Willer, con los pies en la mesa, vio que su ayudante volvía del archivo con una carpeta de fuelle debajo del brazo. Hernández se dejó caer en la butaca del rincón con un suspiro y la carpeta en su regazo.
—Por la pinta promete —dijo Willer, señalándola con la cabeza.
Hernández era un hacha investigando.
—No solo por la pinta.
—¿Café?
—No te digo que no.
—Iré a buscarlo. —Willer se levantó y volvió de la máquina con dos vasitos de poliestireno. Le dio uno a Hernández—. ¿Qué traes?
—Broadbent tiene su historia.
—Pues cuéntamela a lo Reader’s Digest.
—Es hijo de un coleccionista muy importante, Maxwell Broadbent, que en los años setenta se fue a vivir a Santa Fe, se casó cinco veces y tuvo tres hijos de mujeres diferentes. Un seductor, vaya. Se dedicaba a la compraventa de obras de arte y antigüedades. El FBI lo investigó un par de veces por moverse en el mercado negro. Lo acusaron de saquear tumbas, pero el tío era listo y no pudieron demostrarlo.
—Sigue.
—Hace un año y medio pasó algo raro. Parece que la familia se fue a Centroamérica para unas vacaciones muy largas, pero el padre murió durante el viaje y los hijos volvieron con un cuarto hermano medio indio. Se repartieron un montón de millones entre los cuatro.
Willer levantó las cejas.
—¿Se sospecha algo turbio?
—Es todo muy vago. Aparte de los rumores no parece que nadie sepa nada. Ahora en la mansión del padre vive el hijo indio, que escribe libros de autoayuda tipo New Age. Dicen que lleva tatuajes tribales.
»Broadbent vive con lo justo, trabajando mucho. El año pasado se casó. Su mujer se llama Sally, Sally Colorado, y es de familia trabajadora. Broadbent tiene una clínica veterinaria para animales grandes en Abiquiú. La lleva con un socio, Albert McBride, que se hace llamar Shane.
Willer puso los ojos en blanco.
—He hablado con algunos de sus clientes y goza del mismo respeto entre los esnob que hacen equitación que entre los rancheros de toda la vida. Su mujer da clases de montar para niños.
—¿Antecedentes?
—Un par de líos cuando era menor de edad, pero nada serio.
—¿Y McBride?
—También está limpio.
—Dame más detalles de esos líos.
—No son archivos de libre acceso, pero bueno, ya sabes… A ver, a ver… Una broma tonta al director del instituto, con un camión lleno de estiércol. —Pasó algunas páginas—. Se llevó el caballo de otro para hacer el loco por ahí. Y en una pelea le partió la nariz a un tío.
—¿Y los hermanos mayores?
—Uno se llama Philip, vive en Nueva York y es conservador en el Metropolitan. Todo muy normal. El otro se llama Vernon, está recién casado con una abogada que se ocupa de temas medio ambientales, vive en Connecticut y hace de amo de casa, cuida al bebé mientras ella trabaja. Hace tiempo estuvo metido en un par de líos de dinero, pero desde la herencia no le ha vuelto a pasar.
—¿Cuánto cobraron?
—Parece que unos noventa millones por barba, después de impuestos.
Willer apretó los labios.
—Da que pensar. Si Broadbent busca algo por las mesas no puede ser solo por dinero, ¿verdad?
—No lo sé. Cuántos directores de empresa con cientos de millones se arriesgan a que los encarcelen por algunos miles de dólares más… Es una enfermedad.
—Tienes razón. —Willer asintió con la cabeza, sorprendido por la perspicacia de Hernández—. Pero Broadbent no da el tipo. No presume de dinero. No tendría por qué trabajar, pero trabaja. Un tío que se levanta a las dos de la madrugada para meterle la mano por el culo a una vaca por cuarenta dólares… No sé, hay algo que no cuadra, Hernández.
—Estoy de acuerdo.
—¿Y del cadáver? ¿Alguna novedad?
—Todavía no lo han identificado. Están analizando el historial dental, las huellas dactilares… Aún tardarán un poco en pasar todos los datos al sistema informático.
—¿Y el monje? ¿Lo has seguido investigando?
—Sí. Tiene un currículo de no te menees. Es hijo del almirante John Mortimer Ford, que fue vicesecretario de Marina en el gobierno de Eisenhower. Andover, Harvard, licenciado summa cum laude con especialidad en antropología… Fue al MIT y se sacó un doctorado en cibernética, que no tengo ni idea de qué es. Conoció a su mujer, se casaron y entraron en la CIA. A partir de ahí, como dijiste, nada. En la CIA se toman muy en serio el secreto profesional. Estuvo envuelto en intrigas relacionadas con descifrar claves y entrar en ordenadores. A su mujer la mataron en Camboya. Él abandonó entonces la CIA para hacerse monje. Lo dejó todo de golpe, incluida una casa de un millón de dólares, cuentas bancarias que para qué hablar, un garaje lleno de Jaguars antiguos… Increíble.
Willer gruñó. No le cuadraba. Se preguntó si sus sospechas sobre Broadbent y el monje tenían fundamento. Parecían dos personas irreprochables, pero él albergaba la seguridad de que en el fondo, fuera en el sentido que fuese, estaban metidos en aquel caso hasta las cejas.