Harry Dearborn respiró profundamente, su rostro seguía en la penumbra.
—Caramba, ya son las cuatro y media. ¿Le apetece un té?
—Si no es mucha molestia… —dijo Tom, curioso por saber cómo se las arreglaría aquel hombre tan gordo no solo para hacer té, sino para levantarse del sillón.
—Ninguna en absoluto.
Con un pequeño movimiento del pie, Dearborn pisó un bultito del suelo. Al cabo de un momento apareció un criado procedente del fondo de la casa.
—Té.
El criado se retiró.
—¿Dónde nos habíamos quedado? Ah, sí, en la hija de Stem Weathers. Se llama Roberta.
—Robbie.
—Sí, su padre la llamaba Robbie. Es una pena, pero no se llevaban muy bien. Lo último que oí fue que estaba intentando establecerse como artista en Texas, creo que en Marfa, por la zona del Big Bend. Es un pueblo. Debería ser fácil encontrarla.
—¿De qué conocía a Weathers? ¿Buscaba dinosaurios para usted?
Un dedo gordo dio unos golpecitos en el apoyabrazos del sillón.
—A mí nadie me busca nada, Thomas, aunque pueda transmitir sus indicaciones de determinados clientes. Mi relación con la búsqueda se reduce a exigir pruebas documentales de que el fósil se halla en terreno privado.
El silencio de Dearborn fue lo bastante largo para que una sonrisa irónica se dibujase en la parte inferior de su cara.
—La mayoría de los buscadores de fósiles se centran en la mercancía pequeña —continuó explicando—. Yo los llamo los de los helechos y los peces, como el señor Beezon. Porquería la hay para llenar camiones. De vez en cuando, por casualidad, encuentran algo importante, y entonces vienen a verme. Yo tengo clientes que buscan cosas especiales: empresarios, museos extranjeros, coleccionistas… Pongo en contacto a los compradores y los vendedores, y me quedo el veinte por ciento de comisión. Pero ni veo ni toco los especímenes. No soy hombre de acción.
Tom reprimió una sonrisa.
El criado volvió con una enorme bandeja de plata que contenía una tetera con un cobertor acolchado, varias bandejas con montañas de bollos, lionesas y brioches en miniatura, botes de mermelada, mantequilla, nata espesa y miel. Tras dejarla junto a Dearborn, en una mesita, desapareció tan silenciosamente como había llegado.
—¡Magnífico!
Dearborn retiró el cobertor de la tetera, sirvió el té en dos tazas de porcelana y añadió leche y azúcar.
—Su té.
Tendió a Tom un plato y una taza. Tom los cogió y bebió un poco.
—Yo en esto no transijo. Mi té con pastas quiero que me lo preparen a la inglesa, no como los bárbaros de los americanos.
Dearborn se rio entre dientes. Terminó su taza de té con un solo movimiento perfectamente controlado de la mano, la dejó en la mesa y acercó una de sus manos regordetas a las pastas para coger un brioche muy caliente, abrirlo, untarlo de nata espesa y metérselo en la boca. Acto seguido cogió un bollo caliente, le puso encima un trozo de mantequilla blanda y esperó a que se hubiera derretido para comérselo.
—Sírvase, por favor —dijo con la boca llena.
Tom cogió una lionesa, que en respuesta al mordisco disparó nata por la parte trasera y le dejó la mano perdida. Después de comérsela, chupó la nata con la lengua y se limpió la mano.
Dearborn se relamió, se limpió la boca con una servilleta y siguió hablando.
—Stem Weathers no tenía nada que ver con los de los helechos y los peces. Él se centraba en especímenes únicos. Se pasó la vida buscando dar la campanada. Todos los buscadores de grandes dinosaurios están cortados por el mismo patrón. No lo hacen por dinero, sino porque están obsesionados. Lo que los impulsa es la emoción de la búsqueda, el placer de acertar y la obsesión por encontrar algo de valor incalculable, único en su género.
Se sirvió otra taza de té, la levantó con el plato hacia la boca y se bebió la mitad de un solo trago.
