13

—Dicen que esto era un burdel —le explicó Beezon a Tom.

Estaban en la entrada de tierra de una mansión victoriana medio en ruinas que se alzaba incongruentemente en un desierto salpicado de palo verde, choya güera y ocotillos.

—Pues tiene más aspecto de casa encantada que de casa de putas —dijo Tom.

Beezon se rio.

—Le advierto de que Harry Dearborn es un poco excéntrico y se ha hecho mítico por su brusquedad.

Cruzó el porche con pasos pesados, levantó la aldaba de bronce en forma de león, y la hizo chocar contra la puerta una sola vez, sonoramente. Un momento después se oyó un vozarrón dentro de la casa.

—Pasen, está abierto.

Entraron. La casa estaba a oscuras, con casi todas las cortinas corridas, y olía a moho y a gatos. Parecía un almacén de oscuros muebles Victorianos. En el suelo se solapaban las alfombras persas. Las paredes estaban llenas de vitrinas de roble y cristal ondulado, cuyas entrañas en penumbra albergaban un sinfín de especímenes minerales. En algunos puntos había lámparas de pie, con pantallas de borlas, que proyectaban círculos de luz tenue y amarilla.

—Aquí —dijo la misma voz gutural—. Y no toquen nada.

Beezon entró el primero en una sala de estar. En el centro había un hombre de una gordura desmedida, incrustado en un sillón descomunal de chintz con estampado de flores y antimacasares en los apoyabrazos.

La luz procedía del fondo de la sala y dejaba su rostro en la penumbra.

—Hola, Harry —dijo Beezon, con cierto nerviosismo en la voz—. Cuánto tiempo, ¿eh? Te presento a un amigo, Thomas Broadbent.

Una mano muy grande brotó del tapizado para indicar vagamente dos sillones de orejas. Beezon y Tom se sentaron.

Tom se fijó en el hombre. Guardaba un notable parecido con Sidney Greenstreet: traje blanco con camisa oscura y corbata amarilla, pelo ralo cuidadosamente peinado hacia atrás… Un individuo sumamente pulcro a pesar de su corpulencia. Tenía una frente ancha, de una lisura y blancura dignas de un bebé, y llevaba varios anillos de oro macizo en los dedos.

—Vaya, vaya… —dijo Dearborn— si es Robert Beezon, el hombre de los amonites… ¿Cómo va el negocio?

—Como nunca. Los fósiles se han puesto de moda para decorar oficinas.

Otro gesto de indiferencia con la mano en alto, moviendo los dedos de un modo casi imperceptible.

—¿Qué quieres?

Beezon carraspeó.

—El señor Broadbent…

Dearborn lo interrumpió para dirigirse a Tom.

—¿Broadbent? ¿Por casualidad es pariente de Maxwell Broadbent, el coleccionista?

Tom se llevó un susto.

—Era mi padre.

—Maxwell Broadbent… —Dearborn gruñó—. Un hombre interesante. Coincidimos un par de veces. ¿Sigue vivo?

—Falleció el año pasado.

Otro gruñido. Apareció una mano con un pañuelo enorme, que dio unos toquecitos al rostro carnoso y facetado.

—Lo siento. El mundo necesita gente como él, gigantes. La gente se ha vuelto tan… normal… ¿Me permite preguntarle de qué murió? No podía tener mucho más de sesenta.

Tom vaciló.

—Pues… murió en Honduras.

Las cejas se arquearon.

—¿Algún misterio?

La franqueza de Dearborn desconcertó a Tom.

—Murió haciendo lo que le gustaba hacer —dijo con cierta sequedad—. Podría haber pedido algo mejor, pero lo aceptó con dignidad. No tiene nada de misterioso.

—Lo siento de veras. —Una pausa—. En fin, Thomas, ¿en qué puedo ayudarle?

—El señor Broadbent está interesado en la compra de un dinosaurio… —empezó a explicar Beezon.

—¿Un dinosaurio? ¿De dónde has sacado que yo vendo dinosaurios?

—Bueno… —Beezon se calló con cara de consternación.

