando te lo diga, cuelga el móvil pero déjalo encendido. Mételo en la bolsa hermética con el cuaderno y tírala por la ventanilla. Espera mi señal. Cuando la hayas tirado, sigue adelante, sin frenar.

—Escúchame, hijo de puta, no haré nada hasta que me digas dónde está mi mujer.

—O me haces caso o dala por muerta.

—Pues entonces no verás el cuaderno.

Maddox miró su reloj. Habían pasado tres minutos y medio. Pisó el acelerador, conduciendo con una sola mano, y salió a la carretera dejando un rastro de goma quemada en el aparcamiento.

—Está en el camping de Madera Creek. ¿Lo conoces? Sesenta kilómetros al sur de aquí, a orillas del río Grande. La muy bruja se me resistió, se hizo daño y ahora está herida, con mi socio. Si no me haces caso, lo llamo, la mata y se va. Vamos, mete el móvil en la bolsa y tírala del coche, ahora.

—Escúchame: si ella muere, eres hombre muerto. Te seguiré hasta el fin del mundo y te mataré.

—¡No te hagas tanto el chulo y haz lo que te digo!

—Lo estoy haciendo.

El teléfono emitió algunos crujidos y la llamada se cortó. Maddox sacó de golpe todo el aire retenido. Miró su reloj, apuntó la hora en minutos y segundos y consultó el indicador de velocidad. El cuaderno estaría a unos tres kilómetros y medio de la tienda. Cerró el móvil y siguió conduciendo a la misma velocidad. Con anterioridad había hecho un examen detenido de la carretera, cronometrando las distancias y anotando lo más significativo. Sabía dónde tenía que estar el cuaderno con una precisión de cuatrocientos metros.

En cuanto pasó el mojón frenó un poco, bajó las ventanillas y marcó el número de Broadbent. Un segundo después oyó sonar débilmente su teléfono. Ahí, en el arcén: una bolsa de plástico con cierre hermético. Mientras pasaba despacio, encendió los faros de su Range Rover por si Broadbent le había tendido una emboscada, pero no había nadie en toda la pradera. Broadbent ya debía de estar conduciendo a toda velocidad hacia el camping de Madera. Probablemente parara en Abiquiú para llamar a la poli y a una ambulancia. Maddox no disponía de mucho tiempo, tenía que coger el cuaderno y salir pitando.

Giró ciento ochenta grados y, cuando llegó otra vez a la altura de la bolsa, saltó del coche y la cogió. Mientras volvía a acelerar, desgarró el plástico con la mano derecha y buscó el cuaderno entre la basura.

Ahí estaba. Lo sacó y lo miró. Estaba encuadernado en piel vieja. Hasta había una mancha de sangre en la tapa de atrás. Lo abrió. Hileras de números de ocho dígitos, tal como le había dicho Corvus. Por fin. Lo había conseguido.

Se preguntó cómo reaccionaría Broadbent al ver que en el camping de Madera no había nadie. «Hasta el fin del mundo».

Ya tenía el cuaderno. Había llegado el momento de deshacerse de ella.