Tom entró a media tarde en el aparcamiento del centro comercial Silver Strike, en una urbanización bastante sórdida de las afueras de Tucson, y después de aparcar su coche de alquiler caminó por el asfalto pegajoso hacia la entrada. Dentro, el aire acondicionado imponía unas condiciones poco menos que árticas. The Fossil Connection quedaba perdido al fondo del centro comercial. Encontró un escaparate que sorprendía por su modestia: algunos fósiles expuestos detrás de la parte sin encalar de un cristal. En la puerta había un letrero VENTA EXCLUSIVA A MAYORISTAS. ABSTENERSE CURIOSOS.
La puerta estaba cerrada, pero al pulsar el timbre se abrió con un clic. Tom entró.
Parecía más una asesoría jurídica que uno los comercios de fósiles al por mayor más importantes del Oeste. Era un local con moqueta gris y carteles que ensalzaban el espíritu de empresa y la atención al cliente. En la sala de espera había dos secretarias, cada en una punta. También había un par de sillas entre grises y marrones, una mesa de cristal y cromo y una estantería con fósiles a modo de decoración. En medio de la mesa de centro se veía una amonita de grandes dimensiones y un montón de revistas sobre fósiles y de prospectos del Tucson Gem and Mineral Show.
Una de las secretarias levantó la cabeza, y cuando vio el traje de Valentino de dos mil dólares y los zapatos hechos a mano de Tom arqueó las cejas sin disimular.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Estoy citado con Robert Beezon.
—¿Su nombre?
—Broadbent.
—Siéntese, si es tan amable. ¿Le apetece algo de beber, señor Broadbent? ¿Café? ¿Té? ¿Agua mineral?
—No, gracias.
Tom se sentó, cogió una revista y la hojeó. El solo hecho de pensar en el engaño que había planeado lo llenaba de impaciencia. El traje era uno de los muchos que tenía en el armario y nunca se ponía, comprados por su padre expresamente para él en Londres y Florencia.
El teléfono de la mesa de la secretaría sonó casi enseguida.
—Ya puede pasar a ver al señor Beezon.
Señaló con la cabeza una puerta con un cristal esmerilado donde se leía BEEZON.
Cuando Tom se levantaba de la silla, se abrió la puerta y apareció un hombre corpulento con camisa, corbata y el pelo peinado por encima de la calva. Podía pasar perfectamente por un abogado de pueblo sobrecargado de trabajo.
Le tendió la mano.
—¿El señor Broadbent?
El interior del despacho sí delataba que la ocupación de Beezon no era ni la contabilidad ni el derecho. En las paredes había pósters de especímenes de fósiles. También había una vitrina con toda una gama de cangrejos, medusas y arañas fósiles; en el medio había una placa fósil muy curiosa, contenía un pez fosilizado con otro pez en el estómago, que a su vez tenía en el suyo un pececillo.
Tom se sentó en una silla. Beezon lo hizo al otro lado de la mesa.
—¿Qué, le gustan mis joyitas? Así nunca me olvido de que en este mundo el pez grande se come al pez chico.
Tom respondió con una risa de compromiso; era obvio que Beezon siempre empezaba igual.
—Muy bonitas.
—Bueno, señor Broadbent, nunca había tenido el placer de hacer negocios con usted. ¿Es nuevo en el sector? ¿Tiene una tienda?
—Soy mayorista.
—Aquí vendemos mucho a mayoristas; pero es raro que nunca hayamos coincidido. Somos pocos, ya sabe.
—Acabo de entrar en el negocio.
Beezon juntó las manos en la mesa y miró a Tom, sus ojos se deslizaron por su traje.
—¿Tiene una tarjeta?
—No llevo.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle, señor Broadbent?
Beezon ladeó la cabeza, como si esperase una explicación.
—Venía con la idea de ver algunas muestras.
—Acompáñeme, le enseñaré lo que se cocina en la trastienda.
—Estupendo.
Beezon se levantó pesadamente de detrás de la mesa. Tom lo siguió hasta el fondo del despacho, donde había una puerta que llamaba muy poco la atención. Beezon la abrió con llave. Penetraron en una sala cavernosa con estantes de metal llenos de millares o millones de fósiles. Hombres y mujeres iban de un lado a otro conduciendo o empujando carretillas cargadas de rocas. El aire olía a polvo de roca.
—Aquí antes había unos grandes almacenes Dillard’s —dijo Beezon—, pero como esta punta del centro comercial nunca acabó de arrancar conseguimos el local a buen precio. Es almacén, sala de exposición y zona de carga y descarga, todo en uno. El material en bruto entra por una punta y sale terminado por la otra.
