Sábado por la mañana, muy temprano. El sol naciente recortaba las copas de los pinos ponderosa de la cresta que dominaba Perdiz Creek, e invadía la parte alta del valle perforando la niebla con lápices de luz. Abajo, los árboles seguían envueltos en el frescor nocturno.
Weed Maddox se mecía lentamente en el porche de su cabaña, daba sorbos a un café y hacía girar el amargo y caliente líquido dentro de la boca antes de tragarlo. Sus pensamientos retrocedieron hasta el día anterior, recordó a la zorra de la galería y se le encendió la sangre. Alguien se las pagaría.
Dio el último sorbo de café, dejó la taza y se levantó para ir al salón, del que salió con la mochila. La dejó en el suelo del porche y empezó a alinear metódicamente el instrumental que necesitaría para el trabajo de ese día.
Lo primero que sacó fue la Glock 29 con dos cargadores de diez balas. Después ordenó su kit habitual: red para el pelo, gorro de ducha, medias, guantes de hospital, impermeable de plástico, patucos de quirófano y condones. Puso al lado un lápiz y papel de dibujo, un teléfono móvil con la batería cargada, bolsas herméticas, un cuchillo de caza, una bolsa de frutos secos, una botella de agua mineral, una linterna, unas esposas con su correspondiente llave, hilo de plástico para tender, cinta aislante, cerillas, cloroformo y un pañal de tela. Por último, abrió el plano de la casa de los Broadbent en el suelo y visualizó todas las salas, puertas y ventanas, la situación de los teléfonos y los ángulos de visibilidad. Para terminar, repasó todos los artículos de su lista a medida que iba metiéndolos en la mochila, cada uno en su sitio, para que no se movieran.
Volvió a entrar en la casa, dejó la mochila al lado de la puerta y se sirvió una segunda taza de café. Después salió a la mecedora con el ordenador portátil. Tenía casi todo el día libre, así que más le valía aprovechar el tiempo. Se puso cómodo y levantó la tapa del ordenador. Mientras se abrían los programas, sacó de su bolsillo algunas cartas, les quitó la goma elástica y cogió la primera al azar.
Corregirlas una por una, traduciendo en prosa aceptable las imbecilidades de los presos, le llevó dos horas. Cuando terminó, las envió como archivo adjunto al administrador de su página web, un tío a quien no solo no había visto nunca, sino con el que ni siquiera había hablado por teléfono.
Se levantó de la mecedora, tiró el resto del café al otro lado de la baranda y entró a echar un vistazo a la estantería de los libros. La mayoría eran biografías u obras de historia. Se los saltó y pasó a la pequeña sección de thrillers de tapa dura. Necesitaba matar el tiempo con algo que lo distrajese realmente de los planes para la tarde, que ya estaban perfilados hasta el último detalle. Su mirada saltó de título en título hasta detenerse en una novela titulada Armonía letal. La sacó de la estantería, leyó la solapa, la hojeó y se la llevó al porche para empezar a leerla en la mecedora.
La mecedora crujía rítmicamente. El sol subía despacio por el cielo. Dos cuervos emprendieron el vuelo desde un árbol cercano y sobrevolaron el pueblo en ruinas con un batir de alas, cortando el aire con sus graznidos roncos. Maddox interrumpió un momento la lectura para mirar el reloj. Casi las doce.
Le esperaba un sábado largo y tranquilo, pero con traca final.