19

Cerca ya de Tucson, Tom hizo otra tentativa con el móvil y vio que por fin había cobertura. Miró su reloj. Las cinco y media. Había estado hablando con Dearborn más tiempo de lo que pensaba. Si quería coger el vuelo de las seis y media, tendría que darse prisa.

Marcó el número de casa para ver cómo estaba Sally. Sonó unas cuantas veces y saltó el contestador. «Hola, este es el teléfono de Tom y Sally. Tom está de viaje de negocios y a mí me ha salido un imprevisto en la ciudad, o sea que de momento no podemos atenderos. Si os perdéis alguna clase, perdonad. Os llamo en cuanto pueda. Dejad un mensaje. Gracias».

Colgó al oír el pitido. No solo estaba sorprendido, sino preocupado. ¿Cómo que un imprevisto en la ciudad? ¿Por qué no se lo había dicho por teléfono? Aunque, quizá sí había llamado, porque en casa de Dearborn no había cobertura… Consultó las llamadas perdidas, pero no tenía ninguna.

Volvió a marcar el número de su casa, cada vez más inquieto, y se fijó en el mensaje. La voz de Sally no sonaba normal. Frenó en el arcén para volver a llamar, prestando la máxima atención al tono. Algo pasaba, algo muy grave. Se dio cuenta de que se le había disparado el pulso. Volvió a la interestatal con un chirrido de neumáticos. Mientras aceleraba llamó a la policía de Santa Fe y preguntó por el detective Willer. Después del mal rato de que le pasaran dos veces, reconoció una voz inexpresiva.

—Soy Tom Broadbent.

—Dígame.

—Estoy fuera de la ciudad. Acabo de llamar a mi mujer, pero pasa algo raro. Debería estar en casa, pero no la encuentro, y el mensaje que ha dejado en el contestador no tiene sentido. Creo que la han obligado a grabarlo. Le ha pasado algo.

Willer tardó un poco en contestar.

—Voy ahora mismo a echar un vistazo —dijo.

—Le agradecería que usara todos sus recursos para encontrarla.

—¿Cree que la han secuestrado?

Tom vaciló.

—No lo sé.

Una pausa.

—¿Hay algo más que debamos saber?

—Todo lo que sé ya se lo he dicho. Ustedes vayan lo antes posible.

—Me encargaré personalmente. ¿Nos autoriza a echar la puerta abajo si está cerrada con llave?

—Sí, claro.

—¿Cuándo vuelve?

—Mi vuelo de Tucson aterriza a las siete y media.

—Deme su número, lo llamaré desde su casa.

Tom le dio el del móvil y colgó, abrumado por una sensación de impotencia y reproche. Había sido una estupidez dejar a Sally sola.

Pisó el pedal hasta el fondo y aceleró a más de ciento sesenta. No podía perder el avión por nada del mundo.

Un cuarto de hora después sonó el teléfono.

—¿Hablo con Tommy Broadbent?

No era Willer.

—Mire, estoy esperando una llamada impor…

—Cállate y escucha, majo.

—¿Quién coño…?

—He dicho que te calles.

Una pausa.

—Tengo a tu mujercita, Sally. No le ha pasado nada, al menos de momento. Solo quiero el cuaderno. ¿Me entiendes? Contesta sí o no.

Tom apretó el teléfono como si quisiera romperlo.

—Sí —consiguió decir después de un rato.

—Cuando me des el cuaderno te devuelvo a Sally.

—Escúcheme, como le toque un…

—Es la última vez que te lo digo: cállate de una puta vez.

Tom oyó una respiración pesada en el auricular.

—¿Dónde estás? —dijo la voz.

—En Arizona.

—¿Cuándo vuelves?

—A las siete y media. Escúcheme…

—No, el que tiene que escucharme eres tú, y muy atentamente. ¿Te ves capaz? —Sí.

—Cuando aterrices, sube al coche y ve hacia Abiquiú. Cuando hayas cruzado el pueblo, coge la nacional 84 en dirección norte, como si fueras al embalse, y no pares por nada. Deberías llegar hacia las nueve. ¿Llevas el cuaderno?

—Sí.

—Bien. Quiero que lo metas en una bolsa hermética y que la llenes de porquería para que parezca basura. Tendrá que ser basura amarilla. ¿Me has entendido? Amarillo chillón. Da vueltas por la nacional 84 justo antes de la salida del embalse y de Ghost Ranch. Ve exactamente a cien por hora, con el móvil encendido. Aparte de algunos puntos muertos, hay bastante cobertura. Te llamaré para darte más instrucciones. ¿Me has entendido?

—Sí.

—¿En qué número de vuelo llegas?

—Southwest Airlines 662.

—Vale, miraré la hora exacta de llegada y te esperaré en Ghost Ranch una hora y cuarenta y cinco minutos después. No pases por tu casa. No hagas nada que no sea coger el coche y conducir directamente hasta Abiquiú, ¿me entiendes? Luego te dedicas a dar vueltas entre el embalse y Ghost Ranch hasta que te llame. Ve todo el rato a cien.