Cogió a Tom por el codo para hacerlo avanzar en paralelo a una pared en la que se apoyaban placas gigantes de piedra bien apuntaladas con maderas de diez por cinco y envueltas en plástico acolchado.
—Acaba de llegarnos de Green River un material buenísimo, de lo mejor que hay. Si quiere se lo vendo por metros cuadrados y usted lo desmenuza, lo vende pez por pez y quintuplica la inversión.
Llegaron a unas cubas llenas de fósiles. Tom vio que eran amonites.
—Somos los primeros vendedores del mundo de amonites, pulidos o en bruto, con matriz o sin matriz, por peso o cantidad y preparados o sin preparar. —Beezon pasó al lado de un sinfín de estantes llenos de cajas de conchas de amonites, con su característica y peculiar forma enrollada. Se paró, metió la mano en una de las cajas y sacó un amonito—. Estos son muy normalitos. Salen a cuatro dólares el kilo, sin preparar y sin sacar de la matriz. Por ahí tengo algunos con piritas, y al fondo hay unos especímenes buenísimos agatizados que cuestan más.
Siguió caminando.
—Si le interesan los insectos, acaban de traerme algunas arañas preciosas de Nkomi, en Namibia. Ah, y una nueva remesa de cangrejos de Heiningen, en Alemania. Últimamente nos los quitan de las manos, y se venden a doscientos o trescientos dólares la pieza. Madera agatizada, se vende a peso y es genial para pulirla uno mismo… Crinoides, formaciones con helechos… Coprolitos, que a los niños les encantan… Tenemos de todo y a un precio sin competencia.
Tom iba detrás. Beezon se paró y señaló una concreción.
—De estas hay muchas que ni siquiera se han abierto. Se pueden vender tal cual y dejar que las abra el cliente. Los niños se compran tres o cuatro. Normalmente dentro hay un helecho o una hoja. De vez en cuando sale un hueso o una mandíbula. Y he oído de casos en los que han encontrado el cráneo de algún mamífero. Es como una lotería. Esta…
Le tendió una concreción y cogió un martillo de encima de un yunque.
—Adelante, ábrala.
Tom cogió el martillo y, acordándose del plan lo manejó con torpeza antes de poner el fósil en el yunque.
—Use la punta en cincel —dijo Beezon en voz baja.
—Claro, claro.
Tom giró el martillo y dio un golpe a la concreción, que al abrirse reveló una sola hoja fósil de helecho.
Le pareció que Beezon lo miraba con mucha atención.
—Oiga, y de material más… exclusivo ¿qué tienen? —preguntó.
Beezon se acercó sin decir nada a una puerta metálica y le hizo pasar a una sala más pequeña, sin ventanas.
—Lo bueno lo guardamos aquí: fósiles de vertebrados, marfil de mamut, huevos de dinosaurio… De hecho, acaba de llegar una remesa de huevos de hadrosaurio de Hunan con sesenta por ciento o más de la cáscara intacta. Los vendo a ciento cincuenta cada uno, pero se pueden sacar cuatrocientos o quinientos.
Abrió un armario con llave y sacó un huevo de un nido de periódicos arrugados. Tom lo cogió, lo examinó y se lo devolvió. Después sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la mano como un maniático, gesto que a Beezon no le pasó inadvertido.
—El pedido mínimo es una docena. —Beezon siguió caminando hasta llegar a una caja metálica en forma de ataúd. La abrió con llave y dejó a la vista una masa irregular de yeso de un metro y pico por un poco menos—. Esto vale la pena: un Struthiomimus completo al cuarenta por ciento; falta el cráneo. Acaba de llegar de Dakota del Sur. Estrictamente legal. Procede de un rancho privado. Aún está en la matriz. Habría que prepararlo.
Miró elocuentemente a Tom.
—Todo lo que pasa por nuestras manos es legal, con documentos firmados ante notario por el dueño de la finca. —Hizo una pausa—. Oiga, señor Broadbent, ¿qué busca exactamente?
Ya no sonreía.
—Pues lo que le he dicho.
La conversación estaba siguiendo el derrotero previsto. Su interlocutor empezaba a sospechar.
Beezon se inclinó para decir en voz baja:
—Usted no es mayorista de fósiles. —Su mirada volvió a deslizarse por el traje—. ¿Qué es, del FBI?
Tom negó con la cabeza, componiendo una sonrisa avergonzada y culpable.