—Aparte de gestionarle los descubrimientos, yo a Stem lo dejaba a su aire. Casi nunca me explicaba a qué se estaba dedicando, o dónde estaba buscando, pero esta vez corrió la voz de que tenía entre ceja y ceja algo muy gordo en esa zona, la de las mesas. Lo malo es que habló con demasiada gente para ver si se enteraba de algo nuevo: geofísicos, cosmoquímicos, conservadores de paleontología de varios museos… Fue una tontería. Era demasiado conocido. Los rumores se propagaron enseguida. Teniendo en cuenta que su modus operandi lo conocía todo el mundo, su GPR casero y el cuaderno se habían hecho legendarios, no me sorprende que fueran a por él. Por otra parte, la región de las mesas es pública en toda su extensión. La supervisa la Dirección de Gestión del Territorio. En principio Stem no podía buscar allí. Llevarse algo de suelo público sin autorización previa de la administración central es lisa y llanamente un robo, y de los graves.
—¿Por qué se arriesgaría?
—Bueno, tampoco es un riesgo tan grande. No era el único. La mayoría de las tierras de la Dirección de Gestión del Territorio quedan tan lejos que las posibilidades de que te pillen son casi nulas.
—¿Qué tipo de descubrimientos le traía?
Dearborn sonrió.
—No soy ningún chivato. Confórmese con saber que nunca me hacía perder el tiempo con nada mediocre. Dicen que olía los dinosaurios muertos aunque llevaran millones de años enterrados.
Emitió un suspiro elegiaco, cortado a destiempo por la entrada en su boca de un bollo con mermelada.
—Su problema no era encontrar los dinosaurios, sino qué hacer con ellos. Siempre metía la pata en el aspecto económico. Yo intentaba ayudarlo, pero siempre se metía en algún lío. Era una persona difícil: solitario, susceptible, fácil de ofender… ¿Que podía encontrar un dinosaurio por valor de un millón de dólares? Sí, claro, pero luego se gastaba cien mil en desenterrar el fósil y enviarlo a un laboratorio. Para limpiar y preparar un dinosaurio grande se necesitan unas treinta mil horas de trabajo, sin incluir el montaje. Weathers se encariñaba demasiado con sus dinosaurios, y el resultado era que siempre estaba en números rojos. Pero desde luego sabía encontrarlos.
—¿Tiene alguna idea de quién pudo matarlo?
—No, pero tampoco es muy difícil adivinar qué pasó. Últimamente siempre lo seguían algunos buscadores de los de segunda, y ya le digo que se corrió la voz. Weathers hizo demasiadas preguntas a demasiados geólogos, sobre todo a los que estudian la extinción masiva del límite KT. Todo el mundo sabía que Stem había olfateado algo muy gordo y que le seguía el rastro. Yo creo que lo mató un rival.
Tom se inclinó.
—¿Alguno en concreto?
Tras negar con la cabeza, Dearborn cogió una lionesa y se la comió de un bocado.
—En este negocio conozco a todo el mundo. Los buscadores de dinosaurios que se mueven en el mercado negro son gente dura, de la que se lía a puñetazos en las reuniones. Se quitan mutuamente los descubrimientos, mienten, engañan, roban… Pero ¿matar? Lo dudo. Para mí que el asesino es alguien nuevo en el negocio, o alguien a sueldo que se toma demasiado en serio su trabajo.
Se acabó la taza y volvió a llenarla.
—Ha hablado de rumores…
—Weathers llevaba un par de años recorriendo Nuevo México en busca de un estrato de arenisca que recibe el nombre de formación de Hell Creek.
—¿Hell Creek?
—Es una formación sedimentaria enorme de la que proceden casi todos los tiranosaurios conocidos. Aflora en varios puntos de las Rocosas, pero de momento en Nuevo México no la ha encontrado nadie. El primero que descubrió el estrato fue un paleontólogo que se llamaba Barnum Brown. Lo encontró hace más o menos un siglo en Hell Creek, Montana. Pero Weathers buscaba algo más que simples rocas de Hell Creek. A él le obsesionaba el límite KT en sí mismo.
—¿El límite entre el Cretácico y el Terciario?
—Exacto. Verá, la formación de Hell Creek limita por su parte superior con el estrato del KT, que solo mide un par de centímetros de grueso, pero registra el acontecimiento que extinguió a los dinosaurios: la caída de un asteroide. No hay muchos sitios en el mundo con una secuencia rocosa interrumpida en el límite KT. Yo creo que si Weathers fue a la zona de las mesas de Abiquiú fue por eso, para buscar el estrato del límite KT.