Dearborn tendió hacia él una mano muy grande.

—Robert, te agradezco mucho que me hayas presentado al señor Broadbent. Perdona que no me levante, pero parece que el señor Broadbent y yo tenemos que hablar de negocios, y preferiría que fuese en privado.

Beezon se levantó y, dudando, se giró hacia Broadbent. Quería decir algo. Tom adivinó de qué se trataba.

—¿Lo que acordamos? Cuente con ello.

—Gracias —dijo Beezon.

Tom sintió una punzada de culpabilidad. Naturalmente, no habría ninguna comisión. Poco después de que Beezon se despidiera, oyeron el ruido de la puerta y el del motor del coche.

Dearborn se giró hacia Tom con algo parecido a una sonrisa en la cara.

—Bueno, bueno… ¿He oído la palabra dinosaurio? Lo que he dicho es verdad. Yo no vendo dinosaurios.

—Entonces, ¿a qué se dedica exactamente, Harry?

—A hacer de intermediario en la compraventa de dinosaurios.

Dearborn se apoyó en el respaldo y esperó sonriendo.

Tom hizo un esfuerzo de concentración.

—Yo soy banquero de inversiones. Tengo clientes en Extremo Oriente, y hay uno que…

La mano regordeta se volvió a levantar e interrumpió el discurso que Tom llevaba preparado.

—Con Beezon puede que te haya funcionado, pero yo no me lo trago. Dime la verdad.

Tom reflexionó. El brillo cínico y sagaz de los ojos de Dearborn le convenció de que lo mejor era contar la verdad.

—No sé si ha leído la noticia del asesinato en las mesas del norte de Abiquiú, en Nuevo México.

—Sí.

—Yo soy el hombre que encontró el cadáver. Pasaba cerca de él cuando estaba agonizando.

—Sigue —dijo Dearborn con tono neutro.

—Me puso un cuaderno en la mano y me hizo prometer que se lo daría a su hija Robbie. Estoy intentando cumplir la promesa, pero el problema es que de momento la policía aún no lo ha identificado. Que yo sepa, ni siquiera han encontrado el cadáver.

—¿Te dijo algo antes de morir?

Tom contestó con una evasiva.

—Solo estuvo lúcido un momento.

—¿Y el cuaderno? ¿Qué contiene?

—Números, listas de números.

—¿De qué tipo?

—Datos de una inspección con georradar.

—Claro, claro, así es como él trabajaba. ¿Puedo preguntarte por tu interés en el asunto?

—Señor Dearborn, le hice una promesa a un moribundo, y yo las promesas las cumplo. Mi interés no va más allá.

Harry Dearborn parecía divertido por la respuesta.

—Si yo fuera Diógenes, señor Broadbent, estoy convencido de que tendría que apagar mi linterna. Es usted lo que casi no hay: una persona honrada. O eso o un mentiroso consumado.

—Según mi mujer, es pura y simple tozudez.

Dearborn contestó con un suspiro mustio.

—He seguido lo del asesinato de Abiquiú. Me interesaba saber si se trataba de un buscador de dinosaurios que conozco. Estaba al tanto de que se había ido a esa zona a buscar algo, y que según los rumores era algo importante. Al parecer ha pasado lo que me temía.

—¿Sabe cómo se llama?

Dearborn cambió de postura. La redistribución de su cuerpo obeso hizo crujir el sillón.

—Marston Weathers.

—¿Quién era?

—Ni más ni menos que el buscador de dinosaurios número uno del país. —Dearborn juntó las manos y las apretó—. Sus amigos lo llamaban Stem[3], porque era alto y chupado. Dígame una cosa, señor Broadbent, ¿el bueno de Stem encontró lo que buscaba?

Tom titubeó. Algo lo impulsaba a fiarse de Dearborn.

—Sí.

Otro suspiro largo y triste.

—¡Pobre Stem! Murió tal como había vivido, irónicamente.

—¿Qué puede contarme de él?

—Mucho. A cambio, señor Broadbent, usted me contará lo que encontró. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.