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Tom iba hacia el norte por la nacional 84, haciendo un gran esfuerzo de concentración. El avión había aterrizado con retraso. Eran las ocho y media y aún le faltaba una hora para llegar al tramo de carretera que le había indicado el secuestrador. En el asiento de al lado llevaba una bolsa hermética llena de basura amarilla y, en medio, el cuaderno. La bolsa compartía asiento con el teléfono móvil, que esperaba la llamada con la batería a tope.

Los sentimientos de Tom oscilaban entre la rabia y la impotencia; tenía la sensación, intolerable, de hallarse a merced de los acontecimientos. Le urgía encontrar una manera de recuperar el control, de pasar a la acción desde la simple reacción, pero no podía conformarse con la simple acción, necesitaba elaborar un plan. Y para eso, para poder pensar con toda la frialdad y lucidez posibles, tenía que olvidar sus emociones.

La superficie oscura del desierto pasaba a gran velocidad a ambos lados de la carretera, bajo un cielo tachonado de estrellas inmóviles y luminosas. El viaje en avión de Tucson a Santa Fe había sido para Tom la hora más difícil de su vida. Solo un esfuerzo sobrehumano le había permitido echar el freno a las especulaciones y concentrarse en el problema. Y el problema era muy simple: recuperar a Sally. Era lo único importante. Cuando tuviera a Saíly junto a él, se ocuparía del secuestrador.

Volvió a preguntarse si no habría sido mejor ir a la policía, o directamente al FBI, saltándose a Willer, pero en el fondo sabía que el secuestrador tenía razón: eso significaría perder el control, cedérselo a ellos. Por otro lado, la participación de Willer era inevitable, y Tom daba crédito a las palabras del secuestrador de que mataría a Sally a la menor intervención de las fuerzas del orden. Era un riesgo demasiado grande. No le quedaba más remedio que pensar por sí mismo.

Conocía la parte de la nacional 84 por donde el secuestrador quería que diera vueltas. Era uno de los tramos de dos carriles más solitarios de todo el estado. Solo había una gasolinera y una tienda abierta a todas horas.

Procedió a ponerse en la piel del secuestrador, preguntándose qué habría hecho, cómo lo habría organizado y cómo recogería el cuaderno sin que lo siguieran. Eso era lo que tenía que averiguar: el plan.