—Y ¿por qué buscaba concretamente el límite KT?
—No estoy seguro. En términos generales es la capa de rocas más interesante de la que se tiene constancia. Contiene los escombros que produjo el impacto del asteroide, así como la ceniza procedente del incendio de los bosques del planeta. En Ratón Basin, Colorado, hay una secuencia de rocas del estrato del límite KT espectacularmente clara. El asteroide cayó donde ahora está la península de Yucatán, en México, y la inclinación de su trayectoria sembró de escombros fundidos gran parte de América del Norte. El asteroide ha sido bautizado Chicxulub, que en la lengua de los mayas significa «la cola del diablo». Simpático, ¿eh?
Dearborn se rio y aprovechó para zamparse otro bollo.
—En el momento de chocar con la Tierra, la velocidad de Chicxulub era de cuatro mach. Imagínese lo grande que sería, que cuando entró en contacto con la superficie del planeta su altura superaba la del Everest. Vaporizó un buen trozo de la corteza terrestre, generando una columna de materia de más de cien kilómetros de altura que atravesó la atmósfera y se puso en órbita. Una parte de esa materia cubrió la mitad de la distancia hasta la luna antes de realizar el trayecto inverso a más de cuarenta mil kilómetros por hora. El recalentamiento consiguiente de la atmósfera produjo incendios gigantes y descontrolados que arrasaron los continentes, produjeron cien mil millones de toneladas de dióxido de carbono, cien mil millones de toneladas de metano y setenta mil millones de toneladas de hollín. El humo y el polvo eran tan densos que la Tierra quedó sumida en una oscuridad total. La fotosíntesis se interrumpió de golpe, y las cadenas tróficas dejaron de funcionar. Hubo una especie de invierno nuclear, en el que la Tierra estuvo congelada durante meses. Justo después se produjo un efecto invernadero galopante causado por el desprendimiento repentino de dióxido de carbono y de metano. La atmósfera terrestre tardó ciento treinta mil años en templarse y volver a la normalidad.
Dearborn se relamió, quitándose un resto de nata con una lengua grande y rosada.
—Todo esto lo registran muy bien las rocas del límite KT de Ratón Basin. Lo primero que se ve es una capa de escombros, fruto del impacto en sí. Es un estrato grisáceo, con gran presencia de iridio, un elemento escaso que solo se encuentra en los meteoritos. Al microscopio se advierte que está lleno de minúsculas esférulas, gotitas congeladas de roca derretida. Encima de esta capa hay otra completamente negra que fue descrita por un geólogo como «la ceniza del mundo cretácico». Los geólogos son los grandes poetas de la ciencia, ¿no le parece?
—Sigue extrañándome el interés de Weathers por el límite KT en alguien que solo buscaba dinosaurios.
—Sí, es un misterio. Puede que usara el estrato para localizar fósiles de tiranosaurio. El Cretácico final, justo antes de la extinción, es la época en que los dinosaurios dominaron la Tierra.
—¿A cuánto se cotiza un buen tiranosaurio en estos momentos?
—Alguien ha dicho que si se juntaran todas las personas que han encontrado un tiranosaurio no darían ni para un equipo de béisbol. Es lo menos habitual del mundo. Yo, para el próximo que salga al mercado privado, ya tengo dos docenas de clientes esperando, y calculo que algunos estarían dispuestos a pagar cien millones o más.
Tom silbó.
Dearborn dejó la taza, pensativo.
—Yo tenía la sensación…
—¿De qué?
—De que Stem Weathers buscaba algo más que un simple tiranosaurio, algo relacionado con el límite KT propiamente dicho, pero no sabría concretar…
Dejó la frase a medias y se sirvió otra taza de té.
—Pobre Stem. Y pobre Robbie. No le envidio tener que darle la noticia.
Se acabó la taza y se comió otro bollo. Después se pasó la servilleta por la cara y las puntas de los dedos.
—Bueno, Thomas, ahora le toca hablar a usted. Explíqueme qué encontró Stem Weathers. Naturalmente, puede contar con mi discreción.
Le brillaban los ojos.
Tom sacó de su bolsillo el esquema del ordenador y lo abrió sobre la mesa de centro.
Lentamente, inexorablemente, pero movido por un ímpetu colosal, el grandioso cuerpo de Harry Dearborn se levantó de la silla, mudo en su estupor.