—Bueno, pero como le haga daño…

—¿Daño, a Sally? Mientras cumplas a rajatabla todo lo que digo, estará muy bien cuidada. Ah, oye, Tom: nada de polis. Te diré por qué. Ningún secuestro ha salido bien con la poli de por medio. ¿Conoces la estadística? Siempre que alguien avisa a la pasma, el secuestro sale mal y la víctima suele acabar muerta. Como avises a la poli, la habremos cagado los dos. Ellos irán a la suya, pasando de ti y de lo que pueda preocuparte. Perderás el control, lo perderé yo, y Sally morirá. ¿Entiendes lo que te digo? Si llamas a la poli, el próximo beso que le des a tu mujer será para despedirte de ella en una camilla de acero inoxidable del depósito de cadáveres. ¿Está claro?

Silencio.

—¿Me he explicado bien?

—Sí.

—Me alegro. Los únicos que intervendremos seremos tú y yo, controlándolo todo de principio a fin. Yo me quedo el cuaderno, y tú a tu mujer. Control total. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Tengo una radio que sintoniza las emisoras de la policía, y cuento con otras maneras de enterarme si llamas a la pasma. También tengo un socio.

Se cortó la llamada.

Tom casi no podía conducir ni ver la carretera. El teléfono volvió a sonar casi enseguida. Era Willer.

—¿Señor Broadbent? Estamos en su casa, en la sala de estar, y me temo que tenemos un problema.

Tom tragó saliva. Se había quedado sin voz.

—En la pared hay una bala. La policía científica vendrá ahora a sacarla.

Tom se dio cuenta de que estaba haciendo eses por la carretera con el pie clavado en el pedal, casi a ciento ochenta por hora. Frenó e hizo un esfuerzo enorme para concentrarse.

—¿Oiga? —dijo la voz lejana de Willer.

Tom recuperó la voz.

—Detective Willer, le agradezco que se haya tomado tantas molestias, pero ya está todo arreglado. Acabo de hablar con Sally y está bien.

—Ah ¿sí?

—Sí, ha tenido que irse a Albuquerque a cuidar a su madre, que está enferma.

—Pues tiene el jeep en el garaje.

—No, el jeep no funciona. Se ha ido en taxi.

—¿Y el F350?

—Solo es para transportar caballos.

—Ya. ¿Y la bala…?

Tom logró reírse con naturalidad.

—¡Ah, sí, la bala! Es… es vieja.

—A mí me parece reciente.

—Bueno, de hace un par de días. Se me disparó la pistola sin querer.

—¿De verdad?

El tono de Willer era frío.

—Sí.

—¿Podría decirme la marca y el calibre, si no le molesta?

—Un revólver Smith & Wesson calibre treinta y ocho. —Un largo silencio—. Como le decía, detective, siento mucho haberlo molestado, pero ha sido una falsa alarma.

—También hay una mancha de sangre en la alfombra. ¿Es igual de vieja?

Esta vez a Tom no se le ocurrió qué contestar. Tuvo un ataque de náuseas. Como aquellos cabrones le hubieran hecho algo…

—¿Mucha sangre?

—No, una manchita, pero aún está húmeda.

—No sé qué decirle, detective. Puede que… puede que se haya cortado alguien.

Tragó saliva.

—¿Quién? ¿Su mujer?

—No sé qué decirle.

Escuchó el zumbido del auricular. Era necesario llegar a tiempo al aeropuerto y colaborar con el secuestrador. Nunca se perdonaría haber dejado sola a Sally.

—¿Señor Broadbent? ¿Le suena la expresión «causa razonable»?

—Sí.

—Pues es lo que hay aquí. Hemos entrado en su casa con su autorización. Hemos encontrado la causa razonable de la comisión de un delito, y ahora procederemos a investigarla. En estas circunstancias no necesitamos ninguna orden judicial.

Tom tragó saliva. Como el secuestrador tuviera la casa vigilada y la viera llena de policías…

—Bueno, pues que sea deprisa.

—¿Dice que su avión llega a las siete y media? —preguntó Willer.

—Sí.

—Me gustaría verlos a usted y a su mujer esta noche, aunque tenga enferma a su madre. A las nueve en punto en la comisaría. Y vaya con el abogado que mencionó, tengo la corazonada de que lo necesitará.

—No puedo. A las nueve no. Es imposible. Además, mi mujer está en Albuquerque…

—No es ninguna propuesta, señor Broadbent. O se presentan a las nueve, o pido una orden de arresto. ¿Me explico?

Tom tragó saliva.

—Mi mujer no tiene nada que ver.

—Si no la trae, tendrá más problemas que hasta ahora. Y permítame que le diga que ya tiene bastantes.

El teniente colgó.