—Me ha descubierto, señor Beezon. Felicidades. Tiene razón, no soy mayorista de fósiles, pero tampoco soy del FBI.
Beezon seguía observándolo. Había perdido toda su cordialidad de americano del Oeste.
—Entonces, ¿qué es?
—Soy banquero de inversiones.
—¿Y aquí qué diablos busca?
—Trabajo con una clientela pequeña y exclusiva de Extremo Oriente. Singapur y Corea del Sur. Invertimos el dinero de nuestros clientes, que a veces buscan inversiones pintorescas: cuadros antiguos, minas de oro, caballos de carreras, vinos franceses… —Tom hizo una pausa y añadió—: Dinosaurios.
Siguió un largo silencio, tras el que Beezon repitió:
—¿Dinosaurios?
Tom asintió con la cabeza.
—Supongo que no he estado muy convincente en el papel de mayorista de fósiles.
Beezon recuperó cierta cordialidad, mezclada con la expresión de un hombre contento de no haberse dejado engañar.
—La verdad es que no. Primero por el traje; luego, nada más coger el martillo ya he visto que no trabajaba con fósiles. —Soltó una risita—. Bueno, señor Broadbent, ¿quién es el cliente en cuestión, y qué tipo de dinosaurio busca en el mercado?
—¿Podemos hablar sin tapujos?
—Por supuesto.
—Se llama Kim y es un industrial muy rico de Corea del Sur.
—Este Struthiomimus es un buen negocio, sale a ciento veinte mil…
—A mi cliente no le interesan las chorradas.
Tom, que había cambiado de tono, esperó convencer con su nuevo disfraz de banquero de inversiones seco y arrogante.
A Beezon se le borró la sonrisa.
—No es ninguna chorrada.
—El imperio industrial de mi cliente mueve miles y miles de millones en toda Corea del Sur. La última OPA hostil que lanzó hizo que se suicidara el presidente de la otra compañía, y la verdad es que no le supo mal. Vive en un mundo darwiniano. Ahora quiere un dinosaurio para la sede de la compañía, para que se vea claramente quién es él y cómo hace negocios.
Tras un largo silencio, Beezon preguntó:
—¿Y qué tipo de dinosaurio busca, si se puede saber?
Tom sonrió, tensando los labios.
—Un tiranosaurio. ¿Qué va a ser?
Beezon se rio, nervioso.
—Ya. Supongo que sabe que en todo el mundo solo hay trece esqueletos de tiranosaurio, y que los trece están en museos. El último que salió al mercado se vendió por ocho millones y medio. No estamos hablando de calderilla.
—Y también sé que podría haber uno o dos más en venta, con toda discreción.
Beezon tosió.
—Es posible.
—Respecto a lo que ha dicho de la calderilla, el señor Kim ni siquiera se plantea invertir menos de diez millones. Para él sería una pérdida de tiempo.
—¿Diez millones? —repitió despacio Beezon.
—Es el mínimo que se ha marcado, pero prevé pagar hasta cincuenta millones o más. —Tom bajó la voz y se inclinó—. Supongo, señor Beezon, que me entenderá si le digo que no le importa demasiado ni cómo ni dónde se ha encontrado el espécimen. Lo importante es que sea lo que busca.
Beezon se humedeció los labios.
—¿Cincuenta millones? Eso queda fuera de mi competencia.
—Bien, siento mucho haberle hecho perder el tiempo.
Tom se giró como si fuera a marcharse.
—Espere un poco, señor Broadbent. No he dicho que no pueda ayudarle.
Tom se detuvo.
—Podría presentarle a una persona. Siempre y cuando… se me compense el tiempo y el esfuerzo, claro.
—En el mundo de las inversiones, señor Beezon, todos los que participan en una transacción son remunerados en función de lo que hayan aportado.
—Eso es exactamente lo que quería oír. En cuanto a la comisión…
—Estaríamos dispuestos a darle un uno por ciento en el momento de la venta a cambio de habernos presentado a la persona indicada. ¿Le parece bien?
El cálculo arrugó muy brevemente el entrecejo de Beezon, antes de que una vaga sonrisa iluminase su cara redonda.
—Creo que nos entenderemos, señor Broadbent. Como le he dicho, conozco a una persona…
—¿Un buscador de dinosaurios?
—No, no, nada de eso. No le gusta ensuciarse las manos. Supongo que se podría decir que es un vendedor de dinosaurios. Vive relativamente cerca, en un pueblo de las afueras de Tucson.
Un momento de silencio.
—Bien —dijo Tom, infundiendo a su voz el tono justo de impaciencia—: ¿A qué esperamos?